De alguna manera la mujer debió de acostar a Merle en una cama, porque ahí era donde estaba cuando el calor del sol que se filtraba por las cortinas lo despertó. Se encontraba boca abajo sobre una almohada de plumas enfundada en una basta tela a rayas, como la que daban en Angola. Por un momento le sobrevino el pánico pensando que volvía a estar allí, en el penal, pero luego se dio cuenta de que aquello no podía ser Angola porque, según su propia experiencia, en Angola no veías el sol.
Para levantar la cabeza de la almohada tuvo que flexionar los músculos de la parte baja de la espalda, lo cual le ayudó a situarse en el tiempo y en el espacio: estaba de bruces sobre una cama dura en una habitación bañada por los rayos del sol y en la espalda tenía un boquete que le había hecho Charlie Danziger al dispararle con su Sig Sauer.
Merle se dispuso a girar despacio, esperando de un momento a otro una oleada de dolor, pero solo sintió una punzada en los riñones, como si lo hubieran envuelto en alambre de espino.
Se miró el torso desnudo y vio que una franja ancha de tela, quizá lino o algodón, lo ceñía a la altura del diafragma. Alargó el brazo y se palpó la herida de la espalda. Bajo el vendaje notó una hilera de puntos de sutura. Al moverse tensó el hombro y el dolor resultante hizo que se percatara de otra hilera de puntos en esa zona, una especie de sombreado que le recordó a un cadáver cosido después de practicarle la autopsia. En torno a la herida, se fijó, la piel estaba teñida de un tono naranja, casi rojo: yodo.
Deslizó fuera las piernas y se sentó en el borde de la cama, contemplando la habitación. Estaba en la casa de la mujer, no en prisión, eso le quedó claro. Y, a juzgar por el techo, era una buhardilla, pequeña y calurosa, pero limpia, con un suelo de tablas mal puestas, paredes enyesadas a mano y vigas viejas.
Al fondo de la estrecha habitación había un ventanal con marco de madera y ventana de guillotina con un cristal grueso y ondulado. A ambos lados colgaba un visillo que se agitaba a causa de la brisa. La ventana estaba abierta y se oía un zumbido de abejorros. Le llegó el murmullo de las cigarras desde los árboles de fuera, el lamento de una pareja de tórtolas y, más cerca, salvando el chacoloteo del vetusto generador, el tintineo de un arnés, el piafar y relinchar de un caballo, que, por la intensidad con que relinchaba, debía de ser un ejemplar de gran tamaño.
Caminó tambaleándose hasta la ventana y a través de ella contempló un océano de árboles de hoja caduca en diferentes matices de pálido verde primaveral, de cuyas copas emergían las puntas de unos pinos costeros; la verde foresta se extendía hacia el sur hasta un horizonte de colinas pardoazuladas.
Cerca de la casa alcanzó a ver un trecho de tierra labrada, rodeada de bosque por tres de sus lados, unos campos de distintos tonos, algunos verde claro por el trigo primaveral, otros de un verde más oscuro con los primeros brotes de lo que le pareció, por las flores blancas, que podían ser patatas, y al final de todo el dorado pálido de la canola, todo ello perdiéndose en la distancia azul a lo largo de un kilómetro o quizá más.
Divisó a lo lejos unas siluetas encorvadas sobre la tierra oscura, trabajando con picos y palas. Una cuadrilla que, a juzgar por lo que podía ver sin prismáticos, estaba cavando zanjas, o tal vez preparando los cimientos para un cobertizo o algo así.
Más allá todavía pudo distinguir más jornaleros, figuras muy pequeñas en torno al bulto más grande de un tractor. Tiraban de una rastra cargada con lo que le parecieron pequeños cantos rodados.
«Trabajo agrícola —pensó—. Qué suerte tenéis».
Al mirar hacia lo alto, vio un cielo puro y diáfano, sin una sola nube, ni siquiera la alargada estela de un reactor; el aire olía a heno, a trigo, a hierba, a plantas echando brotes, a tierra removida.
