Nick Kavanaugh recibe noticias decepcionantes

Beau Norlett, recién llegado de una semana de permiso, se topó con Nick nada más cruzar la puerta. La oficina apestaba a café quemado, el equipo de fin de semana medio tirado por allí en mangas de camisa, con las pistoleras y las esposas a la vista, todos hablando en voz baja, mientras una llovizna gris peinaba las ventanas.

—Hola, Nick —dijo Beau, con una amplia sonrisa—. ¿Qué tal por Savannah?

Nick le miró mal. ¿Sabría lo que había pasado en Forsyth Park? Probablemente no.

—Bonita ciudad. Un poquito majara, pero bonita.

—¿En serio? No he estado nunca. May quiere ir, dice que es un sitio muy romántico. Como París. ¿Tú conoces París, Nick?

—Sí.

Olvidándose de sí mismo, Beau se quedó sentado mirando a Nick, esperando que dijera algo más. Pero luego recordó que Nick casi nunca decía algo más.

—Bueno. Oye, eso de Gracie, joder, qué fuerte, ¿verdad?

—Sí.

—Me dijo Tig que estuviste en la escena con Marty Coors…

—Así es.

Beau esperó.

Nick no dijo nada.

—Ya. Bueno. Ah, Tig quiere verte. Me pidió que te lo dijera.

Beau Norlett era un buen chaval, negro de tono azulado, sólido como el pilar de un puente, calvo como una bola de billar, hombros caídos, manos grandes, ligero de pies como un bailarín de tango, pero capaz de tumbar una puerta con la fuerza de un tren de mercancías.

En Saint Mary’s había destacado como linebacker, con un poco de suerte podría haber jugado en Notre Dame o en Ole Miss. Si uno necesitaba a alguien para echar una puerta abajo, nadie como Beau. Si uno necesitaba un poli con luces, mejor buscar en otra parte. Pero Nick estaba convencido de que el chico tenía futuro.

Nick sonrió, fue hasta la sala del café, se sirvió un vaso caliente sin azúcar y cruzó la atestada oficina hasta la guarida de Tig, un cubículo con mamparas de cristal situado en una esquina, con vistas a la cúpula de mármol del ayuntamiento. La lluvia caía en vertical y hacía que la cúpula pareciera una roca redonda, mojada, en medio de un montón de ladrillos.

Al nordeste, acechando la ciudad como un frente de chubascos y medio borroso por la lluvia, divisó Tallulah’s Wall. Eso le hizo pensar en Crater Sink, lo cual a su vez le trajo a la cabeza imágenes en alta definición del caso Teague.

Antes incluso de que Sylvia Teague cayera a la dolina (si realmente ocurrió así), Nick siempre había pensado que Tallulah’s Wall flotaba bajo una nube permanente de malestar; si alguien le hubiera dicho que hasta los indios que antaño ocupaban la región procuraban no acercarse allí, lo habría creído.

Sin duda, muchas ciudades pequeñas habrían convertido Tallulah’s Wall y Crater Sink en parque temático para atraer al turismo, pero Niceville no.

Tiempo atrás Nick le había preguntado a Reed Walker por qué la población de Niceville sentía tanto respeto por Tallulah’s Wall. Reed había tardado en responder, para luego contarle una historia sobre algo que supuestamente había ocurrido en Crater Sink en los años veinte (tal vez antes, o tal vez después, no estaba seguro), pero al poco pareció pensarlo mejor, pidió dos cervezas y consiguió cambiar de tema.

Nick lo recordó mientras se decidía a entrar en el despacho de Tig, viendo cómo las nubes quedaban atrapadas en Tallulah’s Wall y descargaban su lluvia gris sobre la ciudad.

Al otro lado de la Cúpula de la Roca, como llamaban al ayuntamiento porque el alcalde se llamaba Little Rock Mauldar, Nick distinguió un tramo del río Tulip, que discurría marrón y revuelto tras dos horas seguidas de aguacero. Finalmente, se quitó de la cabeza el gris paisaje, la desapacible mañana gris, y entró en el despacho de Tig Sutter.

Tig alzó la vista apenas un momento desde la montura de sus gafas de leer color gris metálico. Luego se retrepó en su butaca giratoria de madera, haciéndola crujir como la puerta de un sótano en una película de terror.

—Qué tal, Nick. ¿Y tu preciosa pareja?

—Sigue conmigo.

