XX

Soñó con Ingrid.

La vio tendida en un oscuro lecho, cenicienta e inmóvil, como muerta, sin aquélla alegría que inundaba de continuo su rostro; sin su sonrisa, ni sus ojos vivaces; sin el eterno palpitar de sus húmedos labios ni el aleteo de sus manos buscando una íntima caricia, y se despertó sudando frío, horrorizado, pero abrigando, al propio tiempo, la indescriptible sensación de que en aquel espantoso sueño ella estaba muy cerca; mucho más cerca de lo que lo había estado desde que abandonara la isla de La Gomera.

¿Cuánto tiempo hacía ya?

No pudo calcularlo. Los días, los meses y aun los años se le habían ido escapando entre los dedos como el agua que se escurre al intentar beber en el cuenco de las manos y de la que bien poco se aprovecha, y la memoria le jugaba feas pasadas al intentar sumar monótonas jornadas de navegación con largos períodos en la selva o el cautiverio.

Se sentía una vez más profundamente deprimido y cansado hasta los huesos de aquel vagar sin rumbo por tierras tan extrañas, que a menudo resultaba imposible determinar si en realidad soñaba cuando estaba dormido, o la auténtica pesadilla comenzaba a tener lugar en cuanto abría los ojos.

Miró hacia arriba; hacia el espeso enramado que le protegía de la lluvia y le ocultaba a la vista del mundo, y le vino a la mente el recuerdo de la noche pasada, cuando dispuso de una oportunidad única de acabar impunemente con su perseguidor y lo dejó con vida.

Ahora, con la luz del nuevo día su enemigo estaría acechándole allá fuera, decidido a cortarle la cabeza, y había llegado, por tanto, la hora de arrepentirse por un estúpido acto de generosidad que nadie valoraría, y la hora de preguntarse hasta cuándo continuaría comportándose como un loco insensato incapaz de admitir que su deber primordial era conservar la vida, que era en verdad lo único que por lo visto estaban dispuestos a permitirle conservar en este mundo.

La vida, una espada, un viejo cuchillo, un macuto repleto de carne seca, y un desvencijado tablero de ajedrez con el que ya ni siquiera le apetecía jugar solo.

Y el recuerdo de una hermosa mujer que se iba diluyendo poco a poco en su memoria.

Le asustó la idea de que amaneciera un día en el que ya la rubia alemana no llenara por completo esa memoria.

Y le asustó aún más que ese hueco lo ocuparan recuerdos de muertes y desdichas; de amigos que sufrieron un amargo final; de soledad y hambre, y de instantes como aquél en el que se encontraba oculto a la orilla de un río, temeroso de abandonar su minúsculo escondite, y aguardando a que una larga flecha le atravesara el corazón de parte a parte.

Dejó pasar el tiempo acurrucado en el fondo de la canoa, con el oído pegado a la madera, escuchando así el rumor de un agua que discurría, monótona e incansable en busca de un inmenso mar dispuesto a devorarla.

Luego, sin saber muy bien por qué, aflojó las amarras.

La embarcación permaneció unos instantes pegada al fango de la orilla para deslizarse al fin muy suavemente, atravesar la espesa maraña de hojas y lianas, y dejarse llevar como un tronco caído hasta el centro del cauce.

Lloviznaba bajo un sol inclemente.

Nunca dejaba de admirarle el hermoso fenómeno atmosférico que tenía lugar tantas veces en las primeras horas de la mañana en las lagunas y ríos de la selva, cuando los rayos de un sol que había ascendido una cuarta sobre la línea del horizonte eran capaces de atravesar la cortina de agua que dejaba escapar una negra nube en vertical sobre la tierra, calentando sus gotas y dibujando hermosos arco iris que al rozar las amarillas copas de los «araguaneys» cubrían el cielo de prodigiosas luces como si de un castillo de fuegos de artificio se tratara.

«Lluvia con sol, amor».

«Lluvia con lluvia, dolor».

«Sol con sol, furor».

Se preguntó quién habría inventado tamaña estupidez, y, por qué habían sido siempre los cabreros de La Gomera tan dados a repetirla como si se tratara de una aseveración incuestionable, y se preguntó, también, qué explicación le darían en una selva donde cualquier tipo de amor brillaba por su ausencia.

