«Todos en pie», y todos se pusieron en pie cuando el juez Theodore W. Monroe reapareció en la sala con un siniestro ondear de faldones a su espalda. El juzgado había sido originalmente una iglesia católica, y conservaba todavía diez ventanales con marco de madera y cristal emplomado en cada lado, viejas paredes de tablones enjalbegados y una hilera de ventiladores cenitales a lo largo de la bóveda de madera de cedro, que, con escasos efectos, removían un aire húmedo impregnado aún del olor a incienso a pesar de los años transcurridos.
El juez Monroe, un veterano de cara chupada, ojillos negros y sonrisa fina, se sentó donde antaño había habido un altar, sustituido ahora por un banco de madera tallada y respaldo alto, con una escena de la batalla de Brandy Station entre la caballería confederada y la de la Unión, pintada al óleo, y detrás una gigantesca pero descolorida bandera de Estados Unidos. En la bandera había solamente cuarenta y ocho estrellas, pero como ni Alaska ni Hawai le habían escrito quejándose de ello, seguía allí colgada detrás de su hirsuta cabeza gris.
El magistrado saludó escuetamente al resto de los presentes, ocho en total, la infeliz ex pareja en mesas separadas, junto a sus respectivos abogados, el actuario, el secretario adjunto y al fondo un conocido matrimonio mayor, los Fogarty, Dwayne y Dora, ambos policías jubilados, sin hijos, tan afables como queridos por el personal del juzgado, y tan iguales de aspecto como dos sapos hermafroditas. Los Fogarty asistían a casi todos los juicios, grandes o pequeños, como caballos retirados incapaces de permanecer lejos del hipódromo.
La montura metálica de las gafas del juez Monroe resplandecía con el último sol que se colaba por las ventanas orientadas a poniente. Puso bien sus papeles, levantó la pila y la descargó varias veces sobre la mesa para cuadrarla. Luego depositó los papeles de nuevo en la mesa y apoyó en ellos sus manos de venas azuladas.
—Kate, digo, señora Kavanaugh, ¿quisiera usted agregar alguna cosa antes de oír mi veredicto?
Por una cuestión de ética, aunque él presidía el tribunal, Ted Monroe trataba de reprimir la debilidad que sentía hacia Kate Kavanaugh, la cual se había hecho cargo del bufete de Monroe al acceder este a la magistratura. Ted Monroe y el padre de Kate, Dillon Walker, habían estudiado juntos en la Universidad de Virginia hacía ya muchos años, y Monroe había visto crecer a aquella niña que parecía un potrillo patilargo de rebelde melena negra y cautos ojos azules, convertida ahora en una enérgica y reservada joven abogada. Su matrimonio dos años atrás con un ex oficial de las Fuerzas Especiales, al que había conocido estudiando en la facultad de Derecho de Georgetown, había partido los corazones de por lo menos tres varones locales.
Monroe no había visto con buenos ojos el emparejamiento; el corazón de Nick —según Tig Sutter— estaba todavía en las guerras encubiertas, pero una vez que Tig logró convencerlo de que aceptara un empleo en la Brigada Criminal en lugar de meterse a abogado civil para casos de jurisdicción militar, Nick pareció adaptarse sin mayor dificultad a la vida de Niceville, ganándose rápidamente fama de policía duro e implacable pero justo. Ted Monroe, que le había visto en persona varias veces, dentro y fuera del tribunal, veía en él algo turbador, y muy profundo, pero su experiencia le decía que era cosa habitual en hombres que habían tenido una vida agitada.
Resumiendo, mientras Ted Monroe estaba allí sentado en su butaca de piel contemplando la escena que se desplegaba ante sus ojos, pensó que Kate Kavanaugh era una joven feliz que estaba donde se suponía que debía estar y haciendo exactamente aquello para lo que había nacido.
Kate miró brevemente a su cliente, una joven flaca y ojerosa con mechas caseras en el pelo y un semblante atormentado. La joven la miró a su vez con los ojos muy abiertos; sus pequeñas manos estaban enrojecidas de tanto retorcer un pedacito de pañuelo azul de lunares. Kate le dedicó una sonrisa tranquilizadora y se volvió hacia el estrado.
—Gracias, su señoría. Solo que, suponiendo que el tribunal concediera la custodia exclusiva a mi cliente, la señorita Dellums quiere hacer saber al tribunal que, si este lo autoriza, tiene intención de aceptar una oferta de empleo en Sallytown, lo que significaría estar a ciento cuarenta kilómetros de su ex marido, el señor Bock, cuyos compromisos laborales en la CSN (Comisión de Servicios Niceville) le impedirían a buen seguro seguirla, y que esta mudanza podría influir en las instrucciones de la corte en lo concerniente a subsiguientes normas de acceso a la hija.
