Danziger habla con los federales

Boonie Hackendorff y Charlie Danziger pertenecían a la misma unidad de la Guardia Nacional, de modo que los primeros minutos en las oficinas de Hackendorff en la planta 62 del Bucky Cullen Federal Complex, situado en pleno centro de Cap City, los dedicaron a estudiar las probabilidades de que a alguno de los dos lo llamaran en breve plazo para ir a pelear contra los ayatolás iraníes.

El veredicto final fue que era prácticamente imposible. Para celebrarlo, Hackendorff sirvió a Danziger dos dedos de Jim Beam, se acomodó en su vieja butaca de piel y descansó sus enormes botas sobre el escritorio.

Las relucientes agujas y rascacielos de cristal y los bloques almenados del centro de la ciudad se extendían a su espalda más allá de una pared con ventanas de lunas tintadas, todas las luces de la ciudad encendidas debido a la niebla de una tarde oscura y lluviosa. Los federales se lo habían montado bien y disponían de un enorme complejo de oficinas en el mejor edificio de Cap City.

Danziger contempló un momento el perfil de la ciudad pensando en lo que iba a decir, y luego observó a Boonie, que le sonreía irónico desde una de aquellas espantosas barbas muy recortadas que los tipos grandes y orondos como Hackendorff suponen, erróneamente, que dan a la cara un aspecto más afilado.

No era sí, lo cual no quería decir que Boonie Hackendorff fuera un necio ni mucho menos. Miró a Danziger con aquella sonrisita y de pronto entornó los ojos al ver que su visita adoptaba una postura más cómoda en el diván al otro lado del despacho, levantaba el vaso en respuesta al saludo militar de Boonie, y ambos empinaron el codo. Danziger confió en que la distancia que lo separaba de Boonie impidiera que este se fijara en las salpicaduras de sangre que manchaban la piel azul de sus botas vaqueras.

—¿Qué tienes en las botas, Charlie?

Danziger meneó la cabeza con gesto mohíno y se las volvió a mirar.

—Sangre —respondió—. Me pinché cortando carnada.

—¿Te pinchaste? ¿Dónde?

Charlie se tocó el pecho, justo encima de la herida de bala.

—Con un cuchillo de filetear. Me resbaló de la mano y me lo clavé justo en la tetilla. Sangraba que no veas. Todavía me duele horrores.

Boonie empezó a reír, y al final se tronchaba de tal manera que casi se le saltaban las lágrimas. Hasta tal punto estaba disfrutando que el propio Charlie sonrió, aunque solo fuera porque la risa de Boonie era muy contagiosa.

—¡Mira que eres tonto! Jamás había oído nada igual.

—No vengas con esas, tío —dijo Danziger—. Tú te clavaste un anzuelo en el culo hace dos años, cuando fuimos con Marty a pescar al Snake.

—Ya, pero mi culo es mucho más grande que tu tetilla. No lo pude evitar. ¿Siempre te pones botas vaqueras cuando vas de pesca?

—Boonie, yo llevo botas vaqueras hasta para follar. Y pienso morirme con ellas puestas. En pleno polvo.

Boonie asintió con la cabeza y se miró sus propias botas.

—Ojalá hubiera alguien que quisiera follar conmigo. Oye, esos gestos raros que haces, ¿son porque te pinchaste en la teta?

—Sí, señor —dijo Danziger—. Me dolían tanto los músculos del pecho que solo podía usar el brazo izquierdo. Y venga a remar en círculo, joder, me tiré dos horas remando contra el viento en la piragua de los cojones.

—¿Esa cosa no lleva motor?

—Se estropeó. Casi me quedo sin brazo tratando de arrancarlo a tirones. Tuve que dejarlo correr, qué remedio; y luego, manco como estaba, remar ocho putos kilómetros metido en esa mierda de cascarón. Hasta el puñetero muelle. Creo que dejaré la pesca. Demasiado peligroso.

—A propósito, ¿y qué pescaste, un resfriado?

—Ja, ja. Ese chiste es muy viejo.

—Y qué. Para mí son los mejores.

