Charlie Danziger y Merle Zane discrepan

Adentrándose unos cuatro kilómetros del Belfair Range, yendo en dirección sur por el acribillado asfalto de la sinuosa carretera 311, hay una pista en mal estado a mano derecha, oculta entre la maleza, que se interna en la fresca y verde oscuridad del viejo bosque, una densa mezcla de alisos, robles y pinos. La pista describe una curva hasta que parece evaporarse entre los árboles.

Unos cientos de metros más allá, la pista sale a un calvero en mitad del cual se yergue, o se erguía, un antiguo establo pintado de azul cielo y combado bajo el peso de todos los años desde la Gran Depresión, durante la cual dejó de funcionar como almacén y guarnicionería del Belfair Pike.

El tejado de chapa metálica se había hundido en varios puntos, dejando al descubierto vigas cortadas a escuadra de ciento cincuenta años de antigüedad, impregnadas de moho y herrumbre. El interior estaba en penumbra, recalentado, y apestaba a petróleo y a estiércol y a décadas de guano acumulado.

Merle Zane y Charlie Danziger llevaban tres horas sentados allí dentro, respirando por la boca y esperando con paciencia a que pasaran de largo los perseguidores.

Aunque era una parte vital del plan, esa fase revestía cierta tensión, pues existía el riesgo de que un helicóptero de los estatales sobrevolara la zona y se fijara en aquella curiosa mancha azul en medio del bosque y enviara un coche patrulla a investigar. Pero era un riesgo que había que correr.

Si esto sucedía, el único aviso iba a ser una breve llamada al móvil por parte de Coker, el cual, como sargento que era de la policía del condado, participaba también en la persecución. Por ahora, el móvil guardaba silencio.

Merle Zane era un franco-irlandés de cuarenta años largos, rostro curtido, cabeza rapada y una gran cicatriz en el lado izquierdo del cuello. En excelente forma física y experto en artes marciales, era un tipo sereno y reservado. Los azares del destino y el hecho de que su padre, mecánico y chapista, se hubiera especializado en piezas de coche robadas, le habían llevado al mundo de las carreras de coches de serie, hasta que un día, estando en una localidad de Luisiana llamada Cocodrie, un par de mecánicos que había en boxes se pusieron a criticarlo por el modo en que acaparaba la pared en el giro a la izquierda. Zane no encontró mejor manera de apoyar su réplica que esgrimir un desmontador de neumáticos.

Un juez de Cocodrie, cuya visión de los hechos difería de la de Merle, invitó a este a ingresar en el famoso penal de Angola, que era básicamente una escuela de gladiadores donde el que lograba sobrevivir salía con un doctorado en brutalidad pura. Merle había sobrevivido, más o menos, y había sido puesto en libertad siete años atrás, antes de lo previsto en la sentencia.

Desde entonces Zane había estado trabajando para un par de tipos que organizaban subastas de coches a todo lo largo de la costa Este, sobre todo muscle cars de los años sesenta y setenta. Dado que el negocio de las subastas de este tipo de automóviles estaba a caballo del simple fraude y el robo a gran escala, los propietarios del negocio, dos jóvenes de origen armenio cuyo lema familiar era «Tu dinero y mi experiencia se convertirán en mi dinero y tu experiencia», necesitaban a alguien como Merle Zane en la oficina, donde su cometido comprendía desde los Corvette hasta funciones de guardaespaldas.

Si bien trabajar con los Bardashi Boys era como meterse en una bañera caliente con algas anaeróbicas, el trabajo estaba razonablemente bien pagado. Zane, sin embargo, confiaba en poder tener algún día su propio negocio de alquiler de yates en la costa de Florida, y hacía tiempo que estaba al quite por si se presentaba una buena oportunidad de llevar a cabo sus planes.