—Bueno, será porque siente curiosidad por ver qué haces ahora. Me han dicho que trincó a ese capullo de Bock.

Nick sonrió al oírlo.

—Es verdad.

—Ted Monroe siempre me ha caído bien. Sabe calar a la gente. ¿Te ha dicho Kate cómo se lo tomó ese Bock?

—Mal.

—Que le den.

—¿Metafóricamente?

—De las dos maneras. Siéntate, hombre.

Nick agarró una silla que había debajo del retrato del presidente. El presidente, la barbilla un poco adelantada, los ojos casi cerrados, una sonrisita de malo de película, tenía la mirada perdida, como si estuviera divisando la soleada y verde pradera a la que iba a conducir a su pueblo.

Nick se sentó en el borde de la silla y apoyó los antebrazos en las rodillas, haciendo girar entre sus largos dedos el vaso de plástico. Tig tomó un sorbo del suyo propio, Nick hizo otro tanto, y así permanecieron un rato en amigable silencio. Nick reparó en que su jefe se rebullía un poco en la butaca: algo le tenía inquieto.

—Bueno, vamos a ver. Primero una mala noticia, Nick. He recibido una carta de Benning, del coronel Dale Sievewright, sobre tu solicitud de reincorporarte al Quinto de las Fuerzas Especiales para misiones de combate…

Nick le miró pero no dijo nada.

Tig se encogió de hombros.

—¿Ibas a dejarme plantado?

—Sí —dijo Nick—. No lo tomes a mal.

—Descuida —dijo Tig—. Yo solo te contraté, no fui a comprar tu sucio culo blanco a un Wally Mart. Sé que echas de menos un poco de acción. Me preocupaba que tú y Kate pudierais tener problemas domésticos…

Nick guardó silencio. Luego, cuando habló, hubo un ligero movimiento a flor de piel más arriba de sus pómulos, un brillo apagado en sus ojos.

—No. Kate es… Kate. Está mejor que nunca. Con solo entrar por la puerta, ya me alegra el día. Lo que pasa es que…

Tig dejó el vaso e hizo crujir de nuevo la butaca al recostarse.

—¿La cosa ha perdido fuerza?

Nick tomó otro sorbo y se quedó un rato callado.

—Sería una buena manera de expresarlo. Es como si hubiera desaparecido todo el color. Por ejemplo, Kate quiere que instale una terraza de madera de cedro en la parte de atrás. Voy a Billy Dials, echo un vistazo, miro la madera… La verdad es que no tengo ni idea de por qué demonios quiere una terraza de cedro. A ver, ¿para qué?

—Hombre, para tomar una cerveza, montar una barbacoa…

—Una barbacoa —dijo Nick, mirando su vaso—. Las barbacoas me hacen pensar en Faluya, los mercenarios colgando de unos ganchos para carne en el puente aquel.

Tig contempló la lluvia a través de la ventana. Se oían truenos a lo lejos, y de vez en cuando se veía un relámpago entre los nubarrones. Un asco de día.

—He dedicado mucho tiempo a olvidarme de eso, Nick, o sea que gracias por recordármelo. Si piensas que Faluya olía a barbacoa, imagínate lo que era un tanque Abrams ardiendo con todos los tíos dentro. ¿Hablaste de eso con Kate antes de mandar la carta?

Nick negó con la cabeza.

—Muy bien. Bueno, mejor no asustarla por ahora. Lamento decirlo, en serio, aunque me alegra no perderte de vista, pero Sievewright te ha rechazado.

Nick asintió con la cabeza, cada vez más serio.

—¿El Wadi Doan?

Tig asintió con un gesto bondadoso.

—Sí, el Wadi Doan. Al Kuribayah. Yemen. Eso seguirá siempre ahí, Nick. No es culpa tuya, nadie lo piensa. Tu idea de hacer de asesor jurídico les pareció bien, pero otra vez misiones de combate… eso supongo que no.

—Causaría mala impresión.

—Y ese vídeo…

Nick guardó silencio.

Tig no insistió.

Dispuesto a cambiar de tema, Nick dijo:

—De lo que pasó ayer, ¿hay algo para nosotros?

Tig se frotó las mejillas con ambas manos; de repente, parecía viejo.

—Tú has estado allí. ¿Qué opinas?

Nick se lo dijo.

Tig asintió. Había llegado a la misma conclusión. Un asesinato a sangre fría, puro y duro.

—¿Queda algo para nosotros? —repitió Nick.

