Nick y Beau encuentran un rato para reflexionar

Era la hora de comer (el turno del sábado se estaba alargando mucho) para cuando tuvieron a Brandy Gule y a Lemon Featherlight a buen recaudo y terminaron de curarle el trasero a Beau Norlett. No le habían clavado un cuchillo, le explicó Beau confidencialmente a Nick en un susurro teatral, sino que le habían mordido en la parte posterior de la, según sus palabras textuales, «región crural posterior» mientras llevaba a Gule hacia el coche, ella boca abajo y chillando como una gata montés. «No es que fuera por falta de cooperación», diría más tarde Beau, escarmentado.

Pero cuando la guapa mecanógrafa de la oficina de Lacy había salido para ver qué eran todos aquellos gritos, Beau no se decidió a decirle que la escuchimizada chica gótica (que ahora estaba destrozando a patadas el asiento trasero del coche de policía) le había mordido en el culo.

De ahí que farfullara algo como que le habían «pinchado», a raíz de lo cual la secretaria había girado en redondo sobre sus tacones altos y corrido adentro otra vez para dar la feliz noticia al inspector Kavanaugh.

Tras un atolondrado intercambio de palabras para aclarar lo ocurrido, Beau Norlett se escabulló a los servicios que había en la parte de atrás de la Condi para examinar, en privado y con la ayuda del espejo de los aseos y un taburete, los daños ocasionados a su «región crural superior», de hecho una herida semicircular superficial pero francamente fea en el glúteo derecho, que empezaba ya a volverse violeta.

No le había hecho sangre, de modo que Beau no tenía ni prisa ni ganas de presentar cargos contra la chica, por motivos que saltaban a la vista de todos. Nick, por lo tanto, no quiso insistir en ello, aunque le costó aguantarse la risa.

Decidido esto, Lemon Featherlight consiguió convencer a Nick para que le dejara llevar a Brandy Gule a su casa, un piso sin ascensor encima del centro de intercambio de jeringuillas en Bauxite Row, tras jurarle a Nick que la chica estaría disponible en todo momento para ser interrogada, que en realidad era una pobre e inofensiva acosadora que estaba pirrada por él, y que Lemon solo intentaba proteger a la motera salvaje en su condición de ángel de la guarda o de hermano mayor.

Nick le deseó la mejor suerte del mundo en ese cometido y se despidieron, si no como amigos, sí como personas que ahora se comprendían mutuamente un poquito mejor. Y mientras se alejaban en el coche, tanto Nick como Beau tuvieron muchas cosas en que pensar.

Beau, que viajaba de copiloto y apoyado sobre la nalga izquierda para mantener la derecha levantada, escuchó con gesto sombrío el sermón que Nick se vio obligado a soltarle acerca de maneras de detener sin riesgo a moteras salvajes provistas de excelente dentadura y una gran disposición a aplicarla allí donde más dolía, y lo que habría podido ocurrir si Beau hubiera cargado a la chica al revés, es decir con los pies colgando por detrás de él, ofreciendo de este modo a sus colmillos un blanco mucho más sensible que sus generosos glúteos.

Una vez Nick hubo terminado, yendo por Long Reach Boulevard en la orilla oriental del Tulip, con el cielo que empezaba a despejar y las arboladas colinas de The Chase visibles a su derecha y Tallulah’s Wall dominándolo todo, Beau, tan pálido como pudo, dijo:

—Nick, o sea, señor, ¿sería posible… quiero decir si…?

Nick adivinó de qué iba la cosa.

—Puedes estar tranquilo, no voy a contarle a nadie que una tía más enclenque que un salero le ha mordido a mi compañero en la región traseril.

Beau meditó estas palabras, sacando finalmente la esperanzadora conclusión de que Nick, a pesar del vergonzoso incidente, acababa de referirse a él, a Beau, como «mi compañero». Tan radiante estaba por ello, que se le habría podido ver en plena oscuridad.

—Gracias, Nick. No volverá a ocurrir.

