Byron Deitz, un individuo de limitado umbral emocional, estaba siendo puesto a prueba en sus limitaciones mientras aguardaba dentro de su Hummer amarillo en el neblinoso aparcamiento del First Third Bank, en Gracie. A través de los chorretes que la lluvia enviaba sobre la luna tintada del Hummer, vigilaba la puerta del banco a la espera de que un tal señor Thad Llewellyn, subdirector para cuentas comerciales, saliera de la sucursal del First Third y subiera al Hummer para responder a unas putas, y por lo demás simples, preguntas.
Pero Llewellyn no se moría de ganas de salir del banco para responder a las putas, y por lo demás simples, preguntas de Byron Deitz.
Como tampoco había disfrutado con el prólogo. Phil Holliman, el segundo de a bordo de Byron Deitz, se había presentado a primerísima hora de la mañana en casa de los señores Llewellyn, una mansión enorme situada en una cañada umbría a kilómetro y medio de la secundaria 336, unos pocos kilómetros al sur de Gracie, y que la familia Llewellyn consideraba, esto es, hasta la aparición de Holliman, un refugio frente a los embriagadores placeres de la vida social en la ciudad, placeres de hecho inexistentes.
El refugio había demostrado ser poco seguro cuando a las seis de la mañana la señora Llewellyn, de soltera Inge Bjornsdottir, vio interrumpida su sesión de hatha yoga por un tremendo alboroto en la puerta principal o cerca de ella, a lo que siguió el retumbo producido por su esposo al bajar de dos en dos la escalera y avanzar hacia la puerta con un aire de pánico en su semblante de pajarillo y en precario equilibrio debido a los resbalones que daba sobre el parquet con sus zapatillas de borreguillo.
La señora de Thad había escuchado desde arriba, en ávido trance, un breve pero memorable diálogo entre Thad y el Visitante Inesperado, que, por lo que alcanzó a ver más allá de la escuchimizada persona de su esposo, era un negro gigantesco embutido a la fuerza en un traje color gris marengo.
No pudo descifrar lo que decían, pero el tono no dejaba lugar a dudas, pues la maldad y las amenazas poseen una cadencia propia, y la cosa terminó con un portazo en las narices de Thad, tan fuerte que hizo temblar las ventanas laterales en sus marcos hechos a medida.
Inge bajó volátil al vestíbulo ataviada con su mono azul cielo de hacer yoga y sus zapatillas fucsia con orejitas de conejo y se quedaron allí los dos, mirándose, mientras el voluminoso sedán daba la vuelta en el camino particular, ametrallando con costosa gravilla de cuarzo el porche delantero estilo Arts and Crafts, y se alejaba para dejar paso a un silencio preñado de presión.
—Pero ¿quién era ese hombre tan espantoso? —había preguntado Inge con voz metálica mientras Thad desfallecía ante sus ojos como un helecho falto de agua.
—Ha dicho que se llama Phil Holliman —respondió Thad, con la voz encogida de miedo—. Trabaja para Byron Deitz.
—¿Y qué quería a estas horas?
Thad, que no había sido del todo sincero con su esposa en lo relativo a los ingresos suplementarios que les permitían mantener su propiedad, no supo de entrada cómo contestar.
Inge, que conocía bien a su marido, viendo cómo él apartaba la vista y cómo le asomaba un tic a la nariz y le temblaban los labios, y no siendo manca tampoco a la hora de calcular el interés personal, decidió que no la podían acusar de algo de lo que ella no tuviese conocimiento.
Le soltó un par de carraspeos, frunciendo los labios, después de lo cual giró sobre sus conejiles zapatillas y regresó majestuosamente a su cuarto de yoga, cuya puerta cerró de un portazo, dejando a su marido a solas con los pros y los contras de la desavenencia conyugal.
