Coker necesitaba concentrarse un poco

El aparato emisor-receptor empezó a zumbar en el bolsillo de Coker, como una cucaracha dentro de una botella. El propio Coker estaba profundamente inmerso en sí mismo, tratando de ver cómo se desarrollaba todo. Antes, este truco Zen le costaba muy poco. Por entre las cortaderas estaba contemplando la serpiente de asfalto que venía hacia él desde el verde y largo valle, el pesado fusil tan compacto y cálido en sus manos como el pescuezo de un caballo.

La radio volvió a zumbar.

Coker sacó el auricular y pulsó la tecla.

—Diga.

—Estamos en el kilómetro cuarenta y siete.

La voz de Danziger sonó monótona y serena, pero dura. Coker oyó las sirenas de fondo, el sisear del viento, el rumor de neumáticos sobre el pavimento de gravilla de la carretera.

—¿Qué tienes?

Coker escuchó un breve diálogo en tono tenso entre Danziger y Merle Zane, el conductor, ambas voces algo alteradas por la adrenalina, lo cual era lógico.

—De momento solo cuatro —dijo Danziger—. Nos pisan los talones pero mantienen la distancia. Tenemos a un helicóptero de la prensa con nosotros, pero que podamos ver no hay polis en el aire por ahora. ¿Algo más adelante?

Coker bajó la vista al pequeño televisor portátil que tenía al lado, en el suelo. En la diminuta pantalla de plasma pudo observar un coche negro de chasis aerodinámico con un morro como un puño cerrado, el Chrysler Magnum de Merle Zane a toda pastilla por una sinuosa carretera secundaria, campos y sembrados a un lado y a otro, perseguido de cerca por cuatro vehículos, dos Crown Vic gris oscuro y negro, un típico coche de policía negro y marrón (también un Crown Vic) y un coche azul oscuro sin identificar, una especie de ladrillo volador con unas llantas enormes y en la parte delantera un gran parachoques negro de acero.

La imagen procedía de un helicóptero de la cadena local que estaba siguiendo la persecución. Coker pudo ver el parpadeo rojo y azul de las luces de los coches patrulla.

Giró el mando del volumen y oyó el agitadísimo comentario de una joven reportera describiendo la situación. La imagen cambió al elevarse el helicóptero para salvar una hilera de torres de transmisión, mostrando durante unos instantes el amable paisaje rural azulado con lomas pardas al fondo, hacia el sur.

Coker aguardaba en aquellas lomas pardas.

Cogió la radio. Conectó.

—De momento no hay controles, carretera despejada. Confirmado: os siguen cuatro coches. El Dodge Charger azul es uno de los que utilizan para persecuciones. Motor hemi de seis litros, chasis reforzado, con esas defensas delanteras tan gordas. Lo tienen a cola de la comitiva pero a la primera de cambios os vendrá a besar el culo, se cargará las luces traseras del lado izquierdo con un par de golpecitos y os hará girar como una peonza. No dejéis que se acerque.

—Descuida —dijo Denziger—. Entonces ¿qué? ¿Nadie por delante?

Su tono de voz seguía siendo monocorde, pero Coker detectó la tensión. Estaba controlando las frecuencias de la policía y escuchaba el intercambio de mensajes entre jefatura y los coches perseguidores.

—Han llamado pidiendo refuerzos a los sectores Cuatro y Nueve, pero hasta ahora solo dos coches patrulla podrían acercarse, y están al otro lado del Belfair Range, a más de treinta kilómetros. Se han desplegado por todo el condado y tienen a la mayoría de su gente en la interestatal, ayudando a dirigir el tráfico cerca de la zona del accidente. El helicóptero lo tienen también allí.

—De acuerdo —dijo Danziger—. Buen…

Coker oyó un golpe sordo, y a continuación ruido de cristal astillándose. Finalmente, la voz de Merle Zane, maldiciendo en voz baja:

—Mierda. Nos disparan.