—Si ocurre, te juro que lo filmo y lo cuelgo en YouTube. Estamos a unos cinco minutos de la casa de Delia Cotton. Tú hablaste con Personas Desaparecidas mientras yo estaba al teléfono con Lacy. ¿Qué te dijeron?

La sonrisa de Beau se esfumó y adoptó un ceño de profesional concentración al tiempo que sacaba una flamante libreta gruesa, de color negro, con el logo de la BIC, un disco de color dorado.

Mientras la abría, el coche torció bruscamente a la izquierda para entrar en The Chase y eso le hizo soltar un respingo, pillado de improviso con el peso de la parte superior del cuerpo sobre su nalga derecha. Después empezó a leer en voz alta.

—Cotton, Delia, nacida en 1920, el día…

—Beau.

—¿Señor?

—Solo un resumen, ¿vale?

—¿Un resumen?

—Sí, hombre.

A regañadientes (lo había anotado todo meticulosamente, sin abreviaturas y con notas al pie), un decepcionado Beau se guardó de nuevo la libreta en el bolsillo de la americana e inspiró hondo.

—Bueno, digamos que Delia es la única Cotton que queda de la parte rica de la familia (los Cotton son una de las cuatro familias fundadoras). Tiene ochenta y cuatro años, vive sola en Temple Hill, así se llama su mansión, en el seis ocho dos de Upper Chase Run. Todavía tiene permiso de conducir, es propietaria de un Cadillac Fleetwood del setenta y cinco, azul marino, actualmente en el taller de reparaciones. En Desaparecidos dicen que la mujer que le hace la compra, una tal Alice Bayer, de sesenta y tres, que vive en The Glades, pasó por la casa a primera hora de esta mañana para dejar lo que había comprado y vio que había un Packard rosa y verde del cincuenta y dos aparcado en el camino particular, vehículo perteneciente a un hombre mayor que le hace de jardinero y otros apaños a la señorita Cotton; se llama Gray Haggard, y si no me equivoco, señor, los Haggard también forman parte de las cuatro familias fundadoras…

—Los Haggard, los Cotton, los Teague y…

—Y tu esposa, ¿verdad? La señorita Kate.

—Kate es de la rama Walker, sí.

—Bueno, como iba diciendo, Alice Bayer vio que todas las luces estaban encendidas, lo único raro es que no había nadie en la casa; no le pareció que se hubieran llevado nada, pero dice que de repente le entró… cagalera.

—Eso quiere decir que la casa le dio miedo.

—¿Lo de la cagalera? No sé, yo no he tenido nunca. Bueno, total, que llama a la empresa de seguridad de The Chase…

—Armed Response, sí. Propiedad de Byron Deitz.

—El mismo. Llegan los de Armed Response y hacen un registro. La señorita Delia no aparece, tampoco hay rastro de ese Haggard, no hay señales de violencia. A todo esto Alice Bayer se pone histérica y uno de los de seguridad la lleva a casa (vive en Virtue Place, en The Glades, y dice que estará encantada de hablar con nosotros si hace falta). Armed Response dispone de una lista auxiliar de personas a las que llamar en caso de necesidad, de modo que empiezan a localizar a todo el mundo; Delia tiene un club de lectura, y resulta que todas esas señoras de la lista participan. Como nadie parece saber nada, Armed Response avisa a la poli local y la poli local llama a Desaparecidos y Desaparecidos se lo cuenta a Tig y Tig nos envía a nosotros (¿qué tal el resumen, eh?), o sea que aquí estamos.

En efecto, pues enfilaban ya una larga curva flanqueada de árboles, pavimento de adoquines y reja de hierro a ambos lados poblada de enredaderas, y de repente apareció el caserón victoriano, Temple Hill, por detrás de un muro de sauces y robles de Virginia con colgaduras de musgo español.

Aparcados a cada lado de la verja un todoterreno rojo y negro de Armed Response y un coche patrulla gris metálico de la policía local, dos personas de uniforme apoyadas, juntas, en el capó del vehículo policial, un negro joven y calvo con la compleja indumentaria roja y blanca de Armed Response y una mujer algo mayor, blanca, de mejillas coloradas, melena pelirroja y relucientes galones de sargento en su uniforme azul oscuro.

