Tony Bock porfía sin poder evitarlo

Como el niño del cuento, que le robaba aquellas alubias mágicas al gigante malo y las plantaba en su huerto a la luz de la plateada luna y al día siguiente se despertaba loco de entusiasmo por ver qué cosa súper mágica había brotado de… pues bien, Tony Bock se despertó entrada la mañana del sábado en su piso sobre el garaje de The Glades en un estado similar, ansioso por ver qué reacción había causado su correo electrónico a la BIC del condado acerca de un tal Kevin David Dennison. Era algo sobre lo cual Bock, a la fría luz del amanecer, tenía opiniones contradictorias.

En parte se moría de ganas de ver qué había pasado, y en parte estaba muerto de miedo por la posibilidad de que con ello hubiera echado a perder su vida de manera tan inesperada como estúpida por un error garrafal pero de consecuencias legalmente catastróficas (¿uso abusivo de internet? ¿delito contra la intimidad por invadir teléfonos ajenos?), y se disponía, pues, a cosechar los desagradables frutos de su irresponsable noche anterior.

No, tenía que saberlo YA.

Ni siquiera pudo esperar a lavarse los dientes, tomar un poco de café o vestirse como Dios manda. Se sentó ante el ordenador, conectó el equipo, inició una búsqueda escribiendo «Kevin David Dennison Saint Innocent Niceville BIC» y, pocos minutos después, extrañamente aliviado, comprobó que no salía ningún resultado.

Así que, de momento, las fuerzas de la justicia no movían pieza. El pulso de Bock recuperó poco a poco la normalidad. Por aquello de la costumbre, alargó el brazo y cogió una de las pocas botellas de cerveza que quedaban de su agitada noche anterior.

Utilizó un abridor con forma de mujer desnuda para quitar la chapa, volvió a retreparse en la silla, tomó un sorbo y empezó a meditar sobre el estado de las cosas. Muy bien. Estupendo. Hasta ahora, nada.

Se imponía tener paciencia.

Acuérdate de la araña que espera.

Acuérdate del león acechando entre la hierba alta.

Muy bien.

Una pausa para el autoexamen.

¿Qué era lo que sentía?

Ahora que el temor había desaparecido, aunque fuera provisionalmente, Bock se sentía…

… decepcionado.

Sin motivo alguno, confiaba en que habría habido alguna detención (un suicidio después de un tiroteo con los polis era demasiado esperar), o que al menos se habría producido un pequeño desajuste en la vida cotidiana de Niceville que indujera a pensar que estaba en marcha una investigación. De pronto, comprendió que sí, que eso era posible.

Al fin y al cabo, la poli no iba a dar la alarma por un simple correo anónimo, por muy bien redactado y muy electrizante que pudiera ser.

No, claro; primero, como era lógico y adecuado, estaban mirando bien la cosa.

Bock se recordó una vez más a sí mismo que, en esta nueva aventura, tenía que tener paciencia…

… y ser jucioso…

… y…

… bueno… al carajo.

Afrontémoslo: Bock seguía estando decepcionado.

Abrió el correo que había enviado al teniente Tyree Sutter, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de los condados de Cullen y Belfair, y se lo quedó mirando un rato.

El conserje de saint innocent orthodox tiene antecedentes por pederastia que datan de 1982. Se llama kevin david sus delitos fueron cometidos bajo el nombre de kevin david dennison su fecha de nacimiento es 23/6/1956. Miren primero en maryland. También suele estar online en el Messenger con el apodo katydee999. Deberían vigilarlo. Un amigo.

Se inclinó sobre el teclado, recapacitó, y finalmente decidió reenviar el mismo texto, a través de un servidor de correo difícil de piratear, al redactor de noticias locales del Niceville Register, al director de la emisora WEZE EZ JAZZ’n’ROCK, con base en Gracie, al director de la filial de Fox News en Cap City y a rector.parish@stinnocentorthodox.org.

El escalofrío que este ejercicio le proporcionó fue más bien breve, no en vano semejante actividad guarda cierto parecido con la adicción al crack.

Al poco rato, Bock estaba otra vez ansioso, pensando que aún quedaban cosas por hacer al respecto.

Empinó el codo y vació media botella, escuchando distraído los insistentes ladridos del perro chiflado de la señora Kinnear mientras miraba la pantalla. Algo estaba saliendo a la superficie, lo notaba, algo inspirado en primera instancia por la visión de su propia desnudez y que se fue concretando al recordar algunas de las perspicaces deducciones que había hecho sobre la gente de Niceville en el día a día de su profesión.

De un modo, cabe decir, poco normal, puesto que el cometido de su trabajo no incluía fisgonear en cajas llenas de antiguas declaraciones de impuestos, ni curiosear en viejos álbumes de fotos. Cómo podía la gente aferrarse a ciertas cosas, u olvidar que las tenía, o pensar que conservarlas no comportaba riesgos, era de lo más sorprendente.