Bajó la vista al patio que tenía a sus pies y entonces vio a la mujer; estaba junto a un caballo de grandes proporciones, un belga o un clyde (lo suyo eran los coches, pero sabía de caballos y de cosechas por los enormes campos de trabajo allá en Angola). El animal tenía un pelaje reluciente, del color del palosanto viejo, cuatro largos y plumosos espolones blancos, una estrella blanca y una crin rubia que acariciaba el flanco de su musculoso pescuezo.
Merle calculó que la bestia debía de pesar más de mil kilos. Allá en Angola tenían tiros de ese tipo de caballos, no tan majestuosos quizá, pero cada ejemplar estaba valorado en más de cien mil dólares.
Al llegar la noche anterior se había llevado la impresión de que allí vivían modestamente pero con dignidad. Ahora bien, aunque la casa era antigua y aunque no había visto maquinaria agrícola moderna, descontando el tractor y el generador, Merle hubiera dicho que el valor total de la granja estaba entre los dos y los tres millones.
La mujer limpiaba al caballo con una esponja jabonosa que iba mojando en un balde de madera dispuesto en el suelo. Llevaba los mismos vaqueros del día anterior, un pantalón de hombre que le venía ancho en la cintura, y una camisa a cuadros descolorida, también demasiado grande para ella. Iba descalza y sus bronceados pies estaban cubiertos de un agua fangosa. Su pelo, ahora suelto, caía en una lustrosa cascada negra hombros abajo; los músculos de su recio brazo izquierdo subían y bajaban con el movimiento de frotarle la cruz y el vientre al caballo.
Merle la estuvo contemplando un buen rato, medio en trance, y se disponía a dar media vuelta y buscar la ropa para vestirse cuando ella miró hacia arriba y le vio en la ventana. La mujer se enderezó, tiró la esponja al balde e hizo visera con la mano para protegerse del sol.
—Se ha levantado.
—Pues sí —dijo Merle, sonriendo—. Qué espléndido animal. Es un clyde, ¿no?
Ella se volvió para acariciar el pescuezo del caballo, contenta por el cumplido.
—Sí. Se llama Júpiter. ¿Entiende de caballos, señor Zane?
—Bueno, he trabajado con clydes —dijo Merle, guardándose el detalle de haberlo hecho en una cárcel de máxima seguridad.
—Me gusta que los hombres entiendan de caballos. Ayer pensé que tal vez lo perderíamos. ¿Cómo se encuentra?
Merle no lo dijo, pero pensó que se alegraba por igual de no estar muerto y de no estar en prisión.
—He visto que me ha cosido. Gracias —fue lo que dijo.
—De nada —repuso ella con una media sonrisa, mostrando sus bonitos pero desparejos dientes; los surcos y las arrugas de su bronceada tez se hicieron más profundos—. También le saqué la bala y lo embadurné con yodo y sulfamidas. Si no se le infecta, creo que vivirá. Le he dejado algo de ropa de mi marido. Ah, y en el cuarto de baño encontrará su maquinilla de afeitar y un poco de jabón. Con los puntos tan recientes no le recomiendo que se duche, pero anoche lo froté bien frotado. Su ropa la tengo en remojo con lejía ahí detrás. No creo que la sangre se vaya del todo, ya veremos. ¿Tiene hambre?
Merle se dio cuenta de que sí, y minutos más tarde estaba ya afeitado y se había puesto unos vaqueros anticuados, unas pesadas botas de labor con las suelas muy gastadas y una rígida camisa blanca sin cuello con un fuerte olor a naftalina. Se sentaron a desayunar en la austera cocina, cada uno a un extremo de la mesa de madera, y comieron una especie de gachas que ella había repartido en sendos cuencos sin mucha ceremonia.
La mujer puso en la mesa un tarro de melaza y luego sirvió dos vasos de una cosa fría de color ambarino. Sidra de manzana, comprobó Merle. Encima del hornillo había un cacharro con café hervido al estilo vaquero. No había duda de que a ella le gustaba lo sencillo. No se veían tortitas ni cajas de cereales por ninguna parte.
