XXI

—La princesa te espera.

El capitán Alonso de Ojeda se volvió molesto al servil y sudoroso Dominguillo Cuatrobocas, y observó de nuevo a Doña Mariana Montenegro que continuaba tendida en el lecho, pálida y quieta, sin que apenas el levísimo agitar de su pecho permitiera constatar que aún seguía con vida.

—Tengo que cuidarla —replicó.

—Es importante.

El de Cuenca estuvo a punto de responder con acritud, pero el cojo Bonifacio que aparecía acurrucado en un rincón, lejos de la tenue luz de la lamparilla de aceite, alzó apenas el rostro que escondía entre los brazos.

—Yo la atenderé —señaló quedamente—. Si ocurre algo enviaré a buscarle.

—Temo por ella.

—Nadie puede hacer nada. Está en manos de Dios.

Ojeda aún dudó, escrutó de nuevo la amplia papada del gordinflón y por último optó por ponerse cansinamente en pie para seguirle al interior de la noche.

Se encaminaron a la punta del cabo que cerraba la bahía y, ya en el límite de la larga fila de cocoteros, Dominguillo Cuatrobocas se detuvo para extender el brazo y señalar la entrada de una amplia cueva de la que surgía un leve resplandor.

—Allí —fue todo cuanto dijo antes de dar media vuelta y perderse de nuevo en las tinieblas.

El español aún permaneció unos instantes muy quieto, tentado de seguir al seboso nativo eludiendo lo que se le antojaba a todas luces una trampa, pero al fin llegó al convencimiento de que su inquebrantable fe en la Madre de Dios le libraría de todo mal y no sería propio de un capitán de los Reyes Católicos dar la espalda al peligro sin presentar batalla.

Penetró, por tanto, en la cueva con paso firme, pero lo que vio superó incluso sus propias expectativas obligándole a permanecer clavado en el umbral como una estatua de piedra. Un centenar de lamparillas iluminaban la amplia estancia en cuyo centro un inmenso lecho de rojos pétalos acogía el inimitable cuerpo de la princesa Anacaona que no se cubría más que con ricos aderezos de oro de los pies a la cabeza.

—¡Cielos…! —pudo balbucear al fin anonadado—. ¿Qué locura es ésta?

Ella extendió la mano invitándole a tomar asiento a su lado al tiempo que sonreía con una cierta tristeza.

—Mi nombre es Flor de Oro, ya lo sabes —dijo—. Aquí tienes el oro, es tuyo, pero quiero que sepas que sin duda lo más hermoso que guardo para ti, es el néctar que se derrama en el fondo del cáliz de mi cuerpo cuando te tengo cerca.

Azorado, el bravo capitán no pudo por menos que sonrojarse bajo la negra barba, y por largos minutos permaneció extasiado ante una indescriptible visión de la que sin duda nadie había sido testigo jamás anteriormente. Allí se juntaban la más deseable mujer imaginada y más oro del que pudiera concebir la insaciable ambición de los Colones, pero más aún que la perfección de aquel cuerpo o el inestimable valor de las riquezas, le impresionó la insondable profundidad del amor que se leía en los oscuros ojos de una dulce criatura que parecía estar a punto de quebrarse en mil pedazos si no le correspondían.

—¡Dios! —musitó quedamente—. ¿Por qué te complaces en tentarme hasta este punto?

Y lo dijo a conciencia de que la auténtica tentación no se centraba en el sexo o el oro, sino en el hecho evidente de que, como hombre de bien, no podía sumir en la desesperación de otro desprecio a una mujer cuya vida parecía depender en aquellos momentos de sus actos.

—¿Es suficiente? —inquirió ella al fin con un tono de ansiedad en la voz que le dolió en el alma—. Es todo lo que mi hermano ha conseguido.

Extendió la mano y le selló la boca con un dedo.

