El turno de Coker se estaba alargando mucho más de lo que él hubiera querido, pero todos los agentes fuera de servicio habían ido a ayudar en la búsqueda de los pistoleros o estaban dando apoyo moral a los supervivientes, de modo que largarse en plena demostración de necio patriotismo (el Semper Fidelis, la hermandad de la placa y chorradas por el estilo), y la justa ira que eso llevaba consigo, habría quedado francamente mal.
A eso de las once Coker y dos de sus compañeros, Jimmy Candles y Mickey Hancock (el jefe del turno), se dejaron caer por Cedars of Lebanon para visitar a las familias de los tíos que habían sido asesinados.
Era adonde habían llevado los cadáveres para el informe del forense, informe que estaban elaborando en aquel mismo momento, incluidas las autopsias y toda la parafernalia CSI.
Coker no estaba preocupado por que pudieran encontrar algún indicio; el único sitio donde las pistas del CSI resolvían algo de verdad era en la tele.
Aun suponiendo que adivinaran el tipo de arma, había un montón de Barrett del calibre 50 en manos de civiles a lo largo y ancho de los queridos Estados Unidos de América… gracias a la Asociación Nacional del Rifle.
Allí estaba la joven y sexy esposa de Bill Goodhew, llorosa ella, moqueando un poco. Goodhew iba en el coche patrulla situado justo detrás del interceptor azul oscuro; Bill era un poco tontorrón pero valiente y muy motivado, y dejaba dos crías pequeñas, Bea y Lilian. El segundo disparo le había alcanzado en la cara. Coker lo había visto a través de la mira; el chico le caía bien, pero era necesario matarlo. ¡Qué se le va a hacer!
¿Dinero en juego?
Pues a por él.
El mundo era perverso y la gente tenía que velar por sus intereses, y una cosa que le interesaba mucho a Coker era no ser tan absolutamente pobre y miserable como lo habían sido los alcohólicos de sus padres.
Desde una perspectiva más amplia, él creía firmemente que para un poli, como para un soldado, la gloria de estos trabajos (y buena parte de la emoción) consistía en que podían matarte.
Y, efectivamente, de vez en cuando moría alguien. Coker pensaba que esa muerte en acto de servicio era como los jalapeños en una chimichanga; añadía sabor a la tarea de patrullar, que casi siempre era muy aburrida.
En fin, Billy Goodhew iba a ser enterrado sin cabeza, el féretro sellado con soldador, y a Coker, Hancock y Candles, por ser los veteranos del pelotón, les pareció oportuno pasar a ver a los familiares, que estaban sentados en el vestíbulo de Cedars entre otras cincuenta personas, la mayoría parientes, algún amigo.
No se permitía la entrada a la prensa.
Los periodistas revoloteaban por la zona de aparcamiento como una nube de murciélagos vampiro; había diez o doce furgones con enlace vía satélite, todas las cadenas locales más los canales de ámbito nacional.
A poco de salir del coche patrulla, Coker vio que le cortaba el paso un menudo pero bocazas y muy odiado reportero de Cap City llamado Junior Marvin Felker Junior, que, por razones largamente olvidadas, era conocido entre los polis como Mother Felker,[1] quien con gran agilidad se plantó delante de Coker arrimándole un micro peludo a la boca al tiempo que le preguntaba cómo había encajado la muerte de tantos compañeros del cuerpo en un mismo día.
Coker, siempre dispuesto a jugarle una mala pasada, le hizo masticar el peludo micro durante un rato largo, hasta que Jimmy Candles y Mickey Hancock le convencieron de que lo dejara correr. Mother Felker quedó tumbado de espaldas sangrando por la boca y gritando algo sobre pleitos, daños y perjuicios, la libertad de prensa, a todo esto rodeado de micros y focos, los de sus babosos y desventurados colegas de profesión, que no habían hecho absolutamente nada para frenar a Coker pero sí en cambio habían podido grabar el incidente.
Dentro del hospital todo eran luces blancas y aquel olor a desinfectante y a pañales y a café rancio y humo de tabaco. Había un montón de caras coloradas y de uniformes, polis del estado, del condado, de Niceville, incluso varios de paisano con pinta de federales, un poco aparte de los demás, y, cómo no, gente llorando y sollozando y gimoteando, o bien sentada por allí con esa cara de pasmo que suelen poner las personas cuando algo realmente fuerte irrumpe en sus vidas. Cuatro polis muertos, uno de ellos del condado: era como si hubiera caído un asteroide.
Coker, Jimmy Candles y Mickey Hancock se prepararon para lo que se avecinaba, tomaron aire, se abrieron paso entre la muchedumbre e hicieron virilmente todo aquello que virilmente podía hacerse para consolar a personas a las que era imposible consolar y para prometerles que los asesinos, del primero al último, recibirían su merecido.
Estaba allí también Reed Walker, ataviado todavía con su traje a lo SWAT y su chaleco antibalas, un metro noventa larguirucho y flaco, de pelo negro lustroso y guaperas como un actor de cine, salvo por la frialdad de su mirada y la dura línea de su boca.