Evocó la lejana tarde en que la poseyó de rodillas, cara al sol que se hundía en el horizonte mientras una agua mansa y tibia les empapaba el cabello y el cuerpo sudoroso, y aceptó que tal vez en las montañas y lagunas de su isla aquella primera frase pudiera tener algún sentido, pero ahora, tumbado en el fondo de una rústica canoa y dejándose llevar por la corriente de un río cenagoso hacia un incierto destino, se le antojaba en verdad incongruente.

Pasó la nube, creció el bochorno, y un pesado y denso hedor a hojarasca putrefacta se apoderó del aire trayendo a su memoria la olvidada pestilencia del viejo cementerio en que enterró a su madre.

El olor de la muerte no hacía distinciones en la jungla entre seres humanos y hojas secas.

Luego lo descubrió en mitad del río, erguido y desafiante sentado en su piragua, hosco, ceñudo y empuñando con decisión una corta y pesada lanza de madera de chonta.

No era muy alto pero sus anchas espaldas sobresalían de las bordas, y la firmeza con que apretaba las mandíbulas denotaba a las claras que había llegado hasta allí dispuesto a luchar con él hasta la muerte.

Permitió que la embarcación se deslizara por sí sola mientras desenvainaba la espada, y al verle más de cerca pudo reconocerle como al primer nativo al que vio entregar una calabaza de polvo de oro al enano Goliat.

—¿Qué buscas? —gritó con su voz más profunda cuando se encontraban ya a menos de treinta metros de distancia.

El otro se llevó la mano al cuello haciendo un claro gesto de querer degollarle.

—¡Tu cabeza! —replicó secamente.

—¡Tal vez preferirías mi culo, marica de mierda!

El llamado Paujuí no pareció entenderle o no prestó atención a sus palabras, limitándose a arrodillarse afirmando las piernas a las bordas con vistas a mantener mejor el equilibrio mientras alzaba el brazo armado dispuesto a arrojar su corta y pesada lanza.

Cienfuegos se limitó por su parte a alzar la mano en un claro ademán de tregua al tiempo que señalaba.

—¡Espera! ¡No seas estúpido! En el caso de que me mataras, que lo dudo, la piragua volcaría, mi cadáver se iría al fondo, y jamás encontrarías mi cabeza.

Ahora sí que el nativo captó a la perfección lo que estaba tratando de decirle, ya que dudó unos instantes y una sombra de preocupación surcó su pétreo rostro que aparecía cómicamente churreteado por la negra pintura de guerra que se le había corrido por efecto de la lluvia.

—Tiene que haber otra manera de solucionar este problema —señaló el canario sin dejar de empuñar por ello su arma—. Ahora que he demostrado que soy un cobarde escapando ante ti, existirá algún modo de que consigas el amor de Urucoa sin necesidad de que me mates.

—Necesito tu cabeza —fue la firme respuesta.

—¡Qué manía!

Las embarcaciones avanzaban al unísono empujadas por la suave corriente, conservando entre ellas una distancia de ocho o nueve metros, y tras meditar unos instantes sobre el difícil problema que se le planteaba, el gomero extendió la mano alzando su hermosa caja de ajedrez.

—¿Y si se lo regalaras? —quiso saber—. Podrás decirle que me ahogué y ésta es la prueba. —Sonrió levemente—. Y te garantizo que le durará más que una cabeza que se pudre a los tres días.

Paujuí negó secamente.

—¡No sirve! —replicó adustamente—. El te ama, y hasta que no vea tu carroña, comida por los gusanos, no dejará de hacerlo. Sé que acariciará los pelos de tu cara varios días, pero cuando empieces a apestar te arrojará al río y correrá a buscarme.

—¿Los pelos de mi cara? —se sorprendió el cabrero—. ¿Es eso lo que le gusta al mariquita, mi barba?

El otro asintió con gesto compungido al tiempo que instintivamente se llevaba la mano a la limpia mejilla.

—Urucoa es extraño… —farfulló a punto de estallar en sollozos—. Yo creía que me amaba, pero en cuanto vio esa cosa horrible que te nace en la cara se volvió como loco.

Cienfuegos recordó de improviso que, efectivamente, durante los cortos momentos de ansiosas caricias de aquella nefasta noche en que confundió a Urucoa con una muchachita, le sorprendió la avidez con que sus diminutas manos le mesaban la barba con absurda insistencia.

—¡Mierda! —masculló.