—¿Cómo vas con ese asunto de Gracie?

Boonie se palpó la camisa en busca del tabaco que ya no fumaba y refunfuñó al acordarse de que había dejado de fumar.

—Esperaba que tú pudieras ayudarnos en eso.

Danziger le sonrió desde su gran bigote blanco, enseñando unos dientes teñidos de amarillo.

—Sé lo que piensas. Que fue cosa de gente que estaba en el ajo.

—Es lo más lógico —dijo Boonie.

—Claro. A mí también me lo parece.

Danziger se inclinó hacia atrás (el dolor le arrancó un gruñido) y extrajo un lápiz de memoria del bolsillo interior de la chaqueta de ante que le había dejado Donny Falcone. Le pasó el USB a Boonie.

—Descargué esto en nuestra oficina de personal. Es una lista completa de todos los empleados que podrían estar al corriente de lo que había en el furgón que hacía esa ruta, o de quién iba a conducirlo. En otras palabras, de todos los que nos podrían haber jugado una mala pasada.

Boonie hizo girar el dispositivo en sus carnosas manos rosadas.

—Gracias, Charlie. Para estas cosas suelen exigirnos una orden.

Danziger hizo una mueca y resopló.

—Yo no, Boonie. Hay cuatro polis muertos. A la mierda el procedimiento. Si alguno de mis chicos tuvo algo que ver con esto, yo pongo la escopeta y tú pones la pala, y lo que quede lo enterramos.

—¿Tu nombre está en esa lista?

—Claro, joder. También soy sospechoso, ya lo sé. Tienes que investigar a todo el mundo, serías tonto si no lo hicieras.

—¿No estás nervioso, Charlie?

Danziger intentó encogerse de hombros, pero renunció a ello y en su lugar levantó sus manazas.

—Boonie, aunque pescando a mosca seas un desastre, eres un buen policía. Supongo que puedo confiar en que pillarás a quien tengas que pillar. Esa es tu reputación. ¿Hay algo más que pueda hacer yo al respecto?

Boonie recapacitó.

—¿Te suena un tal Lyle Crowder?

—Claro. Es el que conducía ese camión que volcó en la interestatal. Menudo idiota. Ojalá se haya roto algo.

Boonie no dijo nada.

Danziger no le azuzó. Le dolía el pecho y necesitaba tomar un calmante. Y dormir una semana seguida. Boonie alzó la vista y soltó un suspiro.

—Pues, verás, lo tenemos vigilado por posible intento de suicidio.

Danziger le miró, incrédulo.

—¿Qué?

—Lo que oyes. El tipo se siente fatal. Aquellas pobres señoras que murieron. Se le ve como… consternado. ¿Se dice así?

—Yo diría que sí.

—Además, se ha enterado por los memos que lo vigilan de que los familiares de las beatonas que iban en el minibus están tramando cosas horribles, que tienen planes para él, si es que lo dejan suelto.

—El remordimiento es duro de sobrellevar, o al menos eso dicen. Yo nunca lo he experimentado. ¿Vas a presentar cargos?

—Aún no lo sé. Cada testigo afirma que vio una cosa diferente. Estamos descartando algún fallo mecánico en el camión. Ese Crowder dice que un Toyota azul le cortó en la cuesta abajo, que él dio un volantazo demasiado brusco, la plataforma del camión empezó a girar, él actuó en consecuencia, invadió el arcén, y ahí todo se fue al garete. Ha quedado bastante maltrecho, costillas y caderas, pero creo que se recuperará.

—¿Cuándo ocurrió el accidente?

Boonie no tuvo ni que consultarlo.

—A las catorce cuarenta y un minutos, más o menos.

—¿Y cuándo atracaron el banco?

—Cuarenta y dos minutos más tarde.

—Mientras todos los agentes de la ley habidos y por haber estaban perdiendo el tiempo en el lugar del siniestro, metiendo mano a las víctimas y hablando por los walkies, ¿no?

Boonie no pudo reprimir una sonrisa.

—Soy inocente de todo tocamiento.

—Era en sentido metafórico, Boonie.