Walker conducía un coche de persecución de los estatales, nunca había deseado otra cosa. Era adicto a la adrenalina, su valor rayaba en la locura, y a juicio de Coker, tenía todos los números para acabar mal. Reed divisó a Coker entre los de la prensa y se abrió camino entre la gente como una barracuda negra.
—Hola, Reed —dijo Coker—. Siento lo de Darcy.
Coker sabía que no era fácil que a Reed se le empañaran los ojos por cuenta de Darcy. En todo caso, se le habrían vuelto más fríos. Coker recordaba bien que Reed y Darcy Beaumont habían estudiado juntos en la academia, y que ambos habían elegido interceptación como especialidad. Darcy era quien conducía el Magnum azul que había recibido la segunda bala de Coker. Una pena. Lo hecho, hecho estaba.
Reed le estrechó la mano y paseó la vista por la estancia.
—Usted es tirador —dijo en voz baja, el tono deferente tan fino como la escarcha en una ventana—. ¿Qué opina de alguien capaz de abatir a cuatro tíos de solo cuatro disparos?
Coker se tomó su tiempo. Walker no estaba preguntando por antecedentes ni adiestramiento. Era obvio que el tirador solo podía ser un profesional. Muchos aficionados pueden darle a un blanco en el campo de tiro, eso no es problema. Matar personas requiere algo especial. Para matar a cuatro y a sangre fría, hace falta un profesional.
—Podría tratarse de un poli corrupto —respondió Coker, diciendo la verdad—, o de un francotirador de nivel delta sin otra cosa que hacer. En fin, alguien acostumbrado a matar personas.
Walker volvió la cabeza y le miró.
—Señor, si algún día se da la circunstancia de que esos tipos se le ponen a tiro, ya me entiende, como en un enfrentamiento o una redada, hágame un favor: mátelos, ¿de acuerdo?
—Mira, hijo, si esos tíos llegan a verse en semejante aprieto, puedes estar seguro de que no saldrán con vida. Alguien con la sangre fría para hacer lo que hizo, no se va a rendir así como así. Tendrán que matarlo. Si es que pueden. Él no les dará elección. Caerá peleando.
Normalmente, Coker detestaba la mentira, y no porque tuviera algún tipo de objeción ética. Era, simplemente, que lo consideraba una especie de cobardía, como si uno no fuera capaz de afrontar lo que pudieran hacerle en caso de ser sincero. De ahí que, hasta donde podía, le estuviera contando a Reed la verdad.
Y el chico pareció captarlo.
—Si eso llegara a ocurrir, señor, yo espero estar presente.
—Si de mí depende, procuraré que así sea.
Walker sonrió.
—Gracias, señor. Me haría ilusión.
«Lo mismo digo», pensó Coker, devolviéndole la sonrisa mientras pensaba que si Reed Walker se le pusiera a tiro, no esperaría a que él le disparara.
«Cuidado con tus deseos, Reed».
Walker volvió hacia donde estaba la gente, pero como si él fuera un mundo aparte, como si a su alrededor existiera un espacio que ningún ser humano pudiera ocupar jamás.
Mirándole la espalda, Coker pensó que Reed era un poli condenado a morir joven. Alguien le reconoció, una enfermera de Urgencias con la que Reed había salido hacía tiempo, y la chica le dio un abrazo. La muchedumbre se movía como una gran ola, y el propio Coker se vio arrastrado por la resaca.
Tras una travesía de abrazos y lágrimas y ojos legañosos y mucho escuchar y mucho asentir con la cabeza, acabó junto a la fuente de agua refrigerada con la esposa de Billy Goodhew llorándole sobre la placa y las dos hijas, Bea y Lillian, mirándole con sus grandes ojos azules y sus pálidas caras y sus bocas abiertas de asombro.
Al observarles por encima de la rubia cabellera de su madre, que olía a champú de manzana (con el marido muerto hacía menos de veinticuatro horas ¿y le daba por lavarse el pelo?), Coker intentó sentir algo parecido a la culpa, pero no llegó a conseguirlo.
Los sentimientos eran para él una asignatura pendiente, ya desde los tiempos de su paso por los marines, pero había aprendido a fingir, pues la empatía simulada era un requisito básico para todo agente del orden.
Lo más cercano a un sentimiento que llegó a experimentar aquella noche fue la turbadora presión de las tetas de Georgia Goodhew (era una mujer de muy buen chasis) y la conciencia de que tal vez debería pasarse por casa de ella dentro de unos días y seguir consolándola. Coker la estrechó entre sus brazos y permitió que le embadurnara el uniforme con aquel pegote de rímel que llevaba en las pestañas, preguntándose si se la podría tirar y qué clase de mujer sería cuando estaba caliente, y preguntándose asimismo si conseguiría quitar de su camisa la maldita mancha de rímel.
Más tarde, una vez hubo llegado a su viejo rancho en The Glades, y después de dejar el coche de policía en el garaje y apearse para entrar en la casa, a Coker le extrañó más bien poco notar el frío contacto de la pistola de Charlie Danziger en la nuca.