—Tengo que matarte —repitió machacón el indígena—. Te mataré aunque tenga que buscar tu cabeza en el fondo del río.

—¡Plasta de tío! —se lamentó el canario—. Como seas tan pesado para todo, ese niño te da el culo aunque sea por cansancio. ¡Espera un poco y déjame pensar!

Pasaron unos cortos minutos en los que constituyeron sin lugar a dudas una extraña pareja dejándose arrastrar por el agua bajo el sol de justicia, uno esgrimiendo una espada y el otro una lanza, y observados con perpleja atención por los loros y los monos de la cercana selva.

Por último el gomero pareció tener una idea, e inclinando la cabeza contempló de medio lado a su enemigo.

—Si es sólo cuestión de barba, podemos arreglarlo —señaló.

El pobre indígena pareció profundamente desconcertado.

—¿Qué quieres decir? —inquirió ansioso.

—Que si lo que vuelve loco a Urucoa es mi barba, te la regalo, y en paz.

—¿Puedes hacerlo? —se asombró el otro—. ¿De verdad puedes quitarte esos pelos rojos de la cara y regalármelos?

—¡Naturalmente!

—¡No te creo!

—Yo nunca miento —replicó muy serio el gomero—. Puede que sea un cobarde extranjero peludo y maloliente, pero nunca miento. Si te digo que te regalo mi barba es que es así. Regresarás al poblado barbudo, Urucoa se enamorará de ti, y viviréis felices y comeréis perdices para siempre.

—¿Cómo lo harías?

—Confía en mí. —Le estudió con extraña fijeza—. ¿Prometes no intentar atacarme? —Ante el mudo gesto de asentimiento del otro que parecía haber olvidado por completo sus intenciones asesinas deslumbrando por el hecho inaudito de poder aspirar a ser dueño de una barba propia, añadió—: ¡Vamos a tierra y tendrás la más hermosa barba que nadie tuvo nunca!

Encallaron las embarcaciones en un playón de arena, y tras buscar un árbol oportuno Cienfuegos trazó en su corteza tres profundos surcos y se dedicó luego a afilar cuidadosamente su viejo cuchillo contra el filo de la ancha espada.

Una vez satisfecho tomó asiento en un tronco caído y comenzó a rasurarse con toda delicadeza, depositando hasta el último vello en una calabaza hueca que Paují, acuclillado ante él, sostenía fascinado.

Cuando sus mejillas aparecían ya tan limpias como las del propio nativo, éste extendió la mano y le rozó allí donde pequeños cortes sangraban levemente.

—¿Te ha dolido? —quiso saber.

—¡Sólo en el alma! —replicó seriamente—. ¡Ven! Siéntate aquí.

Le acomodó en su sitio aún con la calabaza en la mano, y encaminándose al árbol en el que había hecho los cortes, recogió con ayuda de una ancha hoja de plátano la pegajosa resina maloliente que había ido destilando para estudiarla con detenimiento, calcular que poseía la consistencia deseada, y regresar junto al embobado Paují al que embadurnó las mejillas generosamente sin olvidar la zona del bigote.

Por último, poniendo en ello toda su atención y luchando a brazo partido con el invencible deseo que sentía de echarse a reír, le fue pegando al idiotizado indígena, uno por uno, los pelos de su barba.

El resultado fue en verdad espeluznante. Con los negros dibujos guerreros totalmente corridos, la amarilla resina desparramada sin orden ni concierto, y desperdigados mechones de rojos cabellos entremezclados con arena, moscas y tierra pegados aquí y allá, el aspecto del pobre Paujuí clamaba al cielo, y el canario abrigó la absoluta certeza de que en cuanto le echara la vista encima a semejante adefesio, el delicado Urucoa sufriría un desmayo, se tiraría de cabeza al río, o experimentaría de pronto una desatada afición por las mujeres.

El enamorado guerrero se mostraba sin embargo sumamente orgulloso de sí mismo, inclinando de continuo la cabeza y bajando mucho los ojos para intentar contemplarse los rojos pelos de la punta de la barbilla, convencido como estaba de que en el mismo instante en que hiciera su aparición de aquella guisa en la cabaña de su amado, éste se precipitaría en sus brazos haciéndole entrega de sus más íntimos encantos.

Concluida la tarea, aunque sin conseguir despegarle una hoja seca y algunas briznas de hierba que el viento le había adherido a la mejilla, Cienfuegos se puso en pie y observó con gesto adusto a su desgraciada víctima, asintiendo pese a ello con aire satisfecho.