Coker bajó la vista al monitor, oyó a la reportera hablando ahora muy excitada. Al pie de la pantalla, el texto en movimiento lateral rezaba: ¡EN RIGUROSO DIRECTO! ¡PERSECUCIÓN POR LA RUTA 311 SUR! ESTO ES SKYCAM NEWS ¡PERSECUCIÓN EN DIRECTO! Pero no salía el nombre de la periodista. Coker creyó adivinar de quién se trataba. Al parecer, lo estaba pasando en grande.

«Mejor para ti», pensó.

«Aprovecha mientras puedas, nena».

—Lo que yo decía. Se os están acercando demasiado.

Coker oyó disparos de pistola, una serie de chasquidos secos, percusivos, y luego la voz de Merle Zane:

—Danziger les está disparando.

—Pues dile que pare. Eso no hace más que motivarlos. Danziger ya debería saberlo. Dile que agache la cabeza o se la volarán.

Oyó cómo Merle Zane le gritaba a Danziger y oyó la acalorada respuesta de este, pero los disparos cesaron. Merle volvió a hablar por la radio:

—Kilómetro cuarenta. Estamos solo a tres kilómetros.

—Aquí estoy —dijo Coker, y cortó.

Bajó el volumen del monitor y desconectó la radio de la policía. Ya no importaba mucho lo que estuvieran haciendo los chicos de la poli estatal.

Fuera lo que fuese, llegaban tarde.

El helicóptero de la televisión local: eso sí era un problema.

Miró hacia el monitor intentando calcular a qué altura estaba el helicóptero, los ángulos, el tipo de aparato. La mayor parte de los helicópteros de la prensa y algunos de la policía del estado eran Eurocopter 350. A juzgar por el ruido que le llegaba del rotor y del propio motor, se trataba de uno de esos; un aparato precioso y muy rápido.

Pero liviano y de chapa fina.

Un huevo volante.

Apoyó la espalda en un árbol, aflojó la presa sobre el rifle, inspiró despacio y se abrió mentalmente a lo que estaba pasando a su alrededor.

En unos álamos al otro lado de la carretera, un puñado de cuervos discutía con otro puñado de cuervos. El viento que soplaba de la llanura agitaba las cortaderas, haciendo bailar sus cabezuelas peludas y sisear y parlotear sus quebradizos tallos al rozarse entre sí. El sol de la tarde hacía que le ardiera la mejilla izquierda. Alzó la vista: un cielo azul sin nubes. Colina abajo una comadreja escarbaba en la tierra rojiza, y su cola asomaba como un palo negro y curvo de la hierba amarillo claro. Tres gavilanes volaban en lo alto con sus alas abiertas y estáticas, planeando perezosamente en círculos, dejándose llevar por las corrientes cálidas mientras el sofocante calor castigaba la llanura. El aire olía a hierba de bisonte, a clavo, a tierra caliente, a asfalto recalentado. Le hizo pensar en Billings y en los barrancos que había en el valle del Bighorn. A lo lejos, débil pero cobrando fuerza, Coker oyó el aullido de unas sirenas.

Volvió a centrarse en el monitor y vio la hilera de coches que seguía al Magnum negro de Merle, el interceptador azul oscuro haciendo eses entre los otros vehículos, aproximándose a Merle a medida que la calzada de dos carriles empezaba a ascender hacia las herbosas estribaciones del Belfair Range.

Al otro lado de la carretera los cuervos se quedaron callados, como si estuvieran escuchando, y luego alzaron el vuelo en una sola nube negra, con las alas despidiendo destellos de color ámbar.

Percibió el sonido del helicóptero que se aproximaba a baja altura, oculto tras las copas de los árboles, y a continuación, entre el ulular de sirenas, un chirrido de neumáticos cuando el Magnum que conducía Merle dobló una curva a menos de quinientos metros.

Las sirenas sonaban más estridentes, sus alocados ecos rebotando en las laderas circundantes, mezclados con el furioso sonido de los motores en plena carrera.

Coker alzó el rifle, se puso unos protectores para los oídos, exhaló larga y pausadamente, se apuntaló medio sentado con el bípode del arma apoyado en un tocón de árbol y bajó la culata, poco a poco, hasta cubrir las copas de los árboles con el freno de boca.

Era un rifle semiautomático de cinco disparos. Coker tenía cinco balas en el cargador de petaca y otros tres cargadores llenos dentro de una bolsa de lona, a sus pies. Si tenía que echar mano de los cargadores de repuesto, pensó, no sobreviviría a la puesta de sol.