La oportunidad apareció un día encarnada en Charlie Danziger, un tipo ya mayor, alto y con pinta de vaquero, un gran bigote daliniano de pelo blanco, de sonrisa fácil y una voz ronca que siempre parecía susurrar. Nacido en Bozeman (Montana), en el extremo opuesto del estado que su viejo amigo Coker, Danziger había sido policía de carreteras, retirado antes de tiempo debido a una incapacidad más o menos laboral (era adicto al OxyContin desde que fuera herido en acto de servicio), y ahora trabajaba como encargado regional de una unidad de Wells Fargo que operaba a lo largo de la costa Este.

Danziger y Coker se habían conocido en los marines, pero de eso hacía tanto tiempo que ninguno de los dos recordaba bien dónde fue, aunque sí se acordaban más o menos de que los estaban bombardeando. Ambos habían sido destacados a Quantico (Virginia) hacia el final de su carrera en el cuerpo, y como resultó que los dos preferían el Sur al Lejano Oeste, acabaron metidos en diferentes cuerpos policiales en la zona de Niceville.

Charlie Danziger y Merle Zane se habían conocido en Atlanta, en una subasta de coches usados. Danziger quería comprarse un Shelby Cobra Mustang, y pronto descubrieron que tenían conocidos comunes entre los alumnos de la academia de gladiadores Angola. Después de investigar un poco sus antecedentes, Danziger invitó a Merle a tomar parte en un asunto de decomisos relacionado con el First Third Bank en una pequeña ciudad rural llamada Gracie. Hacían falta cuatro hombres, entre ellos un buen conductor.

Al cuarto elemento, no directamente involucrado en el robo, se le pagaba, de forma anónima, por montar algún número en otra parte del estado; que lo hiciera o no, era algo que no estaba claro.

A la postre, el movimiento de distracción que organizó pudo acabar en catástrofe.

Durante los preparativos, el plan de Danziger (incluida la parte de su amigo Coker y su Barrett calibre 50) se le había antojado a Merle Zane de lo más cruel pero tácticamente sólido, y puesto que tanto los polis que lo arrestaron en Cocodrie como sus carceleros en Angola no habían hecho nada por fomentar su amor a las fuerzas de seguridad, Merle se había apuntado a la operación a cambio de un 33 por ciento, operación cuya parte más peligrosa, el reparto del botín, no había tenido aún lugar.

Así pues, estaban allí los dos, esperando, con menguante paciencia, entre las cuatro paredes del maloliente y húmedo viejo almacén del Belfair Pike, unos cuatrocientos metros bosque adentro al sur-sudeste de la carretera 311.

Como ambos eran fumadores empedernidos, y como ninguno de los dos estaba dispuesto a salir del establo para encender un pitillo, y como la explosión que gracias a la mezcla heno-polvo-guano se habría producido nada más prender una cerilla en el interior atraería probablemente la atención de quienes no deseaban, no les quedaba otro remedio que permanecer allí sentados, a unos metros el uno del otro, Merle en un barril de petróleo puesto boca abajo y Charlie Danziger sobre un raquítico taburete de tres patas, ambos con la mirada en la media distancia mientras afuera la luz cambiaba lentamente de amarillo verdoso a rosado y luego a dorado.

De vez en cuando oían distantes gruñidos de helicóptero, así como el ulular con efecto Doppler de un coche patrulla que pasaba, pues la policía estatal y la del condado iban de acá para allá, de arriba abajo, de un lado al otro.

Los dos habitantes del almacén tenían cada vez más la sensación, aunque ninguno de los dos lo expresara, de que el momento álgido de la persecución había quedado atrás y que esta empezaba a desplazarse, ampliando el perímetro de la búsqueda a sectores más grandes del condado y, en último término, del estado.

El botín, el trofeo, todavía por inventariar, estaba dentro de cuatro grandes bolsas de lona negras y escondido provisionalmente en un rincón de un semisótano con paredes de hormigón, la trampilla oculta bajo una pila de tablones y neumáticos de coche.

Una vez limpiado a fondo para no dejar la menor huella, habían metido el Magnum negro en un pesebre vacío y cubierto con una lona, para que fuera acumulando polvo.