Lo que aquel hombre tan espantoso quería a aquellas horas, trataba de afrontar Thad en aquel preciso momento, era que estuviese listo para salir cagando hostias de su despachito del First Third tan pronto como viera aparecer el Hummer amarillo de Byron Deitz en el aparcamiento del banco.
Cosa que, según le había dicho Phil Holliman, sucedería a eso del mediodía.
Y así había sido, exactamente a las doce, exactamente como el muy desagradable señor Holliman le había dicho que pasaría.
No es de extrañar que a la vista del Hummer amarillo, el pobre banquero hubiera estado a punto de sufrir un ataque. De ahí que acudiera rápidamente al servicio y se tomara un vaso de agua con un par de lo que él llamaba Cápsulas de la Felicidad, a fin de cobrar arrestos para la refriega.
Deitz, sentado dentro del Hummer y rechinando los dientes de aquella manera que tenía como consecuencia llenarle la cabeza de ruido de partir nueces (ruido que él seguía sin saber cómo explicar), recibió otra llamada. Pegó un brinco hasta el techo y se tragó el chicle sin querer.
En la pantalla se leía BIC DE LOS CONDADOS DE CULLEN Y BELFAIR, de modo que Byron pulsó RESPONDER y dijo:
—Aquí Deitz.
—Byron, soy Tig Sutter.
«Mierda, y ahora ¿qué quiere este?»
—Teniente, ¿qué tal está?
—Bien, Byron, bien. ¿Tienes un minuto?
Deitz miró por la ventanilla en el momento en que se abría la puerta batiente del First Third y aparecía la canija figura del señor Thad Llewellyn sosteniendo un paraguas rojo y dirigiéndose hacia el Hummer por el pavimento húmedo, dando saltitos como un personaje de dibujos animados.
—Estaba a punto de entrar en una reunión, Tig, pero cualquier cosa que yo pueda hacer…
—Nick te iba a llamar, pero resulta que está liado con un caso de persona desaparecida…
Thad Llewellyn estaba ya a la altura de la puerta del acompañante e intentaba ver a través de la luna tintada, con cara de pena pero resignado, y hasta un poquito soñador.
Deitz estiró el brazo, quitó el seguro, Thad subió a bordo y se acomodó en el asiento, con la espalda recostada en la portezuela.
Saludó tímidamente a Deitz con un gesto de cabeza mientras este se llevaba un dedo a los labios para indicarle que debía guardar silencio hasta nueva orden.
—Siempre me alegro de volver a oírle, teniente ¿Qué tal está Nick?
—¿Nick? Bien —dijo Tig, medio distraído—. Oye, ¿estás al corriente de lo del secuestro en Saint Innocent?
Deitz, que no había estado para otra cosa que sus propios deprimidos pensamientos desde la tarde anterior, hubo de reconocer que no sabía de qué le estaba hablando Tig Sutter.
Tig le hizo un resumen: el correo anónimo acusando al conserje de la iglesia; la decisión de Tig de esperar a que Maryland moviera ficha; y la repentina explosión de publicidad, la gente de Live Eye Seven y la prensa y el posterior follón que en ese mismo momento estaba teniendo lugar en Peachtree.
Deitz le escuchó, consciente de la agitada respiración de Thad Llewellyn y de su olor a colonia vagamente mentolada. Pulsó un botón para bajar un poco la ventanilla, preguntándose adónde quería ir Tig a parar. Presentía que le iba a pedir algo y que dicha solicitud podría aprovecharla él, Byron, a cambio de información sobre el robo al banco. En consecuencia, no perdía hilo de cuanto Tig le decía.
Se produjo un breve silencio dubitativo en cuanto el teniente hubo terminado su explicación.
Deitz tomó la iniciativa.
—¿Lo que me pide es que rastree ese correo anónimo, Tig?
