Beau Norlett se topa con Brandy Gule

Nick cogió el Crown Vic azul marino sin identificar. Decidió que fuera Beau Norlett quien se sentara al volante porque de lo contrario, sin nada con qué entretenerse, a Beau le daba por cotorrear y Nick necesitaba tiempo para meditar sobre el hecho de que Dale hubiera tumbado su solicitud de realistarse, una negativa que, por venir directamente de un buen amigo, era aún más dolorosa.

Dale Sievewright y Nick Kavanaugh se conocían desde antes de lo del Yemen, la época de Benning y Fort Campbell. Que Dale le hubiera rechazado de plano, cuando las fuerzas armadas se estaban quedando sin gente y hasta los tíos del parque móvil y los soldaditos de fin de semana conseguían nuevos traslados… eso le sacaba de sus casillas.

Volvió más o menos a la realidad percibiendo vagamente que Beau estaba tarareando algo, una canción gospel (May y él eran pentecostalistas); iban por Lower Powder Springs atravesando Niceville camino de Tin Town y las oficinas de libertad condicional, dejando atrás la complicada maraña de calles y avenidas flanqueadas de robles, pinos o hayas, el musgo colgante, calles y aceras repletas de coches y transeúntes, todo el mundo de acá para allá bajo la lluvia gris, figuras medio borrosas a través del parabrisas y amortajadas a su vez por la persistente niebla, mientras los neumáticos del Crown Vic silbaban sobre la calzada.

—Beau, tienes tu uniforme, ¿verdad?

Beau giró la cabeza y volvió a mirar al frente.

—¿Qué uniforme?

—Estoy hablando del uniforme azul, Beau.

Beau agachó la cabeza y sonrió.

—Tig quiere que vayamos el viernes a Cap City. Representando a la unidad. Hay que vestir de gala.

Norlett compuso un gesto de preocupación.

—Oye, pues… la verdad es que he engordado un poco desde que compré el uniforme. No sé si voy a poder…

Fue entonces cuando cayó en la cuenta.

—¿Estás diciendo que Tig quiere que vayamos nosotros dos? ¿Que te acompañe yo… a ti? ¿Los dos? ¿en representación de la unidad?

—Ese es el plan. Has engordado, ¿cuánto?

—Pues… no sé, siete u ocho kilos. No creo que pueda abrocharme la guerrera.

—Tienes cuatro días. Di a Gabriel que te la arregle. Ponte una faja si es necesario. Gabriel tiene, en el almacén. No te dé vergüenza. Llevar bien puesto el uniforme de gala tiene su truco. Muchos tíos se ponen una faja para caber mejor. Si tienes que hacerlo, no te cortes. Quiero que estés guapo. Esto significa mucho para Tig.

Beau arrugó la cara.

—¿Que esté guapo?

—No te hagas ilusiones, Beau. Era solo un decir.

Beau seguía sin captar la idea, así que Nick meneó la cabeza y lo dejó a su aire. Al poco rato, Beau ni se acordaba, había recuperado su expresión normal, de persona feliz, la cara sonriente y lustrosa como una baranda de escalera.

—No te preocupes, Nick. Quiero decir, es un honor que…

—Es aquí —dijo Nick, interrumpiéndole.

Estaban a un paso de un centro comercial en el límite de Tin Town, la versión nicevilliana del barrio peligroso, un tentáculo crecido junto a las fangosas riberas del Tulip a kilómetro y medio al norte de Tulip Bend, que era donde empezaba la zona turística y los clubes.

Tin Town era todo lo que un estadounidense espera encontrar en un barrio de mala reputación, veinticinco o treinta manzanas de destartalados chalets de madera, solares sin vallar, desguaces, bares, comercios familiares protegidos como fortines, parques de caravanas rodeados de herrumbrosas alambradas, locales tapiados y garitos de crack infestados de cucarachas.