—Por de pronto, habrá un funeral de la hostia —dijo Tig—. Llegarán uniformes de todo tipo a Cap City, incluso de fuera del país, como Canadá, Inglaterra. Cuatro tíos, joder. Más la pareja que iba en el helicóptero de Live Eye.

—A esos que les den. No son más que buitres.

Nick sentía inquina hacia los medios de comunicación. Tig, que pensaba más o menos lo mismo pero tenía que trabajar con ellos, siempre procuraba mantener a Nick lejos de cámaras y micrófonos. Cambió de tema.

—Me gustaría que fueras tú, si es posible. Es el viernes que viene. En representación de nosotros. ¿Qué tal si te llevas a Beau?

Nick se miró las manos.

—He cubierto el cupo de funerales militares, Tig.

—Y yo —dijo Tig bajando la voz e inclinándose sobre la mesa—. Pero no quiero que vaya alguno de los más jóvenes, pobrecillos, no saben ni vestirse de gala. Ya que estamos, ni siquiera saben llevar traje y corbata. Tú sí. Y Beau hará todo lo que le digas. Quiere ser como tú cuando sea mayor. Vamos, Nick. Te lo estoy rogando.

Nick guardó silencio, recordando los funerales a los que había asistido, no todos vestido de gala y con la banda tocando silencio; en algunos solo media docena de tíos en traje de campaña alrededor de un cráter humeante, echando paladas de grava sobre los literales restos de un amigo.

—Está bien, de acuerdo. Uno de los chicos era amigo de Reed, o sea que él irá. A Kate también le gustaría que yo fuera.

Nick volvió a pensar en el atraco al banco.

—Sobre lo de Gracie, ¿alguien está investigando el accidente en la interestatal?

—¿El dieciocho ruedas que volcó?

—Sí. Me mosquea. Un camión cargado de barras de hierro hasta arriba, el material desparramado por seis carriles, y al final embiste contra un minibus lleno de beatonas. Palman dos, pero el conductor sale ileso.

Tig le miró, reflexionando.

—¿Crees que fue demasiada coincidencia?

—Sí. ¿Cuándo ocurrió, exactamente?

Tig rebuscó entre unos papeles, sacó una hoja fotocopiada, resiguió el texto con un dedo.

—A las catorce cuarenta y uno.

—¿Lo ves? Y esos tipos atracaron el banco, qué, ¿cuarenta minutos después? Para ellos era perfecto, porque casi todas las unidades, de tierra y aire, estaban pendientes del siniestro. ¿Alguien ha investigado al camionero?

—No que yo sepa.

—¿Cómo se llama?

Tig extrajo una fotocopia y buscó el nombre en el párrafo.

—Lyle Preston Crowder. Seis años en la compañía de transportes Steiger. No tiene antecedentes, nunca le han pillado conduciendo bebido, nada de nada. Aparte de problemas de crédito, y quién no los tiene hoy en día, está más limpio que una moneda recién acuñada.

—¿Dónde para ahora?

—El hombre estaba hecho polvo. Medio histérico. Lo tienen sedado y bajo vigilancia en Sorrows, en Cap City.

—¿Bajo vigilancia?

—Las señoras tenían maridos y padres. Nick, la gente de por aquí no suele dejar cabos sueltos. Parece que ha habido conversaciones.

—Vale. Entiendo. De todos modos, podrías decirle algo a Boonie.

Tig asintió con la cabeza y anotó algo en un bloc.

—Lo haré. Bueno. A trabajar. ¿Qué tienes tú?

—He de entrevistarme con Lacy Steinert en Tin Town. Dice que uno de sus clientes quiere hablarme del caso Teague. Puede que sepa algo.

—¿Qué cliente?

—Lemon Featherlight.

—Ah, ese. Me suena que la maldita DEA lo trincó por éxtasis. ¿Y qué es lo que quiere?

—Apuesto a que un trato con eso de la DEA.

—¿Tú crees que vale la pena hablar con él?

Nick se encogió de hombros.

—Lacy es buena gente. Si ella piensa que puede haber algo, no pasa nada por ir a tomar un café. Me gustaría dejar zanjado ese caso.

—Y a mí.

No fue necesario decir más. Ambos sentían lo mismo respecto a lo de Rainey Teague y sabían lo que pensaba el otro.

—Ya hace un año, ¿verdad? —dijo Tig, como si no lo supiera a la perfección.

—Un año exacto, sí.