—Gracias, señora Kavanaugh, por su meticulosidad, pero la corte ya conocía este particular y lo ha tenido en cuenta. Señorita Barrow… —dijo, volviéndose hacia la otra mesa para dirigirse a una mujer alta, de espaldas anchas y traje pantalón gris, cutis sonrosado, sin maquillaje, una aureola de alocado pelo gris acero y aquel aire de desorden y distracción que llevaba pegado como el humo al fumador.
—Gracias, su señoría. Solo quisiera recalcar una vez más que mi cliente… —Se volvió para indicar al señor Christian Antony Bock, un hombre joven de corta estatura, más bien rechoncho, con unos ojos grises muy separados, mejillas arreboladas, labios gruesos muy femeninos, cara de mal genio y unas facciones que no parecían conformar un todo, como si lo hubieran hecho a pedazos procedentes de alguna encarnación más exitosa. Tenía la nariz chata y salpicada de puntos negros, la piel picada, y sobre la frente sus cabellos negros dibujaban ya (pese a ser tan joven) una V invertida, como consecuencia de lo cual parecía que todos sus rasgos se apiñaban en el tercio inferior de la cara.
Normalmente, el ser humano reacciona a los defectos aleatorios de su apariencia física con ecuanimidad y sentido del humor y, en consecuencia, es capaz de trascender con elegancia dichos defectos y volverlos atractivos, por no decir incluso encantadores. Tony Bock se salía de la norma.
Enderezó sus caídos hombros en una parodia de la posición militar de descanso y adoptó lo que en su fuero interno pensó que era una expresión obsequiosa, mientras la señorita Barrow se volvía hacia el juez.
—Solo hacer hincapié una vez más en que el señor Bock ha asistido, de manera voluntaria y con éxito, a unas lecciones sobre cómo gestionar la ira, que ha satisfecho todos los atrasos pendientes en la manutención de la menor, que ha sufragado asimismo los daños infligidos involuntariamente al porche delantero y al automóvil de su ex esposa, que se ha apuntado voluntariamente a un seminario sobre crianza de los hijos la semana que viene, y que reitera su deseo de convertirse en una presencia positiva en la vida de su hija, esto es, si la corte le concede la oportunidad de demostrarlo.
Las gafas del juez brillaron de nuevo al levantar y bajar la cabeza acusando someramente recibo de la exposición.
Todos los presentes estaban más o menos convencidos de que, a menos que cayera un rayo, el juez Theodore W. Monroe estaba a punto de cargarse a alguien: había adoptado su cara de buitre.
No los decepcionó.
—Tomo nota, señorita Barrow, y este tribunal agradece a ambos letrados su profesionalidad y su claridad durante lo que, por momentos, ha sido una audiencia muy polémica y emotiva.
Hizo una pausa, dejó su estilográfica encima de los papeles que tenía delante, se retrepó en la butaca de orejas, que crujió audiblemente bajo su peso en medio del silencio general, juntó sus artríticas manos sobre la hebilla del cinturón y paseó su desapasionada mirada sobre los rostros que le miraban.
—Bien, entonces… oídas las alegaciones de ambas partes y tomando en consideración las diversas declaraciones archivadas, las peticiones hechas, los informes presentados por los Servicios de Menores y de Familia y el Consejo Asesor para Casos de Violencia Doméstica de los condados de Belfair y Cullen, este tribunal ha decidido conceder la plena y exclusiva custodia de Anna Marie Bock, ahora Anna Marie Dellums, a su madre, Colleen Claire Dellums, y prohibir al señor Christian Antony Bock, ex esposo de la señorita Dellum y padre biológico de Anna Marie, el menor contacto, ni tan siquiera por escrito… Señorita Barrow, contenga a su cliente…
Bock, rojo de ira, había empezado a protestar, pero su abogada lo hizo callar con un susurro ronco.
El juez dejó transcurrir un largo momento mientras fulminaba visualmente al colorado señor Bock.