La principal industria de la zona era una combinación letal de problemas gordos, delincuentes armados, muertes sin sentido y ruina total.

En un extremo del centro comercial había un rótulo medio destrozado de los años cincuenta, con unas letras cuya pintura se desprendía como la sarna, que anunciaba EL KILÓMETRO MILAGROSO.

El Kilómetro Milagroso, que no era ni milagroso ni mucho menos tenía un kilómetro, consistía en unas quince tiendas destartaladas distribuidas en laberíntica hilera; los aleros estaban combados y faltaban tejas en la mayoría de las techumbres.

La sucursal del Servicio de Libertad Condicional de los Condados de Belfair y Cullen, conocido en Tin Town como la Condi, tenía una reja pintada de blanco sobre la pared de cristal, y la fachada quedaba entre una tienda de baratillo y un sex-shop.

El sex-shop, que era el negocio más próspero de todo el centro, ostentaba un rótulo azul de neón que mostraba el nombre COSQUILLAS Y RISITAS parpadeando sin tregua día y noche. Cada vez que Nick veía aquel rótulo, le daban ganas de meterle un par de balas.

Mientras Beau detenía el coche delante de la Condi, cuatro chavales negros con cara de perro y ataviados a la usanza hip-hop empezaron a caminar arrastrando los pies hacia el extremo del centro. Uno de ellos volvió la cabeza para lanzar miradas feroces bajo su gorra ladeada. Beau y Nick repararon en ellos y no dijeron nada.

—¿Cuál de ellos lleva? —preguntó Nick.

Beau lo pensó un poco.

—El de la bolsa de gimnasia, porque si le perseguimos puede tirarla a la carrera y entonces tendremos que demostrar que había cometido delito de posesión.

—Muy bien. ¿Ves esa chica de allá, la gótica, la que calza unas Doc Martens?

Beau desvió la vista hacia una chica anoréxica de raza blanca con dos agujeros negros a modo de ojos y el pelo azul en punta. Llevaba unas mallas de color violeta, hechas trizas, y una cazadora negra seis tallas demasiado grande.

Estaba apoyada en la pared exterior de la lechería, haciendo globos con la goma de mascar y mirando fijamente hacia la calle. No podría haber parecido más culpable si hubiera estado silbando el tema de la serie Mayberry R. F. D.

—¿Quieres que la interrogue sobre el terreno?

—Sí, quiero —dijo Nick.

Se apeó por el lado del copiloto, se inclinó hacia la ventanilla y le dijo a Beau:

—Pero ten cuidado. Vigílale las manos. En la calle la llaman Iris pero su verdadero nombre es Brandy Gule. Puede que venda para Lemon Featherlight, aún no lo sabemos, pero que esté ahí ahora cuando se supone que vamos a charlar con Lemon, es significativo. Por eso quiero que la tengas metida en el coche cuando yo vuelva. Me interesa hablar con ella. Oye, Beau, mírame a los ojos. Aparenta quince años, pero tiene veinticuatro, se escapó de su casa en un pueblo de Carolina.

—Parece una cría.

Beau lo dijo en un tono amistoso, solidario. Nick introdujo un poco la cabeza para mirarle de hito en hito.

—Pues no lo es. Métetelo en la cabeza. Con una lima de uñas se cargó a un carcelero. Se la clavó en un ojo. Y luego le abrió la yugular. El tipo murió desangrado en la celda de Iris. La cámara lo grabó todo. Se la ve sentada en el catre, mascando chicle, tan tranquila, mientras el tipo agoniza en el suelo.

Beau dio un respingo.

—¿Y qué le había hecho?

—Intentar violarla. Más de una vez.

Nick dio unas palmadas en el techo del Crown Vic, echó un vistazo a los pandilleros que ya doblaban la esquina, no miró a Brandy Gule y caminó hacia la puerta de cristal de la oficina.