Ambos miraron cómo se acercaban Nick y Beau en el Crown Vic. Al otro lado de la calle se había congregado una pequeña muchedumbre de residentes en The Chase, la mayoría gente de edad pero también algunas parejas jóvenes. Todos ellos con la mirada ávida y ligeramente vidriosa típica del ciudadano cuando ve aparecer a la policía.

La sargento se apartó del coche y fue hacia el lado donde estaba Nick. Sonrió al reconocerle.

—Nick, tú por aquí. ¿Te encargas de esto?

—Así es, Mavis. Vaya, hoy estás muy guapa.

La sargento puso los ojos en blanco. Tenía unos brazos robustos, las espaldas anchas y un cuerpo compacto, y su aspecto era el del típico sargento: frío, afable, sereno, mejor no tocarle las narices.

¿«Muy guapa»? Seguramente no.

Nick devolvió la sonrisa a Mavis Crossfire, sargento del Departamento de Policía de Niceville, y le presentó a Beau Norlett.

Beau le tendió una mano, que ella aceptó y sacudió con fuerza, y Beau consiguió recuperarla antes de que se la machacara.

—Bueno, Nick, ¿y por qué tú? —preguntó la sargento—. ¿Esto no es un caso para Desaparecidos?

—Eso creo yo, Mavis. Pero Tig siente debilidad por Delia Cotton y ha querido que me encargara personalmente del caso.

—Parece que en esta ciudad desaparece mucha gente, ¿no crees, Nick?

—Desde luego. El alcalde Little Rock piensa lo mismo. Al final ha cundido la alarma (si la gente desaparece, se queda sin votantes), y ahora no para de darle la paliza a Boonie Hackendorff. Boonie tiene a un montón de gente revisando los casos de los últimos noventa años, buscando alguna pauta.

—¿Noventa años, dices?

—Sí. Todos los expedientes. En total, ciento sesenta y dos desaparecidos.

—Uf, pues que les vaya bien —dijo Mavis—. Me preguntaba cuándo se decidiría Little Rock a hacer algo al respecto. No me digas que no es raro, que pase tantas veces en una ciudad pequeña como Niceville.

Se enderezó para llamar al joven negro de Armed Response.

—Ven, Dale, que te presento a un auténtico héroe de guerra.

Nick torció el gesto pero sobrepuso una sonrisa cuando el joven se aproximó y le tendió la mano.

—Encantado de conocerle, inspector Kavanaugh. Soy Dale Jonquil.

Pronunció su nombre muy serio, a sabiendas de que mucha gente que sabía lo que era un junquillo no perdía la oportunidad de hacer algún comentario burlón al respecto.

Nick, para quien un junquillo podría haber sido cualquier cosa menos una variedad de narciso, le sonrió, estrechó su mano y le presentó a Beau.

—Dale también está en las Fuerzas Especiales —le dijo Mavis a Nick.

—¿En qué unidad? —preguntó Nick.

—Grupo Veinte. Tercer Batallón —respondió Dale.

—¿La Guardia Nacional con base en Florida?

—Así es. Actuamos de enlace con el grupo de la Fuerza Aérea de Hurlburt Field, pero básicamente estamos como refuerzo del Séptimo en Fort Bragg. No hay mucho movimiento en nuestra zona de operaciones, que es sobre todo México y Latinoamérica.

—Aparte de la guerra contra los narcos en la frontera.

—Exacto, pero no se nos permite intervenir en eso. Al menos de momento. O sea que nada que ver con lo que hizo usted, señor, si se me permite expresarlo así. En Operaciones Especiales todo el mundo le conoce, señor. Me siento muy honrado.

—Bueno, Dale, pues me alegro de que estés por aquí. ¿Qué has sacado en claro de este asunto? —preguntó Nick, señalando con la cabeza hacia Temple Hill. Le sorprendió el cambio de expresión en la cara del joven.