Esperó a que apareciera entre los árboles el brillante globo rojo del helicóptero. Entonces aplicó el ojo a la mira telescópica Leupold, presionó la culata contra el hombro, se apuntaló para contrarrestar el durísimo retroceso del arma, apoyó el dedo en las crestas serradas del gatillo y fue apretando justo hasta notar que el pivote empezaba a moverse. Se detuvo. A la espera.

El helicóptero estaba virando a la izquierda, rozando casi las copas de los árboles y siguiendo la curva de las lomas; planeaba con elegancia, casi sin moverse, de forma que la reportera pudiese disfrutar de una buena panorámica de la persecución. Coker divisó dos caras pálidas en la cabina. La periodista estaría en el asiento del copiloto, en el lado izquierdo de la cabina, manejando la radio y la cámara y soltando su discurso.

El piloto estaría en el asiento que quedaba a mano derecha, ocupado con los controles del paso del rotor y los pedales, absorto por completo en su cometido, en estar alerta al tendido eléctrico, a las ramas de los árboles, a los estúpidos gansos suicidas y a cualquier otro aparato que pudiera estar volando en la zona de persecución.

Aunque el piloto mirara hacia donde se encontraba Coker, lo único que vería sería una pequeña mancha de tela color beis en medio de un campo de cortaderas, y tal vez un palo negro que asomaba.

Cocker fijó la imagen en la mira, tomó aire, lo expulsó despacio, solo hasta la mitad, se relajó.

Y apretó el gatillo.

El arma se incrustó de un brinco en su hombro derecho, al tiempo que los gases del freno de boca salían disparados lateralmente. En la mira telescópica, la imagen del helicóptero quedó momentáneamente oscurecida por la onda de calor, pero Coker pudo ver cómo el piloto recibía en el centro del pecho el impacto de la bala calibre 50.

Se podría decir que el tipo explotó: la onda expansiva hidrostática reventó los tejidos llenos de agua a la velocidad del sonido, como un asteroide que se estrellara en el mar.

Coker había visto ya muchas veces un impacto como ese, en el centro de masa. Normalmente, cuando llegabas al vehículo, te encontrabas la cabeza del conductor colgando de hilos, las cuencas de los ojos reventadas, sangre negra saliendo de la boca y los oídos, y solo unas vértebras sonrosadas y un costillar abierto como recordatorio de lo que fue el torso.

«Potencia de fuego —pensó Cocker—. Es una pasada».

Sin manos que dominaran los pasos del rotor, el helicóptero dio varios bandazos, apuntó el morro hacia el suelo y a continuación, vibrando sin control, empezó a girar sobre sí mismo mientras caía.

Por el monitor, Coker vio cómo cielo y tierra intercambiaban papeles en la imagen de la cámara; en medio de un torbellino visual, los álamos ascendían boca abajo a toda velocidad.

A través de los auriculares, le llegó un chillido de puro terror, agudo y fino como un alambre, procedente de los altavoces del televisor portátil. Era la reportera, en plena narración de su mejor y último trabajo: la crónica de primera mano de un accidente aéreo mortal.

«¡En vivo y en riguroso directo!»

Ese pensamiento hizo sonreír a Coker, dando un leve barniz de amarilla frialdad a sus ojos castaño claro. Al momento, el gesto de su boca se endureció.

Notó la colisión a través del suelo cuando el aparato chocó violentamente al fondo de la línea de árboles. Con el rabillo del ojo derecho vio elevarse unas llamas anaranjadas, pero para entonces había cambiado ya de posición, listo para disparar de nuevo, con la mira del rifle enfocada en la carretera cuando el Magnum de Merle Zane dobló la curva.

Desde donde se encontraba, Coker dominaba toda la extensión de la curva en forma de S. De este modo disponía de tiempo suficiente para apuntar al blanco y de un campo de fuego que abarcaría toda la hilera de coches.