—Bien, si piensas que no hemos investigado a Lyle Crowder, creo que te equivocas. Lo estamos investigando ahora mismo, y lo único que vemos es un joven afable, sin familia, que lleva seis años currando para Steiger y que antes había sido camionero por cuenta propia con un Kenworth de propiedad, hasta que llegó la recesión y el banco le embargó su vehículo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué banco era ese?

—No el First Third, Charlie.

—O sea que el tío no tiene un puto dólar.

—¿Y quién coño lo tiene, tal como está la economía? ¿Por qué la tomas con el pobre camionero, Charlie?

La expresión de Danziger se hizo más pétrea.

—Pues porque, acabe como acabe todo este asunto, Fargo va a quedar como el culo. Especialmente mi división. Aunque salgamos todos más limpios que el trasero de un bebé recién bañado. Fargo se va a resentir, cara al negocio, y a mí me va a pasar lo mismo. No olvides que fui suspendido de la estatal…

Boonie se incorporó de golpe, blandiendo un dedo.

—No, Charlie. Te hirieron en acto de servicio, y por culpa de los dolores acabaste enganchado al maldito calmante. Nadie te culpó por eso.

—¿Tú ves alguna insignia en mi pechera, joder? —saltó Danziger, colorado.

Boonie lo miró con gesto solidario hasta que el otro se fue calmando. Todo el mundo sabía que a Charlie Danziger lo habían jodido los de Asuntos Internos. Boonie temía (como cualquier otro agente de las fuerzas del orden) que el día menos pensado le sucediera a él lo mismo. Un criminal podía llegar a ser clemente, pero el departamento de Asuntos Internos no. Si se empeñaban en joderte bien jodido, podías dar por hecho que lo conseguían.

—Perdona, me he acalorado un poco —dijo Danziger, después de que Boonie volviera a llenar los vasos. Su rabia no podía ser más real, pero no le gustaba manifestarla así, más que nada porque el atraco al banco de Gracie había sido su manera de vengarse de Asuntos Internos y de todos aquellos chupapollas de las oficinas centrales.

—No pasa nada —le aseguró Boonie, observando detenidamente a Charlie mientras tomaba un sorbo—. ¿Cuándo vuelves al trabajo?

—El lunes —dijo Danziger. Miró más allá de Boonie hacia el reluciente horizonte que componían los edificios de Cap City, pensando que cuando todo hubiera pasado quizá se compraría un bonito apartamento con buenas vistas del Tulip y la ciudad.

—Ya que estás aquí, Charlie, ¿se te ocurre alguien que pueda confirmar que estabas ayer en Metairie?

Danziger hizo como que lo pensaba.

—Pues ahora mismo no. La piragua la tengo amarrada en Canticle Key. Había gente por allí, pero no sé. Podrías preguntarle a Cyril. Eh, no, espera.

Boonie pareció dispuesto a esperar hasta el día del Juicio.

—Puse gasolina al volver —dijo Danziger—. Paré un par de veces. Es probable que tenga los recibos en el coche. Ahí saldrá la fecha y el lugar. Ya sé que eso no quiere decir que fuera yo quien conducía el coche, pero algo es algo.

Danziger no habría ofrecido recibos de gasolinera si no hubiera tenido la precaución de parar a repostar a su regreso de Metairie la semana anterior y cambiar luego las fechas con un escáner y Photoshop antes de imprimirlos de nuevo. Había echado gasolina en dos pequeñas estaciones de servicio de tipo familiar separadas entre sí casi quinientos kilómetros, a sabiendas de que los recibos se imprimían en papel para reciclar y que en esos sitios no llevaban un registro como es debido. Era arriesgado, sí, pero ofrecer esos resguardos no quería decir que Boonie fuera a acordarse de pedírselos. Sí recordaría, en cambio, el gesto de que él se los hubiera ofrecido, como así lo pretendía Danziger.

—¿Tienes algún recibo de tarjeta de crédito?

—Yo ya no uso tarjetas, Boonie. No es que no tenga, pero no me gustan.

Boonie se inclinó hacia delante, hizo una anotación en un papel, dudó un momento y levantó la vista, ceñudo.