La mujer se sentó muy tiesa y le miró tomar las primeras dos o tres cucharadas. Sus ojos verde claro destacaban contra el fondo tostado de la piel, y el pelo le caía lacio a ambos lados de la cara. No llevaba ningún tipo de maquillaje, y toda ella mostraba las señales de una vida dura a la intemperie, pero, a la cálida luz de la mañana, era muy hermosa, con un tipo de belleza rural y sin adornos. Tenía una expresión pensativa y distante, como si no hubiera decidido aún qué hacer con él.
De algún punto del interior de la casa le llegó sonido de música y luego una voz de hombre, seguramente un anuncio radiofónico, a juzgar por la imperiosa cadencia.
«Si tiene radio —pensó Merle—, sabe lo que pasó en Gracie y sabe quién soy».
Fuera o no fuese así, el caso es que ella no dijo nada al respecto. Quizá la poli estaba ya en camino. Tampoco podía él hacer nada. Ella no parecía sentir ninguna necesidad de hablar en ese momento, pero Merle sí.
—Quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho. Me llamo Merle Zane. Disculpe, señorita, pero no me ha dicho su nombre.
Ella no reaccionó enseguida, como si estuviera mentalmente muy lejos de allí.
—Me llamo Glynis Ruelle —dijo, con voz grave y aquel leve acento sureño, alargando la primera sílaba, muy al estilo criollo de Nueva Orleans—. Mi apellido de soltera es Mercer, pero soy una Ruelle desde hace ya veinte años. Y este lugar es la Plantación Ruelle. Criamos caballos clyde, tenemos buenas cosechas de trigo, colza y patatas. Esto pertenece a la familia Ruelle desde antes de la guerra civil.
—He visto gente en los campos.
Una indefinible emoción iluminó el rostro de la mujer. Levantó la cabeza, de perfil era muy guapa, y miró hacia el exterior en dirección a los campos.
—Quedan pocos. O se mueren o desaparecen. Siempre necesito jornaleros para cosechar. De vez en cuando Albert Lee va con el Blue Bird a la ciudad, y vuelve gente, sobre todo peones itinerantes, claro que quizá yo soy un poco peculiar. Todos los jornaleros que tenemos viven en el anexo, un barracón que construimos cerca de Little Cut Creek. Parece que ellos lo prefieren así.
—Me dijo que dirigía todo esto usted sola.
Ella le miró de soslayo.
—Últimamente sí, pero por lo visto no me queda otro remedio.
Merle tuvo conciencia de estar delante de ella con la ropa que, según había dicho Glynis, era de su marido.
—Y dígame, su marido… ¿está de viaje?
La pregunta suscitó una sonrisa irónica.
—Verá, John fue a la guerra y lo mataron.
—Lo siento.
—Y yo —dijo ella, acalorándose un poco—. Fue una estupidez de guerra ya desde el principio. El presidente no debió reanudarla. Yo no quería que John fuese a la guerra, pero él estaba en la reserva y le tocó incorporarse al Primero de Infantería. Un hombre casado, con una granja… no deberían haberlo llamado a filas, pero ya ve. Supongo que sus razones tendrían, pero los resultados no hablan mucho en su favor. Es agua pasada. Su hermano pequeño, Ethan, también fue. Él sí volvió, aunque no entero, y ahora me toca a mí llevar todo esto. No culpo a John; el pobre creyó que su deber era ir. Culpo a ese imbécil de presidente por meterse en una guerra totalmente innecesaria.
Merle, que tampoco era muy partidario de la persona en cuestión, no discrepó. Sin embargo, dado que era cómplice del asesinato de cuatro policías, le pareció que entrar en el tema del servicio a la patria y de cómo había afectado eso a la familia Ruelle, era algo que no le convenía. Lo que ella le preguntó a continuación, le hizo borrar por completo el asunto de su lista.
—¿Es usted un hombre violento, señor Zane?