—Bueno, en eso estábamos, sí. Verás, podríamos enviarlo a Cap City, pero todo el personal está ocupado con lo que sucedió ayer, ya sabes, y nosotros no tenemos suficientes recursos técnicos para…
—Tig, nosotros disponemos de toda una sección de IT. Tengo a un genio de la informática, un tal Andy Chu, que se pasa el día calentando el asiento mientras le da a los videojuegos. Estaré encantado de ofrecerle toda la ayuda que pueda usted necesitar. Gratis, naturalmente. Confieso que estamos bastante liados haciendo todo lo posible por averiguar quién atracó el banco…
—Entiendo, pero eso ahora es cosa de los federales…
—Desde luego, pero gran parte del dinero era de Quantum Park, y como sabe muy bien…
—Ya, es cliente tuyo, Byron, y por supuesto si tu gente se enterara de algo…
—¿Los de Cap City no tienen ninguna pista?
—Ya te he dicho que la BIC no interviene. Me huele que tenían algún contacto dentro, así que Boonie Hackendorff está investigando al personal del banco y a la agencia de transportes. Aparte de eso, no hay duda de que el tirador era un profesional, el arma podría tratarse de un Barrett calibre 50.
—Eso reduce bastante la lista, ¿no? Habría que ver qué militar o qué tirador profesional ha comprado un Barrett últimamente.
—Sí —dijo Tig, con un suspiro—. La reduce a un par de miles de personas, Byron, y eso limitándonos al continente. Y sin contar siquiera a los tiradores particulares no militares; los hay tan buenos como el mejor profesional. Ya que hablamos de esto, ese Holliman nos está dando muchos quebraderos de cabeza.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—Bueno, parece ser que anoche estuvo rondando por Tin Town en plan general Sherman, poniendo a gente contra la pared y armando la de Dios con todos nuestros chivatos e informadores. Ahora mismo está en ello otra vez, cerca del Pavilion (aparentemente tiene que ver con el atraco, y que conste que lo entiendo, ¿eh?), lo que pasa, Byron, es que no me gustan sus métodos. Boonie Hackendorff te va a llamar por ese motivo y Marty Coors está decidido a hacerlo detener por la BIC del estado por obstaculizar a la policía, así que igual te convendría pararle un poquito los pies.
—Vaya por Dios, no sabe cuánto lo siento. Le dije a Phil que saliera a hablar con la gente y eso, pero no en ese plan. Tranquilo, haré que se calme.
—Ya, bueno, no estaría de más. Holliman está poniendo muy nerviosa a la gente y lo único que ha conseguido es que no suelten prenda. En fin, no te llamaba por eso. ¿En serio crees que podrías ayudarnos a localizar a ese cabrón de los anónimos?
—¿Está confirmado que el tipo que se puso en contacto es el que envió los correos a la prensa?
—Sí. Es lo que parece, al menos. Los mensajes son idénticos, tanto el que recibió el Niceville Register como el que recibió Channel Seven y el que llegó por vía directa a la iglesia. El que recibimos nosotros fue enviado anoche a eso de las dos. Los otros tres son de esta mañana, poco antes de las diez.
—Puede que le entraran las prisas. Quizá buscaba que pasara algo…
—Pues obtuvo la reacción que esperaba, y en cantidad, tan pronto como se enteraron los de la televisión. Llamaron a la iglesia, y el pastor estaba leyendo su copia del correo (acababa de mandar a por Dennison, que se encontraba ya en el edificio y, por lo visto, todavía estaban hablando de ello con calma). Entonces aparecen los de las noticias, a Dennison le entra el canguelo y la cosa se complica de qué manera. Quiero atrapar a ese capullo, Byron. ¿Cuándo podrías mandarme a alguien?
—No será necesario. Reenvíeme todo el material a… ¿tiene para apuntar? Vale, pues tome nota: techserve (todo junto), techserve, arroba Securicom punto com barra AndyChu. ¿Lo tiene?
—Sí. —Tig se lo leyó—. ¿Y el nombre dices que es… Andy qué más?
—Andy Chu, pero en la dirección de correo va todo junto, sin espacio. ¿De acuerdo?
