Coker y Danziger intercambian pareceres con toda franqueza

Cuando Danziger volvió en sí aquel sábado por la mañana, su primera impresión fue como de estar en el fondo de una piscina de tres metros de profundidad, mirando a través del agua azul un sol que parecía una cabeza de cerilla flotando en un cielo color verde pálido. Se estaba bien y calentito allá abajo, era muy relajante, y ya estaba pensando en quedarse tumbado durante el resto del día cuando una sombra oscura pasó por delante del sol y Danziger oyó una voz grave y estentórea que debía de salir del desagüe de la piscina, porque sonaba como si estuviera en todas partes. Cerró los ojos tratando de ubicarla, pues le resultaba familiar.

—Eh, Charlie, pedazo de estúpido. Despierta de una puta vez.

Eso despejó sus dudas. Coker.

Abrió los ojos.

Y allí estaba Coker, mirándole, su silueta recortada por una potente lámpara halógena. Su cara, que nunca había transmitido bondad, era como una máscara de la muerte y le miraba con un titilar amarillento en sus ojos castaño claro.

—Y ahora no me jodas preguntando dónde estoy —gruñó Coker, con un cigarrillo entre los labios. Su silueta estaba envuelta en humo, y una pizca de ceniza fue a caer sobre la cara de Danziger.

—¿Dónde estoy? —dijo Danziger.

Coker se apartó un poco.

—En casa de Donny Falcone.

—¿Y cómo he venido a parar aquí?

—Anoche, cuando llegué a casa, te encontré dentro del garaje. Me metiste una pistola en la oreja y luego te desmayaste como una rata sedada. Te llevé adentro, te remendé un poco y, como supuse que habría que sacarte esa bala del pecho, telefoneé a Donny.

Danziger lo pensó un poco.

—Pero si Donny es dentista. Lo que yo necesitaba era un médico, no una higiene dental, Coker.

Otra voz algo más lejos, de fondo, arrastrando las palabras en un tono poco amistoso: el mismísimo Donny Falcone.

—Pues parece que sé lo suficiente de medicina como para haberte sacado una bala de 9 milímetros de tu jodido pecho, Charlie. Y encima te he cosido como la mejor costurera.

Danziger se incorporó en el sillón con dificultad. Fue muy doloroso. La habitación giró un poco y perdió colorido. Vio a Falcone, que le miraba. Donny era un joven siciliano de grandes ojos negros y pinta de George Clooney, con unos dientes tan blancos que cuando sonreía te daban ganas de abofetearlo. Ahora Donny no sonreía.

De hecho, su aspecto era el de alguien que se había convertido en encubridor de cuatro homicidios en primer grado; mejor dicho, seis, contando la pareja del helicóptero.

Así podía muy bien resumirse la situación en la que se encontraba, situación en la que él jamás se habría dejado involucrar de no haberse dado el capricho fetichista de utilizar a sus pacientes fuertemente anestesiadas como involuntarias modelos en un proyecto de fotografía erótica centrado en la figura femenina semidesnuda, posando desinhibidamente en sillones de dentista.

Una forma de expresión artística, que, de haber tenido que ver con crucifijos insertados en cubos llenos de caca de rinoceronte o con monjas lesbianas desnudas flotando muertas en recipientes de cristal llenos de formol, le habría reportado un baile erótico desnuda y con final feliz por parte de la jefa de adquisiciones de la Tate Modern.

Pero no, había terminado entrando en el campo gravitatorio de Coker de una manera un tanto retorcida; primero porque Donny Falcone había tenido en su consulta, durante poco tiempo, a una higienista dental guapísima, india cherokee, llamada Twyla Littlebasket, que casualmente irrumpió en una de las sesiones fotográficas de su jefe al ir a pedirle el portátil que tenía en su despacho.