—Repito: el señor Bock no podrá mantener contacto de ninguna clase, con o sin supervisión, hasta que un comité de revisión independiente determine la probabilidad de que el señor Bock repita la pauta de manipulación, engaño, mala fe, crueldad, agresión y conducta abusiva y violenta que tan bien documentada ha quedado en esta corte. No descarto —añadió Monroe, con un gesto de su envejecida mano en forma de garra— algún tipo de contacto supervisado en el futuro, pero solo una vez que haya tenido lugar esa valoración que acabo de describir y me sean remitidos los resultados para su debida consideración. Asimismo, he dado instrucciones a los diversos cuerpos encargados del cumplimiento de la ley a fin de garantizar que no habrá contacto de ninguna índole (sea escrito, electrónico, visual, televisual, semafórico, jeroglífico, telepático o en sesión espiritista), contacto de ninguna índole, digo, entre el señor Bock y cualquiera de los miembros de la familia Dellums. Y ahora escuche, señor Bock…
Le miró con sus fríos ojos grises.
—Consideraré asunto a investigar hasta el más fortuito encuentro en mitad de la calle. De la misma manera, si aterrizara en el porche de la señorita Dellums una paloma blanca con una ramita de laurel en el pico, lo consideraré una flagrante violación de esta orden, y sepa, señor Bock, que estoy totalmente dispuesto a hacer que cumpla al pie de la letra esta restricción que le impongo y que para ello emplearé todos los medios a mi alcance, incluida, si es preciso, una orden judicial para su encarcelación durante todo el tiempo que la ley y mi propio criterio me permitan.
La abogada de Bock, dispuesta a protestar.
El juez levantó una mano de dedos huesudos y negó con la cabeza.
—No, señorita Barrow. Se lo digo con todos mis respetos, guárdese el comentario, haga el favor. Me queda por añadir una sola cosa, y después cada cual podrá marcharse tranquilamente y seguir con sus cosas. Quiero dejar constancia de que en este momento me dirijo expresamente al señor Bock. ¿Me está usted oyendo, señor Bock? ¿Está usted prestando la debida atención?
—Sí, su señoría —respondió Bock con un fingido hilo de voz, pero con un deje áspero como el roce de piedra sobre piedra. Para ser un hombre de estatura tan baja, casi enano, era capaz de irradiar el resentimiento de una mula, cosa que hacía únicamente cuando estaba a solas con alguien o algo más pequeño o más canijo que él. Por primera vez, mostró su rencor a toda la sala, y Kate Kavanaugh tomó debida nota de ello.
—Bien. No me gusta usted, señor Bock, ni pizca. Si estuviera en mi poder expulsarlo de Niceville, o de este estado, sin duda lo haría. Tiene usted un doble fondo, aunque trate de enseñar al mundo otra cara. A lo largo de mi dilatada vida me he topado muchas veces con gente como usted, e imagino que habrá más antes de que me llegue la hora. Pero quiero que sepa, señor Bock, que le he visto, que le he calado, y que mientras yo siga siendo juez y usted esté en mi jurisdicción, lo tendré vigilado. ¿Comprende bien lo que le quiero decir, señor Bock?
Durante el largo y tenso silencio subsiguiente, Bock se esforzó por encontrar un rostro aceptable. Para Kate Kavanaugh, que odiaba profundamente a aquel asqueroso hombrecillo por lo que durante ocho meses les había hecho, e intentado hacer, a Anna Marie y a su madre, fue como ver a un demonio de poco rango probándose varias caras humanas recién despellejadas.
Finalmente Bock se decidió por una que era humana solo a medias; al ver su expresión, Kate sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. Bock tuvo cuidado de dedicarle esa cara únicamente a ella, mirándola brevemente de soslayo y ceñudo, para acto seguido volverse hacia el juez con un rostro más humano.
—Sí, su señoría —dijo Bock, contrito, dando a su voz un quejido táctico y adornándola con un rápido pestañeo—. Y permítame decirle que haré todo cuanto esté en mi mano por dedicar el tiempo que me queda a hacer cuanto pueda por cambiar la opinión que tienen de mí. Empezando por usted y siguiendo por mi esposa, mi hija y el resto de los presentes.
El juez Monroe se tomó un tiempo para recapacitar, con los labios apretados y los dedos enlazados sobre la mesa.
—¿De veras, señor Bock?
El aludido asintió, las manos colgando a los costados, la vista apartada de las relucientes gafas redondas del juez, que ahora apuntaban hacia él.
—Se lo prometo. A usted y a todos.
El juez Monroe guardó silencio. Al cabo, dijo:
—Le creo, señor Bock. Creo que está diciendo la verdad por primera vez ante este tribunal. Tomo buena nota de ello. Se levanta la sesión.