—¡No digas eso! —le reconvino—. No hay en este mundo oro suficiente para ocultar tu hermosura. Ni para comprar a Ojeda. ¡Ven! No tengas miedo.

La obligó a erguirse conduciéndola muy despacio hasta la entrada de la cueva, salieron a la oscura noche adornada tan sólo por miríadas de estrellas, y al llegar al borde del agua el español la obligó a detenerse y permanecer inmóvil frente a la ancha bahía que semejaba un lago.

Luego, muy despacio, le despojó del valioso pectoral que le colgaba al cuello, y con un brusco gesto lo lanzó al agua.

—No permitas que esta basura oculte tus pechos —dijo—. Ni que estos colgajos deformen tus orejas, o estas pulseras rompan la maravillosa línea de tus brazos.

Arrojó cuanto llevaba al mar, y luego, en idéntico tono, y mientras comenzaba a desnudarse, añadió dulcemente:

—No dejes que nada se interponga entre tu piel y la mía; entre tu cuerpo y mi cuerpo; entre ese dulce néctar que guardas en tu cáliz y la invencible necesidad que tengo de probarlo…

Se arrodilló ante ella aspirando a fondo los mil deliciosos aromas de aquella irrepetible Flor de Oro, y se amaron ansiosamente sobre la tibia arena hasta que los primeros colibríes madrugadores cruzaron el cielo como rojizas flechas en busca de otras flores.

Dos días más tarde, Ingrid Grass comenzó a recuperarse.

Cesó por el momento de delirar llamando a todas horas a Cienfuegos, y desapareció la fiebre que ardía en su interior como una fragua que consumiese hasta el último gramo de grasa de su cuerpo.

Regresó, muy de puntillas, de la muerte.

Lo primero que percibió fue un intenso brillo en los ojos de la princesa y sonrió feliz con un supremo esfuerzo.

—¡Lo conseguiste! —susurró.

La indígena le acarició la mano con afecto.

—Gracias a ti.

—Te envidio.

—Algún día serás tan feliz como lo soy yo ahora. —Hizo una corta pausa y añadió cambiando el tono de voz—: Pronto tendré algo importante que decirte, pero aún no estoy del todo segura, ni es éste el momento.

Cuando te recuperes, lo haré.

—¡Por favor!

—¡No! ¡Ahora no! Ten paciencia.

Tuvo que transcurrir casi una semana antes de que Anacaona aprovechara uno de sus tranquilos paseos por la playa, para tomar asiento muy cerca del punto en que hiciera por primera vez el amor con Ojeda y, tras permanecer un rato pensativa, se decidiera a hablar.

—Don Luis de Torres vino hace algún tiempo a pedirme ayuda… —comenzó—. Quería que utilizara mi influencia con los caciques de la isla para tratar de averiguar qué había sido de uno de los hombres que se quedaron en el «Fuerte de La Natividad» que mi esposo, Canoabó, aniquiló. —Hizo una corta pausa y observó con detenimiento a la alemana, como si estuviese tratando de captar su reacción—. Sé que ese hombre significaba mucho para ti.

—Aún lo significa.

—¿Por qué nunca me hablaste de él?

—Prefiero que nadie sepa que está vivo… si es que aún lo está.

—Lo estaba tres días después de la matanza. Recuerdo que Canoabó se enfureció porque Guacaraní y sus guerreros permitieran que dos españoles escaparan.

—¿Dos…? —se sorprendió Ingrid—. ¿Estás segura?

—Completamente. Uno era un muchacho pelirrojo; el otro un viejo muy viejo.

—¿Adónde fueron?

—Nadie lo sabe. Se adentraron en el mar y nada ha vuelto a saberse de ellos. —Jugueteó cabizbaja con un puñado de arena, y sin mirarla añadió—: Pero hay algo más.

—¿Algo más? —repitió Doña Mariana Montenegro esperanzada—. ¿A qué te refieres?