—¿Canti qué… has dicho? ¿Cómo se escribe?

Danziger le deletreó Canticle Key y después le dio el número de teléfono del hombre que atendía la gasolinera, Cyril Fond Du Lac, un simpático y viejo cajún que probablemente confirmaría su coartada, pues vivía día y noche en una bruma de marihuana y whisky. Nada de lo que pudiera decir le haría ningún daño a Danziger, si acaso le sería de ayuda. Mientras tanto, entre cargar las tintas sobre Crowder, ofrecer el lápiz de memoria y los recibos de la gasolina y, en general, mostrarse franco y cooperador, Danziger pensó que estaba dando una imagen de absoluta inocencia.

—Bueno, Charlie, pues gracias por venir —dijo Boonie, levantando el dispositivo—. No te importa que te llame si me entero de algo interesante, ¿verdad?

—Por supuesto que no, tendré el móvil a mano. Puedes llamarme a cualquier hora, del día o de la noche. Quiero cazar a esos capullos tanto como tú. ¿Estás seguro de que no quieres ajustarle un poco las tuercas a ese Crowder, a ver qué pasa?

—No eres el único que opina que deberíamos ser más duros con él. Hace días me llamó Tig Sutter…

—Ese viejo carcamal. ¿Cómo le van las cosas?

—Parecía muy ocupado. En Niceville están pasando muchas cosas últimamente. Ha desaparecido una vieja ricachona, pillaron al violador que agredió a aquellas dos chicas en Patton’s Hard, y parece que Nick Kavanaugh tiene una pista sobre el caso Rainey Teague.

—Qué bien. No me sorprende nada. Tú participaste en la investigación, ¿verdad?

La expresión de Boonie se ensombreció.

—Sí.

—¿Y le viste algún sentido a todo aquello?

—Mejor que no te diga mi opinión, Charlie.

—Me interesa.

Bonnie dirigió la mirada hacia el retrato del presidente como si pudiera ver allí una respuesta.

—Es complicado. ¿En serio te interesa saberlo?

—No tengo nada mejor que hacer, Boonie. ¿Te queda algo de bourbon?

Boonie llenó otra vez los vasos, le acercó a Danziger el suyo y se volvió a sentar.

—Muy bien, pues allá va. Prepárate, porque tengo aquí unas estadísticas…

—¿Y las has hecho tú?

—No soy tan tonto como parezco, Charlie.

—Nunca he pensado que lo fueras, Boonie.

Bonnie hizo caso omiso.

Cuando volvió a hablar, era otra persona, el experto investigador del FBI bajo la fachada de un individuo afable.

—Bien. He aquí los antecedentes. Ciudad de tamaño medio tipo Niceville, población entre veinte y treinta mil personas, si dejamos aparte los secuestros por disputas sobre la custodia y algún incidente aislado como que una adolescente se pelee con su padre por no presentarse a la hora y largarse en un autobús Greyhound y aparecer seis semanas después en Duluth en casa de su ex novio…

—Lyla Boone.

—Exacto, Lyla Boone. Pues bien, una ciudad de este tipo registra un par de raptos por desconocido cada cinco años, que por regla general, una vez se ha escarbado un poco, revelan algún tipo de conexión entre la víctima y el autor. Pongo por caso, un miembro de una banda de violadores es secuestrado y asesinado por un miembro de una banda rival, alguien a quien la víctima no conoce; nosotros le colgaríamos la etiqueta de rapto por desconocido, pero luego, aclarados los hechos, hay que retocar el expediente…

—Y lo que pasa es que nunca se retoca, ¿es eso?

—«Nunca» es mucho decir, pero ocurre muy a menudo. Error humano. Falta de recursos. A efectos prácticos queda como rapto por desconocido. Un caso más entre miles que se producen en todo el país. Así que la gente de a pie (y la gentuza de la prensa y la televisión) piensa, hostia, nuestros hijos no están a salvo, las calles están llenas de pervertidos dispuestos a traficar con menores de ambos sexos. Pero lo que pasa, Charlie, es que un verdadero rapto por desconocido se da en muy raras ocasiones. Uno entre un millón. ¿Cuántos casos de rapto por desconocido calculas que tiene Niceville?

