Delia Cotton vivió sola, felizmente sola, se podría decir, hasta la noche de su desaparición. Era una mujer esbelta, corpulenta pero elegante, con amables ojos castaños; de joven había roto muchos corazones y aún ahora conservaba una rara belleza gracias a su pálida aura otoñal y sus abundantes cabellos plateados, que peinaba hacia arriba y sujetaba mediante una horquilla Cartier de diamantes, comprada en Venecia por un amante fallecido mucho tiempo atrás.
Delia había tenido una larga y complicada vida plena de éxito tanto personal como profesional y había conocido a muchas personas encantadoras, inteligentes y muy simpáticas que ahora, a sus ochenta y cuatro años, la aburrían indeciblemente.
Salvo, claro está, las que habían muerto y, por consiguiente, no estaban en condiciones de sacarla de quicio. Descontando a sus compañeras del club de lectura, el número de visitas se había reducido a dos: Alice Bayer, que venía desde The Glades cinco veces por semana para limpiar, traer comida y licores y cuidar de Mildred Pierce, su gata de raza maine coon; y Gray Haggard (pobrecillo, gris y demacrado eran sus verdaderos nombres), que se presentaba de vez en cuando para tareas de jardinería y mantenimiento y que, a prudencial distancia, con una discreción digna de encomio, la adoraba en secreto.
Delia tenía en gran estima su intimidad y se alimentaba de recuerdos, muchos dulces, alguno que otro amargo, todos ellos tan lejanos en el tiempo como para haber perdido su buen o mal sabor; y estaba enamorada de Temple Hill, su viejo y laberíntico caserón victoriano sumido en la umbría zona privilegiada de The Chase.
El sol se estaba poniendo y una lanza de sus rayos atravesaba el ramaje tiñendo de oro el ondulado césped. Delia se hallaba en la recargada habitación de planta octagonal y ventanas en las cuatro paredes, su marido la había bautizado como «la sombrerera», cuando el timbre de la puerta principal resonó suavemente en la oscuridad exterior del enorme vestíbulo.
Delia no lo oyó enseguida porque, hasta hacía solo unos minutos, había estado mirando, cada vez más deprimida, un especial de última hora que informaba de las atrocidades que alguien había cometido ese mismo día sobre varios agentes de la policía de carreteras, en la parte septentrional del estado. Cuatro fallecidos, todos jóvenes, masacrados en sus coches. Y, además, dos periodistas habían resultado muertos al estrellarse el helicóptero en que viajaban.
En la televisión los asesinatos habían dado paso a otra historia, un camión que había volcado en la interestatal.
Mirando todo esto, Delia recordó… ¿quién era?
¿Hannah Arendt?
¿Dorothy Parker?
Alguien por el estilo había dejado escrito: «No deberíamos vernos obligados a saber cosas en las que de ninguna manera podemos influir».
Muy afectada, había apagado el televisor y se había puesto a escuchar unas sonatas de Vivaldi interpretadas por Ofra Harnoy, una música glacial, meticulosa, muy deprimente, para dejarse las muñecas tocándola, pero extrañamente relajante.
El timbre tenía una nota grave y vibrante, parecida a un violonchelo, de ahí que Delia tardara un poco en registrar el sonido.
Miró el reloj de la repisa de la chimenea, soltó un suspiro, dejó el whisky con cuidado sobre la mesita, cogió el mando a distancia, encendió el televisor y pulsó CÁMARA UNO.
La imagen mostró una bonita joven de edad indeterminada, alrededor de los veinte, en todo caso, rizos castaño rojizos, sugerentes curvas, en la línea de la última cosecha de mantis religiosas versión humana. Llevaba puesto un veraniego vestido de algodón de color verde claro, algo anticuado, y unas zapatillas de color rojo subido como las de Dorothy en El mago de Oz. Estaba esperando en la galería, iluminada ahora por la luz del porche, y miraba fijamente hacia la puerta. A buen seguro no se había fijado en la cámara.
Su cara pálida con forma de corazón mostraba un gesto solemne, y los ojos color avellana claro tampoco sonreían. Sostenía en brazos a Mildred Pierce, la gata de Delia, y casi no podía con ella de tan grande como era; el denso pelaje a rayas del animal se veía apelmazado y como húmedo.
¿Sangre?
Delia pulsó un botón.
Su voz pareció sobresaltar a la muchacha, al salir por el altavoz que había junto a la puerta.
—¿Se puede saber qué haces con mi gata?
La chica dio un salto y Mildred Pierce se retorció en sus brazos, pero ella no la soltó. Delia, conociendo bien a Mildred Pierce, dedujo que la chica era más fuerte de lo que aparentaba.
—¿Señorita Cotton? Soy Clara, vivo ahí enfrente. Creo que su gata se ha metido en una pelea.
Delia solo sabía que los que vivían enfrente eran recién llegados, arrendatarios de fuera del estado, un matrimonio joven que había alquilado la vieja casa de los Freitag en Woodcrest a la muerte, hacía dos meses, de aquel hatajo de contumaces prusianos con aires de superioridad. Ella no conocía personalmente a los inquilinos ni sabía que tuvieran una hija, pero como todas las casas de The Chase estaban rodeadas por al menos una hectárea de jardín y bosque, muy apartadas de la carretera, y a menudo protegidas por verjas y muros, era frecuente que vecinos de toda la vida no supieran apenas nada de las personas que vivían cerca de ellos.
Delia contempló la imagen en el televisor, se fijó en la mancha como de sangre que la chica tenía en los brazos y en su bonito vestido verde. No estaba en absoluto preocupada por Mildred Pierce, una gata altanera, maniática y buscalíos, pero sí le afectó ver a la pobre chica con la gata ensangrentada en brazos manchándole el vestido.
—Un momento…
—Clara —dijo la muchacha, alzando la barbilla y cambiando el peso del animal en sus brazos.
—Eso, Clara —dijo Delia, repitiendo el nombre como si intentara recordar a otras Claras que había conocido, con la ligera sensación de que en los recovecos de su mente se removía algo extraño, algo que no encajaba, un atisbo de algún pecado antiguo, algún vergonzoso episodio familiar de un pasado remoto, relacionado con el nombre de la chica. Pero ese pensamiento, ese recuerdo, esa fantasía desapareció tan deprisa como un pez en un estanque. Apagó el televisor y se puso lentamente de pie—. Voy enseguida.
—Bueno. —Clara miró a la cámara sonriendo con simpatía, aunque Delia ya no podía verla. Una pena, porque si la anciana hubiera visto sonreír a Clara y hubiera reparado en el brillo de sus ojos color avellana, probablemente no le habría abierto la puerta.