—¡Perfecto! —exclamó—. ¡Realmente perfecto!

—¿Seguro?

—¡Cómo si yo mismo la luciera! —añadió decidido a llevar al límite su descaro—. En mi país es costumbre muy extendida esto de intercambiarse las barbas.

Diez minutos después se despedían con un amistoso abrazo, y mientras el indio emprendía el regreso al poblado remando ansiosamente, el gomero se dejaba empujar sin prisas por la corriente en busca de aquel lejano mar que le separaba de la isla de Haití y la nueva ciudad que fundara el almirante.

Cuando se volvió por última vez para cerciorarse de que el estrafalario Paujuí desaparecía para siempre en la distancia, lanzó un hondo suspiro y comentó sonriente:

—¡Me salvé por los pelos!

Pasó tres días en una hermosa y ancha playa aprovisionándose de frutas, huevos, tortugas y carne de iguana que puso a jarear junto con abundantes peces, aprovechando también para montarle a la ancha canoa una especie de balancín lateral que la hiciera más estable en mar abierto.

Más tarde reunió casi medio centenar de grandes cocos verdes, y practicándoles un pequeño agujero los vació de su azucarado contenido que sustituyó por agua dulce. Haciéndose a sí mismo la firme promesa de no consumir nunca más de dos de ellos por jornada, calculó que podría resistir casi un mes consciente como estaba de que si en ese tiempo no encontraba la isla y la ciudad, lo más probable era que su agitada historia hubiese concluido.

Pasó la última tarde tumbado a la sombra, contemplando aquel mar de color esmeralda que a ratos se le antojaba amistoso y otras terrible, y tejiendo sin prisas una especie de esterilla de hojas de palma que habría de servir de modesta techumbre que le pusiera a salvo de los violentos rayos de un sol que parecía brillar allí con más fuerza que en cualquier otra parte de este mundo.

En un determinado momento colocó ante sí una piedra que hiciera las veces de la isla de Haití, y alisando la arena forzó la memoria intentando marcar con el dedo los diferentes rumbos que podía haber seguido desde el momento en que abandonó el «Fuerte de La Natividad» a bordo del Seviya.

Resultó inútil. Su instinto le señalaba que su ansiado destino debía encontrarse en algún lugar del Noroeste, quizás una cuarta a la derecha del punto en que se disponía a ocultarse el sol en aquellos momentos, pero tenía plena conciencia de que aquélla no era, al fin y al cabo, más que una apreciación sin fundamento, ya que había dado tantas vueltas y se había encontrado perdido en tantas ocasiones, que confiar en una especie de impalpable sentido de la orientación resultaba por completo incongruente.

—Lo único cierto es que tengo que hacerme a la mar —se dijo—. Y esperar un milagro.

Había algo, no obstante, que llamaba poderosamente su atención. ¿Por qué siempre que pensaba en Ingrid le asaltaba la extraña sensación de que le estaba llamando desde aquel punto concreto del Noroeste? En buena lógica, en absoluta lógica, la mujer que tanto amaba debía encontrarse aún en La Gomera, la isla por la que salía un sol que habían ido dejando día tras día atrás a lo largo de dos meses de ininterrumpida travesía y, sin embargo, por alguna inexplicable razón, la sentía en dirección opuesta.

—No me sorprendería despertarme una mañana completamente loco —musitó convencido—. Con todo lo que me ha sucedido debiera estarlo hace ya tiempo.

Sin embargo, a solas en mitad de una blanca playa desconocida, teniendo ante sus ojos el mar y a sus espaldas la selva, el canario Cienfuegos se mostraba más tranquilo y sereno que nunca, ultimando hasta el último detalle la nueva y arriesgada aventura a la que se disponía a precipitarse, convencido de que tal vez cuando dejara de pisar aquella tibia arena estaría comenzando a escribir el postrer capítulo de su malhadada historia.

Por fin, con la aparición por levante de las primeras sombras, y consciente de que bajo el tórrido calor de aquellas latitudes era siempre mucho más práctico y menos agotador remar de noche y descansar de día, empujó al agua la embarcación y comenzó a bogar en dirección al Noroeste.