—Sí, vale.
—Avisaré a Andy enseguida y le pondré al corriente. Es un genio, puede que por la noche ya tenga algo, o incluso antes.
—Gracias, Byron. Te lo agradezco mucho.
—De nada, hombre. Y, bueno, ya que estamos, si puede decirme algo de cómo está yendo la investigación sobre lo del banco (extraoficialmente, quiero decir, de poli a poli), bueno, lo consideraré una gentileza profesional. Mis clientes están bastante asustados y me gustaría poder tranquilizarlos dentro de lo posible. Que se sepa, solo era dinero, ¿verdad? ¿No se ha enterado de algo más?
Hubo un silencio durante el cual Thad Llewellyn aprovechó para engullir su tercera Cápsula de la Felicidad aquel día y Byron hizo crujir sus dientes, mientras pensaba que tal vez había ido demasiado lejos.
—No sé qué más podría haber, Byron. Fue el típico atraco a un banco. ¿Es que alguna de tus empresas reclama que le falta algo más?
«Mierda —pensó Deitz—. Este tío es un lince. ¿Por qué coño no me habré callado?»
—No, qué va. Solo intentaba estrechar el cerco, ver si había alguna otra cosa a destacar.
—Bien, pues ahora sabes lo que yo sé. Si me entero de algo, te doy un toque. Y enseguida te envío eso de los correos.
Tig colgó el teléfono y los otros dos, Deitz y Thad, se quedaron un momento escuchando el repiquetear de la lluvia en el techo del Hummer y la respiración de ambos. Deitz reprimió las ganas de llamar enseguida a Phil Holliman y miró al banquero.
—Bueno, Thad, tenemos… Joder, ¿te encuentras bien? Estás más blanco que una sábana.
El señor Thad, medio colocado a consecuencia de sus cápsulas, cerca ya de quedar grogui por completo y sintiéndose tan sereno como invencible, sonrió a Deitz con cara de Buda.
—Byron, amigo del alma, eres… eres tremendamente intenso —dijo, acompañando sus palabras con un parpadeo a cámara lenta durante el cual escrutó a Deitz con mirada clínica—. Fíjate —añadió, señalando con un dedo perezoso—, te sobresale una vena de la frente. Estás peligrosamente colorado. Tienes que relajarte, Byron, en serio. ¿Te apetece una de mis Cápsulas de la Felicidad? Son la dicha embotellada, mi querido Byron, te lo aseguro. ¿Quieres probar?
Thad le tendió el frasquito con verdadero afecto, su alma hiperdrogada henchida de hermandad varonil.
Deitz miró el frasco, leyó la etiqueta: ATIVAN y luego miró a Thad a los ojos.
—Mierda. ¿Cuántas de estas te has tomado?
—Pues… —dijo Thad, pensándolo un poco y sin dejar de pestañear—. Puede que tres. Sí, tres.
Deitz le arrebató el frasco, lo sostuvo a la luz (estaba lleno de pequeños comprimidos color beis) y miró a Thad con ceño inquisidor. Deitz estaba en contra de toda droga, especialmente si quien la tomaba lo hacía para contrarrestar el efecto Byron Deitz. Finalmente dejó el frasco en el apoyavasos que había entre los dos asientos.
Lo contempló durante un rato.
Una especie de pausa Zen.
A continuación le propinó a Thad un revés en la mejilla derecha, con tal fuerza que la cabeza del banquero rebotó en la ventanilla con un sonoro y musical plonc. Las rosadas nubes que poblaban la mente de Thad dejaron un hueco para que un relámpago de claridad las atravesara.
Deitz no fue ajeno a ello.
—Una pregunta. Solo una puta pregunta, Thad. ¿Te chivaste a alguien sobre lo que había en mi caja de caudales?
Thad se llevó una mano al pómulo enrojecido.
