Tony Bock tiene una revelación

Lanai Lane era la única avenida en un amplio y largo abanico de calles que se entrecruzaban, todas ellas flanqueadas de bungalows estilo art déco de ladrillo amarillo alternando con casas idénticas tipo rancho, unos y otras edificados a principios de los años cincuenta en una urbanización que tomó por nombre The Glades, Los Claros.

Antiguamente The Glades era un mundo aparte, ostentaba un aire de barrio residencial, pero con los años Niceville había extendido sus tentáculos hasta abarcar la urbanización y ahora del nombre mismo, The Glades, solo se acordaban los pocos que quedaban de aquellas primeras familias jóvenes recién salidas de la Segunda Guerra Mundial que en su momento se mudaron allí para aportar su granito de arena al Gran Sueño Americano.

La mayoría de aquellas familias había prosperado a la par que su esperanzado y optimista país, había plantado árboles, jardines y huertos, levantado cercas y regado céspedes, y recorrido aquellas verdes alfombras en las noches de verano para conocer a los vecinos, compartir unas bebidas con hielo y ver crecer a los hijos durante la era Eisenhower, la era Nixon, la guerra del Vietnam, la contracultura, los noventa, Reagan, Clinton, el 11-S y las guerras que siguieron.

Y, durante toda esta inexorable progresión, las primeras familias de The Glades habían ido envejeciendo, habían perdido a sus cónyuges, veían cada vez menos a sus hijos mientras vecinos y amigos iban muriendo sin tregua, nombres que uno borraba de la lista.

Ahora, recién estrenado el siglo, aquellos robles de Virginia, arbolitos enclenques cuando fueron plantados antes de la guerra civil, habían crecido tanto que sus ramas se tocaban de lado a lado de las angostas vías públicas, un verde palio adornado de musgo español que protegía a una comunidad curtida por el sol y por el tiempo, compuesta mayormente de ancianas solitarias que vivían de una pensión, unos cuantos arrendatarios huidos de Tin Town y alguna que otra familia de negros, hispanos o musulmanes en perseverante subida al más o menos firme escalafón de la sociedad de Niceville.

Algunas de aquellas ancianas propietarias corrían el riesgo de meter en casa a un desconocido, ya fuera por el dinero, por la compañía, o para sentirse más seguras, y algún varón solitario se instalaba a vivir en el sótano o en un pequeño apartamento encima del garaje, por lo general alguien de fuera de Niceville en busca de empleo, cuando no un hombre de negocios recién transferido a la zona y necesitado de una casa donde establecerse con su familia.

En el 3156 de Lanai Lane, ese solitario que ocupaba el piso encima del garaje desde hacía ocho meses, cuando se había visto obligado a abandonar su hogar conyugal en Saddle Creek Drive, era un recién divorciado de nombre Tony Bock.

Aquel cálido atardecer de viernes, un apenado Tony Bock aparcó su Toyota Camry verde lima en el reducido espacio que su patrona, la señora Millie Kinnear, le había asignado.

Bock le dedicó un sarcástico saludo cuando ella apartó un poquito el visillo y le miró ceñuda (no estaban en buenas relaciones) al dirigirse él hacia la parte posterior de la casa. Bock abrió la valla de herrumbrosa tela metálica y pasó al descuidado patio trasero, procurando no pisar las cagarrutas de perro que invariablemente lo adornaban.

Después, muy despacio, con una desagradable quemazón en el estómago, subió la chirriante escalera hasta el piso de tres habitaciones encima del garaje de la señora Kinnear.

«¡Ya estoy en casa otra vez!», dijo para sus adentros al abrir la puerta. Era lo que siempre le decía a la Mala Puta cuando llegaba del trabajo. Aunque al principio ella sonreía al oírlo, pronto dejó de hacerlo cuando comprobó que tener en casa a su marido significaba, las más de las veces, recibir una paliza. No obstante, Bock siguió anunciando su llegada con la frase de costumbre.

