Charlie Danziger analiza sus opciones

Tras un largo interludio, una pequeña parte del cual la dedicó a reflexionar sobre los caprichos del destino, Danziger salió tambaleándose del establo, la mano abierta sobre la camisa ensangrentada, la cara blanca y sudorosa.

Una vez fuera se dejó caer de rodillas y sacó el móvil. Tenía la boca seca, todo él pesaba más de lo que el propio Danziger recordaba.

El móvil estaba vibrando cuando se lo llevó al oído.

—Cállate —dijo, siempre con su ronco susurro—. Me han dado… Sí, eso he dicho. ¿Sabes lo que es una bala?

Pausa para escuchar lo que Coker le decía.

—El pulmón, me parece. Noto como si succionara.

Otra vez a la escucha.

—Sí, algo hay en el coche, pero voy a tener que ir a que me lo miren.

Coker hablando otra vez.

—¿Si ha salido por el otro lado? Yo qué sé. Necesitaría un espejo.

Más Coker.

—No. Merle se ha largado. Pero le di. He visto cómo recibía el balazo.

Ruidos en el móvil. Interferencias.

—En la espalda, abajo a la derecha. Cayó contra la puerta del establo y la hizo polvo.

Escuchó un momento, la cara curtida y los labios apretados.

—Sí, mira, no estoy acostumbrado a dispararle a nadie por la espalda. Supongo que se requiere práctica.

Más ruiditos en el teléfono.

—No —dijo Danziger, meneando la cabeza—, yo solo imposible. Después nos ocuparemos de él.

Más palabras acaloradas, esta vez con tacos de por medio. Danziger dijo «no» un par de veces más, añadió un «que te jodan» enfático y colgó.

Se puso de pie y entró de nuevo en el establo. Con la mano libre rebuscó en el Chevy hasta dar con la bolsa de plástico en la que venía el manual de instrucciones. Junto a la puerta había un rollo de cinta adhesiva; cortó tres tiras largas valiéndose del filo de una vieja sierra para madera.

Intentó quitarse la camisa con una mano empleando la otra para presionar el orificio de bala que tenía en el pecho. Al rato se decidió por rasgar la tela sin más. Con la camisa hecha jirones, quedó a la vista un feo agujero entre morado y negro, unos siete u ocho centímetros por debajo del pezón derecho. Cada vez que Danziger expulsaba el aire, salían del orificio unas burbujitas de color rosa.

La hemorragia no era espectacular, eso quería decir que casi toda la sangre permanecía dentro del pecho. Si la cosa se alargaba, la cavidad torácica acabaría por llenarse y se ahogaría en su propia sangre. A no ser que hubiera rozado una arteria, en cuyo caso ocurriría exactamente lo mismo, solo que apenas le quedarían ya unos tres minutos de vida. Era cuestión de esperar y ver qué pasaba.

Coker le había preguntado por un posible orificio de salida. Pensando que era bueno saberlo, examinó los jirones de camisa tratando de adivinar cuál de ellos pertenecía a la espalda. No parecía que la bala le hubiera traspasado.

«Más vale que te asegures», pensó.

Fue de nuevo hasta el Chevy e intentó mirarse la espalda por el retrovisor del lado del acompañante, porque el espejo era convexo y daba un ángulo de visión más amplio.

Aparte de comprobar de cerca que en aquel espejo las cosas se veían más alejadas de lo que estaban, no apreció en su espalda otra cosa que rasguños muy superficiales.

De acuerdo, la herida no era doble. El plomo seguía dentro de él. Malas noticias. Si la bala le había metido dentro un fragmento de tela de la camisa, como era frecuente que ocurriera, ese pedacito sucio infectaría la herida.

Resumiendo, con una herida supurante en el pecho, una bala sucia de 9 milímetros incrustada en el cuerpo y la correspondiente hemorragia interna, Charlie Danziger lo tenía crudo.

Con lo que le quedaba de camisa, presionó de nuevo el orificio de entrada; le dolió tanto que tuvo que dejarlo y limitarse a secar lo mejor posible la zona de alrededor, de manera que la cinta se adhiriera a la piel. Tras varios intentos logró pegar la lámina de plástico en tres de los lados, dejando uno sin tapar.

En cuanto hubo colocado el plástico, la lámina se pegó a las costillas al contraerse el pulmón. El hecho de que un lado estuviera abierto, no pegado, hacía que el plástico funcionase a modo de válvula: se cerraba facilitando que el pulmón pudiera ejercer cierta presión negativa y aspirar aire, pero luego se abría para dejar salir el aire y que el pulmón se expandiera de nuevo. Los que no tienen heridas supurantes en el pecho llaman a este proceso «respiración». La posibilidad de respirar hizo otras cosas más viables, como salir de allí pitando. Danziger tardó diez durísimos minutos en meter las bolsas dentro del maletero del Chevy. La gente decía que el dinero era el origen de todos los males, pero dos millones en metálico no podían causar más problema que una hernia.

Arrancó, llevó el coche hasta el claro y se apeó para escrutar el bosque a su alrededor, en busca de alguna señal de Merle Zane. Anochecía. O quizá era él, que se estaba muriendo.

¿No decían cosas por el estilo en las pelis antiguas: «Wyatt, cada vez está más oscuro», cuando agonizaban de una herida de bala? Se miró las botas vaqueras (eran sus preferidas, unas Lucchese azul marino) y vio que tenían salpicaduras de sangre.

Le consoló pensar que, si iba a morirse, al menos lo haría con las botas puestas, según la tradición de los grandes pistoleros.

Pero como de momento no estaba muerto del todo, la única cosa que quedaba por hacer era prender una bengala y arrojarla al interior del establo. Cuando había recorrido unos doscientos metros de pista forestal, a su espalda el cielo se tiñó de un rojo encendido.