Merle iba a responder que no puesto que jamás se había considerado tal cosa, pero a tenor de lo ocurrido en los dos últimos días y de lo que había tenido que hacer para salvar el pellejo en Angola, se sintió en la necesidad de meditar su respuesta. La señora Ruelle le observó con gesto contenido y paciente; no parecía tener expectativas concretas.
—Sí —dijo—. Yo no pretendía convertirme en eso, pero me temo que es lo que hay.
—Llevaba encima una pistola. Según me dijo, trató de defenderse mientras un hombre le disparaba, con una bala ya en el cuerpo y un rasguño de consideración en el hombro.
—Todo sucedió muy rápido. Hice lo que tenía que hacer. No puedo decir que disparara bien, porque vacié el cargador y creo que solo le di una vez.
Ella frunció el ceño e hizo un gesto como quitándole importancia.
—No se trata de eso. Es normal que ocurra, incluso en una escaramuza como la que usted describe. Sucede también en un duelo formal, con padrinos y todo. Mi abuelo, John Gwinnett Mercer, intercambió siete disparos de pistola con London Teague en un duelo a raíz del fallecimiento de la tercera esposa de London, Anora Mercer. Anora era ahijada de John y una persona muy querida por cuantos la conocían, o eso me han contado. No me gusta sacar los trapos sucios de la familia, pero es cierto que entre la familia Teague y nosotros, los Mercer y los Ruelle, ha habido desde siempre una fuerte enemistad, y hablo de generaciones, desde los tiempos de Irlanda. Los Teague conspiraron con el comandante Sirr durante la sublevación irlandesa de 1798. Es algo que nadie ha olvidado pese a que desde entonces los Teague han tenido que tragar muchas cosas.
Se quedó callada, observando a Merle en silencio, como si le costara tomar una decisión respecto a él.
—Bueno, sobre esa pelea que le decía, London y mi abuelo llegaron al sitio indicado, en la plantación que Johnny Mullryne tenía en Savannah; John, que era el que había sido retado, eligió pistolas. Según el nuevo código irlandés, las pistolas, una vez que los duelistas han apuntado, deben ser disparadas antes de tres segundos. Demorarse más en hacer puntería se considera indigno de caballeros. Y no hay que olvidar que estas viejas pistolas de ánima lisa eran armas poco fiables, lo cual explica en parte lo que sucedió después.
Tomó un sorbo de sidra y meneó la cabeza, como si encontrara siniestramente divertida alguna cosa. Merle, absorto en la historia, permaneció inmóvil.
—Intercambiaron siete balas —continuó ella— situados a veinte metros de distancia; para un duelo a pistola eso es una eternidad, ya que tras cada disparo los padrinos tienen que intervenir para hacer que los caballeros admitan que la cuestión está saldada…
Hizo una pausa, sonrió a Merle y prosiguió.
—Ah, pero ellos no. De ninguna manera. Menudo par. Así que la cosa se fue prolongando.
Calló de nuevo y fue a alguna parte. Merle tuvo la absurda sensación de que la mujer estaba recordando una pelea que había visto en persona. Volvió al cabo de un momento.
—Bueno, pues sobrevivieron los dos, aunque John recibió un rasguño en la mejilla que lo dejó tuerto de ese lado y luego otro en el muslo, y London una bala en la cadera izquierda (tuvo esa pierna mal todo el invierno y ya no volvió a andar). Según el código irlandés, el honor había quedado completamente satisfecho con semejantes heridas, y los padrinos deberían haber puesto punto final.
Suspiró, pasándose la mano por la lustrosa cabellera, y se retrepó en la silla mirando largamente a Zane por encima del vaso con sus amables ojos verde mar.
—No le importa que continúe, ¿verdad? Le pido disculpas. Me temo que cuando hablo de la familia Teague puedo resultar un poco aburrida. Como le he dicho, existe una larga historia de desavenencias entre nosotros, como prueba lo que acabo de contarle. Han perdurado con el paso de los años y todavía hoy en día se mantienen, después de tanto tiempo, mientras este mundo moderno gira como una peonza a nuestro alrededor, pero nosotros los Ruelle seguimos sin movernos, anclados en el pasado. En fin, dejemos esto. Lo que cuenta, señor Zane, es que usted no cedió terreno.
