La policía de Niceville tardó menos de una hora en localizar a la última persona que vio al chico desaparecido. Era un comerciante de nombre Alf Pennington, propietario de una librería de viejo en North Gwinnett, cerca del cruce con Kingsbane Walk. Esto quedaba en la ruta que el muchacho, que se llamaba Rainey Teague, solía tomar para ir del colegio Regiopolis a su casa en Garrison Hills.
La distancia era aproximadamente de un kilómetro y medio, y el chico, un andarín de diez años a quien le gustaba tomárselo con calma e ir mirando escaparates por el camino, solía hacerla en unos treinta y cinco minutos.
Sylvia, la madre de Rainey, una mujer nerviosa pero sensata y con cáncer de ovarios, tenía preparada la merienda de su hijo, bocadillo de jamón y queso con encurtidos, en la cocina. Se había sentado delante del ordenador y estaba curioseando la página web de Ancestry.com pero seguía pendiente de la puerta, esperando a que Rainey entrara dando brincos. De vez en cuando echaba un vistazo al reloj de la barra de tareas.
Eran las 15:24, y se imaginó al chico, el hijo a quien había adoptado unos años atrás de una casa de acogida en Sallytown después de años de ineficaces tratamientos in vitro.
Un niño de pelo rubio claro, grandes ojos castaños y andar desgarbado, propenso a silencios repentinos y a estados de ánimo algo enigmáticos. Lo está viendo ahora mentalmente, como si sobrevolara el pueblo en un helicóptero, Niceville a sus pies, desde las brumosas colinas pardas del Belfair Range en el norte hasta el hilo verde del río Tulip cuando bordea la base de Tallulah’s Wall y, ancho ya como un cordón, serpentea por el núcleo urbano. A lo lejos, hacia el sudeste, divisa las pantanosas tierras bajas del litoral y, más allá, el mar reluciente.
Se lo imagina caminando con dificultad, con la chaqueta azul del uniforme colgada del hombro, el rígido cuello blanco de la camisa desabotonado, la corbata con los colores dorado y azul del colegio floja, la mochila de Harry Potter caída a media espalda y los cordones de los zapatos desabrochados. Está llegando al paso a nivel de Peachtree con Cemetery Hill. Mira, por supuesto, a ambos lados antes de cruzar y ya baja por la avenida flanqueada de árboles junto al acantilado que limita el cementerio de los soldados confederados.
Rainey.
Dentro de unos minutos, en casa.
Siguió tecleando con dedos delicados, como si tocara el piano; sus largos cabellos negros sobre los ojos, los tobillos cruzados con recato, erguida y concentrada, combatiendo los efectos del analgésico que tomaba para el dolor.
Estaba buscando en la página web una posible solución a un asunto familiar que la tenía preocupada desde hacía tiempo; intuía, fruto de su investigación, que la respuesta estaba en una reunión celebrada en 1910, en la plantación que Johnny Mullryne tenía cerca de Savannah. Sylvia era pariente lejana de los Mullryne, cuya plantación databa de antes de la guerra civil.
Al policía que respondió después a su llamada le explicó que había perdido la noción del tiempo, uno de los efectos secundarios de la medicación, dijo, mientras buscaba en Ancestry, y que cuando volvió a mirar la hora, ya un poquito preocupada, eran las 15.55. Rainey llegaba diez minutos tarde.
Retiró la silla de su mesa de trabajo y recorrió el largo pasillo principal hasta la puerta de vidrio de colores con los arcos de caoba tallada a mano. Era una mujer alta y esbelta, llevaba un vestido negro ajustado, collar de plata y bailarinas rojas de charol. Cruzó los brazos al frente y ladeó la cabeza hacia la izquierda para ver si su hijo venía ya por la avenida de robles.
Garrison Hills era uno de los barrios más bonitos de Niceville. La luz sepia de los billetes gastados que se filtraba a través de los robles de Virginia y los jirones grises de musgo español iluminaba los cuidados jardines y los relucientes tejados de las viejas mansiones que bordeaban la calle.
No vio a ningún niño en la acera. No había absolutamente nadie. Por más que se esforzó en mirar, la calle estaba del todo desierta. Se quedó allí de pie un buen rato, primero un poco más preocupada y, pasados otros tres minutos, francamente inquieta, aunque no presa del pánico todavía.
Volvió adentro y levantó el auricular del teléfono que descansaba en el antiguo aparador, junto a la entrada, pulsó la tecla 3 para marcar el número del móvil de Rainey y oyó cómo se sucedían los tonos, cada uno añadiendo un grado más a su preocupación. Contó quince tonos y ya no esperó al dieciséis.
Colgó; a continuación marcó la tecla 4 para llamar al despacho del secretario del Regiopolis y al tercer tono se puso el padre Casey, quien le confirmó que Rainey había salido del colegio a las tres y dos minutos, como el resto de la estampida de muchachos vestidos con pantalón gris holgado, camisa blanca y chaqueta azul con el escudo del colegio bordado en hilo dorado en el bolsillo.
El padre Casey notó enseguida que estaba angustiada y le dijo que recorrería a pie la ruta habitual de Rainey por North Gwinnett hasta Long Reach Boulevard.
Después de confirmar los respectivos números de móvil, Sylvia cogió las llaves del coche y bajó al garaje de dos plazas. Miles, su marido, que trabajaba en la banca de inversiones, estaba todavía en Cap City, así que puso en marcha el Porsche Cayenne rojo (el rojo era su color preferido) y salió sola por el camino adoquinado, aturdida y con el corazón en un puño.
Circulaba por North Gwinnett cuando distinguió al padre Casey; un hombre vestido de negro, con alzacuellos, un metro ochenta de alto, robusto como un jugador de fútbol americano y su cara de por sí colorada de preocupación destacaba en medio de la muchedumbre que hacía sus compras.
Se arrimó al bordillo, bajó la ventanilla y hablaron durante cosa de un minuto, observados por los transeúntes, un joven y apuesto jesuita un tanto sudoroso dirigiéndose en voz baja pero vehemente a una atractiva mujer madura al volante de un Cayenne rojo chillón.