Era de esa clase de individuo.

El piso olía a café rancio y a la comida china que había tomado para desayunar, pero estaba limpio y ordenado, aunque quizá sobraban cosas, todo lo que la Mala Puta le había permitido llevarse (básicamente, las cosas que él guardaba en su guarida masculina en el sótano de Saddle Creek Drive).

Lo que le habían «permitido» llevarse, bajo la estricta vigilancia de un par de agentes talla XXL, consistía en un gran sofá modular de piel marrón con otomana a juego, un Sony Bravia de 42 pulgadas y pantalla plana recién comprado, con su mueble lacado en negro, una neverita pegada al sofá y siempre bien provista de cerveza Stella Artois, un escritorio estrecho adosado a la pared de la ventana, con un PC Dell y un monitor HD de 26 pulgadas, un aparato de radioaficionado, una radio de onda corta, una antena parabólica de televisión, un segundo ordenador (un portátil Sony de color gris plata que de hecho era propiedad de la Comisión de Servicios Niceville, donde él trabajaba, pero que podía utilizar a placer en sus horas libres) y una conexión a internet de banda ancha y alta velocidad que Bock, tras perder una larga y humillante discusión con la señora Kinnear, que era más estrecha que el colon de un jerbo, había hecho instalar pagando de su bolsillo.

Había una cocina larga y estrecha, un reducido dormitorio sin ventana donde apenas cabía su cama de soltero, un cuarto de baño que no se diferenciaba en mucho de un retrete portátil y un pequeño porche que daba sobre el impresentable patio de atrás, donde, si le apetecía, Bock podía sentarse en las noches de verano con una Stella Artois fría y contemplar cómo el chucho chiflado de la señora Kinnear dejaba todo el césped perdido de cagadas, entre un episodio y otro de tremendos alaridos.

No fue eso, sin embargo, lo que Bock decidió hacer esta vez. Y es que, de camino a casa después del juicio, y retorciéndose todavía de dolor por las hirientes palabras del juez Monroe, había experimentado una suerte de tenebrosa revelación.

Bock era un hombre orgulloso y no carente de cierta cultura. A fin de cuentas, se había sacado el diploma en el politécnico y después había hecho un posgrado en Sistemas Energéticos Ecosostenibles, eligiendo Tecnología de la Información como asignatura secundaria. De ahí que el trato desdeñoso recibido por parte del juez hubiera sido lacerante para Bock; las marcas estaban todavía allí, supurando, y solo las llamas de la justicia retributiva podían cauterizarlas.

La cuestión del «cómo» empezó a vislumbrarla a raíz de esa reciente revelación. Un hombre solo en busca de justicia contra un sistema opresor tenía que actuar con sutileza y astucia. Siendo que estaban todos tan seguros de sus limpias conciencias, ese podía ser tal vez su punto flaco. La idea central de su revelación consistía en atacarlos indirectamente. ¿De qué manera? Tenía los recursos necesarios delante de sus narices: internet y los dos ordenadores.

Así pues, en lugar del acostumbrado interludio con el porno online, Bock abrió una Stella bien fría, se sentó a su mesa, abrió un documento de Word y empezó a teclear.

Unas pocas letras.

Un principio.

EL PROYECTO INOCENCIA

Se retrepó en la silla y contempló aquellas tres palabras en medio de un mar blanco, palabras llenas de posibilidades, disponiéndose a continuar con una sensación de calorcillo en el bajo vientre.

Sí, «inocencia» era la palabra exacta.

La breve pero memorable experiencia que Bock tenía del mundo le había llevado a concluir que nadie, absolutamente nadie, era inocente. Desde luego, no la Mala Puta, y tampoco aquella pequeña pécora que tenía por hija, a la que probablemente ni siquiera había engendrado él.

¿Y la señorita Barrow, su abogada tortillera?

Cielo santo, no.