Merle, acicateado por el cumplido y sintiéndose indigno del mismo, se vio en la obligación de aclarar las cosas.
—Tiene puesta una radio, Glynis. La oigo desde aquí. Seguro que se ha enterado de lo que sucedió ayer en Gracie. Y también tiene teléfono, me parece.
—Sí. No me gusta mucho, el teléfono. El timbre está desconectado. Si quiero hacer una llamada, la hago. No me gusta la idea de que alguien llame a mi casa cuando le venga bien y espere que yo corra a coger el teléfono. Me entero de las noticias por la radio, sí, pero siempre hablan de guerras, de edificios que se caen, de huracanes en el golfo de México, de si la economía vuelve a reflotar y de qué hará en vacaciones algún putón famoso. Tiene usted el aire de alguien que huye, señor Zane. ¿Ha matado a alguien por dinero?
Merle iba a dar una respuesta complicada, pero algo le hizo ver que eso sería ruin con alguien como ella, de modo que se limitó a decir:
—Sí.
—Ya. Y ¿quién fue la víctima?
—Agentes de policía.
Ella endureció el gesto.
—¿Federal?
—No. Del estado.
—¿Por dinero?
—Sí.
—¿De un banco?
—Sí.
—¿El de Sallytown?
—No. La sucursal del First Third en Gracie.
—No conozco ese banco. ¿Es nacional?
—Creo que sí.
—Entonces es asunto del FBI. ¿Y dónde está el dinero?
—Lo tiene el hombre que me disparó.
—¿Le persiguen a usted los federales?
—Sí. Es probable que le den una recompensa, si les llama.
La sugerencia pareció desconcertarla.
—Llamar a quién, ¿a los federales? Los federales mataron a mi marido con su estúpida guerra. Que se vayan al infierno. Y los banqueros no me merecen ninguna simpatía. ¿Intentará recuperar ese dinero?
Merle bajó la mirada hacia las manos y apoyó la espalda en la silla. Primero se tensó al recostarse sobre la herida, acomodándose después lo mejor que pudo.
—Sí —decidió en aquel preciso momento—. Lo voy a intentar, pero no enseguida. Ellos no tienen manera de gastarlo. El plan era tener el dinero guardado durante un par de años. Sé quiénes son. Hay tiempo.
—Bien. Me gustan los hombres que son pacientes. Mientras tanto, necesitará un lugar seguro. Aquí hay mucho trabajo que hacer. Si yo le ayudo, ¿me ayudará usted a mí?
Merle contempló los rasgos delicados pero inflexibles de la mujer, sus patas de gallo, el gesto rígido de lo que era una boca bastante bonita. Ella le devolvió la mirada, directa a los ojos, esperando con una calma que él no pudo sino admirar.
Su madre lo habría llamado un silencio chino.
—Sí —dijo—. La ayudaré.
Esto pareció sellar un pacto entre los dos.
Al sonreírle ella, Merle experimentó una breve pero intensa oleada de frescor que partía del suelo. Luego desapareció, y a continuación ella le estaba tocando la mano con las cálidas y secas yemas de sus dedos, mirándole fijo y sin pestañear, como en un interrogatorio silencioso, y algo pareció vibrar en el aire perfumado a café y sidra.
—Así, haré lo posible por ayudarle. No voy a llamar a los federales y no quiero para nada su maldito dinero. Pero hay una cosa que quisiera que hiciera por mí, Merle. Intentaría hacerlo yo misma pero hay cosas de las que no soy capaz, y creo que esta es una de ellas. Lo intentaría de nuevo, quizá para fracasar otra vez. La verdad es que dudo en pedirle una cosa así…
—¿De qué se trata, Glynis? Dígame lo que sea.
—Gracias. Necesito que mate a una persona.