Una hora más tarde, cuando ya únicamente mil millones de estrellas le acompañaban en su viaje, descubrió sorprendido que tarareaba una vieja canción canaria, y que en lo más profundo de su corazón se sentía en cierto modo feliz de saberse tan prodigiosamente libre.

Poco después una inmensa moneda, primero de cobre, luego de oro y por último de plata, surgió del horizonte como extraída con infinito mimo por la negra mano de un prodigioso prestidigitador, y al lanzar sus destellos sobre la superficie de un agua que semejaba el azogue de un espejo, iluminó como en un sueño las húmedas espaldas de una familia de delfines que con sus idas y venidas parecieron pretender darle a entender que no se encontraba absolutamente abandonado en este mundo.

Les silbó, como recordaba que lo hacían los marineros de la Marigalante, por lo que saltaron ante su proa respondiendo con agudos chillidos de niños juguetones, y era tal la necesidad de amistad y compañía que sentía, que les habló durante largo rato pidiéndoles consejo sobre el incierto destino de su arriesgado viaje.

Con la luna se fueron.

Ella se hundió en el horizonte; ellos en un abismo ahora muy negro y, cansado de remar, Cienfuegos se tumbó a observar las estrellas que el afable «maese» Juan de la Cosa le enseñara a reconocer hacía ya tanto tiempo.

No habían cambiado.

Ni tan siquiera habían acelerado su lenta marcha a través del firmamento, y repitió sus nombres en voz alta como en un rito que pudiera devolverle a aquellas otras noches en que se sentía rodeado de otros muchos hombres que hablaban su mismo idioma y compartían sus mismos anhelos y temores.

Eran tantas ya sus desgracias, que incluso aquel absurdo viaje en la Marigalante, viaje que le alejaba milla tras milla de su isla y la mujer que amaba, regresaba ahora a su mente como una de las etapas más hermosas de su vida, tiempo en el que aprendió a leer, y escribir y conoció a personajes que tal vez algún día pasarían a formar parte de la Historia.

¿Qué habría sido de su buen amigo, el astuto Luis de Torres; del pusilánime Rodrigo de Jerez que juraba y perjuraba que el inocente tabaco de los cubanos tenía que ser dañino, o del mismísimo almirante Colón, empeñado en alcanzar la Corte del Gran Kan y sus palacios de oro?

Goliat y sus compinches aseguraban que algunos habían regresado, y se preguntó qué cara pondrían si un día le veían aparecer surgido de la tumba.

—«Soy yo —diría—. El grumete Cienfuegos; el polizón gomero del que todos se reían. Soy yo: el jodido Guanche».

Nadie querría creerle.

Nadie querría aceptar el absurdo relato de sus infinitas calamidades, puesto que incluso a quien las había padecido se le antojaban a menudo una fantástica pesadilla fruto tan sólo de una imaginación calenturienta.

Con la aparición del sol instaló a modo de techumbre la esterilla de hojas de palma y se quedó dormido.

De ese modo pasaron los días y las noches.

Diez, tal vez doce. ¿Qué importancia tenía?

Dormir, soñar, comer, beber, pescar, dormir. A veces incluso llorar.

Y remar.

Siempre remar.

Los delfines nunca volvieron.

La luna se cansó de alumbrarle.

Tan sólo el mar, inmóvil y plomizo, seguía de su parte.

El viento se había muerto, y ni tan siquiera una ligera brisa le lloraba, mientras un insoportable calor pesado y agobiante se hacía dueño de todo.

Luego, una noche, la atmósfera comenzó a condensarse y el nuevo día le sorprendió inmerso en la más espesa niebla de que jamás hubiera tenido noticia. Más allá de la proa nada existía y, cuando no bogaba, el silencio era tan denso que hacía daño al oído.

Nunca, como en los tres días que siguieron, le pareció estar viviendo una nueva pesadilla, y nunca experimentó un miedo tan sin cuerpo, puesto que aquella impenetrable calima más semejaba un sudario que envolviese al universo, que un mero fenómeno atmosférico, y ni tan siquiera se aventuró a preguntarse qué terrores sin cuento le aguardarían más allá de la impalpable barrera hecha de nada.

—Tal vez ya esté muerto —se dijo una mañana—. Tal vez aún no lo sepa, pero es posible que haya emprendido hace tres días el largo camino sin retorno.

Dos horas más tarde creyó percibir, muy, muy lejano, el metálico e incongruente repicar de una campana.