Al término del tenso y apremiante diálogo, el padre Casey se apartó del coche y fue a mirar en todos los callejones y todos los parques entre el colegio y Garrison Hills, mientras Sylvia Teague sacaba su móvil, inspiraba hondo, se encomendaba a san Cristóbal y llamaba a la policía. Le dijeron que enviarían de inmediato a un agente y que por favor no se moviera de donde estaba.
Así lo hizo ella. Permaneció en el Cayenne, cuyo interior olía a cuero, y contempló el tráfico en North Gwinnett, esperando y procurando no pensar en nada, mientras a su alrededor se desarrollaba la vida cotidiana de Niceville, la soñolienta y anticuada población sureña donde Sylvia había vivido durante toda su vida.
El colegio de primaria Regiopolis y aquella parte de North Gwinnett estaban sumidos en la moteada penumbra del centro de Niceville, poblado de imponentes robles de Virginia cuyas gruesas ramas se entrelazaban con los cables de la electricidad. Los comercios y la mayor parte de las casas de la ciudad eran de ladrillo rojo y latón, estilo Craftsman, los edificios bordeados por frondosas avenidas y amplias calles de adoquín con farolas de hierro colado. Tranvías dorados y azul marino, pesados como tanques, pasaban junto al Cayenne rojo a cada momento, haciendo vibrar el volante sobre el que ella tenía apoyadas las manos.
Sylvia contempló la tenue luz dorada, brumosa por el polen y la niebla del río que siempre parecían cubrir la ciudad, suavizando todos los ángulos y dando a Niceville un aire y un aspecto de tiempos pasados y más halagüeños. Intentó convencerse a sí misma de que en un sitio tan bonito no podía ocurrir nada malo.
De hecho, siempre pensó que Niceville podría haber sido uno de los lugares más encantadores del Sur si no la hubieran construido, nadie sabía por qué, a la sombra de Tallulah’s Wall, un imponente peñasco de piedra caliza que dominaba la parte nororiental de la ciudad (podía verlo desde donde se encontraba ahora), una muralla adornada por enredaderas y un musgo verde azulado, un escarpado acantilado tan ancho y tan alto que áreas del este de Niceville quedaban bajo su sombra hasta bien pasado el mediodía. En la cima del acantilado había una gran densidad de árboles centenarios, y en el interior de este bosque antiquísimo se encontraba una gran dolina circular, llena de un agua negra y fría cuya profundidad no conocía nadie.
Lo llamaban Crater Sink.
Sylvia había llevado una vez a Rainey de excursión allí, pero los grandes robles y los altísimos pinos, con su incesante crujir y susurrar, le resultaron un tanto amenazadores, lo mismo que el agua de Crater Sink, tan fría y tan negra y tan quieta, y cuya superficie, por algún efecto óptico, no reflejaba el cielo azul en lo alto.
No estuvieron mucho rato.
Ya estaba pensando otra vez en Rainey, y entonces se dio cuenta de que en ningún momento había dejado de pensar en él.
El primer coche patrulla se detuvo al lado del Cayenne cuatro minutos después, conducido por una agente obesa y pelirroja de nombre Mavis Crossfire, una profesional curtida y en lo mejor de su carrera, quien, como todo buen sargento de policía, irradiaba jovialidad, oficio y desapego, con un trasfondo de amenaza latente.
Mavis Crossfire, que conocía y apreciaba a los Teague, pues Garrison Hills entraba en su zona de patrullaje, se inclinó hacia la ventanilla del Cayenne y escuchó de labios de Sylvia la misma historia y con la misma rapidez que esta le había contado al padre Casey, una historia que la sargento estuvo dispuesta a tomar mucho más en serio que un policía de cualquier otra pequeña ciudad estadounidense porque, en lo tocante a personas desaparecidas, Niceville tenía un índice de secuestros cinco veces mayor que el promedio nacional.
Así pues, la sargento Mavis Crossfire prestó una atención especial a la desaparición del muchacho, y, transcurridos los cuatro minutos que Sylvia tardó en ponerla al corriente, llamó por la radio del coche a su superior, el cual se puso en contacto con el teniente Tyree Sutter, oficial al mando de la Brigada de Investigación Criminal de los condados de Belfair y Cullen.
Al cabo de unos diez minutos, todos los agentes de policía de Niceville, todo sheriff de condado y todas las comisarías locales recibían por internet la fotografía y la descripción de Rainey (el colegio Regiopolis disponía de archivos digitales con fotos de todos sus alumnos), y todos los agentes de los que se podía prescindir estaban aplicados ya a la búsqueda de Rainey Teague. En conjunto, una encomiable operación, tan buena como la de la mejor policía urbana del país y mucho mejor que la de la mayoría. Y es que la motivación cuenta.
Menos de una hora más tarde, Boots Jackson, un policía que normalmente hacía la ronda a pie por Patton’s Hard, junto al río, entró en la librería de Alf Pennington en North Gwinnett y localizó a la última persona que había visto a Rainey Teague, cosa que se apresuró a comunicar al ordenador central de la policía mediante su agenda electrónica.
Para entonces el perímetro de la búsqueda había sido ampliado e incluía ya a todos los ayudantes de sheriff de ambos condados así como a las patrullas de la policía estatal tan al norte como Gracie y Sallytown (en la otra vertiente del Belfair Range) y tan al sur como Cap City, unos ochenta kilómetros montaña abajo.
Sentado a su mesa de trabajo en el cuartel general de la Brigada de Investigación Criminal (BIC) en Powder Ridge Road, Tyree Sutter, apodado Tig, un afroamericano de nariz rota y facciones contundentes lo bastante obeso como para poseer un campo gravitatorio propio, vio aparecer en el monitor de búsqueda coordinada la nota sobre el librero Alf Pennington. Sin perder un segundo, pasó el contacto al inspector Nick Kavanaugh, un ex oficial de las Fuerzas Especiales de treinta y dos años, blanco, metro ochenta y dos, delgado, duro como la leña, con unos ojos gris claro y una mata de lustroso pelo negro salpicado de canas en las sienes, el cual se encontraba en el umbral del despacho de Tig mirando a este como un lobo atado con un collar corredizo.