El interior estaba iluminado por ristras de lámparas fluorescentes. El aire, muy cargado, lo removía un enorme ventilador con aspas en forma de alas de ángel. Las baldosas del suelo, casi del mismo color que el vómito de un perro, tenían los cantos descascarillados.

La sala de espera estaba provista de cinco sillas plegables baratas y desparejadas, arrimadas contra la pared, todas ellas vacías puesto que al ser sábado, la mayoría de los clientes de la Condi estaban todavía tumbados en un lío de sábanas apelmazadas, mirando al techo y tratando de dilucidar por qué demonios habían hecho lo que pensaban que tal vez habían hecho la víspera.

La chica que atendía el mostrador era nueva; pelo negro, mirada dura y un gesto amargo en los labios. Levantó brevemente los ojos al entrar Nick, le miró ceñuda, bajó la cabeza y continuó tecleando con la vista fija en el monitor. Nick esperó un poco, dijo «buenos días», no obtuvo respuesta.

—¿Lacy está ahí detrás?

—Tiene un cliente —respondió la chica con cierto retintín, sin alzar la cabeza. Nick supuso que no le gustaban los polis. A mucha gente les caían mal. A veces ni a él mismo le gustaban. Procuró mantener la calma, hablando en un tono de voz moderado.

—Soy de la BIC. Lacy me pidió que viniera. Dijo que era urgente. Dile que Nick…

La chica levantó la vista.

—Ya sé que es usted de la policía, inspector Kavanaugh. Todo el que entra en esta oficina le conoce. Es usted muy famoso en la calle. La señorita Steinert está muy ocupada. Cuando termine, le diré que ha venido usted.

Con la conciencia de haber puesto los puntos sobre las íes, volvió a lo suyo. Nick le miró la coronilla, fijándose en la raya del pelo. Sus uñas esmaltadas de negro eran demasiado largas para teclear, con aquellos símbolos de la paz en color rosa que llevaban pegados. Nick recordó que Stephen King lo llamaba «la huella del gran pollo norteamericano». La falda, también negra y muy ceñida, se le había subido a medio muslo. Tenía unos muslos bonitos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, tratando de esbozar su mejor sonrisa. El tono de voz pareció calar en la chica, que se dio cuenta de que algo pasaba.

Alzó de nuevo la vista, ahora precavida.

—Gwen Schwinner.

De nuevo a teclear, irradiando su antipatía.

—Encantado, Gwen —dijo a la coronilla—. Puedes llamarme Nick. ¿Qué tal si avisas ahora a Lacy, eh, Gwen? Hazme ese favor.

Nick se preparó para recibir una mirada asesina. Sin embargo, Gwen no levantó la cabeza, aunque sí dejó de teclear. Quizá estaba decidiendo qué clase de mirada iba a otorgarle. Finalmente, soltó un suspiro teatral, se puso de pie, se alejó pesadamente del mostrador (además de unos muslos preciosos, tenía bonitas caderas) y enfiló el estrecho pasillo encalado hacia el despacho en cuyo interior Lacy Steinert estaba escuchando a una prostituta con cáncer de pulmón que le explicaba por qué no era culpa suya que fuera prostituta y tuviera cáncer de pulmón. Gwen volvió la cabeza para mirar a Nick, y este agitó los dedos y le sonrió. Gwen llamó a la puerta, oyó un «adelante» y entró.

La prostituta, cuarenta años por el mal camino bajo el nombre de LaReena Dawntay, estaba toqueteándose los ojos enrojecidos y la mocosa nariz con un pañuelo de papel hecho una pelota. Su piel color café era áspera e irregular y sus piernas parecían dos ramitas postillosas.

Le lanzó una mirada funesta a Gwen y siguió sollozando. La chica miró a Lacy, que le dedicó una expresión amistosa al tiempo que le tendía a LaReena una caja de pañuelos.

—Ahí fuera hay un tal inspector Kavanaugh.

Lo dijo en el tono con que uno diría «el retrete se ha vuelto a atascar».