Seguramente había aceptado algún soborno para perder el caso. Y corrían por la ciudad escabrosos rumores sobre su vida privada.

¿El juez Monroe?

Todo el mundo consideraba que era un pilar de la magistratura. Bah, pero si uno ahondaba un poco, nadie era un pilar perfecto; todos los pilares tenían grietas en su base.

¿La Kavanaugh?

Esa era la tía a la que realmente quería cargarse, otra Mala Puta que recibiría su merecido, la zorra que debía pagar por joder a Tony Bock. Poca cosa sabía de ella, que su marido, Nick, era una especie de policía de paisano con fama de ser duro de pelar.

Se le ocurrió entrar en Google y teclear el nombre. Kate Kavanaugh, de soltera Walker, muchos enlaces a sitios como Actualidad de los Juzgados o Quién es Quién de Niceville, además de citas en revistas del ramo y actuarios para casos del tribunal de apelación. Vaya con la tía, estaba hecha una laboriosa hormiguita.

Un enlace hablando de su padre, Dillon Walker, pez gordo del claustro de profesores del Instituto Militar, y luego un montón de chorradas sobre la importancia de los Walker en la historia del estado, remontándose a lo que los paletos de la zona continuaban llamando la Guerra entre Estados (unos canallas, además de negreros y propietarios de plantaciones de algodón), más chorradas sobre las cuatro familias fundadoras, a saber: los Cotton, los Teague, los Haggard y los Walker. Total, nada que pudiera dar pie a sacar trapos realmente sucios. Pero nadie era inocente, menos aún en esa recatada ciudad.

Joder, si incluso su nombre era mentira.

Niceville. Villa bonita.

¿Y el tío que se la tiraba? ¿ese poli, Nick Kavanaugh?

Buscó en Google. Le salieron enlaces a artículos de prensa relativos a su paso por las Fuerzas Especiales: un montón de condecoraciones. Qué curioso, ¿verdad?, que hubiera dejado el ejército tan pronto, después de tanta gloria… el tío solo tenía treinta y dos años… mucha guerra por delante para un gilipollas sediento de gloria… ¿por qué lo habría dejado?

Bock probó un enlace de archivos militares, estaba protegido por cortafuegos, intentó algunos trucos y finalmente logró acceder a un infolink de nivel 7 mantenido por una página web pacifista, WikiLeaks.

Se llamaba www.fukthawarpigs.org, y ahí la cosa se puso interesante.

En medio de la típica retórica años sesenta y el rollo antiamericano, se mencionaba un incidente ocurrido en Yemen (la información procedía de Médicos sin Fronteras), en el que había intervenido una unidad de las Fuerzas Especiales al mando de un tal Cavanah. ¿Cavanah? Del nombre solo constaba la inicial, una N. Los tipos estaban desplegados cerca de un lugar llamado Wadi Doan, y varias mujeres habían resultado muertas porque… ¿por qué?

Difícil de decir.

Por lo visto tenía que ver con unas terroristas suicidas vestidas con burka que se acercaron más de la cuenta a soldados de la Coalición… había una especie de archivo de vídeo. Eran cuarenta y siete segundos de borrosa imagen digital, mpeg, tres mujeres de negro caminando en fila india por un estrecho callejón entre muretes de adobe, un vehículo militar al final del callejón, cinco soldados estadounidenses allí de pie mirando cómo se acercaban, los tíos tiesos como dobermans en un depósito de chatarra.

No había sonido, solo las imágenes fijas de aquellas árabes vestidas totalmente de negro y andando como zombis; al fondo, junto al vehículo, se veía actividad, los militares desplegándose, uno de ellos avanzaba con un brazo en alto, las mujeres no se detenían, estaba claro que el soldado les gritaba algo, y de repente apunta con un arma; la imagen pega un salto, como si el que estaba grabando hubiera tenido un sobresalto, y cuando vuelve a enfocar al callejón las tres árabes están tiradas en el suelo y los soldados van para allá…

No.