Un minuto después Kavanaugh conducía a toda pastilla su Crown Vic azul marino por Long Reach Boulevard, siguiendo la curva del río, con las luces estroboscópicas encendidas pero sin sirena, camino del Book Nook de Alf Pennington en el 1148 de North Gwinnett, comercio frente al cual aparcó apenas veinte minutos más tarde. Eran las 18.17 y Rainey Teague llevaba oficialmente desaparecido una hora y catorce minutos.
Alf Pennington, sesenta años largos, flaco como un palo, jorobado, calvo como una bola de billar, con penetrantes ojos negros y boca de comisuras en descenso, levantó la vista al ver entrar a Nick, y su semblante avinagrado se ensombreció aún más al verlo avanzar entre las estanterías repletas de libros.
De natural poco risueño, Alf frunció el ceño al aproximarse Nick y reparó en su ajustado traje azul oscuro de buena tela veraniega. «Demasiado caro para un poli; fruto de algún soborno», la americana desabrochada, «para sacar la porra rápido, seguro», bajo la cual destacaba una camisa blanquísima con el cuello abierto, el rostro anguloso y bronceado, ensombrecido a la escasa luz de la tienda, los precavidos ojos grises, la reluciente chapa de oro prendida del cinturón, el ostensible bulto de un arma en la cadera derecha.
—Hola. Usted debe de ser el policía. ¿Le apetece un café?
—No, gracias —dijo Nick con agradable voz de barítono, mirando en derredor, fijándose en los títulos y aspirando el aroma a cera de muebles y tabaco—. Me llamo Nick Kavanaugh —añadió, tendiéndole la mano—. De la BIC.
—Sí, ya —dijo Alf, estrechándole brevemente la mano para, acto seguido, comprobar si seguía llevando la sortija en el dedo meñique. A Alf, marxista encubierto nacido en Vermont, no le caían bien los polis—. El agente Jackson ha dicho que pasaría usted.
—Y aquí me tiene. El agente Jackson ha notificado que vio usted a Rainey Teague poco después de las tres. ¿Podría describirlo?
—Ya lo he hecho antes —respondió Alf con su afilado acento yanqui.
—Lo sé —dijo Nick, esbozando una sonrisa de disculpa para suavizar su petición—, pero me sería de gran ayuda.
Alf miró hacia el techo poniendo sus negros ojos en blanco mientras trataba de serenarse.
—Lo veo pasar cada día. Es un holgazán. Flacucho, la cabeza demasiado grande, greñas rubias que le caen sobre los ojos, pálido de piel, nariz respingona, grandes ojos castaños como una ardilla de tira cómica, camisa blanca con los faldones colgando, el cuello desabrochado, la corbata floja, pantalón gris holgado, chaqueta azul con ese chisme cristiano en el bolsillo, y a la espalda una mochila de Harry Potter que parecía que llevaba llena de ladrillos. ¿Es él?
—Sí, es él. ¿A qué hora fue eso?
—Ya lo he dicho.
—¿Le importaría repetirlo?
Alf suspiró.
—A las tres y cinco; y diez, quizá. Es cuando suele pasar por aquí de regreso de ese colegio cristiano.
Nick estaba considerando la amplitud de la vista que Alf tenía de la calle desde donde estaba sentado, junto a su escritorio. Se veía buena parte de North Gwinnett, gente yendo de acá para allá, el tráfico rodado, al que la luz de la tarde arrancaba destellos metálicos.
—¿Estaba usted aquí sentado? —preguntó.
—Oh, sí.
—¿Le vio bien?
—Oh, sí.
—¿Iba solo?
—Oh, sí.
—¿Le pareció nervioso, o que tuviera prisa?
El ceño de Alf Pennington se hizo más profundo.
—¿Quiere decir como si alguien le estuviera siguiendo? —preguntó.
—Oh, sí —dijo Nick.
Afilado como una lima vieja, Alf captó la parodia del policía y le lanzó una mirada reprobatoria, que Nick consiguió más o menos aguantar.
—No. Solo estaba distraído. Se quedó un rato ahí parado, mirando los libros del escaparate.
—¿Alguna vez entra?
—No. Los chavales de ahora no saben qué hacer con un libro. Siempre están con los tuiters esos. El chico echa un vistazo y pasa al siguiente comercio. El de tío Moochie.
—La casa de empeños.
—Sí, señor. Cada día igual: mira hacia aquí, me saluda, y luego se pone a mirar los cachivaches del escaparate de tío Moochie.
—Hablaron con él. Tío Moochie dice que vio al chico ayer y anteayer, y el anterior también, pero que hoy no.
—Moochie —dijo Alf, como si eso fuera suficiente explicación.
—Es lógico que un chaval se pare delante de su escaparate —dijo Nick.
Alf se hizo eco de sus palabras, pestañeó y guardó silencio.
—¿Se ha fijado en alguien que pudiera haber estado siguiendo al chico de los Teague? ¿algún transeúnte que le estuviera prestando más atención de lo normal?
—¿Quiere decir uno de esos pedofílicos?
—Sí, a eso me refiero.
—Pues no. Me acerqué a la puerta para observar al chico y lo vi allí de pie, frente al escaparate de Moochie. Siempre se tira como cinco minutos embobado contemplando todos esos objetos. Sabe lo que le digo, que quizá debería usted ir allí y curiosear un rato, a ver qué saca en claro.
—¿Usted cree?
—Oh, sí.
Y eso hizo Nick.
El comercio donde tío Moochie tenía lo que a él gustaba llamar un «servicio de correduría» había sido en los años treinta una barbería de barroca decoración, y de hecho conservaba trazas de letras doradas formando un arco en el cristal de la tienda en el que se podía leer: ACADEMIA BARBERIL SULLIVAN, pero el escaparate estaba tan atiborrado de relojes de pared, espejos de marco dorado, perritos de porcelana, relojes de pulsera, oxidadas lámparas art déco, camafeos, broches, chillona bisutería y desnudos de bronce en miniatura, que parecía el cofre de un tesoro. Nick entendió que a un chaval le fascinara aquel escaparate.