Lacy Steinert era una mujer recia de mediana edad y raza negra, con unos ojos achinados de color jade y prominentes pómulos cherokee. Cuando era agente de la policía estatal de carreteras, fue herida en la cadera por la hija de ocho años de un sujeto al que ella intentaba hacer la prueba de alcoholemia. La bala rozó el nervio ciático, garantizándole así un futuro de fuertes dolores crónicos.

La invalidez la llevó a un puesto en el cuartel general de Cap City. Se aburría allí tanto, que consiguió que la transfirieran a la oficina del Servicio de Libertad Condicional de los condados de Cullen y Belfair, y estaba ahora, en Tin Town, apañándoselas con prostitutas como LaRenna y chavales de bandas callejeras con la esperanza de vida, y tal vez el cerebro, de una mariposa efímera.

—Gracias, Gwen. ¿Puedes hacerme un favor?

—Sí, señorita Steinert.

—Mira de conseguirle un taxi a la señorita Dawntay, por favor. Tiene que ir a Lady Grace para tomar su infusión. Dale un comprobante de la caja y dile al taxista que se asegure de acompañarla adentro. Entrarás, ¿verdad, LaReena? El tratamiento no lo puedes dejar, ¿entiendes? Eso te ayudará a llevar una vida normal.

«Que me lo creo», pensó Lacy mientras lo decía.

Pero LaReena asintió, la vista fija en sus manos. Lacy se la quedó mirando un momento («dentro de seis meses, muerta», se dijo) y luego se volvió otra vez hacia Gwen.

—¿Después podrías ir aquí al lado y pedirle al señor Featherlight que venga?

A Gwen Schwinner no le parecía que hubiese otro motivo para entrar en el sex-shop que arrojar un cóctel Molotov dentro, pero se limitó a asentir y le ofreció una mano a LaReena.

Lacy las acompañó hasta la puerta y se quedó en el pasillo mirando cómo Gwen y LaReena caminaban hacia la salida sin hacer el menor caso a Nick Kavanaugh, que estaba acodado en el mostrador y sonreía a Lacy.

—Nick. Ven para acá.

Nick se enderezó y fue hacia el pasillo. Sin ser un hombre muy corpulento, casi tocaba las paredes con los brazos, un hombre duro de fríos ojos grises adornados de patas de gallo. Llevaba una pulcra camisa negra con el cuello abierto, un pantalón gris marengo de buen corte y zapatos negros de cordones. Llevaba la placa dorada de la BIC prendida del cinturón y en el lado derecho una enorme Colt Python de acero inoxidable dentro de su pistolera. «Tiene muy buena pinta», pensó Lacy. Se puso de puntillas para recibir un beso de amigo y aspiró el perfume de Nick, que le recordó a playas tropicales y combinados con sombrilla dentro.

Notar las manos de él, fuertes y cálidas, en sus hombros y tenerlo tan cerca iba a ser probablemente lo mejor del día para ella.

Entraron en el despacho, un cuartito con un póster de un velero surcando un lago azul rumbo a una isla con palmeras bajo cuatro nubes blancas.

—Gracias por venir, Nick.

—Siempre es un placer verte, Lacy.

—Igualmente. Me sorprendió que Kate me dijera que quizá podrías. Pensé que irías a tope con lo de ese tiroteo en Gracie.

—Se ocupan los federales de Cap City. A nosotros no nos quieren allí.

—¿Boonie Hackendorff?

—Es un buen poli, a pesar de la barbita de imbécil.

—Si tú lo dices… ¿Conocías a alguno de los chicos?

Nick negó con la cabeza.

—Si te refieres a si éramos amigos, no. Darcy Beaumont tenía mucho contacto con Reed, el hermano de Kate, y el joven Goodhew nos ayudó una vez en un caso. Pero, aparte de eso, no. ¿Y tú?

—No, yo tampoco.