—¿Cómo está el chico?

—Sigue en Lady Grace. Continúa en coma.

—Rainey era adoptado, ¿no? Imagino que Kate todavía es su tutora en funciones.

—Sí. Es pariente de Sylvia y sabe de derecho familiar. La adopción la llevó una tal Leah Searle, una abogada de Sallytown que ya murió. Rainey estaba entonces en una especie de casa de acogida. Por lo visto sus padres biológicos fallecieron en un incendio. El chico quedó bajo la tutela del condado y fue a parar a ese centro de Sallytown. Kate cogió los papeles de casa de Sylvia cuando ella…

—Desapareció —dijo Tig, sabiendo que hasta no ver el cadáver Nick jamás aceptaría que Sylvia se hubiera suicidado.

—Leah Searle murió un año después, pero Kate revisó todo el papeleo. Rainey es el único heredero. Kate tiene poder notarial, se ocupa de las finanzas de Rainey y controla las acciones de los Teague, que son cuantiosas. Ha procurado mantener la casa como estaba, de modo que si Rainey vuelve algún día todo esté igual que cuando se lo llevaron. Jardineros, mujeres de la limpieza… Hace que gente de Armed Response vaya a echar un vistazo a diario.

—Kate. Qué mujer tan fenomenal. Una de las personas que mejor me caen. Es increíble que estuvieras pensando en volver a toda aquella mierda, con una señora así en casa.

Eso, para la relación que había entre los dos, era entrometerse un poco, pero Tig estaba muy seguro de sus palabras y no se lo quiso callar.

Nick lo comprendió.

Tig llevaba razón.

Transcurrió un momento de silencio.

—Bueno —dijo Tig, cambiando de tono—. Ve a ver a Lacy y sepamos qué tiene que decir ese Lemon.

—Bien —convino Nick—. ¿Hay algo más?

—Pues sí —respondió Tig, con cara de preocupación—. Un soplo anónimo. No me gusta nada.

—¿De viva voz?

—No. Un correo electrónico. Más o menos. La IP estaba arrancada, o bien procedía de un enlace informático que aún no tenemos controlado. La verdad es que no me aclaro con todo ese rollo de la informática, Nick. Resumiendo, que no se pudo localizar. Anónimo, en otras palabras.

Nick se miró otra vez las manos. El chivatazo era la base de todo, pero a nadie le gustaba trabajar con ese material.

—¿Qué decía el soplo?

Tig movió los hombros, dudó, y le pasó una hoja a Nick, que este leyó.

El conserje de saint innocent orthodox tiene antecedentes por pederastia que datan de 1982. Se llama kevin david sus delitos fueron cometidos bajo el nombre de kevin david dennison su fecha de nacimiento es 23/6/1956. Miren primero en maryland. También suele estar online en el Messenger con el apodo katydee999. Deberían vigilarlo. Un amigo.

Nick le devolvió el papel.

—Uf. Un amigo, dice. Qué asco me dan estos anónimos de mierda.

—A mí me ocurre igual —dijo Tig—. Investigué a ese Kevin David y parece un hombre cabal. Conserje. La mujer murió de cáncer el año pasado. Hijos mayores. Casa de propiedad en Sallytown. Vive solo. Sin antecedentes penales. Hice algunas averiguaciones por lo bajini. Todo el mundo le considera un santo.

—¿Y lo de Maryland?

—Estoy esperando un informe y una foto. La edad y la descripción general concuerdan, pero hay montones de Kevin Dennison. No quiero que los de Antivicio le arruinen la vida a un individuo sin estar antes seguro.

—¿Algún indicio de algo?

Tig bajó la vista.

—Bueno, sí. Hay un clúster de llamadas de móvil.

—Quieres decir los datos del GPS. Qué rapidez.

—La familia de mi hermana va a Saint Innocent. Tienen una niña. Estaba motivado, ¿comprendes? Llamé a un amigo mío que trabaja en Comcast.

—¿Y dónde está ese clúster?

—Patios de colegio. Parques infantiles.

—Oh, no.

—Exacto. Oh, no —dijo Tig.

—¿Quieres que me ocupe de eso?

Tig negó con la cabeza.

—Antivicio ya está en ello. No he querido quedar como que me metía donde no me llamaban.

Nick volvió a examinar la fotocopia.

—Este correo… Quienquiera que lo haya enviado es un canalla, Tig. Me juego algo a que es capaz de cosas mucho peores. Deberíamos averiguar la identidad de este capullo.