—Francamente, señor, no sé qué pensar. Esa señora se ha esfumado sin dejar rastro. El jardinero igual. La sargento Crossfire y yo hemos recorrido toda la casa. No parece que hubiera nada… digamos fuera de sitio. Pero ni a ella ni a mí nos han dado ganas de…

—De quedarnos —terminó Mavis por él.

Nick asimiló la información.

—Pues será mejor que Beau y yo vayamos a echar un vistazo.

—Sí, por favor —dijo Mavis.

Nick puso el coche en marcha y miró hacia la gente congregada al otro lado de la calle.

—¿Habéis hablado con algunos de ellos?

—Sí, señor —respondió Jonquil—. He tomado nota de nombres y números de teléfono. Nadie vio nada fuera de lo normal, excepto que parecía haber una fiesta por todo lo alto, porque las luces estuvieron encendidas toda la noche y se oía música. Claro que aquí en The Chase, señor, la gente valora mucho su intimidad. Nadie llamó a la policía ni se acercó a mirar.

—Gracias, Dale. Mavis, ¿esperas aquí?

Mavis negó con la cabeza.

—Tenemos una PTE atrincherada en Saint Innocent y debo ir a supervisar. Dale se queda. Esta casa está dentro de su sector.

Nick iba ya a dejarlo correr cuando recordó que PTE era una Persona con Trastornos Emocionales, y PTE atrincherada constituía una de las misiones más peligrosas, sobre el papel, para cualquier patrulla.

—¿Saint Innocent Orthodox? ¿La iglesia que está en Peachtree?

Mavis asintió y le miró desconcertada.

—¿Sabes el nombre de la persona en cuestión?

—Un momento —dijo ella, sacándose la radio—. Delta Zero, aquí Echo Seis. ¿Tenéis el nombre de la PTE? ¿Sí? Perfecto, estoy a cinco minutos de ahí. Di a los chicos que no se muevan de ahí.

Volvió a colocarse la radio en el cinturón.

—Es un tal Kevin Dennison. Conserje, según parece. Tiene al pastor y a un par de chavales encerrados en la rectoría.

—Uf —dijo Nick.

—¿Acaso le conoces?

Nick le explicó lo del correo electrónico anónimo que Tig había recibido por la mañana. Mavis ató cabos, y su expresión se fue endureciendo.

—Vaya por Dios. ¿Vais a mandar a toda la caballería?

—No. Se trata de un anónimo. Tig ha dicho que actuáramos con calma, no quiere arruinarle la vida a nadie hasta recibir contestación de Maryland.

—Pues parece que alguien tenía ganas de joder bien jodido a ese tipo. Un periodista del Register llamó al pastor para decirle que tenían información sobre un pederasta que supuestamente trabajaba allí, y varios minutos después aparece el furgón con la parabólica. Dennison, al verlo, se ha vuelto loco y se ha encerrado en la rectoría. ¿Estás seguro de que nadie de la BIC ha hecho una llamada?

—Casi seguro, pero si alguien lo ha hecho, puedes apostar lo que quieras a que mañana ya no estará en nómina. Tú, mientras tanto, intenta llevar las cosas con delicadeza. Ese tipo podría ser inocente.

—Haré lo que pueda. Inocente o no, ha metido la pata hasta el fondo. Alguna medida habrá que tomar.

—Lo entiendo. Pero ten mucho cuidado, ¿vale? Nosotros hemos de ocuparnos de esto de aquí. Si es posible, mantenme informado sobre Dennison.

Mavis dijo que lo haría.

Nick se dirigió al joven de Armed Response.

—Danos una hora. Tú quédate aquí, por favor. Controla el área de operaciones y procura que no se acerquen curiosos mientras echamos un vistazo a la casa.

—Sí, señor —dijo Jonquil, tomando posiciones.

Nick iba a arrancar cuando Mavis le puso una mano en el brazo.

—Cuando entres ten cuidado con los espejos, Nick.

—¿Que tenga cuidado con los espejos?

