Aunque Gray Haggard había sido un hombre casado, breve pero felizmente, aquella Margaret Mercer a quien había querido y adorado hasta lo indecible quedaba ya tan atrás en el tiempo que le costaba incluso evocar su imagen, aparte de sus amables ojos castaños, su dorada melena, su cuerpo rechoncho y que hubiera sido una amante tan osada e incluso asombrosa a veces.
Pero Margaret Mercer había abandonado este mundo hacía mucho, y a él siempre le pareció injusto sobrevivir a la batalla del Paso de Kasserine y a aquel espeluznante desembarco en Gela, Sicilia, para terminar salvándose de la carnicería de la playa de Omaha sin más consecuencia que un puñado de metralla en el pecho, mientras en Niceville su amada era víctima de un mosquito hembra portador del virus de la encefalitis.
Sus relaciones con el Todopoderoso habían sido bastante distantes desde entonces, y, ahora que estaba por cumplir los ochenta y cinco, a veces se preguntaba qué iba a decirle a Dios si es que algún día volvían a dirigirse la palabra.
En este tipo de cosas iba pensando mientras conducía su Packard verde lima y rosa fucsia del 52 por la larga curva de la pista flanqueada de árboles que subía a Temple Hill. Era un poco tarde para ocuparse del jardín de Delia, pues apenas quedaba ya luz de día, pero su alternativa había sido ir hasta Sallytown, al Centro de Cuidados Paliativos Gates of Gilead para ver cómo un viejo amigo suyo de nombre Plug Zabriskie se hundía cada vez más en la demencia terminal.
Así pues, un toquecito a las forsitias de Delia y tal vez algún apaño al defectuoso sistema de riego por aspersión, es decir, el defectuoso sistema de riego de la casa, pues le parecía que el sistema de riego por aspersión de Delia funcionaba a las mil maravillas… una cosa más que tenía que discutir con Dios, si es que le dejaban acercarse a Él. Una de las supuestas ventajas de la vejez era que las fantasías carnales disminuían, y sin embargo hete aquí que le daba por tener pensamientos pecaminosos acerca del sistema de riego de Delia Cotton. Haggard aminoró hasta detenerse y contempló la entrada a la finca mientras las ideas pecaminosas iban quedando atrás. La verja de hierro forjado estaba abierta de par en par. Delia siempre la cerraba.
Siempre.
Echó el freno de mano y sacó su largo y delgado cuerpo de detrás del volante, se enderezó con dificultad y miró por encima de sus gafas el caserón asentado en lo alto de la cuesta, un viejo alto y encorvado con pantalón beis de sport y camisa a cuadros, botas de jardinero, rasgos duros en su cara tostada por el sol, una cresta de pelo blanquísimo y ojos azul claro con un abanico de arrugas profundas a cada lado.
Lo que estaba viendo era otro enigma.
Temple Hill, la casa de Delia, era una mansión victoriana clásica, con un gran porche de línea curva que daba la vuelta a toda la casa, tallas ornamentales, gabletes y torreones aquí y allá, y preciosas vidrieras de colores en todas las habitaciones.
Ahora, dichas habitaciones relucían en el crepúsculo como joyas de color rojo, violeta y verde. Era como si Delia hubiera encendido todas las lámparas, de tal forma que la casa parecía destacar en el atardecer azul como un crucero en el horizonte.
Mientras pensaba en el detalle de la verja abierta y en toda aquella iluminación, le llegó un sonido de música por la herbosa ladera, una melodía insistente y monótona de timbre grave, tal vez un violonchelo, una viola, o quizá un órgano.
El sonido, además de agradable y emotivo, sonaba a mucho volumen, y la música fuerte era una de las innovaciones modernas que no convencían a Delia.
Gray se quedó un momento allí de pie, intrigado por lo que Delia podía traerse entre manos, y luego volvió a montar en el coche y subió por el camino adoquinado hasta detenerse en la amplia curva a unos metros de los escalones de entrada a la casa.