Una acalorada negociación había dado como fruto que Twyla Littlebasket saliera bien untada a cambio de volverse sorda y ciega. Un arreglo que, a la postre, tuvo escasa duración. Una vez cobrado el generoso cheque y después de pulirse la mitad en un viaje a Europa en primera clase y en un BMW color escarlata, Twyla lo pensó mejor y decidió que su deber feminista era dar a conocer la rocambolesca historia a su padre, Morgan Littlebasket. Era el jefe del clan, residente en Niceville y muy respetado por la comunidad, especialmente porque se le consideraba un hombre de una integridad a toda prueba. Papi sabría qué hacer respecto al dentista Falcone.

Pero «papi», por lo demás un afable anciano, era de una austeridad puritana en lo tocante al sexo. Su conducta con Twyla y la hermana mayor de esta, Bluebell, durante los años de su adolescencia se había ido volviendo más fría y distante, rayando en el simple rechazo a medida que los cuerpos de las niñas alcanzaron la plenitud juvenil femenina.

El hecho de que Twyla se hubiera degradado, y degradado también a su clan, al aceptar un soborno de un dentista italiano pervertido, era un fracaso moral que con el tiempo él podía llegar a perdonar pero que no olvidaría nunca.

Así pues, asaltada por las dudas, Twyla había terminado acudiendo al único hombre, aparte de su padre, fuerte e independiente que conocía, a saber, Coker, que a la sazón era su amante ocasional.

Coker optó por llevar el caso Donny Falcone al Tribunal Coker de No Apelación, donde el dentista lúbrico fue declarado Culpable sin Paliativos y condenado a ingresar una cuantiosa multa mensual en una cuenta que Coker había abierto en una galaxia muy lejana, dinero que Coker consideró justo compartir con Twyla Littlebasket. Aunque, a primera vista, pueda parecer que extorsionar a un dentista siciliano no sirve de gran cosa, acababa de salvarle la vida a Charlie Danziger.

Coker apagó la colilla en el cacharrito para escupir, junto al sillón de dentista, y se inclinó sobre Danziger, exhalando en su cara vapores tabacales mezclados con un residuo de aliento mentolado.

—Veo que el botín no está en tu puto coche, Charlie. ¿Vas a hacer el favor de explicarme a qué se debe esta desdichada eventualización?

—Eso de «eventualización» no está en ningún diccionario, so ignorante. Y respecto a lo otro, ya ves, el botín no está en el coche por motivos que saltan a la vista. Si hubieras estado en mi pellejo, habrías hecho lo mismo.

Coker se apartó de la cara de Danziger y encendió otro Camel. Le ofreció uno a Danziger y se lo encendió con un Zippo de oro que llevaba grabada una insignia muy gastada del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.

Danziger chupó con fuerza, dio un pequeño respingo al sentir el dolor en el costado, se miró con gesto más o menos satisfecho la incisión que el dentista le había cosido y luego miró de nuevo a Coker, cuyo rostro curtido y endurecido envuelto en humo hacía pensar en un hermano mayor feo de Clint Eastwood.

Coker expulsó el humo del Camel por la nariz, y las dos pequeñas columnas flotaron bajo la luz de la halógena.

—Sí —dijo, poniendo una sonrisa rapaz—, supongo que habría hecho lo mismo. Te diré que también estoy un poco mosca porque no te cargaste a Merle.

Danziger hizo una mueca al recordar la escena y meneó tristemente la cabeza.

—El tío es ágil de cojones, las cosas como sean —dijo—. Se metió entre la maleza como un puto duendecillo y lo perdí de vista. ¿Alguna sugerencia?

Coker suspiró, hizo girar el cigarrillo entre el índice y el pulgar como si fuera una pequeña batuta (era un truco muy típico suyo) y volvió a encajárselo entre los labios.

—Tal como yo lo veo, o la ha palmado ya o consiguió que alguien le curara y estará preparándose para ajustar las cuentas. No podemos permitirnos confiar en que haya palmado. Los tíos que acudieron a extinguir el incendio en el establo dicen que vieron manchas de sangre junto al bosque, pero los perros perdieron el rastro. Deduzco que Merle sigue con vida.

—Tú eres pistolero, Coker. Ensilla el caballo y acaba con él.