Según el parte de Boot Jackson, Nick estaba en el punto exacto de North Gwinnett donde el chico fue visto por última vez.
Nadie de las tiendas de más abajo le había visto pasar, y eso que el chico solía parar a menudo en Scoops, que estaba en la siguiente manzana, y la gente solía verlo subirse a la base de la estatua de bronce del soldado confederado, la del pequeño parque en el cruce con Bluebottle Way.
Pero ese no.
Ese día, conforme a lo que había podido establecer la policía de Niceville, Rainey Teague no había ido más allá de aquel punto frente a la tienda de tío Moochie porque luego… luego había ocurrido algo.
«Las casas de empeño suelen tener cámaras de seguridad», pensó Nick. Y, efectivamente, en la esquina superior izquierda un ojo rojo le estaba observando.
Moochie, un libanés taciturno de rostro desmejorado lleno de malicia y tristeza, había sido inmenso años atrás, pero una colitis ulcerosa de carácter grave lo había dejado como un cirio. Conocido perista, era sin embargo una buena fuente de información para Nick, y no tuvo el menor inconveniente en dejarle ver el vídeo de seguridad. Entre el barullo de cachivaches y cajas, fueron a la trastienda, donde, en un reducido despacho que apestaba a sudor y hachís, Moochie abrió un armario que escondía un monitor LED y pulsó varios botones de un panel de mandos.
—Es digital. Se borra automáticamente cada veinticuatro horas si yo no doy la contraorden —dijo Moochie mientras el vídeo empezaba a rebobinarse. En la esquina inferior derecha del monitor parpadeaba el marcador de tiempo.
De pie en la caótica oficina de Moochie, vieron caminar a la gente hacia atrás mientras los segundos retrocedían rápidamente a su vez. Pasado un minuto y treinta y ocho segundos Nick se vio a sí mismo en la acera, delante de la tienda, mirando hacia donde estaba la cámara, y retroceder luego hacia el lado izquierdo de la imagen. El marcador siguió girando y parpadeando y la gente moviéndose como en una vieja película muda, con aquella misma extraña rigidez, como si fueran fantasmas de un pasado remoto.
Nick era muy consciente de la presencia del prestamista a su lado; por un momento se preguntó si fue el propio Moochie lo último que Rainey Teague vio antes de desaparecer.
¿Había entrado el chico en la tienda?
En tal caso, ¿qué había sucedido entonces?
¿Acaso estaba en ese momento en el piso de arriba, o tal vez en el sótano?
El siguiente comercio era Toonerville, una tienda de hobbies en cuyo escaparate un tren Lionel giraba y giraba recorriendo un Niceville en miniatura. Rainey siempre entraba a charlar un rato con la propietaria, la señora Lianne Hardesty, que le tenía afecto. Pero esta vez no había entrado.
«¿Moochie?»
Nick nunca había oído comentarios turbios sobre él, indicios de pederastia o cualquier otra inclinación perversa. En su historial, si bien poco edificante, no había nada que revelara el menor impulso de tipo sexual.
Pero nunca se sabe…
Moochie soltó un gruñido, pulsó un botón y la imagen quedó congelada. Marcador de tiempo en 15:09:22. Allí estaba Rainey Teague, entrando apenas en la imagen, visto desde un ángulo superior y a su derecha, lo que le daba un aire escorzado.
Moochie miró a Nick, este asintió con la cabeza, y el libanés pulsó un botón para avanzar las imágenes lentamente. Rainey, como si de un juguete de cuerda se tratara, apareció del todo en el encuadre, y era tal como lo había descrito Alf Pennington, con su mochila de Harry Potter colgada del hombro izquierdo, tan llena que lo hacía inclinarse hacia ese lado.
A Nick se le aceleró el pulso mientras contemplaba al chaval, una reacción apenas comparable a lo que debían de estar experimentando en ese mismo instante los padres, pero aun así fue una sensación fría y cortante.
Moochie mantuvo la imagen en movimiento, hasta que Rainey se detenía como a un palmo del escaparate, hacía visera con la mano para contemplar el tesoro del pirata y, un momento después, pegaba su respingona nariz al cristal, donde quedaba cómicamente achatada en un halo de su propio aliento. Detrás de él pasaban transeúntes, pero nadie le prestaba mayor atención.
—Párelo ahí —dijo Nick.
Se inclinó para estudiar mejor la cara del chico. Parecía totalmente absorto; miraba algo que había en el escaparate, algo que por lo visto le había fascinado.
El joven estaba allí paralizado, traspuesto, como si hubiera sido objeto de un hechizo.
«¿Por qué motivo?»
—¿Entraba alguna vez en la tienda?
Moochie negó con la cabeza.
—No permito que entren los muchachos de Regiopolis. Son todos unos ladrones, pequeños Alí Babás. Igual que pilluelos de las calles de Beirut.
—¿Sabe qué es lo que estaba mirando, en el escaparate? Está claro que algo le llama mucho la atención.
—El espejo. Al final he llegado a la conclusión de que era el espejo —dijo Moochie, contemplando la imagen congelada del chico—. Será eso, porque está justo enfrente. El crío está mirando en línea recta. El espejo de marco dorado. Es muy antiguo, de antes de la guerra, yo diría. De la guerra civil, me refiero. Procede de Temple Hill, la vieja mansión de los Cotton en The Chase. Delia Cotton se lo regaló a su ama de llaves, una tal Alice Bayer, que vive en The Glades, y Alice vino un día y me pidió cincuenta dólares a cambio. Yo le di doscientos. Vale mil. Aún conservo el recibo. A Rainey le gustaba mirarse en él, supongo. Siempre se paraba ahí, para verse reflejado en el espejo, así tal cual. Después salía de su embrujo, por decirlo de alguna manera, y continuaba su camino. El cristal tiene vetas, cosa de los años, así que supongo que para el chico sería como mirarse en uno de esos espejos deformantes que hay en las ferias.