El semblante afable de Mavis registró una expresión preocupada mientras pensaba cómo responder.

—Verás, es que yo… bueno, Dale y yo, hemos… hemos visto cosas, en esos espejos. Una muchacha muy bonita con un vestido verde de tirantes y un gato enorme en los brazos. Dale la ha visto reflejada en un espejo, pero al volverse detrás de él no había nada.

—¿Y tú, Mavis? ¿Has visto algo?

Mavis perdió la compostura.

—Mira, da igual lo que yo haya creído ver. Será producto de mi mente estúpida. Prefiero no hablar de ello ahora mismo. Quizá otro día, tomando una cerveza. La casa está repleta de cosas de cristal, de vidrio, enormes ventanales, espejos, objetos metálicos por todas partes, como si fuera el interior de un jarrón de rosas, no sé, o como un… cómo lo llaman, un calidoscopio. Te mueves por la casa y parece que estás viendo cosas con el rabillo del ojo, pero luego miras y no hay nada. Ya te digo, Nick, que no te asusten los espejos.

—No es exactamente lo que has dicho antes.

Mavis guardó silencio. Luego le dio unas palmaditas en el brazo y se enderezó.

—Ya, supongo que no. A partir de las seis estaré en casa. Llámame si tienes ganas de hablar.

—¿Te parece que tendré?

Mavis se encogió de hombros y le dio otra palmadita. Nick la miró unos instantes y acto seguido pisó el acelerador y se alejaron por el largo camino particular hacia la casa. Una vez allí aparcaron en un espacio con pavimentos de ladrillo rojo frente a un garaje de tres puertas separado del edificio principal. Nick dejó el vehículo al lado de un Packard antiquísimo pintado con los colores de la bandera de Florida.

Se apearon del coche. Una lluvia muy fina caía de nubes hechas jirones, entre las cuales había algún que otro retazo de cielo azul. El jardín delantero olía a césped recién segado y las plantas, una gran profusión de magnolias, buganvillas y arces japoneses, estaban lustrosas y húmedas.

Beau intentó abrir la puerta del Packard, pero se quedó con el tirador en la mano y metió un poco la cabeza para ver lo que hubiera que ver dentro.

Nick se dirigió hacia los escalones que subían hasta el gran porche delantero curvo. Componían el suelo largos tablones de madera pintada, y aquí y allá había elegantes sillones de madera pandeada.

La puerta de la casa estaba abierta de par en par. Una lujosa alfombra de dibujos persas se extendía hacia el vestíbulo y el reluciente pasillo de maderas enceradas y luz titilante procedente de pantallas art déco y apliques en la pared.

A mano derecha, pasillo abajo, había una habitación que parecía una sombrerera gigante, y a mano izquierda una sala repleta de libros. Casi veinte metros más adelante se veía una cocina toda pintada de blanco, ya en la parte de atrás de la casa.

Nick se demoró en la entrada, escuchando los crujidos y gruñidos que el calor del día arrancaba a la vieja osamenta de madera.

Miró hacia arriba y vio, en una esquina sobre la entrada, una pequeña cámara montada en un soporte giratorio; la lucecita roja era como un rubí entre las sombras azuladas de la cubierta del porche. Una cámara de vigilancia. Se recordó a sí mismo mirar el vídeo después.

Al dirigir de nuevo la vista hacia el interior de la casa, divisó al final del pasillo una figura a contraluz. Se quedó sin respiración. Un torrente de agua helada le bajó por la columna mientras su corazón empezaba a martillear como loco dentro del pecho.

Nick pestañeó pero la imagen seguía allí, una silueta alta cubierta de pies a cabeza por ropajes negros, sin rostro y completamente inmóvil.

Una musulmana con burka negro.

En un destello de luz blanca la piel se le entumeció y, antes de darse cuenta él mismo, tenía ya el revólver en la mano. Beau, al percibir el rápido movimiento, subió los escalones, sigiloso y veloz, sacando también su arma. Nick, con la garganta tensa y dolorida, estaba apuntando con el Colt hacia la silueta negra inmóvil al fondo del pasillo.