La puerta principal estaba abierta y se veía el pasillo iluminado por la inmensa araña de cristal que dominaba el vestíbulo. La música de chelo brotaba del interior de la casa como un río de sonidos color de miel.
Permaneció un momento al lado del coche preguntándose si habría retrocedido en el tiempo hasta aquellos días dorados antes de que los malditos hijos del sol naciente atacaran Pearl y él se alistara en el Primero de Infantería; qué lejos quedaba eso en su poblada memoria, tiempos de entusiasmo donde todo eran bailes y cotillones y picnics junto al Tulip con chicas de largas piernas y vaporosos vestidos y sombreros de paja y canastos repletos de fresas silvestres, una época de luz y de música en todas las viejas casas de The Chase hasta que la guerra se abrió bajo sus pies y todos ellos se precipitaron al infierno.
Pero hoy la vieja casona victoriana estaba abierta e iluminada, y sonaba una música preciosa que invitaba a bailar.
Gray llamó a Delia un par de veces, pero dudaba que ella pudiera oírlo por culpa de aquella sonata de chelo que emanaba de cada ventana y resonaba a través de las puertas.
Suspiró, se remetió la camisa, se alisó el pantalón y subió tambaleante los escalones. Ya en el umbral, dudó un poco. Tuvo conciencia de que respiraba con dificultad, de que la piel y la musculatura de sus hombros se había tensado, como si de un momento a otro fueran a agredirlo. Se quitó esa idea de la cabeza, inspiró y llamó fuerte con los nudillos al marco de la puerta.
—¿Delia? ¿Está en casa? Soy Gray.
Nada.
Ni voz ni movimiento.
Tan solo la música que fluía envolvente a su alrededor, ahora como una resaca que lo arrastrara mar adentro. Echó a andar despacio, procurando, cosas de la costumbre, no pisar la alfombrilla persa que Delia detestaba ver sucia.
Llegó a la sala de música, que era de donde parecía proceder la sonata de chelo, se asomó al interior y vio que la elegante estancia octogonal estaba inundada de luz y de sonido. La música salía del viejo pero potente equipo estereofónico de la dueña de la casa.
Tan de cerca, y a tanto volumen, el chelo sonaba menos dulce y más como el bramido grave de algún monstruo enterrado bajo el suelo de madera; la fuerte vibración atravesaba las suelas de sus zapatos y trepaba por sus pantorrillas.
Todas las lámparas de la sala estaban encendidas, incluida la enorme cúpula Tiffany que había en el centro. Se adentró unos cuantos pasos más, no vio nada fuera de sitio, ningún indicio de que pasara algo.
Había una copa de cristal medio llena de un líquido de color ámbar. La levantó.
Whisky escocés, ya tibio.
El sillón donde Delia solía sentarse para mirar la tele tenía el asiento hundido y arrugado, con el cubrecama de zorro ártico en el suelo, como si Delia hubiera estado haciendo algo cuando sonó el teléfono o el timbre de la puerta.
No, el teléfono no.
Allí estaba: el aparato inalámbrico que la señora Bayer había insistido en comprar, por si las moscas.
Se quedó mirando un rato la butaca de Delia mientras trataba de sacar alguna conclusión útil de lo que veía, pero fue incapaz. Se disponía a apagar el equipo de música cuando percibió un movimiento al otro lado de la cristalera que comunicaba con el comedor forrado de madera.
Los cristales de la puerta corredera eran viejos y estaban ondulados, pero a Gray le pareció ver algo, o mejor dicho, alguien, encima de la mesa de palosanto que ocupaba el centro de la estancia. Era una forma de color rosa pálido, una figura borrosa que giraba y giraba sobre sí misma, los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás, la cara muy blanca vuelta hacia lo alto, hacia la araña que pendía sobre la mesa.