Dos sedanes beis casi idénticos, un Ford reciente y un Chevrolet más antiguo, descansaban junto a la puerta del establo, provistos de matrículas y papeles verosímiles, a punto para llevarse a Merle y a Danziger en direcciones contrarias.

Ahora que la adrenalina empezaba a bajar y se imponía poco a poco una gran fatiga, los dos hombres tenían ganas de coger su parte y largarse, Merle para volver a su empleo con los Bardashi y Charlie Danziger para solucionar aquí los detalles y reanudar sus actividades con la Wells Fargo, siquiera por un tiempo. Tomarse un respiro, vaya, y la espera se hacía dura.

Por otro lado, un 33 por ciento de un monto calculado en dos millones y medio de dólares era a todas luces motivo suficiente para consolarse, y ambos eran profesionales y estaban resignados a esperar.

Si todo salía bien, estaba pensando Merle Zane, aquello podía ser el inicio de una hermosa, o cuando menos provechosa, amistad.

De repente sonó el móvil de Danziger, un gorjeo amortiguado dentro del bolsillo de su cazadora marrón de piel. Merle se irguió sobre el barril e, instintivamente, se llevó la mano a la Taurus de 9 milímetros que llevaba sujeta en el cinturón. Danziger levantó una mano de palma callosa y curtida al tiempo que meneaba la cabeza.

—Qué hay.

Merle no pudo oír lo que le estaban diciendo, pero vio que el gesto de Danziger se tensaba.

Danziger bajó el móvil y se lo apoyó en el pecho.

—Ve a echar un vistazo. Dice Coker que gente de paisano puede haber cruzado la cerca.

—¿No polis?

—Dice que no. Cazadores, tal vez. Ve a ver. Ten cuidado.

Merle sacó su Taurus, se acercó despacio a la puerta del establo y se agachó para atisbar por las brechas que había entre los tablones. Solamente vio maleza y el final del camino particular, allí donde se abría al calvero. Estaba a punto de abrir la puerta cuando Charlie Dazinger le disparó por la espalda. Fue un disparo hecho a toda prisa, y la bala no impactó en la columna, como él quería, sino en la zona lumbar, lo que más adelante originaría considerables molestias.

El impacto lanzó a Merle contra la puerta y le hizo atravesarla ya que la madera estaba muy podrida. Cayó y dio vueltas hasta quedar tendido de espaldas en el exterior. Aún pudo rodar hacia la izquierda cuando un segundo disparo arañó el polvo a solo un palmo de una de sus piernas.

La pared frontal del establo separaba ahora a los dos enemigos. Zane oyó el ruido de las botas de Danziger sobre el suelo de cemento del interior y disparó cuatro veces seguidas dibujando una línea horizontal en los tablones, más o menos a la altura del pecho.

Oyó gritar a Danziger, una especie de gruñido fruto del susto, y a continuación el satisfactorio golpe sordo de un cuerpo cayendo al suelo como un peso muerto. Un segundo después las tablas del granero empezaban a astillarse; Charlie Dazinger, que por lo visto no había arrojado la toalla, estaba disparando a ciegas contra la pared. Una bala perdida alcanzó a Zane en el hombro derecho, un impacto de refilón, pero que lo tiró otra vez en el suelo.

Zane rodó sobre sí mismo y logró levantarse, y mientras trastabillaba hacia atrás, vació el cargador de la Taurus procurando concentrar el fuego sobre la zona donde le pareció ver el cuerpo de Danziger a través de los agujeros de bala.

Dibujó el contorno de aquel cuerpo en los tablones del establo, once disparos más, hasta que la corredera se trabó y se quedó sin munición. Merle dio media vuelta y corrió tambaleándose hacia el bosque; le ardían los pulmones y la cabeza le daba vueltas, y mientras se abría paso entre la espesura como un ciervo con una bala en las tripas, iba pensando: «¿Una bonita amistad? Qué carajo».