Coker negó con la cabeza.

—Ahora no funciona así. No puedo ponerme a cabalgar por el monte gritando «Sal de ahí, querido Merle, sal de dondequiera que estés» y disparando a tontas y a locas, a ver si le doy. La única salida es reabrir las negociaciones.

—No me digas. ¿Y cómo lo vamos a hacer?

Coker sacó el móvil.

—Yo, mejor dicho, tú, le vas a llamar al móvil para concertar un encuentro. Si dice que sí, y podemos, lo matamos y listo. Si no, lo hacemos pedacitos sin más. Está tan metido en este puto lío como nosotros.

Danziger fingió meditarlo. En realidad, pensaba que ser amigo de Coker era un poco como tener por mascota a una serpiente pitón. Había que mantenerlo bien alimentado y entretenido, y no permitir jamás que viera que estabas nervioso. En cuanto a lo de Merle Zane, Coker le estaba sugiriendo lo que él mismo había deducido, ya que era la única solución sensata.

—¿Dices que si podemos, le matamos, y que si no lo hacemos pedacitos?

—Sí, ese es el plan.

—Vale. Me apunto.

Coker sonrió y dio una palmada a la bandeja dental, haciendo bailar las herramientas metálicas.

—Estupendo. Y ahora que te han sacado la bala y estás curado del todo, ¿qué tal si vas a buscar el botín y lo dividimos? A Donny le gustará echarle un poco el diente, ¿verdad, Donny? Así después cada cual podrá seguir con su cometido con la conciencia bien limpia.

Danziger inhaló humo, lo expulsó despacio.

—Ni hablar.

—¿Cómo que ni hablar?

—Ahora me es imposible ir a buscarlo. Hoy he de estar disponible para hablar con los federales.

Esto pareció descolocar un poco a Coker.

—¿Y por qué quieren hablar contigo hoy?

Danziger le miró de soslayo.

—Porque soy el administrador regional de Wells Fargo y ese banco lo atracamos como media hora después de que uno de mis furgones dejara allí las nóminas de medio Quantum Park. A los federales no les gustan las coincidencias, ya sabes.

Coker pestañeó al tiempo que chupaba del cigarrillo succionando los carrillos, lo cual dio a su mirada un punto más de peligrosidad.

—¿Habíamos pensado en esto?

Danziger, harto ya de que Coker le observara desde más arriba, se levantó del sillón y miró en derredor en busca de su camisa. Donny se le adelantó.

—No llevabas camisa —dijo—. Puedes coger una mía. Y creo que mis pantalones te irán bien. Tus botas pueden pasar. Un poco manchadas de sangre, poca cosa. Tendrás que tomar un anticoagulante por si expulsas algún cuajarón. También tengo analgésicos de los potentes. Cuando pase el efecto de la anestesia, eso te va a doler de narices.

—Ya me está doliendo ahora.

Falcone asintió con la cabeza, se levantó y fue por las medicinas, la fatiga grabada en todas sus arrugas. Más que un dentista parecía un ahorcado. Mientras estaba fuera, Danziger le preguntó a Coker:

—¿Y mi móvil? No el que utilizamos para el golpe, quiero decir el mío personal.

Coker buscó en el bolsillo de su chaqueta de flecos, le lanzó el teléfono a Danziger y este lo abrió para conectarlo.

Estuvo mirando la pantalla durante un par de minutos y luego giró el aparato para que Coker la viera.

—Fíjate. Diecisiete llamadas, la primera unos diez minutos después del atraco. Nueve son de Cletus Boone (lo dejé al mando de la oficina), cuatro de Marty Coors y las tres últimas de Boonie Hackendorff, de la oficina del FBI en Cap City. Anoche, a eso de las once, llamé a Boonie…

—¿Herido de bala?

—Tenía que hacerlo. Sabía que querrían verme.

—¿Te preguntó Boonie desde dónde llamabas?