Técnicamente, si aquello fuera la típica emboscada de un pelotón marine de reconocimiento, habría un equipo de cinco tiradores en la parte larga de una barrera con forma de L, una ristra de minas Claymore activadas por control remoto en el frente de ataque (setecientas bolas de acero remetidas en un paquete curvo de explosivo plástico C-4), con esta bonita leyenda grabada delante: PONER MIRANDO HACIA EL ENEMIGO. Darle al mando y, ¡pum! los proyectiles salen disparados con un ruido ensordecedor y una rociada de acero que hará pedazos a los pobres diablos de la zona crítica, y a renglón seguido un minuto de locura con todas las armas automáticas o semiautomáticas del pelotón disparando a la vez, más, Dios mediante, un par de morterazos para dejar las cosas definitivamente claras.

Pero esta vez solo estaban Coker y su Barrett calibre 50. Divisó el rostro enjuto y pálido de Merle al volante, el mechón rubio sucio de Danziger. De repente todo aflojó la marcha.

A la izquierda del coche de Merle, en plena curva, pudo ver un buen pedazo del interceptador azul oscuro que los acechaba.

No entero.

Pero bastaba con eso.

Disparó la segunda bala de las cinco contra el capó del coche perseguidor. El motor recalentado hizo explosión, esparciendo metralla en todas direcciones, incluidos pedazos de hierro al rojo que salieron volando hacia atrás, atravesaron el cortafuegos y se incrustaron en cara, pecho y abdomen del conductor. El vehículo derrapó cuando sus manos tiraron del volante hacia la derecha.

Se estrelló contra unos árboles: la cara interior del parabrisas salpicada de sangre, y sangre cubriendo también el airbag. El coche finalmente se detuvo y empezó a echar humo.

Ahora Coker tenía visión directa del segundo coche, el negro y marrón de la policía. Un hombre al volante. Coker vio cómo ladeaba la cabeza al pasar a toda velocidad junto al interceptador siniestrado, le vio abrir la boca de asombro. Era Bill Goodhew, un concienzudo poli joven del condado de Cullen.

En ese momento Merle Zane y Charlie Danziger pasaron frente a la posición de Coker haciendo sonar el claxon. Danziger iba mirando por la ventanilla del acompañante.

Coker no giró en ningún momento la cabeza, solo tuvo conciencia de que pasaban. Podían haber disparado un obús a un palmo de su oreja derecha y ni siquiera habría dado un respingo.

La tercera bala se llevó por delante la cabeza y la mitad superior del torso de Billy Goodhew, esparciendo los fragmentos por la mampara que lo separaba del espacio para detenidos en la parte trasera del coche. Se llevó también por delante el parabrisas de atrás y, como ocurre a veces de manera tan curiosa como accidental en un tiroteo, mandó un brillante chorro de sangre arterial y tejido cerebral contra el parabrisas del coche patrulla que llevaba pegado a la cola.

Los dos vehículos estatales frenaron con fuerza, los neumáticos humeantes, las rejillas besando el asfalto, uno hacia la izquierda y el otro hacia la derecha, procurando establecer una posición defensiva.

Coker disparó la cuarta bala en el lado del conductor del parabrisas del coche que estaba a la izquierda, vio cómo el techo quedaba punteado de fragmentos y la resquebrajada ventanilla se cubría de sangre negra. No salió nadie por la portezuela del acompañante, y Coker dedujo que el conductor iba solo.

Pobre diablo.

Gracias a la recesión la mayor parte de los agentes, tanto de la policía estatal como del condado, se habían visto obligados a patrullar en solitario, incluso de noche. Un maldito desastre. Los putos contables de Cap City jodiéndolo todo. Ellos nunca tendrían que dar el alto a un conductor bebido o drogado a las dos de la madrugada, en mitad de una carretera desierta, y acercarse a un Escalade negro, tuneado, con lunas tintadas y sabe Dios qué clase de individuos dentro.

Coker se fijó en el otro coche. Se había detenido y un agente estaba saliendo de detrás del volante, escopeta en la mano izquierda, radio en la derecha, el Stetson torcido y una expresión de máximo asombro en su cara de paleto.

El tipo se situó rápidamente al otro lado del vehículo, fuera del alcance directo de Coker, tratando de poner cuanta más chapa mejor entre él y quienquiera que estuviese disparando.

