A Byron Deitz le surge un problema gordo

Byron Deitz era un individuo sin apenas cuello, fuerte como un toro, de cabeza rapada y malvados ojillos negros en una cara de pocos amigos y facciones duras.

Si hubiera trabajado en el cine, habría hecho el papel del típico villano calvo con perilla que siempre acaba mal porque la chica de peligrosas curvas y biquini de tanga, que solo intenta impedir que el calvo pegue al chico guapo de largos cabellos rubios, le parte una silla en la cabeza.

Byron Deitz se lo habría merecido, sin duda alguna, porque era un tipo que se pasaba el tiempo mirando a personas y cosas que no le gustaban y pensando en cómo atropellarlas.

Precisamente ahora Deitz estaba al volante de su Hummer amarillo con motor sobrealimentado escuchando «Poker Face», de Lady Gaga, con el volumen puesto al máximo y conduciendo a doscientos veinte kilómetros por hora por la estatal 336, un atajo a través del Belfair Range, camino de su casa y hogar, sí, su enorme caserón y su laberíntico hogar, en The Chase, que curiosamente distaba solo unos cientos de metros de la mansión victoriana de Delia Cotton, donde, en aquel preciso instante, estaba sucediendo algo extraño y de lo más inquietante.

Byron Deitz dedujo que podía conducir a doscientos veinte por la estatal 336 porque todos los polis del mundo estaban buscando a aquellos indeseables que habían dado un golpe maestro en el First Third de Gracie y luego habían finiquitado a cuatro polis y un helicóptero de los medios en la 311.

Deitz no podía por menos de reconocer que, fueran quienes fuesen aquellos indeseables, tenían un buen par de cojones. Había que echarle huevos a la cosa para hacer algo así. Le habría gustado ver la cara de los otros polis de la persecución cuando al primer tío le entró una bala por la napia. ¡Joder, lo que habría pagado por no perderse ese momento!

Suponía que el francotirador era militar, o uno de esos tipos de élite del FBI.

Con una sangre fría a prueba de bomba.

Un hijoputa integral, un cabronazo despiadado.

A Deitz no le importaría acompañar a un tipo así hasta la cámara de gas y servirle tres dedos de bourbon antes de que le ajustaran las correas. En parte deseaba que esos tíos se salieran con la suya. Pero lo dudaba mucho.

Un facineroso, incluso el tío con más pelotas, nunca se salía con la suya. Deitz sabía algo sobre el particular, porque había sido agente del FBI. Que no lo fuera todavía no había dependido totalmente de él, pero tuvo que aceptarlo por narices, pues la alternativa eran de cinco a nueve años en el penal de Leavenworth.

De modo que su carrera quedó drásticamente cortada por orden de un juez federal (parte de un acuerdo con el abogado de la acusación), y en consecuencia su reputación profesional seguía siendo relativamente intachable, fuera de los funestos recuerdos de aquellos cuatro pobres individuos que tuvieron la mala fortuna de hacer negocios con él… y que ahora se estaban chupando unos años de cárcel que no les correspondían.

En fin, el desdichado asunto estaba ya en un brumoso pasado, como visto por el retrovisor, así le gustaba a Deitz expresarlo, y aquellos viejos secuaces malhumorados no eran más que pequeños baches en la superautopista de su carrera profesional. Así que, resumiendo, el crepúsculo del viernes tenía un bello tono ambarino y la vida era cojonuda para Byron Deitz.

Era cojonuda, en parte, porque Deitz estaba ganando un pastón como gerente de BD Securicom, una empresa que proporcionaba servicios de seguridad y contraespionaje in situ a varias de las firmas de alta tecnología que se habían instalado en el extrarradio de Niceville, en unos terrenos al noroeste de la ciudad protegidos por una valla de alta seguridad y conocidos como Quantum Park, sede de diversos proveedores que subcontrataban I + D a empresas de mayor renombre como, por ejemplo, Lawrence Livermore, Motorola, General Dynamics, Raytheon, KBR, Northrop Grumman y Lockheed Martin.

El enorme polígono donde estas firmas estaban asentadas disponía de sensores, cables perimetrales de infrarrojos, detectores de movimiento, palmeras trasplantadas, equipos de inhabilitación de vuelos no permitidos, un estupendo campo de golf, sistemas integrados de interferencia y hasta un lago artificial donde una numerosa bandada de cisnes trompeteros (los huesos de cuyas alas habían sido quebrados por expertos) evolucionaba con elegancia entre las carpas y los narcisos. Cómo una víbora como Byron Deitz había conseguido semejante chollo era cosa que todavía quitaba el sueño a sus competidores.

El caso es que él se había llevado el gato al agua, y ahora conducía a toda pastilla por las ondulantes cuestas del Belfair Range con Lady Gaga a tope, mientras una mujer ansiosa pero encantadora y dos críos ansiosos esperaban su llegada en la mansión de The Chase. Deitz iba pensando que la vida era bella cuando sonó el teléfono de a bordo.