Beau se situó a su lado y apuntó en la misma dirección.

—¿Qué pasa? —preguntó en susurros.

—Esa mujer de negro, al final del pasillo —dijo Nick con la voz quebrada, casi un graznido, y tenso como un parche de tambor—. A la que se mueva, métele dos balas en la cabeza. No digo en el cuerpo. En la cabeza.

Beau, tratando de ver lo que su jefe le decía haber visto, sin saber muy bien qué demonios pasaba y divisando tan solo una forma negra al fondo, siguió a Nick cuando este avanzó rápidamente con el arma en alto, la mira puesta en la cabeza de la silueta negra a una veintena de metros. De ninguna manera se habría podido calificar de reacción normal en un policía lo que le estaba pasando por la mente en aquel momento.

Beau, a dos velas pero dispuesto a todo, cubrió a Nick siguiéndolo mientras este avanzaba por el recargado pasillo de madera en dirección a la forma negra, Beau con la pistola apuntando al suelo y a la derecha y mirando en cada una de las habitaciones que se abrían a los lados.

Habían recorrido como un tercio de la distancia cuando la imagen de una musulmana alta y corpulenta vestida con un burka negro se difuminó para no dejar otra cosa que una puerta de cristal entreabierta en la que se reflejaba una columna negra tallada con jeroglíficos y situada en un rincón junto a la entrada de la cocina.

Nick se detuvo en seco, haciendo que Beau casi chocara con él, y se quedó allí quieto, paralizado, notando cómo la pierna izquierda le temblaba sin control. Tragó saliva, no sin dificultad, bajó el arma y apoyó la espalda en la pared más cercana, respirando por la boca, ahora con un violento temblor en ambas piernas y la piel grisácea y húmeda.

—Nick, ¿qué pasa? Nick, ¿estás bien?

Nick levantó una mano pidiendo calma mientras trataba de recobrar la compostura, y luego hizo un gesto para que Beau fuera a mirar en la cocina.

Beau se quedó allí parado un rato, preguntándose si a Nick le iba a dar un infarto. Luego se alejó por el pasillo hasta llegar a la iluminada y amplia cocina pintada de blanco.

Nick permaneció en la relativa penumbra del pasillo mientras intentaba borrar de su cabeza imágenes de Al Kuribayeh y el Wadi Doan, aquel poblado de adobe al fondo de un valle irregular rodeado de muros de piedra arenisca de trescientos metros de altura.

Oía el silbido del viento en los arbustos y el chacoloteo de las armas automáticas resonando en el valle. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared.

Las tablas del suelo crujieron. Nick abrió los ojos y vio que Beau seguía allí, mirándole con gesto preocupado.

—¿Qué has visto, Nick? ¿Qué había?

Nick no estaba dispuesto a contarle a Beau, ni a nadie, lo del Wadi Doan.

—Siento haberte asustado —dijo—. Me ha parecido ver… a una mujer… al final del pasillo. Pensaba que quizá empuñaba un arma. ¿Y tú, qué has visto?

Beau pestañeó.

—Tío… yo qué sé. He visto una especie de columna negra, el cristal hacía que se moviera. Pero mujer, no, ninguna…

Nick hizo un esfuerzo para volver a sus cabales y se separó de la pared.

—Olvídalo. Mavis tiene mucha imaginación. Recuérdame que se lo diga después. Bueno, vamos a echar un vistazo a la casa, despacio y los ojos bien abiertos, ¿vale?

Aliviado al ver que Nick volvía a ser el de siempre, Beau asintió con la cabeza y le dedicó una mirada de satisfecho perro de caza.

—Vale. ¿Por dónde empezamos?

—Afuera hay una cámara de seguridad. Mira a ver si encuentras el disco duro por alguna parte. A lo mejor hay algo que nos sirve.

—De acuerdo —dijo Beau, y se alejó por el pasillo hacia la puerta delantera.

Nick sacudió la cabeza, inspiró todo lo hondo que pudo, que no fue mucho, soltó el aire poco a poco y se encaminó hacia la habitación que parecía una sombrerera.