—¿Te ocupas tú?

Nick negó con la cabeza.

—Entiendo tan poco de ordenadores como tú. ¿No tenemos a nadie que pueda hacerlo? ¿uno de esos tatuados de la oficina que están siempre con la nariz pegada a la pantalla?

—Para algo como esto, no. Además, lo único que hacen es mandarse twatters todo el santo día.

—Me parece que se llama twitter.

—Qué más da —dijo Tig—. Oye, ¿y tu cuñado, ese Deitz? ¿Él no tenía a un montón de chiflados de esos en su empresa?

Nick mantenía las distancias con respecto a Byron Deitz (el tipo se estaba volviendo cada vez más avinagrado), pero seguro que tendría a alguien capaz de seguir una pista informática.

—Por mí, de acuerdo. Mejor que se lo pidas tú.

Tig era consciente de que existía cierta tensión entre Nick y su cuñado.

—Descuida. Hablaré yo con Deitz. Extraoficialmente, vaya. Pero hay algo que quiero que hagas, a ver si así te quitas de la cabeza eso del ejército. ¿Conoces a Delia Cotton, la viuda del rey del azufre, la que vive en The Chase?

—Conozco la casa. Temple Hill. Una mansión de ladrillo amarillo, rodeada por un porche y tallas ornamentales en todas las esquinas.

—Sí, pues está desaparecida.

Nick se incorporó, todos sus sentidos en alerta.

—¿Desaparecida?

—Sí. La mujer de la limpieza (se llama Alice Bayer) pasó esta mañana para dejar la compra y encontró la casa abierta. Sonaba música. Medio vaso de whisky sobre la mesa. Y Delia Cotton que no estaba por ninguna parte. Tampoco Mildred Pierce, la gata, una maine coon. El jardinero podría haber desaparecido también. Se llama Gray Haggard. Su Packard estaba en el camino de entrada, pero no hay ni rastro de él.

—¿Parientes?

—Todos muertos. Unas cuantas amigas en el club de lectura. Los agentes recorrieron un poco la zona a pie. Nada, cero patatero. Ha desaparecido, Nick. Y el jardinero, igual. Se fueron como las nieves de antaño. Eso es de Proust.

Nick negó con la cabeza.

—No me lo parece.

—¿Que no es de Proust?

—Bueno, sí que dijo algo parecido sobre la memoria, las cosas pasadas, pero eso de las nieves de antaño no es suyo.

—Ah. Y entonces ¿quién coño lo dijo?

—Creo que fue otro franchute. Espera, deja que piense. Villon. Eso. François Villon.

—¿Y qué decía?

Nick trató de recordar.

—Me parece que era Où sont les neiges d’antan?

—¿Traducido?

—Dónde están las nieves de antaño.

Tig no acababa de convencerse.

—¿Estás seguro?

—Tendría que mirarlo en Google. Pero sí, casi seguro.

Tig pareció mortificado.

—Vaya. Y yo colando esa cita años y años. Ahora me siento como un papanatas.

—No digo que no, pero todavía eres bastante guapo. ¿Quién se ocupa de lo de Cotton?

—Tú te ocuparás. Delia era de aquí. Conozco a la familia; se portaron muy bien con mi padre. Además, los Cotton fueron una de las cuatro familias fundadoras. Y Delia era una persona excelente.

Nick se puso de pie y volvió a dejar la silla bajo la soñadora, perdida mirada del presidente.

—¿Puedo llevarme a Beau?

—¿A Beau? Está un poco verde.

—Pues no va a madurar como no lo saquemos de paseo de vez en cuando. Aquí solo está para calentar el asiento, rellenar papeleo y volverse loco.

—Está bien. Llévate a Beau, así se irá iniciando. Veremos de qué pasta está hecho. Otra cosa —añadió Tig, cuando Nick se disponía a salir. El tono indiferente le salió un poco forzado—: Tú vas a correr por Patton’s Hard, ¿no? Cerca del río…

—Así es.

—¿Anoche fuiste?

—Sí. Voy todas las noches.

—¿Anoche?

—Cada noche.

—¿Viste a un tipo grandote, blanco, con chándal azul, mucho músculo?

—No. ¿Por?

—Verás. Boots Jackson, que es quien hace la ronda en moto por Patton’s Hard…

—Conozco a Boots. Él dio con la última persona que había visto a Rainey.