El aparato estaba conectado al manos libres del Hummer, de modo que el tremendo timbrazo hizo callar de golpe a Lady Gaga en medio de un alarido.

Deitz desvió la vista hacia la pantalla LCD para ver quién le llamaba y apareció el nombre: Phil Holliman. Frunció el ceño, meneó la cabeza y pulsó el botón de RESPONDER en el volante.

—No tendrías que llamar a este número.

—Lo siento. Es que tenemos un problema.

—Habla.

—¿Te has enterado de lo del banco?

—Imposible no enterarse, no se habla de otra cosa. Hasta en la luna lo saben.

—Ya, bueno. Yo lo he sabido por nuestro contacto.

Deitz sintió un pinchazo en el estómago. Como la sucursal del First Third en Gracie manejaba las nóminas y demás asuntos financieros de Quantum Park, Deitz tenía a un hombre en el banco.

Tragó saliva dos veces.

—¿Sí?

—Nuestro hombre en Gracie —dijo la voz, con cierta insistencia.

—Eso ya lo he captado, Phil. ¿Y qué te ha dicho?

—Esos tipos, eran dos, entraron en la cámara acorazada y se llevaron de todo. El furgón de la Wells Fargo acababa de dejar la pasta para alimentar todos los cajeros automáticos del sector; aparte del personal de Quantum Park, están los extranjeros que trabajan en las granjas ADM.

—¿Mera coincidencia?

—Lo dudo. Esas cosas nunca dependen de la suerte.

—Vale. O sea que se han llevado… ¿cuánto?

Una pausa.

Lo mejor, si había que darle a Deitz una mala noticia, era hacerlo por teléfono.

—Pues una cantidad de pasta impresionante, casi todo en metálico. Calculan que más de dos millones.

—¿Casi todo en metálico? ¿Qué quiere decir «casi»?

Silencio. Durante el mismo, Byron Deitz oyó un ruidito dentro de su cráneo, como nueces al partirse. Estaba rechinando los dientes, un hábito muy desagradable que sacaba de quicio a su mujer y su familia. Él no era consciente de que lo hacía, y muchas veces se preguntaba de dónde demonios salía aquel sonido de nueces.

—Abrieron algunas cajas fuertes…

—Mierda.

—Sí. Los del banco hicieron inventario al marcharse los ladrones. Nuestro hombre no pudo encontrar el…

—Calla. No sigas.

Silencio. Al otro extremo de la línea, Phil Holliman no se atrevió ni a chistar.

—Muy bien —dijo Deitz, centrándose—. ¿Él está seguro?

—Ah. ¿Ya me dejas hablar?

Sarcasmo.

Así era Phil Holliman, un capullo sarcástico. Con muy mal genio, pero bueno en su trabajo.

—No seas idiota.

—El cajón estaba abierto pero no se llevaron todo. Solo algunos bonos y… bueno, la cosa.

Deitz estaba mirando la carretera, un reptil negro y alargado con una franja blanca en el lomo.

«Una serpiente mapache», pensó. Justo lo que menos necesitaba en ese momento.

—Joder. Tenemos que encontrar a esos hijos de la gran puta.

—Oye, podría ser cosa del azar —dijo Phil—. Quizá no hay motivo para preocuparse. Supongo que lo que les llamó la atención fue el estuche de acero inoxidable y…

—¿Del azar? Yo no creo en el azar, Phil. ¿Para qué llevarse la cosa? Y cuando abran y vean lo que hay dentro, con el logotipo de Raytheon por todas partes, ¿qué crees que van a hacer, decir, oye tío, dejémoslo, ahí no hay nada que mirar? No, Phil. Esto es cosa del enemigo. Hay que actuar cuanto antes. Primero, te llevas a nuestro hombre a alguna parte y lo encierras. Es imposible que nadie supiera que la cosa estaba allí a menos que el cabrón se fuera de la puñetera lengua. Quiero saber a quién se chivó. ¿Has entendido?

—Sí, y si escapa, ¿qué?

—Tú verás.

—No sé. Que el tipo no aparezca más, podría levantar sospechas. Quedaría como feo…

—Vale. De acuerdo. Ya lo pillo. Quizá vaya a verle yo en persona. Pero tú pásate por su casa, mañana a primera hora, móntale un número de los tuyos y haz que se cague de miedo en los pantalones. Dile que iré a charlar con él al banco, a las doce del mediodía. Y que más vale que sea locuaz.

—¿En el banco mismo?

—¿Y por qué no? Tengo todo el derecho a hacer preguntas, si esos mierdas se llevaron la nómina de Quantum Park. Otra cosa, investiga a los conductores de Fargo, no sea que hablaran más de la cuenta, y en caso de que sí, con quién. Averigua si algún ejecutivo tenía libre ese día. Tú busca al que disponga de una buena coartada, porque me juego algo a que será él. Si esto ha sido obra de gente que estaba en el ajo, aparte de alguien del banco, lo lógico es pensar en Fargo. Y otra cosa, he oído que un mamón de camionero volcó en la interestatal justo antes del robo. ¿Es verdad eso?