Y, pese a los envejecidos cristales, vio que la persona que estaba de pie, y bailando, encima de la mesa, no era Delia.
Delia tenía una buena cabellera plateada; en cambio, esta… mujer, sí, no había la menor duda, tenía el pelo castaño rojizo, largo hasta los hombros, que parecía flotar formando un arco según iba girando en círculo.
Gray se la quedó mirando durante un período de tiempo indeterminado, hechizado por el furor y el garbo de su danza. Pasado un rato, se dio cuenta de que la mujer estaba casi desnuda.
Aquella visión febril, la bailarina desnuda que palpitaba como el fuego a través del combado cristal de la puerta corredera, sumado al rumor grave y resonante del chelo que no solo hacía vibrar la casa sino incluso su propia frágil osamenta, lo tenía inmovilizado y traspuesto, como si estuviera hipnotizado. Y es que había algo inquietantemente familiar en aquella figura danzante, y justo cuando el nombre le vino a la mente, «Margaret», la mujer dejó de dar vueltas y le miró a través de los cristales.
Abrió entonces los brazos, abrió su cuerpo para él, y se quedó allí plantada, esperando claramente que él entrase, su imagen (cara y cuerpo) ondulante y cambiante vista desde donde Gray se encontraba.
Pensando que podía estar sufriendo un infarto, o que estaba a un paso de una gran revelación, tal vez incluso de su muerte, pero no teniendo suficiente apego a la vida como para que ninguna de las dos posibilidades tuviera mucho peso, Gray Haggard se fue acercando, como en sueños, a la figura que había al otro lado del cristal.
Cerró sus manos secas y ásperas en torno a los pomos dorados de la cristalera, «Margaret», siempre con sus ojos azules fijos en la mujer desnuda, «Margaret», que le esperaba del otro lado del cristal, abierta de brazos, su exuberante y pálido cuerpo de senos abundantes reluciendo como el alabastro a la dura luz diamantina, «Margaret», giró ambos tiradores y empujó la puerta hacia dentro.
El comedor estaba a oscuras.
Completamente.
No podía ver nada, como si le hubieran echado encima un paño negro.
Sacudió la cabeza, pestañeó, pensando: «Esto es un infarto, me va a dar un infarto». Entonces vio una luz pálida a cada lado, como un parpadeo blanquecino. Bajó la vista a una de las lunas de la cristalera y vio que la mujer desnuda estaba allí, dentro de los cristales, esperándolo aún con los brazos abiertos y sonriendo. Haggard sintió un tirón en el pecho y una pierna le empezó a temblar. Levantó la vista de nuevo, hacia la informe oscuridad del comedor.
Y oyó una voz.
Podría haber sido la de Delia Cotton.
«Corre, Gray, corre.
»Por lo que más quieras, corre».
Se disponía a cerrar rápidamente la cristalera y echar a correr cuando algo surgió de la negrura, como una bandada de cuervos que se abalanzara hacia él.
Distinguió un atisbo de mellados picos negros y ojos como el carbón que tenían un brillo verdoso. El aire se pobló de aleteos. La nube negra dio de lleno en el torso y en la cara de Gray Haggard con fuerza inusitada, una cegadora luz violeta llena de chisporroteantes destellos rojos explotó dentro de su cabeza, y el jardinero cayó de espaldas hacia la sala de música, chocando contra las tablas del suelo, primero con la espalda y después con la nuca. Aturdido, mareado, fue consciente de que la nube negra se había posado sobre él como si fuera polvo, y de que lo impregnaba como una marea negra, lo cubría como una mortaja, lo quemaba como si fuera lava, penetrando en todo su cuerpo. Notó que lo estaban devorando.
La sensación duró mucho más de lo que su cabeza era capaz de soportar. Hacia el final ya no era él. Aquella cosa siguió devorándolo y, mucho después, Gray Haggard desapareció del mundo de los vivos.