Se detuvo en la entrada y contempló una sala de planta octogonal con paredes pintadas de amarillo pálido y molduras blancas, bellos ventanales en todo el perímetro, y en el techo una enorme lámpara de cristal de colores. El suelo de madera brillaba, perfectamente encerado, y una luz tremulosa a causa de la lluvia entraba a raudales a través de las lunas antiguas.

Había dos sillones situados enfrente de una radiogramola de los años cincuenta y un televisor General Electric, ambos encajados dentro de un enorme mueble de madera clara. En un velador junto a una de las butacas había un mando a distancia y un vaso de cristal grueso, medio lleno de un líquido ambarino.

Nick se agachó y olfateó el vaso: whisky escocés, ya tibio, debía de llevar allí toda la noche. Delante del sillón, en el suelo, había una colcha, como si le hubiera resbalado a Delia del regazo al ponerse de pie.

Suponiendo que fuese Delia quien estaba sentada allí.

Con la punta de un bolígrafo tocó el mando del equipo de música y de pronto la sala se llenó con el recio y grave sonido de un violonchelo, pero a un volumen ensordecedor. Alice Bayer, la mujer que hacía la compra, había dicho que lo apagó al entrar en la casa. Nick lo desconectó otra vez y con el bolígrafo puso en marcha el televisor.

Tras unos segundos de espera, la pantalla mostró el porche delantero, una imagen en color que sin duda estaba captando el punto de vista de la cámara de seguridad. En la esquina inferior izquierda de la imagen pudo ver a Beau arrodillado, seguramente buscando un cable.

Muy bien.

Delia está aquí sentada tomando un whisky y escuchando música de violonchelo. Un bonito y apacible atardecer de viernes. Algo la interrumpe. No es el teléfono. ¿Había un timbre en la entrada? Tendría que ir a mirar. Nick pensaba que no. Tal vez el timbre de la puerta. Sí, porque ella se levantó para ir a abrir, no sin antes poner el canal de circuito cerrado para ver quién llamaba.

De modo que, fuera quien fuese, no debió de inquietarla, era un conocido. ¿Alguna amiga? ¿Quizá el jardinero, Gray Haggard?

¿Le estaba esperando Delia?

De ser así, ¿para qué comprobarlo con la cámara de seguridad?

¿Quizá la vejez la había vuelto un poco paranoica?

Tendrían que revisar todos sus papeles, los archivos, las cuentas bancarias. Personas Desaparecidas había enviado ya su descripción a la policía local y a la del condado.

Si Delia había tenido algún despiste, tal vez una apoplejía, darían con ella. Pero lo que no cuadraba era que los dos hubieran sufrido algún despiste, a menos que ella hubiera salido cuando Haggard llegó a la casa y ahora él estuviera buscándola por alguna parte. ¿O acaso se habían marchado juntos por ahí?

¿Sin el coche de él?

O el de Delia.

¿Delia Cotton tenía coche?

Sí.

Un Cadillac Fleetwood azul marino del 75, una especie de barco que a nadie le habría pasado por alto de haberse cruzado con él. Pero, según el informe, el Cadillac estaba en el taller de reparaciones, razón por la cual Alice Bayer había ido personalmente a llevar la compra.

No. Delia y el jardinero no se habían ido de excursión. Ahí había algo más que una simple historia de dos vejetes con ganas de un poco de aventura nocturna.

Por el momento no estaba sacando nada en claro de la casa, aparte de que había cosas bastante caras; cosas que todavía estaban en su sitio, de modo que podía descartar el robo como móvil. Por la opulencia de la casa misma y de cuanto contenía, era evidente que Delia estaba en lo más alto de la cadena alimenticia de Niceville. Claro que, siendo una Cotton, era de esperar; durante más de cien años los Cotton habían sido amos y señores de cuanto tenían a la vista.