—Sí. Alf Pennington. En fin, a lo que iba, Boots encontró a ese tipo a las dos de la noche. Aparentemente lo habían atracado. Tenía golpes por todas partes. Como si hubiera recibido una paliza de un profesional. No verá la misma cara cuando se vuelva a mirar en el espejo. Varias costillas rotas. La nariz completamente torcida. El pómulo roto como una cáscara de huevo. Ambos testículos destrozados. Castración por aplastamiento, han dicho los médicos. Y puede que pierda el ojo derecho. Él dice que estaba corriendo tan tranquilo y que alguien surgió de la oscuridad y se le echó encima. Un ataque por sorpresa.

Nick se encogió de hombros.

—Todo cuadraba hasta que Boots lo llevó a Urgencias. Los sanitarios estaban procediendo a limpiarlo y de repente le cae del bolsillo del chándal una bolsa de plástico para congelar alimentos. Dentro llevaba correas de patines, un rollo de cinta adhesiva, aceite para bebés, un cúter.

—Herramientas de violador.

—Exacto. O sea que Boots comprobó sus antecedentes y resulta que lo buscan en Charleston por intento de violación. La cosa viene de lejos. Múltiples agresiones a mujeres jóvenes que habían salido a correr.

—¿No será Ziggy Danich? Antivicio lleva meses detrás de él. Nunca han podido endilgarle nada.

—Ya lo sé. Recuerdo que me lo preguntaste hace un tiempo.

—Entonces ¿va a chupar banquillo por fin?

—Parece ser que sí. El registro fue justificado, el proceso de consecución de pruebas, correcto. Ziggy podría ser el autor de la agresión a esas dos chicas cerca del río, hará un par de semanas. Están tomando muestras de ADN.

Tig no continuó, como si esperara que Nick dijese algo. Nick guardó silencio.

—Bueno, así que ¿no viste nada?

—No.

—El tipo dice que no tiene ni idea de quién le agredió, que fue de improviso, y que no sabe de dónde salen esas cosas de la bolsa. Afirma que alguien se las metió en el chándal.

—Sí, eso dicen todos.

Tig asintió.

—Es cierto.

Parecía preocupado. Movió un par de cosas que tenía sobre la mesa y luego las volvió a dejar como estaban antes.

Nick se mantuvo a la espera. Tig parecía haber terminado de hablar.

Pero no.

—Y tú, Nick, ¿no tienes algo que añadir?

—Pues no. Me alegro por Boots. Había que ser un tío con cojones para cazar a esa cucaracha. Hasta ahora no lo había conseguido nadie. A veces es cuestión de suerte.

Tig tardó un poco en hablar.

—Ya, pero hay veces en que más vale no tener demasiada. Si volviera a ocurrir algo parecido, quizá habría que ir pensando en que alguien se está tomando la justicia por su mano. ¿Te acuerdas el año pasado, en The Glades, aquel tipo que encontramos tendido en el garaje de su casa? Le habían atizado con un bate y tenía las dos piernas hechas astillas. Ya no volvió a caminar.

—Me acuerdo. DeShawn Coles. Controlaba a unas prostitutas menores de edad en el Double Deuce de Tin Town. Un mal bicho donde los haya. Le buscábamos por hacerle tragar lejía a Shaniqua Throne, una chica que vivía en la calle, pero la pobre murió antes de poder identificar a nadie.

—Sí. Pues ese. Mira, una vez es suerte, dos ya es coincidencia. Tres… ahí la cosa cambia. Como para ponerse a investigar. Si se trata de un rollo parapolicial, bueno, hasta los federales querrán meter baza. Y la prensa no digamos, menuda tribu. No pararían hasta cazar al tipo.

—Sí —dijo Nick—. Ya me doy cuenta.

—Lo mismo digo —sentenció Tig.

Ahora sí que había terminado. Se lo había hecho saber.

Fue como si la habitación volviera a respirar.

—Bueno —dijo Nick—. Entonces ¿qué? ¿empiezo con lo de la señora Cotton?

—Sí —repuso Tig, y se retrepó de nuevo, cruzando los brazos sobre su ancho torso huesudo al tiempo que esbozaba una sonrisa—. Pero primero lo de Teague. Averigua de qué se trata y luego ve a ver qué le ocurrió a Delia. En marcha. Te conviene moverte, a ver si así te calmas un poco.

—¿Yo debería calmarme?

—Que te vayas de una vez.