Por ejemplo, el cirujano plástico que guardaba una caja de cartón llena de diplomas médicos falsificados. El cartero jubilado que tenía diecisiete sacas de correo por repartir escondidas en el cuarto de la caldera. La farmacéutica que ocultaba en el armario varias cajas de medicamentos robados.

Y luego estaba aquel tipo, gerente de banco o algo así, propietario de una casa grande muy bonita cerca de Mauldar Field, un hombre considerado pilar de la comunidad, que sacaba fotos a escondidas mientras sus hijas estaban en el cuarto de baño.

Ejerciendo sus labores profesionales en casa del banquero, Bock había encontrado la diminuta cámara en la parte superior de la ducha, oculta en el hueco del extractor. Tras indagar un poco, había podido seguir el cable de fibra óptica hasta una grabadora de foto fija en el desván de la casa, metida dentro de un baúl lleno de ropa vieja.

Bock había copiado el contenido del disco duro de la cámara. Al menos había un millar de fotos de las chicas a lo largo de varios años, haciendo las cosas normales que uno hace en el baño y sin que ellas se dieran cuenta de nada, pues ahí estaba la gracia.

Bock había saboreado largo tiempo aquellas fotos, tenía la sensación de ser casi Dios, viendo a aquellas núbiles muchachas en sus secretos rituales como ningún otro hombre lo había hecho aún.

Pero incluso ese morbo acabó dejando de interesarle, como ocurre con estas cosas, y Bock había decidido colgar las fotos, de forma anónima, en una página web de voyeurismo. Completada la descarga, hizo pedazos las copias en papel.

Pero ¿cómo se llamaba aquel banquero?

No se puede fastidiar a alguien sin saber cómo se llama.

El nombre tenía que constar por fuerza en los archivos del Servicio que guardaba en el portátil. Le pareció recordar que había sido una de sus primeras visitas, como cinco o seis años atrás.

«Demasiado arriesgado investigar esa fuente», pensó, procurando mitigar su excitación.

«No olvides las normas.

»Nada de vínculos».

Claro que, si utilizaba uno solo, tampoco podía hablarse de vínculo. Es imposible trazar una línea entre un punto y un no punto.

Alto.

El tío no era banquero.

No, banquero no.

¿Cómo llamaban a eso…?

Ah, sí, interventor.

Empezaba a recordarlo todo. El baúl estaba lleno de ropa vieja, en efecto, pero era ropa un poco rara, prendas de piel y plumas y cosas antiguas con cuentas y así…

… flores…

… estuches…

… monederos…

Estaba todo allí dentro…

«Piensa, Bock, piensa…

»Visualiza, hombre…».

¿Cesta?

¿Baloncesto?

¿Canastilla?

Y de golpe le vino a la memoria.

«Littlebasket, claro».

Morgan Littlebasket.

Buscó en Google y allí estaba, un viejales con la cara muy curtida, sonriendo cual ídolo del monte Rushmore (versión piel roja) desde el titular de una página web con base en Sallytown, la Fundación Cherokee. Continuó buscando y al poco rato dio con una fotografía de prensa de hacía cinco meses en la que aparecía Littlebasket junto a sus hijas (muy sexis las dos) en un cementerio. El pie de foto rezaba así: «La viva imagen del duelo. El jefe indio cherokee Morgan Littlebasket y sus hijas, Twyla y Bluebell Littlebasket, ante la tumba de la esposa del jefe, Lucy Bluebell Littlebasket (de soltera, Tallpony)».

Bock notó que empezaba a hervirle la sangre viendo a aquellas dos jóvenes despampanantes vestidas de luto, sosteniendo flores recién cortadas, tan solemnes y tristes y valerosas en el funeral de su santa madre, y hete aquí al Gran Hermano Tony Bock contemplándolas y sabiendo casi todo lo que había que saber sobre lo que ocultaban sus ceñidos vestidos negros.

Excepto las fotos.

La prueba.

Él había roto sus copias.

Adiós para siempre.

Y no tenía motivos para creer que el viejo pervertido tuviera aún guardada la cámara espía en aquel baúl de ropa, aun suponiendo que Bock pudiera meterse otra vez en la casa a base de labia, cosa que de entrada sería ya una estupidez.

Pero necesitaba urgentemente esas fotos.

¿Estarían todavía en la página web voyeurista? ¿O quizá en alguna Porno-Biblioteca Nacional del Sexo-Congreso?

Es posible.

Mantuvo los dedos en suspenso sobre el teclado, dudando, como el niño que no se decide por este u otro bombón de la caja que le han regalado. Tenía la boca abierta y los labios húmedos. En aquel momento no era consciente de que estaba a punto de cometer una especie de suicidio.