—No. ¿Cómo iba a hacer tal cosa, si yo no sabía lo que había dentro? Usted solo me dijo que lo vigilara. En ningún momento me dijo lo que contenía. ¿Por qué? ¿Qué había en la caja?
Deitz se demoró en contestar. Thad llevaba razón. El banquero no sabía lo que había en la caja. ¿Por qué iba a saberlo, vamos a ver?
—No es asunto tuyo. Esos tíos, los del atraco, ¿alguna idea de quiénes pueden ser?
Thad hizo un gran esfuerzo por estar a la altura de la pregunta.
—No. Solo eran… dos hombres blancos, ambos llevaban máscara… uno era corpulento, ojos azules, y el otro ojos negros y… y…
Se quedó callado. Deitz le agarró la nariz con el índice y el pulgar, se la retorció con fuerza y luego la soltó, limpiándose la sangre en la camisa del señor Thad. Hecho esto, lo agarró por la garganta y empezó a estrujar.
—Suelta lo que sea —dijo entre dientes, los ojos apenas dos rendijas y el semblante casi inhumano, una expresión que su familia conocía tan bien como temía—, o te parto el puto cuello ahora mismo.
Thad, llorando ahora de dolor, los ojos inundados en lágrimas y un hilillo de sangre bajándole de la roja nariz, miró a Byron Deitz con el gesto ausente de alguien a quien le quedan menos de tres células cerebrales en funcionamiento. Había dejado de sentir los dedos de los pies y un calorcillo de entumecimiento le subía por el torso.
Deitz lo sacudió como si fuera un trapo, pero hasta él pudo ver que el banquero estaba ya en otra parte.
Thad parpadeó un par de veces. Luego, los párpados se cerraron y la cabeza cayó hacia delante sostenida solo por el rígido antebrazo de Deitz. Tras un largo silencio y en un murmullo amodorrado, el señor Thad dijo, con sorprendente claridad:
—Critón, le debemos un gallo a Esculapio.
Deitz lo soltó con un gruñido, y Thad empezó a deslizarse hacia el suelo del lado del acompañante.
—Botas —alcanzó a decir un segundo después, desde las profundidades del hueco—. El más grande llevaba unas botas vaqueras azul oscuro. Nunca había visto unas botas vaqueras de ese color…
La voz fue desvaneciéndose hasta que de nuevo se hizo el silencio, roto tan solo por el rumor de alguien que rabiaba.
«¿Botas?», pensó Deitz. Casi sin darse cuenta agarró el frasquito de cápsulas y jugueteó con él.
Su poco satisfactoria esposa, Beth, siempre tomaba Ativan para contrarrestar el efecto Deitz. Las suyas eran blancas, casi cuadradas, con una muesca con forma de T en la parte superior. Las de Thad eran como pepitas, pero, qué demonios. Tal vez no le iría mal tomar una.
Lo cierto era que estaba francamente nervioso.
Sostuvo el frasco entre sus dedazos mientras oía resollar a Thad Llewellyn. Era evidente que el pobre banquero no encajaba nada bien la medicación. Deitz suspiró. En un momento dado llegó a sentir lástima de sí mismo, por la forma en que la gente le decepcionaba a todas horas. Tiró el frasco otra vez al apoyavasos y puso el motor en marcha.
Lo que Deitz ignoraba, mientras salía del aparcamiento con un hombre inconsciente en el hueco del asiento del acompañante, era que «la medicación» que el banquero no estaba encajando nada bien no era lorazepam, el compuesto básico de Ativan, sino una sustancia que los farmacéuticos llamaban 3,4 metilendioximetanfetamina (y los banqueros superestresados que resollaban en vehículos, Cápsulas de la Felicidad). En el mundillo de las drogas recreativas era más conocida como éxtasis.
A todo esto, dentro de su cabeza, con misterioso acompañamiento de ruido de nueces al partirlas, sonaba este pequeño mantra: «¿Botas vaqueras de color azul?».