Era muy deprimente pensar en ello y nada se podía añadir, de modo que pasaron página.

—Bueno, ¿y nuestro hombre?

—Ahí al lado, tiene un cliente, pero vendrá enseguida.

—¿Sigue vendiendo?

Lacy se encogió de hombros y, con impostado acento español, dijo:

—Yo no sé nada. Soy de Barcelona.

—Manuel. El camarero de Fawlty Towers.

Gran sonrisa.

—Estoy tratando de buscarle alguna salida mejor.

—¿Por ejemplo?

—Si consigue dejar el éxtasis, creo que se avendría a entrar en uno de nuestros programas de reinserción. Lemon aprendió él solo a reparar helicópteros cuando estuvo en Irak. Un buen mecánico de aviones puede ganar más que tú y yo juntos.

—Creo que pones demasiada fe y demasiado esfuerzo en ese alcahuete, Lacy.

—La fuente de la esperanza nunca se seca.

—Tú eres la muestra, desde luego.

Por eso, entre otras cosas, le gustaba a Nick.

—Bueno. ¿Quieres ponerme en antecedentes?

Así lo hizo Lacy. Por lo visto, la DEA de Cap City se había pasado por el forro el hecho de que Lemon Featherlight fuera un informador al servicio de la Brigada de Narcóticos de Niceville, tendiéndole una trampa con un alijo de éxtasis por motivos que, en opinión de Lacy Steinert, había que buscar en el aburrimiento más que en ninguna otra cosa.

Nick, que en secreto consideraba a la DEA un ente superfluo, estaba pensando en qué responderle cuando oyó un rumor en el pasillo. Segundos después aparecía en la puerta un tipo alto y bronceado, flaco como una brizna de hierba pero ancho de hombros.

Nick se puso de pie mientras Lemon Featherlight se demoraba en el umbral.

Featherlight vestía un buen pantalón azul marino, una especie de mocasines italianos de piel verde oscuro, una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados para lucir pecho musculoso. Tenía una cara bien cincelada, ojos de color verde mar como los de Lacy y los mismos ojos achinados. Nick pensó que podrían ser hermanos.

Lemon se peinaba con raya en medio y hacia atrás y sus cabellos eran largos y de un negro lustroso como ala de cuervo. Miró a Nick directamente a los ojos pero sin chulería y, un momento después, adelantó una mano y la dejó suspendida en el aire.

Nick se la estrechó. Era una mano firme y seca, con buen agarrón, y le miró con aquella expresión tan suya, fría e imparcial pero escrutadora.

—Gracias por venir, inspector —dijo Featherlight. Tenía una voz grave y susurrante, con un deje de acento gangoso típico del sur de Florida.

Lacy, sabiendo que Nick no podía entretenerse, fue directa al grano.

—He puesto a Nick al corriente de tu situación. Él no promete nada, pero creo que lo mejor que puedes hacer es sentarte y contarle lo que sabes.

Featherlight agarró una silla y la arrimó a la pared para poner cierta distancia entre él y los otros.

—No sé por dónde empezar —dijo tras un breve silencio.

Nick, que estaba apoyado en la pared al lado de la puerta, cruzado de brazos, le echó un cable.

—Estuviste relacionado con la familia Teague. Dime cómo fue.

Featherlight no dijo nada, como si tratara de reunir el valor para hablar. Finalmente miró a Nick y se decidió.

—La verdad es que ella era una gran persona. Escucha, Nick, cada cual tiene sus cosas. Eso del trío fue cosa de ellos. De los dos. Al señor Teague lo que le gustaba era mirar.

—¿Esto pasó en la casa de Garrison Hills?

—Sí. Siempre en esa casa. El único sitio seguro.

—¿Cómo explicaban tu presencia a los vecinos?