Nick hizo un gesto para que el otro siguiera avanzando; Nick buscaba algo que le sirviera de pista. En el minuto 15:13:54 Rainey giraba la cabeza y empezaba a abrir la boca. En el 15:13:55 estaba retrocediendo sobre el talón izquierdo y tenía la boca más abierta.
En el 15:13:56 Rainey ya no aparecía en las imágenes.
La cámara enfocaba un trecho de acera vacío.
Rainey había desaparecido.
—¿Es la cámara? —preguntó Nick.
Moochie se había quedado mirando boquiabierto.
Nick repitió la pregunta.
—No. Nunca había pasado. La cámara es nueva. Me la instalaron el año pasado los de Securicom. Me costó tres mil dólares.
—Rebobine un poco.
Moochie lo hizo, despacio.
Otra vez igual.
Primera imagen: Rainey no está.
Un segundo antes: sí está.
Se apoya en el talón, tiene la boca abierta.
Otro segundo más atrás: sigue allí, ahora más cerca del escaparate, pero como si…
«¿Si qué?
»¿Si retrocediera?
»¿De miedo, quizá?
»¿Por algo que ha visto en el escaparate?
»Tal vez había alguien detrás de él y se había reflejado en el espejo. ¿Qué demonios estaba pasando?»
—¿Dónde queda almacenada la grabación?
—En el disco duro —dijo Moochie, la vista fija en la pantalla.
—¿Es extraíble?
Moochie miró a Nick.
—Sí, pero…
—Lo voy a necesitar. No. Espere. Necesitaré todo el sistema. ¿Tiene uno de repuesto?
A Moochie no le gustó cómo pintaba la cosa.
—Todavía tengo la cámara antigua, conectada a un vídeo.
—Bien. Páselo otra vez, lentamente. Pero ahora la secuencia entera.
Moochie pulsó la tecla de avanzar.
Vieron cómo Rainey entraba con su andar tieso en el encuadre, se inclinaba hacia el cristal, permanecía allí con la expresión cada vez más fija a medida que transcurrían los segundos, acercándose poco a poco al cristal hasta pegar en él la nariz, y con su aliento empañando el escaparate.
Después retrocede.
Se echa hacia atrás y…
Se esfuma.
La cámara siguió funcionando. Se quedaron ambos allí de pie, traspuestos, anclados al suelo, con el escalofrío que a los dos les producía la mera extrañeza del suceso. En las imágenes se veían los pies de algún peatón, siempre el mismo trecho de acera, de vez en cuando un papel que pasaba volando o la sombra de un pájaro cruzando el encuadre, y de fondo gente que iba a sus cosas, ajena a todo.
Siguieron revisando la grabación: un agente uniformado aparecía en imagen procedente del lado donde estaba la tienda de Pennington y se disponía a entrar en la de tío Moochie.
Nick reconoció el corpachón y la cara pálida y pecosa de Boots Jackson, el policía de Niceville asignado a aquella manzana. Volvieron a revisar la grabación unas cuantas veces, pero siempre era igual.
En el minuto 15:13:55, Rainey Teague está allí.
En el 15:13:56, el chaval ha desaparecido.
No es que salte de la imagen, o que amague hacia un lado, o que salte hacia arriba, o que se esfume convertido en un penacho de humo, o que los brazos de un desconocido lo saquen de allí.
No, simplemente desaparece, como si fuera una simple imagen digital y alguien hubiera pulsado ELIMINAR.
Rainey Teague desaparece sin más.
Y ya no vuelve.
Ni que decir tiene que en los angustiosos días y noches que siguieron, mientras la BIC y la policía de Niceville y todo agente que estuviera disponible barrían el estado en busca del chico, nadie mínimamente serio abrigó la menor duda de que lo que la cámara mostraba no era la verdad literal, de que el chico no podía haberse esfumado sin más.
Seguramente se trataba de algún problema informático.
O de un truco, al estilo David Copperfield.
Empezaron, pues, por el costoso sistema de seguridad que Moochie había hecho instalar; lo examinaron y lo probaron y lo volvieron a probar, buscando el fallo técnico, buscando cualquier indicio de que Moochie hubiera amañado el mecanismo para encubrir un simple secuestro. Enviaron la máquina, una Motorola, al FBI para proceder a un examen pericial completo. Los federales no encontraron ningún defecto y tampoco señales de que alguien hubiera manipulado el sistema.
Luego le tocó el turno a Moochie. Fue un interrogatorio digno de la policía secreta siria. También él salió limpio de toda sospecha.
Pusieron la tienda patas arriba.
Nada.
Llevaron el antiguo espejo de Delia Cotton a un laboratorio para ver si… bueno, de hecho no tenían la menor idea de qué había que mirar. Pero si esperaban encontrar algo, allí no estaba. No era más que un espejo antiguo de tamaño mediano, con una deslustrada lámina de plata bruñida dentro de un marco dorado y en el reverso una tarjeta en papel de lino escrita a mano:
Tuvieron que devolverle a tío Moochie, previas disculpas, el costoso sistema de seguridad. Él, sin embargo, no quiso saber nada más del espejo, que finalmente terminó en el armario de Nick Kavanaugh. Entretanto, pusieron patas arriba el Book Nook de Alf Pennington. Alf, viéndolo como una confirmación definitiva de la innata brutalidad imperialista, lo soportó con estoicismo. No encontraron nada.
Pusieron patas arriba la Toonerville Hobby Shoppe.
Nada tampoco.
Revisaron las imágenes de todas y cada una de las cámaras de vigilancia a lo largo de North Gwinnett entre Bluebottle Way y Long Reach Boulevard.
Nada.
Ni rastro.
Lógicamente, hacia el noveno día sin pegar ojo, Nick Kavanaugh estaba ya desquiciado, y su esposa Kate —abogada especialista en derecho de familia— le echó, a sugerencia de Tig Sutter, dos Valium en el zumo de naranja y lo mandó a la cama, donde Nick durmió como un muerto viviente durante doce horas seguidas.