—Ni idea. Y no es que no lo haya pensado. Cuando estaba en el Cuerpo siempre creí que lo de Niceville era un caso completamente aparte.

—Y que lo digas. Niceville tiene consignados ciento setenta y nueve raptos confirmados y totalmente aleatorios desde que se empezó a llevar registro de estas cosas allá por el año 1928. Esto supone un índice de algo más de dos raptos al año, Charlie, lo cual es de locos. Fíjate si llega a estar por encima de la media nacional, que en los cursos de adiestramiento del FBI en Quantico siempre se cita Niceville…

—No lo suficiente como para que hagáis algo al respecto, según parece.

El comentario le dolió a Boonie.

—Eso es mentira. Claro que hacemos algo, Charlie. Ahora mismo estamos…

—¿Alguien ha investigado esto a fondo, un criminalista o similar?

—Sí. ¿Sabes la mujer de Nick, Kate? Pues su padre, Dillon Walker, padre también de Reed Walker, es profesor de historia militar en el Instituto de Virginia. Hace unos años inició una investigación por su cuenta, pero lo dejó al morir su esposa.

—Sí, lo recuerdo. Fue hace seis años. Yo estaba de servicio y recibí aviso del accidente de coche. Tuve que rescatar lo que quedaba de ella cortando aquí y allá. Murió en mis brazos, desvariando sobre algo que había visto por el retrovisor… quedé todo empapado de sangre… jamás olvidaré aquella noche, tío.

—Y tú tampoco pudiste cazar al tipo, ¿verdad? Quiero decir el conductor del vehículo que supuestamente la hizo salirse de la calzada y volcar.

—Yo creo que no hubo tal vehículo, Boonie. La pobre mujer no había tomado su medicación. Conducía a más de doscientos veinte cuando volcó, según el GPS del vehículo, imagínate si corría. A esa velocidad es fácil que tuviera un despiste. OnStar envió directamente la señal de coche volcado y cuando llegué a la escena del accidente allí solo había un vehículo. Lo último que me dijo la mujer fue: «Ella utiliza los espejos».

—¿Que «Ella utiliza los espejos»? ¿Y eso qué cojones significa?

—Ni idea. No paraba de repetirlo. «Ella utiliza los espejos…». Pero intenta decirle eso a Reed Walker. Él estaba convencido de que fue un conductor borracho, porque uno de los testigos dijo que le parecía haber visto que un Lexus gris le cortaba el paso a la mujer de Walker. Reed no ha dejado de buscar desde entonces, cada día sale en su flamante coche y para a todo monovolumen Lexus de color gris que encuentra por el camino.

—Reed está como una puta cabra. Si llega a los cincuenta yo me pinto los dedos de los pies violeta genciana y me pongo a tocar la cítara. Bueno, total, que al profesor se le fueron las ganas de golpe y lo dejó. Aparte de él, un tipo del MIT especializado en estadísticas escribió un artículo titulado… espera, lo memoricé, ya verás… «Patrones no aleatorios de dispersión y la ley de regresión estadística en cuanto atañe a la fenomenología de los raptos anómalos».

—Jooo-der.

—Amén. En fin, el tipo habla de lo que él llama Desapariciones Niceville, así, con mayúsculas, como si dijera el Triángulo de las Bermudas. Escucha esto, Charlie, no te lo pierdas, el tío lo define como un «artefacto de un bucle booleano que originó un alza aparente en las estadísticas de desapariciones que…». Mierda, me falta lo otro, espera, ha de estar por aquí.

Boonie se puso a buscar entre sus papeles mientras Charlie esperaba con verdadero interés. En el fondo, seguía siendo un poli, y buena parte de su vida profesional se la había pasado preguntándose qué demonios ocurría en Niceville. Boonie dio con el artículo, se puso las gafas de leer y se retrepó en la butaca.