—No lo hacían. Ya sabes cómo es ese caserón. Hay toda una muralla de cedros y el camino particular se adentra mucho desde la calle. Detrás hay un barranco y luego el bosque y las lomas hasta Tallulah’s Wall. Todo era muy privado. No tenían servicio, jardineros, nada de eso. Miles venía a recogerme en el Benz (ese con las lunas tintadas) y luego me acompañaba de vuelta a casa. Taxis nunca, ni una sola vez. A la ida y a la vuelta charlábamos, de todo un poco, la vida, el trabajo… Sé que parece raro, pero si a él le estaba bien, a mí también. Me pagaban en efectivo, siempre me trataron bien.

—¿Y cómo conociste a Sylvia?

—Coincidimos un día en el Pavilion. Fue hace un par de años. Ella estaba con unas amigas. Una de las señoras me conocía y me llamó. Tomamos una copa. Sylvia me cayó bien. Enseguida noté que sufría.

—¿Cómo?

Featherlight se atrevió a sonreír.

—En mi oficio tienes que pensar como si fueras médico. Alguien viene a verte, le duele algo, no tienes ni que preguntar el motivo. En el caso de Sylvia se le veía en los ojos. Se marchó pronto, su amiga me contó lo del cáncer de ovarios y que Sylvia necesitaba algo para el dolor.

—¿Algo que no le recetaría su médico?

Featherlight se encogió de hombros.

—Ella prefería no tener que pedirle recetas cada dos por tres. Quería tener el remedio en casa, controlar ella la situación.

—O sea que solo fue sexo y unos calmantes… —dijo Nick, con cierta sorna.

—No. Al principio solo los calmantes. Quedamos unas cuantas veces, charlamos un poco. Lo otro fue una propuesta que hizo ella. Deduzco que su amiga le dijo que yo estaba disponible. Una semana después estábamos tomando copas con Miles… con su marido. Congeniamos enseguida y una cosa llevó a la otra.

—¿Os seguíais viendo cuando secuestraron al chaval?

—Sí, pero todo terminó el día que se llevaron a Rainey. No volví a saber de ellos. Al cabo de un par de semanas los dos estaban muertos. Todo aquello de… el vídeo de la tienda de tío Moochie… el túmulo… La policía no llegó a aclararlo, ¿verdad?

—No. Quizá debimos interrogarte a ti. Tony Branko me contó que ibas a ver a Rainey al hospital.

—Así es. Procuraba ir cada quince días. Era un buen chico. A veces tenía la impresión de que podía oír cómo yo le hablaba.

—¿Y por qué te dio por ahí? ¿Sentimiento de culpa? ¿Acaso tuviste algo que ver con su desaparición y ahora te sientes un poco mal?

Featherlight se puso tenso al oírlo, pero no se alteró. Tras mirar a Nick a la cara, desafiante, meneó un momento la cabeza.

—No. Yo nunca habría hecho algo así. El chico me caía muy bien. Le encantaba el fútbol. Yo había jugado en los Gators antes de meterme en el Cuerpo. Rainey y yo hablábamos de cómo le iría esta temporada al Saint Mary’s. Él quería jugar de linebacker con ellos y después pasar a la liga estatal. Nadie que conociera a Rainey le habría hecho ningún daño. Y si alguien me hubiera tanteado a mí, le habría pegado dos tiros.

La vehemencia y la tensión en su voz fueron convincentes.

—Hice mis averiguaciones, Nick, cuando pasó aquello. No creo que nadie de la calle tuviese que ver con el secuestro. Hablé con cantidad de gente sobre tío Moochie, por si alguien había oído algún rumor o lo que fuera, y no, todo el mundo me dijo que era legal. Investigué a ese Alf Pennington, el librero, pensando que quizá habría hecho algo allá en Vermont y que por eso se había venido a Niceville…

—¿No se te ocurrió pensar que eso ya lo habíamos hecho nosotros?

—Quería ser yo quien encontrara a Rainey, si podía… Pero no saqué nada en claro. Nadie sabía nada, ni siquiera los pederastas y demás. Unté a unos cuantos, pero nada, fuera lo que fuese está claro que vino de… del exterior.