Mientras él dormía, Kate, después de darle vueltas un buen rato a la idea, telefoneó a su padre, Dillon Walker, profesor de historia militar en el Instituto Militar Virginia, en el valle de Shenandoah. Era tarde, pero Walker, un viudo que vivía solo en las dependencias para el cuerpo docente que había junto a la plaza de armas, contestó al segundo tono. Al oír la voz grave y susurrante, con aquella familiar calidez que tan bien conocía, Kate deseó una vez más que su padre viviera más cerca de Niceville y que su madre, Lenore, la que fuera mucho más que media naranja para Dillon Walker, no hubiese muerto cinco años atrás al volcar su coche en la interestatal. Su padre ya no había vuelto a ser el mismo; había perdido buena parte de su afable fogosidad característica. Pero era lo bastante listo como para notar en la voz de ella un deje de tensión.
—Hola, Kate… ¿Cómo estás? ¿Va todo bien?
—Perdona que llame a estas horas, papá. ¿Te he despertado?
Walker se incorporó en su butaca de cuero. (Si bien no estaba durmiendo en su lecho castrense, sí había dormitado durante su lectura de Pax Britannica, el ensayo de James Morris sobre el Imperio británico bajo el reinado de la reina Victoria). La voz de Kate tenía aquel leve temblor típico de cuando le ocurría algo.
—No, cielo. Estaba aquí, leyendo. Pareces un poco preocupada. No será Beth, ¿verdad? ¿O se trata de Reed?
Beth, la hermana mayor de Kate, vivía un conflictivo matrimonio con un ex agente del FBI, Byron Deitz, a quien toda la familia odiaba cordialmente. Reed, el hermano de Kate, era un joven bastante brusco, agente de la estatal a cargo de un coche para persecuciones policiales, cuya máxima felicidad consistía en pisar el acelerador a fondo.
—No, papá. No se trata de Beth ni de Reed. Es por Nick.
—Cielo santo. ¿Le han herido o algo?
—No, no. Nick está bien. A decir verdad, hace un rato le he echado un sedante en la bebida. Ahora está arriba, dormido como un bendito. Lleva días preocupado por un caso y está hecho polvo.
Hubo una pausa, como si ella no supiera por dónde empezar. Walker se inclinó para avivar un poco el fuego, se recostó en la gastada butaca y cogió el vaso de whisky. Estaba tibio y había perdido sabor, pero seguía siendo un Laphroiag.
Podía oír a Kate respirar a través del teléfono; se la imaginó en la que fuera la antigua casa familiar, tal vez en el porche, una típica rosa irlandesa de cabellos cobrizos, ojos azul zafiro y rostro elegante y bien cincelado, la viva imagen de su madre Lenore. Tomó un sorbo de whisky y volvió a dejar el vaso donde estaba.
—Parece como si quisieras preguntarme algo, Kate. ¿Es sobre ese caso?
Silencio. Y luego:
—Supongo que sí, papá. Verás, es que ha habido otra desaparición.
Kate oyó que su padre contenía el aliento y supo que había tocado un asunto delicado. Años atrás su padre había iniciado una investigación por su cuenta sobre la elevada tasa de extrañas desapariciones ocurridas en Niceville, búsqueda que abandonaría bruscamente a la muerte de Lenore. No retomó el proyecto, y desde entonces había eludido hablar de ello con tanta delicadeza como determinación.
Cuando habló de nuevo, su tono de voz, sin perder la calidez habitual, sonó algo más cauto.
—Entiendo. Y me imagino que eso es lo que no le deja dormir a Nick… ¿Se trata de una desaparición en extrañas circunstancias, como todas las anteriores?
—Esa parece ser la opinión de la policía, sí. ¿Te lo puedo contar? ¿No te importa?
—Adelante, Kate. Te ayudaré en lo que pueda.
Kate le explicó lo que sabían: Rainey Teague volviendo del colegio, su parada en la casa de empeños de tío Moochie, la cámara de seguridad y cómo el chico se había esfumado de la manera más misteriosa. Walker notó que la garganta se le empezaba a secar.
—¿El chico se apellida Teague? No será el hijo de Sylvia, ¿verdad?
—Sí, es él.
—Vaya por Dios. ¿Cómo se lo ha tomado ella?
—Está destrozada.
—¿Y Miles?
—Bueno, ya le conoces. Es Teague de pies a cabeza; toda la familia tiene esa cosa fría. Pero se le ve cada vez más callado. Creo que ambos han perdido las esperanzas.
—¿Cómo va la investigación?
—Todo el mundo está metido en ello. Los condados de Belfair y Cullen, la policía estatal, la oficina del FBI en Cap City…
—¿Tienen alguna pista?
—Nada. Nada en absoluto.
Una pausa.
Walker habló de nuevo, ahora con forzada serenidad en la voz.
—¿Ha ocurrido algo… anómalo?
—¿Anómalo? ¿Como qué, papá?
—Pues no sé, Kate. Me consta que me preguntas a mí por aquellas pesquisas que hice, pero estoy tan a dos velas en este asunto como lo estaba entonces. Por eso abandoné. Era inútil.
—Abandonaste porque murió mamá.
Él se quedó callado.
Kate esperó. Había traspasado la línea, era consciente de ello, pero por otro lado sabía que era la niña de sus ojos, la persona de quien él se había sentido más próximo.
—Digamos que por anómalo me refiero a algo de difícil explicación.
—¿Aparte del hecho de que Rainey se desvaneciera en el aire a la vista de una cámara de vigilancia?
—Enfrente de la tienda de tío Moochie, ¿verdad?
—Sí.
—Dices que estaba en la acera, mirando algo que había en el escaparate.
—Así es.
—¿Qué era lo que miraba?
—Un espejo.
Silencio por parte de su padre, pero ella notó la tensión; fue como una vibración que zumbara a lo largo de la línea telefónica.
—¿Qué clase de espejo?