—Ahí va. Agárrate fuerte. Escribe el tío: «Un bucle booleano que originó un alza aparente en las estadísticas de desapariciones que no era de hecho sino un problema técnico en el protocolo de los informes».

—Que me follen vivo.

—Amén otra vez. Pero espera, espera, hay más. Aquí está: el tipo establece una comparación entre las Desapariciones Niceville y lo que llama Abducciones Extraterrestres…

—Menuda chorrada.

—No te creas. Le valió para salir en Good Morning America, pero al final creo que nadie se animó a publicarle el libro, o sea que ahí se acabó su historia.

—Y dices que ha habido ¿cuántos casos, en total?

—Ciento setenta y nueve raptos por desconocido, confirmados y totalmente fortuitos. De ellos solo se han podido resolver diecisiete: tres secuestros con móvil sexual en los que se pudo encontrar el cadáver y atrapar y ejecutar al autor…

—Claude James Picton.

—El mismo. Cinco esposas, novias o hijas que se alejaron de maltratadores o así, y el resto un poco de todo, gente arruinada que intentó buscarse la vida en otra parte, o fraudes a compañías de seguros, o prostitutas que volvían a su lugar de origen. De las restantes ciento sesenta y dos personas (hombres, mujeres, algún adolescente) nunca más se ha sabido nada.

—Mierda. ¿Tantas?

—Tantas.

—¿Algún tipo de relación entre ellas?

Boonie irradiaba satisfacción.

—Ahí quería yo ir a parar, Charlie. Es lo que estamos investigando ahora, repasando toda la lista; tenemos un montón de ordenadores, tenemos gente abajo introduciendo todos los datos de cada uno de los casos, los ciento sesenta y dos no resueltos, y cuando terminen vamos a confrontarlos y así sabremos qué es lo que tienen en común. Qué opinas, ¿eh?

—Me temo que será una pérdida de tiempo, eso es lo que opino. ¿Cuándo empezó esto de los secuestros, Boonie?

—En 1928, que se sepa. Quizá antes.

—Por lo tanto, no puede tratarse del mismo tío.

—No. Bueno, quizá. Podría ser cosa de sus hijos.

—Boonie, con todos mis respetos, estás como una regadera.

—¿Sí? Pues Nick Kavanaugh no piensa lo mismo.

—¿Y qué pinta Nick en este asunto? Él no está en Personas Desaparecidas.

Boonie pareció tomarlo como una ofensa.

—La idea fue suya.

—¿De Nick? Tal vez se la sugirió el padre de Kate. Bueno, pues que le vaya bien. Lo digo en serio. Nick es buena gente.

Boonie reflexionó un momento, antes de soltarlo.

—Sí. Y un buen policía también, para ser alguien de fuera. Nick fue quien le dijo a Tig que nos llamara por lo de Crowder. También hemos sabido por Phil Holliman…

—¿El gorila de Byron Deitz?

—Sí. Holliman dice que Deitz está dispuesto a ayudar en lo que haga falta, y que él piensa que el conductor no es trigo limpio.

—Byron Deitz tampoco lo es —terció Danziger, que le tenía ojeriza a Deitz—. ¿Qué coño pinta en todo esto?

—BD Securicom es la empresa que se ocupa de la seguridad en Quantum Park. El banco de Gracie maneja las nóminas de la mayor parte del complejo industrial, eso ya lo sabes.

—Claro. La mitad del efectivo estaba en nuestro furgón. Pero Byron Deitz no tiene por qué meter su sucia jeta en este asunto. ¿Le has dicho a Holliman que ya estáis investigando al camionero?

—Sí.

—¿Holliman se echó para atrás?

Boonie tuvo que pensarlo.

—Eso dijo.

—Ah. ¿Y tú le crees?

—No, ya que me lo preguntas. De Holliman no me fío ni un pelo. Y de Deitz tampoco. Deitz se ha tomado lo del banco como algo muy personal. Estoy seguro de que le gustaría practicar unos golpes con Lyle Crowder haciendo de sparring, se quedaría muy a gusto.

—¿Le dijiste a Holliman dónde estaba Crowder?

Boonie se puso colorado.

—Pues sí, se me escapó.

