La campana repicó nuevamente.
Sonaba tan a lo lejos, tan imprecisa y como absorbidos sus ecos por la blanda masa algodonosa de la niebla, que costaba trabajo admitir que fuera cierta su existencia, o que, más que de una realidad, se trataba de una alucinación que venía a sumarse a las infinitas fantasías de una existencia que se diría edificada sobre un sinfín de absurdas incongruencias.
No era posible.
No era posible que, en la inmensidad del mar de los caribes y la innumerable cantidad de sus islas, el destino y las corrientes hubieran decidido caprichosamente empujar la frágil canoa hasta un punto desde el que pudiera escucharse la campana.
No era posible.
Pero volvió el sonido, ahora más claro, aunque quizá levemente desviado a la derecha pese a que resultaba muy difícil dilucidar de dónde provenía exactamente.
El temblor de las manos hizo que el canalete se les escurriera entre los dedos yendo a parar al agua y, al inclinarse sobre la borda para recuperarlo, a punto estuvo de zozobrar aparatosamente.
La niebla comenzaba a aclararse.
Bogó muy despacio, sin apenas un ruido, atento a los sonidos que llegaban de aquella espesa nada blanquecina, con el alma en los dientes y todos sus sentidos concentrados en recuperar aquel metálico sonido que rebotaba en su mente devolviéndole a los más felices años de su vida.
Repicó de nuevo, pero ahora a su izquierda.
—¡Dios bendito! —sollozó con amargura—. ¡Estoy remando en círculo!
Corrigió el rumbo y rasgó con la proa la calina que una esperanzadora brisa diluía con infinita y cruel paciencia.
Era un tañido lento, monótono y triste, sin la alegría de las campanas de su infancia, pero se le antojó un cántico de gloria; la prueba indiscutible de que, casi al alcance de su mano, existían seres humanos que se le asemejaban, tenían sus mismas costumbres, hablaban su mismo idioma y conocían sin duda la mejor forma de atravesar el océano.
Y, al otro lado de ese océano, estaba España.
Y, en España, La Gomera.
Y, en La Gomera, Ingrid.
La campana resonó ahora a su derecha.
Corrigió de nuevo el rumbo.
La suave brisa se convirtió en fresco viento que arrastraba los últimos jirones de la insistente niebla.
Ahora ya todo fue silencio.
Ante la proa se abrió el horizonte.
Y en ese horizonte no había nada; nada en absoluto.
Tan sólo un infinito mar sin esperanzas.
Permaneció como petrificado por aquella nueva burla del destino, y cuando se volvió buscando una explicación a sus alucinaciones, distinguió en la distancia la popa de dos naves que se alejaban a poco más de una milla la una de la otra, y que recuperada la visibilidad, no necesitaban continuar haciendo repicar sus campanas para notificarse mutuamente la posición y evitar colisiones.
Anonadado, tardó un tiempo infinito en tomar conciencia de que se encontraba absolutamente solo en medio de un mar ilimitado, y de que sus posibilidades de encontrar una ciudad perdida en una lejana isla continuaban siendo nulas.
Una vez más quedaba claro que, por muchas ilusiones que pudiera haberse hecho, resultaba evidente que para el canario Cienfuegos jamás existirían los milagros.
Su vida continuaría siendo dura, peligrosa y difícil, sin que nunca nadie acudiera en su ayuda.
Desalentado, escondió el rostro entre los brazos, se recostó en la borda y lloró mansamente.
Madrid, junio 1988.
LIBRO TERCERO: AZABACHE