—Uno muy antiguo. Moochie dijo que de antes de la guerra, la civil. Delia Cotton, de los Cotton de Temple Hill, se lo regaló a la señora que le hace la limpieza y la compra.
—Los Teague y los Cotton —dijo él, en un tono neutral.
—Sí. Dos familias con abolengo.
Silencio de nuevo.
Y después…
—¿Podrías describir el espejo?
—Marco dorado, barroco, cristal rugoso, la lámina de plata medio despegada por detrás. Puede que irlandés, o francés, siglo XVII. Aproximadamente setenta y cinco por setenta y cinco centímetros. Pesado. En la parte de atrás lleva una tarjeta de visita en papel de lino, de las antiguas.
—¿Qué pone en la tarjeta?
—La caligrafía es excelente. Tinta color turquesa. Dice: «Con mis respetos… Glynis R.».
De nuevo un silencio tenso. Kate le oyó respirar despacio, como si intentara calmarse. Cuando Walker volvió a hablar no había ni rastro de calidez en su voz.
—¿Y dónde está ahora? El espejo, quiero decir. ¿Sigue en la tienda de Moochie?
—No. Lo tengo aquí. Bueno, en el piso de arriba. Dentro del armario del dormitorio. ¿Por qué?
Walker se quedó tanto rato callado, que Kate llegó a pensar que se había dormido.
—¿Estás ahí, papá?
—Sí. Perdona. Estaba pensando.
Sonó a… no a mentira, porque él nunca le mentía, pero sí a evasiva.
—¿Tú le ves algún sentido a todo esto, papá? ¿Alguna conexión entre esas dos familias? Nick ha intentado averiguar quién era Glynis R., pero Delia le dijo que no tenía la menor idea. ¿A ti te suena de algo ese nombre?
—No. La verdad es que no.
Otra vez la sensación de… cautelosa distancia.
De evasiva.
—¿Qué tendríamos que hacer, papá? Quisiera ayudar a Nick. Y a la familia de Sylvia. Rainey era (bueno, es) un chico muy simpático. Ya sé que es tarde, sé que necesitas dormir. Yo también, papá. ¿Se te ocurre alguna cosa, lo que sea?
Kate esperó.
—El espejo, ¿lo usas?
—Claro que no. Digamos que es una prueba.
—Devuélveselo a Delia. O a la señora de la limpieza. Cuanto antes mejor. Estoy seguro de que es bastante valioso.
—Ya te digo que ahora es una pieza importante del caso. Al menos es lo que piensa Nick. ¿Alguna cosa más?
—Sí. No se os ocurra utilizarlo. El espejo, digo.
—No sé si lo entiendo.
—Lo mismo digo.
Kate intentó tomárselo con humor.
—¿Es que está embrujado o algo así? —preguntó—. ¿Si se nos rompe tendremos siete años de mala suerte?
—Quizá deberías hacer precisamente eso.
—¿El qué?
—Romperlo. Hacerlo añicos. Y tirarlo a Crater Sink.
—Me estás tomando el pelo.
Silencio.
—Sí. Te estoy tomando el pelo. Siento no poder ayudar más. Hija, ahora sí que debería acostarme. A ti también te conviene dormir. ¿Qué tal si me llamas mañana por la mañana, sobre las once? Seguiremos hablando.
—De acuerdo, papá. Te quiero.
—Y yo a ti, Kate. Te quiero mucho.
Kate no llegó a telefonear a Dillon Walker la mañana siguiente a las once, más que nada por la actividad que generó una llamada de Tig al despuntar el día, para decir que un coche patrulla que hacía su ronda habitual en la zona de aparcamiento próxima a Crater Sink acababa de encontrar el Porsche Cayenne de Sylvia Teague. Las bailarinas de charol estaban al borde mismo de la dolina. Ni rastro de Sylvia Teague, pese al despliegue de una cámara robot sumergible proporcionada por Marty Coors, jefe del departamento de la policía estatal en Cap City.
La cámara se sumergió hasta lo más hondo, perforando con sus focos las frías aguas negras, pero finalmente hubo de rendirse a la oscuridad. El cable de control se agotó al llegar a unos trescientos metros.
El sistema de sónar incorporado a la cámara no mostró más que roca y más roca, con un canal lateral que salía de la dolina a más o menos esa profundidad y que, supuestamente, comunicaba con el río Tulip al pie del acantilado, en el valle.
Si Sylvia Teague estaba realmente dentro de Crater Sink, y hasta el momento no habían encontrado ninguna nota de suicidio, siendo el suicidio solo una entre varias posibilidades, tendrían que esperar a que los procesos naturales la llevaran de nuevo a la superficie.
Claro que, tal vez, había sido arrastrada por alguna corriente hasta el canal lateral, lo cual quería decir que tarde o temprano lo que quedara de ella aparecería flotando en el río.
La búsqueda ocupó la mayor parte del décimo día, y Nick, demacrado y aguantando a base de anfetaminas, estuvo allí todo el tiempo. De hecho no se movió de Crater Sink hasta las seis de la tarde, la tarde del décimo día, que fue cuando recibió una llamada de Mavis Crossfire diciendo que habían encontrado a Rainey Teague.
Nick llegó al cementerio confederado de Garrison Hills cuando el sol ya se ponía. Vio los furgones policiales en torno a un pequeño montículo rocoso, en uno de los serpenteantes senderos de piedra que recorrían las pedregosas e irregulares cuestas del camposanto entre cientos y cientos de blancas cruces de piedra (aquí y allá unas pocas estrellas de David) hacia lo que se conocía como New Hill, Colina Nueva, una parte del cementerio reservada para personajes destacados en la historia de Niceville.
En New Hill había unos cincuenta pequeños templos, la mayoría de ellos de estilo palladiano, básicamente panteones familiares con apellidos como Haggard, Teague, Cotton, Walker, Gwinnett, Mullryne, Mercer o Ruelle, tallados en sus dinteles.