—¿Y dónde lo tenéis ahora?

—En una sala vigilada, en Sorrows —respondió Boonie, escapándosele otra vez—. Con dos tíos pendientes de él.

—¿Buenos?

—Arnie Sparks y Tom Tibbet.

—Pero si son casi novatos, Boonie.

—Ya, pero eran los únicos que tenía disponibles. El resto del personal está investigando chivatazos o espurgando prostíbulos. Marty Coors también tiene a toda su gente en ello. Joder, sería el momento perfecto para atracar otro banco, con todo el mundo buscando asesinos de polis.

—No lo digas tan alto, Boonie, nunca se sabe quién puede estar a la escucha. Mira, yo de ti, trasladaría a ese Crowder.

Boonie no abrió la boca durante un minuto entero.

—¿Lo dices en serio, Charlie?

—Sí. Yo creo que…

Algo zumbó y luego pitó dentro de su chaqueta. Danziger miró la pantalla, le hizo una señal a Boonie disculpándose por tener que aceptar la llamada y Boonie le dio el visto bueno con un gesto de la mano. Danziger sacó el móvil y lo abrió.

—Danziger. Qué hay.

—Charlie, soy Coker. He estado revisando el botín.

Danziger procuró que los ojos no se le fueran hacia Boonie.

—¿Todo correcto?

—¿Recuerdas una caja chata, de cinco centímetros de grosor, acero inoxidable, como de veinticinco por veinte?

—Sí, me parece que sí.

—Pensaste que habría joyas o algo parecido, ¿no?

—Claro. Oye, espera un momento, por favor.

Levantó el teléfono y compuso una gran sonrisa.

—Boonie, es Coker. Eh, Coker, estoy aquí con Boonie. He venido a verle.

—¡Qué pasa, Coker! —dijo Boonie alzando la voz—. Maldito cabrón. ¿Qué tal te cuelgan?

Danziger le dedicó una sonrisa de buen chico tan jovial y amistosa que hasta le dolieron las mejillas. Después se puso de nuevo al teléfono.

—¿Boonie quiere saber qué tal me cuelgan?

Una pausa.

—Mierda. ¿Es posible que todavía estés ahí, Charlie?

—Claro. Estamos tomando unos lingotazos de Jim Beam y pelando la pava.

—Joder. Vale, pues dile a Boonie que colgar no cuelgan. Dile que se me han metido hacia dentro, entiendes, y que se han tragado la picha también.

—Ah. No me jodas. Qué interesante.

—Menos coña. He abierto la caja, Charlie. Ahora mismo estoy mirando ese artefacto tecnológico que había dentro, una cosa rara, redonda y chata, como un frisbee pero en plan ciberrobot, y lleva el logotipo de Raytheon GNS. Dime, Charlie, ¿tú crees que Raytheon fabrica frisbees raros, o es que robaste una especie de accesorio ultrasecreto para espías y vamos a acabar todos en manos de la puta CIA sin comerlo ni beberlo?

—Hombre, da que pensar, claro.

—Y hay más. Justo cuando estaba contemplando el maldito trasto ultrasecreto, va y me suena el móvil.

—Bueno, ¿lo ves? Oye, muy interesante pero…

—Era Merle Zane. Al menos era su número, porque se cortó. ¿Piensas venir a echar una mano o te vas a quedar ahí de palique con Hackendorff jugando al escondite?

—Bueno, pues le das un beso muy grande de mi parte, ¿vale? Te llamo más tarde.

Danziger cerró el móvil y se puso de pie.

—¿Tienes prisa? —dijo Boonie. Apuró el bourbon y dejó el vaso con gesto satisfecho. Danziger apuró el suyo, se acercó a la mesa, dejó suavemente el vaso y le estrechó la mano a Boonie. Este respondió con una vigorosa sacudida, suficiente como para que la herida de Danziger se resintiera, proporcionándole un alfilerazo que le subió hasta la garganta. Pero Danziger tenía otras cosas en que pensar.

—Sí, un poco —dijo, y consiguió dominarse y caminar a paso normal hasta que llegó a la acera.