Merle se limitó a correr, largo rato, entre la espesura, saltando árboles caídos y esquivando ramas y arbustos, arañándose las manos y la cara, a medida que ponía tanta tierra de por medio entre él y Charlie Danziger como le era posible.
Un centenar de metros bosque adentro, la densa maleza daba paso a una mullida alfombra de agujas secas de pino. Los troncos de los árboles estaban mucho más distantes entre sí, y Merle comprobó que podía avanzar con relativa facilidad incluso en la penumbra.
Era vagamente consciente de que el bosque había cambiado, un cambio casi imposible de concretar. La luz dorada que atravesaba la cúpula arbórea y se colaba entre los pinos iluminando la rojiza moqueta de agujas le recordó a una enorme iglesia silenciosa.
Tenía la visión borrosa y estaba un poco mareado, pero en conjunto se encontraba mejor de lo que cabía pensar tras haber recibido un disparo en la espalda. No es que este pensamiento le consolara mucho. Aunque nunca le habían metido una bala en el cuerpo, sabía que a la larga, como no lo viera pronto un médico, la cosa se iba a poner muy fea.
Había podido comprobar que la herida en el hombro derecho era solo superficial; se le ocurrió que únicamente alguien que hubiera recibido una herida de bala estaba cualificado para emplear ese «solo» al describirla.
Pero aparte de sangrar como a uno le sangraría la nariz si se la aplastaran de un puñetazo, no estaba demasiado preocupado. Lo que le reconcomía era el orificio de bala en la espalda.
Al principio, durante unos minutos, el dolor no fue muy agudo. Más que un balazo, parecía que alguien le hubiera atizado en la zona lumbar con un bate de béisbol. Alrededor de ese punto, todo había quedado entumecido, como si se le hubiera congelado.
Pero luego el frío y el entumecimiento empezaron a desvanecerse. Y ahí apareció el dolor. Dolor de verdad. A los diez minutos había tenido que sentarse con la espalda apoyada en un árbol y las piernas extendidas al frente, jadeando y sudando a mares. Una verdadera tortura.
Alzó la mirada. El cielo, visto a través de la negra celosía de ramas, era una mezcla de dorado pálido y azul. Estaban a principios de la primavera, de modo que los árboles no habían echado aún toda la hoja. Vio las primeras estrellas en el firmamento y un cuarto creciente de luna entre jirones de nube.
Apoyó nuevamente la cabeza en el tronco del pino y se quedó mirando el cielo un rato más, tratando de mitigar el dolor a fuerza de voluntad. Era algo que según su profesor de kárate era posible hacer si uno se esforzaba mucho y tenía la fortaleza mental suficiente como para alcanzar el Zen de la idea misma de dolor, puesto que este no era sino una ilusión fabricada por el propio cuerpo, una ilusión que se podía controlar y superar mediante la enérgica diligencia de una mente verdaderamente trascendental. Al final resultó que en su caso no era así.