A Nick le pareció interesante que empleara la expresión «del exterior». Él mismo había recurrido a ella al tratar de comprender lo sucedido.

—¿Alguna idea sobre quién lo hizo?

Featherlight miró a Nick.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante.

—¿Cuánto tardasteis en sacar a Rainey de aquella tumba?

—Cerca de una hora. Aunque yo llegué hacia el final.

—¿Por qué tanto tiempo?

—La reja había quedado atascada a causa del óxido y el túmulo estaba prácticamente hundido en la tierra.

—¿Y los ladrillos?

—Nadie los había tocado desde hacía un siglo. La tumba estaba cubierta de hierba casi por completo.

—Me contaron que hicieron falta dos bomberos para abrirla, y que tuvieron que usar mazos.

Nick todavía podía oír aquel retumbar metálico del hierro contra la piedra, al igual que los débiles gritos que salían de la tumba cada vez que los mazos descargaban sobre el túmulo.

—Sí. Estaba perfectamente sellada. Ningún indicio de que la hubieran abierto desde que metieron dentro el ataúd.

—Pero Rainey estaba allí, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y eso tú lo entiendes, Nick? ¿Cómo podía estar dentro si la tumba estaba intacta? Es que, no sé… es como muy raro, ¿verdad?

Nick guardó silencio, a la espera, pensando exactamente lo mismo. Todo aquel asunto había sido muy raro desde un principio.

Sin embargo, él no creía que el asunto viniese «del exterior». Tarde o temprano habría una explicación, seguramente alguien descubriría el truco, y el truco los conduciría al autor o autores del crimen.

—Bueno, en fin… el caso es que me asusté mucho —dijo Featherlight—. Es todo muy misterioso. Tú piensas lo mismo, ¿no es cierto?

—Lemon, ¿para qué he venido?

Featherlight se miró las manos.

—Debería haber hablado de esto contigo hace más de un año, pero no quería que pensaras que yo… que quizá era yo el culpable. Me entiendes, ¿verdad?

—Dime para qué he venido.

Featherlight se tomó su tiempo.

—¿Has oído hablar de Ancestry punto com? Es una página web donde puedes rastrear a tus familiares. A cambio de una tarifa, tienes acceso a archivos del condado, listas de censos y del ejército, archivos mormones, rollo parroquial y qué sé yo…

—Me suena, sí.

—Antes de que Rainey desapareciera, un par de días antes, me parece, yo había ido de visita a Garrison Hills, estábamos charlando junto a la piscina. Rainey jugaba en el agua, y entonces Miles recibe una llamada, resulta que tiene que volver a la oficina. Me pregunta a mí si quiero que me lleve, yo miro a Sylvia y ella dice que le gustaría que me quedara a cenar. Miles dice que vale y se marcha. Una vez acostado Rainey, Sylvia, que ha bebido bastante vino, me pregunta qué sé de mi gente, de mi tribu.

—¿Los seminola? —preguntó Lacy.

Lemon la miró con una sonrisa triste.

—Aquí todo el mundo piensa que soy indio seminola. Mi gente eran los mayaimi, no los seminola. El nombre de Miami viene de mi tribu. En fin, el caso es que empezó diciendo eso pero luego pasó a hablar de su propia familia. Había estado entrando en Ancestry para saber más cosas.

—¿Por qué no iba directamente a los archivos? —dijo Lacy, intrigada—. Seguro que allí hallaría toda la historia de su familia.

—Precisamente —dijo Featherlight—. Sylvia no quería que nadie de la ciudad se enterara de lo que estaba haciendo.

—¿Y qué era lo que hacía —preguntó Nick— para que quisiera mantener el secreto?