Eran templos hechos con bloques de mármol, provistos de una puerta de roble macizo, cerrada y sellada, protegida, además, por una reja de hierro. El terreno era pedregoso, de modo que algunas de las tumbas menos importantes eran poco más que un pequeño túmulo de ladrillo rojo con un capitel de mármol u otro tipo de piedra, el túmulo bien hundido en el suelo y todo él rodeado de tierra y hierba. Solo se podía acceder a la cripta por una rejilla de hierro, de poca altura, situada en uno de los extremos y asegurada siempre con candado.
Los policías estaban congregados alrededor de uno de esos túmulos, mirando cómo dos bomberos provistos de mazos la emprendían con el techo de la cripta. Nick oyó el ruido que producían los golpes y vio ascender el polvo de ladrillo en el resplandor de las luces de los cascos y de las lámparas halógenas que habían colocado alrededor.
Todo el mundo volvió la cabeza cuando Nick aparcó el Crown Vic colina abajo y empezó a subir la cuesta a pie. Mavis Crossfire se separó del grupo, y Nick divisó la figura larguirucha y el corte de pelo a lo marine de Marty Coors, el comandante del destacamento de la policía estatal, que se volvía con el semblante duro y solemne y una mirada preñada de incertidumbre.
—Hola, Nick —dijo Mavis, tendiéndole la mano al llegar a su altura—. Está aquí.
Nick miró hacia el túmulo, a los hombres que golpe a golpe lo estaban convirtiendo en fragmentos de ladrillo y esquirlas de mármol.
—¿Ahí dentro? ¿Cómo lo sabes? Esa cripta no se ha abierto desde hace más de cien años. Están todas igual; los candados agarrotados y llenos de orín, los barrotes medio sepultados en la tierra y cubiertos de maleza.
—Sí, es verdad. Todo lo que dices es verdad. Oye, Nick, ¿estás bien?
Nick la miró.
—Cómo quieres que esté bien. Claro que no. ¿Y tú?
La sonrisa de Mavis derivó en una expresión extraña.
—No, yo tampoco. Nadie de los que estamos aquí. ¿Que cómo sabemos que está metido ahí dentro, Nick? Pues porque se le oye.
Nick la miró de hito en hito.
Mavis asintió, imperturbable salvo por la mirada de animal acosado y la palidez de su piel.
—Es la verdad. No he querido decírtelo antes de que llegaras. No quería que la diñaras conduciendo a mil por hora para venir. Esta tarde el encargado oyó algo. Le pareció que era un pájaro, pero luego pensó que no. La dirección del sonido lo llevó hasta ese túmulo.
—¿A quién enterraron ahí?
—A un tal Ethan Ruelle. Fallecido en la Nochevieja de 1921. En un duelo, según cuenta el encargado. Uno de los bomberos colocó un sensor acústico en el techo de la tumba, ya sabes, un aparato de esos que utilizan para buscar gente en un derrumbamiento, y todos lo hemos podido oír.
—Oír ¿el qué?
—Un chaval. Que lloraba.
Nick la miró primero a ella y luego a los operarios, a los policías que había por allí, la ambulancia esperando un poco más lejos con sus luces rojas y azules en movimiento, derramando sobre el cementerio un constante y frenético parpadeo.
—Es un truco —dijo finalmente, empezando a sulfurarse—. Todo esto me parece una broma de muy mal gusto. Alguien se está cachondeando de nosotros, Mavis. Tiene que ser fruto de una mente retorcida.
—Si es una broma, su autor es un lince —dijo Mavis, sin sentirse ofendida ni alterar el tono de voz—. El bombero dio unos golpecitos en la piedra, y el llanto fue a más. Ahí dentro hay algo, seguro. Y todos pensamos (quizá mejor decir que todos esperamos) que se trata de Rainey.
Oyeron un ruido sordo, una especie de rumor pedregoso. De pronto todo el mundo se puso a hablar rápido y en voz alta.
Nick y Mavis llegaron al túmulo cuando Marty Coors estaba iluminando con su linterna el boquete que habían abierto los bomberos. Un rostro aterrorizado miraba desde dentro con sus ojos castaños abiertos como platos, el pelo rubio sucio, las mejillas polvorientas con regueros de haber llorado, la boca como una O y en tensión hasta que, segundos después, consiguió soltar el grito que llevaba dentro. Su voz resonó entre las tumbas, haciendo alzar el vuelo a una bandada de cuervos que descansaba en unos tilos.
El chico era Rainey Teague, y estaba vivo.
Cuando lo sacaron unos minutos después, todavía con el uniforme del colegio, vieron que lo habían metido dentro de una caja larga de madera, un féretro, y que el féretro no estaba vacío.
Rainey Teague había yacido en los momificados brazos de un cadáver, presumiblemente el de Ethan Ruelle. Nadie entendía cómo podían haberlo hecho, cómo habían abierto la tumba sin dejar la menor huella de haberla forzado, ni quién era el autor, pero Rainey estaba vivo. Lo llevaron a Lady Grace, donde, durante las cinco horas siguientes, cayó lenta pero inexorablemente en un estado de catatonia.
Y allí estaba aún tres días después, cuando su padre, Miles Teague, fue a ver a su hijo una vez más a la unidad de cuidados intensivos. Rainey yacía en medio de la parafernalia médica habitual: suero intravenoso, monitores, catéteres para esto y lo otro…
Los médicos de cuidados intensivos explicaron a Miles, un hombre moreno de ascendencia irlandesa, recio, cincuenta y pocos años, cara de facciones agraciadas perdiendo a marchas forzadas todo su encanto, que la catatonia de Rainey era una reacción bastante frecuente a un trauma de tales características, dicho lo cual lo dejaron a solas con su hijo.
Miles Teague estuvo observando a Rainey durante dos horas, viendo cómo respiraba. Luego se inclinó para darle un beso en la frente, se enderezó, salió al aparcamiento y montó en su Mercedes Benz negro. Condujo hasta su casa en Garrison Hills y allí fue encontrado a la mañana siguiente, con la misma ropa, en un capricho en mármol al fondo del jardín, a su lado una escopeta Purdey artesanal y con la cabeza arrancada de cuajo.