Nick se situó en el centro de la habitación y empezó a girar lentamente en círculo, tratando de adivinar lo que podía haber ocurrido allí dentro. Fue así como reparó en una puerta alta de doble hoja, de cristal, que comunicaba, o así se lo pareció, con un comedor forrado de madera.

La puerta estaba cerrada y el antiguo cristal, con ondas como el agua de un arroyo, transmitía una burda impresión de lo que había al otro lado: madera oscura, latón, cosas muy brillantes, una gran araña pendiendo sobre la mesa, que destellaba como una bengala del Cuatro de Julio.

Nick se acercó a la puerta y miró a través del cristal; se disponía a girar el pomo dorado cuando notó algo que le rozaba bajo uno de sus pies.

Bajó la vista al suelo y vio un bulto del tamaño de un dedal. Primero pensó que era un trozo de carbón, más o menos mellado y deforme. Se agachó para cogerlo y le sorprendió que estuviera caliente como la sangre, casi quemando. Y no era carbón.

De rodillas, pasó la mano por las tablas del suelo y observó que por alguna extraña razón también estaban calientes. Podía ser que por debajo pasara una cañería…

Siguió palpando y notó otra pequeña protuberancia en el suelo. La levantó para examinarla: era un fragmento con forma de estrella y bordes ásperos y torcidos, como si hubiera sido arrancado de algo mucho más grande, arrancado por una fuerza explosiva. Su mente militar le proporcionó rápidamente un veredicto: aquellos fragmentos no eran sino metralla.

Se incorporó guardándoselos en el bolsillo y volvió a inspeccionar el umbral. Observó que el barniz de la zona del suelo adyacente a la puerta tenía marcas y estaba descolorido, como si lo hubieran rascado o quemado. Y la decoloración parecía prolongarse más allá de la puerta.

Abrió las dos hojas a la vez.

El comedor era una estancia grande, ordenada y elegante. Las sillas con respaldo de lira estaban alineadas en filas muy juntas y la enorme extensión de madera taraceada despedía un resplandor como de topacio, reflejando a su vez el brillo de la araña de luz.

La mancha, de corrosión, de tizne, de lo que fuera, se adentraba tres o cuatro palmos en el comedor, como si lo que hubiera caído encima (algo lo bastante potente como para comerse capas y capas de barniz muy viejo) hubiera resbalado por el suelo y permanecido allí el tiempo suficiente para echar a perder la superficie.

Era algo que no cuadraba con el resto de la casa, tan exquisitamente cuidada en todos sus detalles. Nick se quedó mirando la mancha y entonces se dio cuenta de que tenía más o menos la forma de un ser humano: la cabeza estaba en la sombrerera, la cintura en el umbral, las piernas en el comedor.

Y, por el tamaño de la marca, una persona notablemente alta, de al menos un metro ochenta. Le pareció que la figura, caso de tratarse de un hombre, habría estado boca arriba con las piernas dobladas hacia un lado, como si tuviera encima algo muy pesado y no pudiera moverse de allí.

¡Pero qué ridiculez!

«No es más que una mancha, Nick», se dijo.

Una marca, una señal. No había sangre, no había el menor indicio de violencia, ninguna huella de tacones indicando forcejeo.

Volvió a hincar la rodilla y tocó el suelo justo en medio de la mancha. Sí, estaba caliente, varios grados más que la zona de alrededor.

«Mira a ver si por debajo pasa una cañería», se dijo. Frotó un poco la superficie, notó el grano de la madera vieja. El barniz estaba completamente comido. Y había dejado allí la silueta de un hombre. Se llevó el dedo a la nariz y percibió un residuo con un olor acre, a chamuscado, a tela quemada, y de base un pestazo a cobre o a quincalla.

«¿Qué diantres significa esto?»

En ese momento le sonó la radio y apareció, crepitando por las interferencias, la voz de Beau, tensa y ronca.

—Nick, ¿dónde estás?

—En el salón. ¿Y tú?

—Yo en el sótano.

—¿Qué haces ahí abajo?

—Hasta hace solo un minuto, seguir el cable de la cámara. Aquí hay algo, Nick, no sé qué es pero más vale que lo veas.