—No llegué a averiguarlo. Pero era algo que la tenía preocupada, como si le diera miedo lo que podía descubrir. Me pareció que, fuera lo que fuese, era algo que venía de lejos. No sé, un siglo o quizá más. Ella decía que los archivos estaban correctos hasta el final de la guerra civil, cuando todo se vino abajo para el Sur. Y luego, en 1935, hubo aquel incendio en el ayuntamiento de Niceville que destruyó todos los archivos. Parecía estar siguiendo alguna pista, significaba mucho para ella, pero la tenía preocupada. Yo lo achaqué al vino de la cena, pero luego pasó lo que pasó y ya no volví a verla nunca más. Y digo yo, ¿dónde encontraron a Rainey? En una tumba. Poco después de que Sylvia se tirara al Crater Sink. Como si los dos hechos estuvieran conectados.

—¿Conectados? —preguntó Lacy—. ¿A qué te refieres?

—Quizá fue un trueque.

—¿Un trueque?

—Puede que ella se marchara para que Rainey pudiese volver.

—Por Dios, Lemon —dijo Nick.

—¿Volver de dónde? —preguntó Lacy.

—Yo qué sé. Del exterior. Quizá Crater Sink desemboca en eso y Sylvia lo sabía.

—No sabemos si se tiró al Crater Sink —replicó Nick.

—Pero ¿no estaba allí su coche? ¿y los zapatos?

—Ya. Pero eso no significa que se tirara.

—Entonces ¿dónde está Sylvia?

—No lo sé.

Featherlight, notando que Nick empezaba a hartarse, miró a Lacy y luego otra vez a Nick.

—Bueno, ya está. Eso es lo que tenía que decir.

—¿Que Sylvia estaba preocupada por algo de su pasado familiar y que entraba en Ancestry para investigar sin que se enteraran los empleados del ayuntamiento? ¿Y que cuando desapareció Rainey ella decidió suicidarse a fin de que los que habían secuestrado a su hijo lo hicieran volver de…?

—Del exterior.

—Del exterior. ¿Como si hubieran hecho un trato?

Featherlight se encogió de hombros.

—Un trato ¿con quién?

—No sé. Pero la respuesta tiene que estar por ahí.

—¿Dónde, Lemon?

—En el pasado. Creo que es ahí donde hay que buscar, si queremos averiguar lo que pasó.

Nick se lo quedó mirando un rato.

—¿Eso es todo?

—Sí —dijo Featherlight.

Nick estaba pensando en la familia Teague mientras estudiaba el rostro de Lemon Featherlight. Parecía que Lemon se hubiera refugiado en un espacio más reducido, como si esa fuera su actitud siempre que esperaba recibir malas noticias.

—¿Y bien, Nick? —dijo Lacy.

—¿Dónde hacía Sylvia esas búsquedas por internet?

—En el despacho de la casa.

—¿Con su propio ordenador?

—Sí —dijo Featherlight—. Tenía un Dell, de esos grandes.

Nick lo recordaba. El mes anterior había llevado a Kate en coche a casa de los Teague, para acompañarla en una de sus visitas, pues Kate quería asegurarse de que la casa estuviera siempre limpia y ordenada. El Dell estaba sobre el escritorio de Sylvia.

Durante las pesquisas para localizar a Rainey, habían mirado en el ordenador en busca de pistas, pero Nick no recordaba haberse topado con Ancestry. Sin embargo… allí había algo, estaba convencido de ello.

—Bien. Voy a investigar todo esto, Lemon. Si saco alguna cosa en claro, llamaré a Cap City y veré qué se puede hacer.

—Lemon no dispone de mucho tiempo —dijo Lacy—. Tiene una audiencia para la fianza el próximo…

Algo ocurría en el pasillo. Oyeron pasos que se acercaban con rapidez, parecía algo urgente. Gwen Schwinner asomó por la puerta y buscó a Nick con la mirada.

—¿Ha venido con un inspector negro, corpulento?

—Sí.

—Será mejor que vaya a ver. Creo que está herido.