Coker lo dejó hacer. Le permitió incluso abrir fuego, una vez, solo para asegurarse de que sabía dónde iba a estar su centro de masa. Acto seguido apretó el gatillo, y la quinta bala atravesó todo el ancho del coche y convirtió en papilla al joven policía.

La escopeta del agente salió volando.

Y se hizo la calma.

Un momento de silencio tenso, el corazón golpeándole las costillas. Luego Coker se puso de pie, sacudió la cabeza para librarse del pitido en los oídos y miró en derredor como si viera aquel lugar por vez primera.

La quietud era inquietante. A pesar de haber llevado los protectores, notó que percibía el sonido de una forma vaga y amortiguada, como si el mundo estuviera envuelto en burbujas. El retroceso del rifle Barrett le había dejado el hombro dolorido.

Al otro lado de la carretera se había producido un pequeño incendio forestal y una columna de humo blanco ascendía hacia el cielo.

El humo de los álamos tenía un agradable y penetrante aroma. Le hizo pensar en la Navidad, allá en Billings. Coker lo aspiró un rato mientras notaba que el mundo iba recuperando la normalidad.

Conectó el escáner y se dedicó a escuchar el diálogo. Había cundido el pánico. Nadie sabía qué demonios acababa de pasar, pero todo el mundo le decía a todo el mundo, a grito pelado, lo que había que hacer.

Decidió que tenía tiempo para hacer un poco de limpieza.

Curándose en salud, retiró el cargador vacío, encajó una petaca llena, movió el cerrojo para meter una bala en la recámara, puso el seguro en horizontal y se cargó el rifle, sus nueve kilos, a la manera reglamentaria para patrullar. De este modo, con un simple movimiento podía tenerlo a punto de disparo.

Después sacó una Colt Python y echó a andar por la carretera en dirección a los coches patrulla. Una vez allí, descargó una bala expansiva calibre 357 en todos los cráneos intactos que pudo encontrar. Cargó de nuevo, e hizo lo que buenamente pudo con lo poco que quedaba de los restantes.

Luego, con cierta dificultad a causa de los guantes de látex que llevaba puestos y a los restos de tejido y sangre y hueso esparcidos por todo el interior, extrajo los discos duros de las diversas cámaras de salpicadero. Hecho esto, se apartó de la escena caminando hacia atrás, para verificar si sus botas dejaban algún rastro de sangre.

Coker dio media vuelta y limpió el espacio desde donde había disparado, recogió los cinco casquillos de bala, borró con el pie las huellas y otras marcas que había dejado, comprobó la zona una vez más y caminó entre la maleza hasta su coche patrulla, un Crown Vic negro y marrón con distintivo del condado.

Abrió el maletero, desmontó el Barrett aflojando el cañón caliente, limpió el arma con un paño impregnado de silicona y la guardó por piezas dentro de su estuche portátil.

Se despojó del mono manchado de sangre, lo metió dentro de una bolsa de papel marrón, cerró el maletero, se miró el uniforme en el retrovisor lateral (dadas las circunstancias, no tenía mal aspecto), montó al volante y se alejó despacio de allí. En el retrovisor interior una delgada espiral de humo se elevaba hacia el cielo. Los cuervos habían regresado, ahora que todo estaba en calma otra vez, y varios de los más hambrientos se habían posado en el techo de los coches patrulla, atraídos por el olor a sangre fresca.

El sol empezaba a ponerse y largas sombras azuladas se dibujaban en la carretera. Una luz de color ámbar peinó su mejilla al atravesar un bosquecillo de álamos. En la radio del coche patrulla se oía hablar a los agentes, pero daba la impresión de que alguien del cuartel general, seguramente Mickey Hancock, estaba por fin atando cabos. Coker pronto recibiría una llamada, como otros tantos polis en el hemisferio occidental.

Coker suspiró, contemplando el mundo con la mente en paz y satisfecho. Sonrió, se puso las gafas de sol, encendió un cigarrillo y dio una profunda calada. Su turno empezaba justo ahora, y se avecinaban horas frenéticas. Le consoló, sin embargo, la cálida y hermosa luz circundante. Prometía ser una bonita noche.