A la mierda.

Qué pasada de web.

Tenía pinta de montaje. ¿Por qué, si no, iban a grabarlo en vídeo?

Mala procedencia, nombres mal escritos, hatajo de ultraderechistas. Una mierda de vídeo. No se citaba fuente alguna.

Mejor olvidarse de Nick y Kate por el momento, al menos hasta ser más hábil con estas cosas. Por lo que había oído decir de él, quien cometía un error con ese poli, acababa lamentándolo.

Empezar poco a poco.

No meterse con los principales objetivos, los putos abogados, aquel capullo de juez y su moralina, la Mala Puta y la zorra de su hija, mientras veía cómo organizar la cosa.

Según su teoría, nadie era inocente; todo el mundo tenía en su pasado algún crimen, delito, pecado, cosa vergonzosa y repugnante, algo que podía significar su ruina o su humillación.

Una proposición muy interesante, y demostrarla podía resultar muy divertido.

Pero tenía que actuar con… sutileza.

Empezar con alguien que no tuviera nada que ver.

Tenía que elegir un nombre al azar y luego hacer los deberes, averiguar todo lo que hubiera que saber, acechar como un tigre, oculto en la hierba alta. Averiguar la mejor manera de arruinar una vida por control remoto.

Tenía ya algunos candidatos, gente cuyos sucios secretos había conocido «por casualidad» gracias a su trabajo. Recurrir a muchos de ellos sería arriesgado porque un poli un poco listo podía atar cabos.

No, mejor al azar y así mantener el anonimato. Ser implacable. Unas cuantas carreras para entrar en calor, elegir personas con las que nadie pudiera relacionarlo, y de pasada ir estudiando, ajustando, mejorando. De ese modo, si cometía algún error de novato, quién no, nadie podría achacarle nada.

Pero ¿por dónde empezar?

Tomó otro sorbo de Stella Artois.

¿Por dónde empezar?

Necesitaba una víctima, alguien que no tuviera ninguna conexión con él pero que fuera… vulnerable. Alguien que tuviese secretos. Se quedó allí sentado mirando la pantalla, dándole vueltas y vueltas al problema.

¿Dónde había un nexo evidente entre el universo de la información y la gente con secretos?

La delincuencia.

Para acceder a los antecedentes policiales había que entrar en el Centro de Información Nacional del Crimen, cosa que ahora no podía hacer y que no parecía fácil.

¿Expedientes laborales?

¿Archivos de recursos humanos?

Muy complicado sin dejar algún rastro.

Venga, Tony.

Piensa.

Secretos.

Vale.

Los delincuentes sexuales tenían secretos.

¿Existía un registro a nivel federal?

Una breve búsqueda dio como fruto una página web llamada Dru Sjodin, un registro nacional de delincuentes sexuales. Si decidía aceptar las condiciones, podía introducir cualquier nombre y la página le diría si ese nombre había estado alguna vez en una lista de delincuentes sexuales de cualquier ciudad o estado.

Se recostó en la silla, pensando. No tenía sentido escribir un nombre sacado al azar del listín telefónico de Niceville y confiar en tener suerte. No, tenía que empezar por el lado opuesto.

Veamos, a los delincuentes sexuales les gustaban los niños. ¿Quién había en Niceville que tuviera contacto laboral con críos y adolescentes? Trabajadores sociales. Polis. Monitores de patio. Entrenadores. Maestros.

Pero a todos esos los habrían investigado previamente, ¿no? Bock, como funcionario, sabía que todo aquel que estuviera asegurado y todo aquel que solicitaba una licencia para trabajar con críos o en un colegio o un hospital, o en grupos de iglesia, debía estar limpio de antecedentes criminales.

Pero ¿hasta qué punto investigaban?

¿Acaso desde el nacimiento?

¿Investigaban realmente a fondo?

Decidió que valía la pena probar.

Valía la pena.