—Sí. Le dije que desde Canticle Key, cerca de Metairie, y que estaba pescando en una piragua. Le dije que tenía el móvil apagado porque estaba de vacaciones y que cómo cojones podía yo saber que alguien iba a dar un golpe en el First Third de Gracie.

—¿Puedes demostrar dónde estabas?

—Él no puede demostrar lo contrario. Además, si Boonie llega a sospechar tanto, la hemos jodido.

—¿Utilizaste tu móvil? Porque si es así…

Danziger estaba diciendo que no con la cabeza.

—Hice una llamada por Skype desde mi portátil. Esas no se pueden localizar.

Coker le miró con gesto de sincera aprobación.

—Muy listo, Charlie. Sí, señor. ¿Y ahora, qué?

—Le dije que volvería cuanto antes, que conduciría toda la noche. Avisaré de que he llegado, diré dónde estoy e iré a verle a su despacho… en cuanto tenga una camisa que ponerme.

Cocker contempló su pecho desnudo, el mal color que tenía todo él: de haber sido decorador en vez de poli, Coker habría dicho que era una mezcla de gris topo y color crudo.

—¿Cómo diantres piensas pasar un careo con los federales teniendo un agujero en el pecho? No puedes permitirte el lujo de desmayarte en plena entrevista con el FBI y ponerte a escupir sangre y qué sé yo. Además, ¿qué pasa con el botín?

—Repartiremos el botín en cuanto termine con Boonie, ¿vale? ¿Esta noche estás de servicio?

—No. Los federales no quieren que manchemos de barro todo este puto lío. El caso es de la BIC y del FBI. Yo libro hasta el lunes.

—Perfecto. Llama tú a Zane y queda con él.

Coker meditó sobre ello.

—¿Proceder al reparto, o liquidarlo, si nos da ocasión a hacerlo todo a la vez?

—Claro. ¿Por qué no?

—¿Eso me incluye a mí? —preguntó Donny, entrando en la habitación con una camisa blanca limpia, unos vaqueros y un chaquetón de ante—. Quiero decir el reparto, no lo otro.

—Sí, hombre —dijo Coker, y le lanzó una rápida mirada a Danziger, que este interpretó correctamente: como «igual nos cargamos también a Donny, por si las moscas»—. A ti también.

Pasó un momento, antes de que manifestara una idea de última hora.

—Oye, y si la cosa va mal con Boonie, ¿qué? Imagínate que sí te desmayas, o que empiezas a sangrar y pones perdida la alfombra, qué sé yo. ¿Qué pasa entonces con el dinero? Sería mejor que lo tuviera ya.

Danziger conocía muy bien a Coker, tanto como para tener que meditar ahora su respuesta. Si Coker llegaba a la conclusión de que Danziger estaba jugando con él, era capaz de sacar la pistola y matarlo allí mismo.

—Está en tu casa.

La noticia no pareció complacer a Coker.

—¿Cómo que en mi casa? ¿Y dónde? ¿En el porche, dentro de una bolsa negra donde pone LA PASTA, quizá con una cinta roja y una nota con ositos de peluche?

—Está en las vigas del techo de tu garaje. En bolsas negras, de lona. Sin ositos.

Coker le miró ponerse la camisa y la chaqueta de Donny.

—Eres un hijoputa de lo más impredecible. Debo reconocerlo, Charlie.

—¿Sí? —dijo Danziger. Le cogió otro cigarrillo, lo encendió y luego le observó entrecerrando los ojos—. Bueno, es lo que hay.

—Sí. —Coker le sonrió a su vez—. Es lo que hay.

Ecco la cosa —dijo Donny.

Ambos le miraron a través del humo. Donny se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Coker.

—He dicho «ecco la cosa». Es lo que hay.

Pausa reflexiva.

—Pues no lo digas —sentenció Coker.

—Sí —terció Danziger—, mejor que no.

—Pero ¿por qué? —Donny parecía realmente dolido.

Danziger y Coker intercambiaron una mirada.

—Pues porque suena…

—Suena raro —dijo Danziger.

—Eso —dijo Coker—. Raro.