—A algo que no estoy muy segura de si quieres saber o no, pero que he llegado a la conclusión de que debo contarte. —Ahora sí que la miró de frente—. El cacique Guacaraní permitió que tu amigo escapara porque su hermana había tenido un hijo suyo.

—¿Un hijo…? —El tono de sorpresa y dolor no pasó inadvertido a Flor de Oro que extendió la mano y le apretó con fuerza el antebrazo—. ¿Un hijo de Cienfuegos?

—Exactamente.

—¡Dios bendito!

—No debes culparle. Llevaba lejos de ti ya más de un año.

La alemana no respondió. Se puso lentamente en pie y se aproximó al borde del agua, deteniéndose largo rato a contemplar la confusa línea del horizonte. Por último, sin volverse, replicó quedamente:

—No le culpo. Tan sólo me entristece el hecho de que ese hijo no fuera mío.

—Me han dicho que fue la madre del niño la que lo ocultó para que los hombres de mi marido no le mataran. No fue un cobarde: estaba drogado.

—Entiendo. —Se volvió a mirarla—. Ésa debe ser la razón por la que no quiere que se sepa que está vivo; nadie creería que fue una mujer quien le salvó.

—Es posible…

—Pero el día que Cienfuegos vuelva, ¡que volverá!, esa mujer dirá la verdad. —Se arrodilló frente a ella—. ¿O no?

La princesa extendió la mano y le acarició la mejilla con un dulce gesto de amistad y ternura al tiempo que agitaba negativamente la cabeza.

—No. Ella no. Su hermano Guacaraní podrá aclararlo si quiere, pero ella no. La epidemia se la llevó hace ya un mes.

La exvizcondesa de Teguise no dijo nada. Se puso en pie de nuevo y se alejó playa adelante, hasta la punta misma del cabo, donde permaneció más de una hora meditando en cuanto acababan de decirle, y tratando de evocar aquel maravilloso rostro, tan amado, que ya con tanta frecuencia se le aparecía borroso y como perdido entre sus recuerdos.

Flor de Oro aguardó paciente en el mismo lugar, consciente de que tal vez le había causado un profundo dolor al decirle que el hombre al que había entregado su vida había tenido un hijo con otra mujer, pero convencida de que había hecho bien en confesárselo.

Por fin, Ingrid Grass regresó sobre sus pasos e inquirió:

—¿Dónde está el niño?

—Con sus tíos.

—¿Crees que me lo confiarían? Lo cuidaría como si fuera mío.

—Lo sé. Y estaba convencida de que me lo pedirías… —sonrió con dulzura y asintió con un leve ademán de cabeza—. Guacaraní está dispuesto a entregártelo siempre que prometas que no tratarás de hacerle olvidar que se trata del primer hijo de un español y una princesa haitiana.

—Lo prometo.

—Haré que te lo traigan.

Regresaron muy despacio hacia la granja, marchando cogidas del brazo por la hermosa y tranquila playa que se abría al verdoso mar de los caribes hasta que, de improviso, la alemana se detuvo un instante e inquirió.

—¿Cómo se llama?

—«Haitiké».

—¡«Haitiké»! —repitió Ingrid Grass como para sí misma—. Suena bien. ¿Qué significa?

—Haití quiere decir «País de las Montañas». Y «Ké», «hijo». Su nombre significa, por tanto, El «Hijo del País de las Montañas», o quizá, simplificando, «El Hijo de las Montañas».

—¡«El Hijo de las Montañas»! —La alemana chasqueó la lengua casi con incredulidad, y concluyó por agitar la cabeza de un lado a otro sonriendo—. No cabe duda de que es un nombre apropiado para un hijo de Cienfuegos. —La tomó de nuevo por el brazo y reanudaron sin prisas la marcha—. Cuando le conocí, lo único que sabía hacer era trepar por los riscos como una cabra salvaje. ¡Me gustaría tanto hablarte de él!