—Sí. Imagínate, uno de esos remolques gansos, lleno hasta arriba de barras de hierro para construcción, y todo el material a tomar por el culo. Algunas barras se incrustaron en un minibus y un par de ancianitas devotas acabaron ensartadas en ellos. ¡Jo, seguro que nunca les habían metido una tranca tan gorda!

Holliman pensó que aquello tenía mucha gracia, pero Deitz ni siquiera se dio por enterado.

—Una cosa así —dijo Deitz, como si nada— pondría en marcha a toda la poli, incluidos helicópteros, equipos de rescate, guardias de tráfico, ¿no?

—Sí, es exactamente lo que pasó.

—Y alguien aprovecha para atracar el First Third.

—¿Estás pensando que…?

—Exacto. ¿El conductor salió con vida?

—Eso tengo entendido.

—Averígualo. Consigue el nombre. Entérate de dónde está. Mira la manera de llegar a él. Apuesto el huevo izquierdo a que ese indeseable sabe algo.

—Vale, haré lo que dices, pero piensa que están de por medio los federales. Han muerto cuatro polis. Si empezamos a husmear, ellos querrán saber por qué.

—Como te he dicho, esos indeseables se llevaron mucho dinero que pertenece a Quantum Park, y eso es asunto nuestro, que no me toquen los cojones. Hemos de correr el riesgo. Lo principal es que la… cosa… no ande suelta por ahí, porque nos caeríamos con todo el equipo. ¿Me oyes?

—A los federales no les va a gustar nada. Mejor que no se nos cabreen. Seguro que se van a oler algo.

Deitz recapacitó.

—Kavanaugh. Nick Kavanaugh. Empezaré por ahí. Con un poco de suerte podré meterme en el caso y dar un primer paso. Tú, mientras tanto, ocúpate de la periferia, gasta algún dinero en la calle. Si alguien te preguntara, di que es una muestra de solidaridad con nuestros hermanos caídos, que solo tratas de ayudar, ¿entiendes? Mira, de una manera o de otra, hemos de localizar a esos indeseables, achicharrarlos bien achicharrados y recuperar la cosa.

—Pero Nick es del condado. Polis muertos y robo a un banco nacional, eso es FBI. La poli del condado ni siquiera va a oler el caso.

—De acuerdo, pero intervendrá la BIC, y Nick está a partir un piñón con ellos. Además, los federales de Cap City, sobre todo ese Boonie Hackendorff, que es el mandamás, lo quieren mucho. Nick es un héroe de guerra. Seguro que se enterará de cosas.

—Igual sí. Pero ¿te las contará a ti?

Buena pregunta.

Deitz meditó la respuesta.

Otro tanto hizo Phil Holliman, quien tiempo atrás había tenido un encontronazo con Kavanaugh y había salido con algo roto.

—Sí —dijo Deitz—. Piensa que somos parientes. Es mi cuñado, ¿recuerdas? Yo estoy casado con la hermana de su mujer.

Holliman conocía a Beth, la esposa de Deitz y hermana mayor de Kate Kavanaugh. También hermana mayor de Reed, el hermano de Kate, poli especializado en persecuciones y un tipo más frío que el cosmos y más chiflado que un lobezno atiborrado de alcohol. Los dos sabían que Deitz pegaba a Beth con bastante frecuencia. Conociendo como conocía a Nick y a Reed (al primero por amarga experiencia), Holliman se figuraba que cualquier día Deitz llegaría a casa y dos polis fuera de servicio le darían una paliza de muerte. Pero no quiso decir nada.

¿Para qué?

El silencio que siguió fue más que incómodo.

Deitz sabía qué era lo que Phil se estaba callando, pero le importaba un comino. Dijera lo que dijese el fiscal, él, Deitz, seguía siendo un poli.

Y los polis formaban una familia.

Phil Holliman, por su parte, pensaba en lo irónico de que alguien como Deitz apelara a la familia, habida cuenta de cómo estaba la suya. Pero de Deitz no se podía decir que fuera un tío muy perspicaz ni muy consciente ni leches. Optó por mantener la boca cerrada y dejar que el otro continuara con su perorata.

—En fin, hagamos lo que hagamos, tiene que ser rápido. El sábado aterrizan unos chinos importantes para ver la… cosa. Y la ventanilla de la… la fuente cierra el lunes por la noche. Tendrá que estar de vuelta en el inventario para entonces, o esos tíos nos acribillarán. Venga, no pierdas tiempo y ponte en marcha inmediatamente.

Cortó la comunicación e intentó serenarse inspirando hondo varias veces. Abajo en el valle se veían ya las luces de Niceville, los mástiles para microondas con la lucecita roja parpadeando en lo alto de los riscos que dominaban la ciudad. Esa era su ciudad, qué diablos, y se lo había montado muy bien ahí para que ahora alguien le robara la cosa. Esos indeseables pronto desearían no haber nacido.