La terrible epidemia estalló en la zona más miserable de la ciudad; aquélla que bordeaba los manglares, extendiéndose como un reguero de pólvora y provocando vómitos, sudores, mareos, fiebres y en muchos casos la muerte, y pese a que un gran porcentaje de los españoles afectados consiguieron reponerse a duras penas, quedaron por lo general tan debilitados y, esqueléticos, que más parecían cadáveres ambulantes que seres humanos dotados de un simple hálito de vida.
Entre la población nativa, sin embargo, la masacre alcanzó proporciones dantescas, ya que si bien sus cuerpos poseían mecanismos de defensa que les ponían relativamente a salvo del tifus, la malaria o la fiebre amarilla, enfermedades tales como el sarampión, la viruela, la tuberculosis o un simple resfriado común, les afectaban de forma irremediable.
El propio doctor Álvarez Chanca, auténtica eminencia de su tiempo y probablemente el médico más preparado que pisó el «Nuevo Mundo» durante medio siglo, se mostraba, en verdad, anonadado, ya que si bien los síntomas del mal apuntaban hacia una inocente gripe, su brutal virulencia obligaba a remontarse a los terribles años de la peste, cuando casi una tercera parte de la población europea pasó a mejor vida en poco tiempo.
La gente, aterrorizada, huía a los montes mientras los indios escapaban al interior de la isla y a su paso iban sembrando la muerte que se apoderó de los más lejanos villorrios, algunos de los cuales desaparecieron de la faz de la tierra al no haber conseguido sobrevivir en ellos ni tan siquiera uno de sus desgraciados habitantes.
El converso Luis de Torres fue uno de los primeros en caer enfermo y se temió seriamente por su vida, hasta el punto de que Ingrid Grass se vio en la obligación de pasar largas noches en vela intentando bajarle la fiebre a base de envolverle en una sábana empapada.
Por su parte, Alonso de Ojeda, tan decidido y animoso como siempre, daba también ejemplo de abnegación enterrando a los muertos y visitando a los enfermos en un vano intento de inculcarles su entusiasmo y su fe en un futuro mejor en aquella «Tierra de las Montañas» que la mayoría consideraba ya maldita dé los dioses.
—¡No es más que una simple epidemia! —decía—. ¡Nos hemos visto en peores trances!
Pero eran pocos los que aceptaban que pudiese existir un trance peor que aquella impotencia manifiesta a enfrentarse a un ignorado mal para el que nadie conocía remedio, y que hacía que la bahía rebosara de cadáveres de indígenas a los que prontamente acudían a devorar los tiburones.
El asturiano Juan de Oviedo, aquel desvergonzado cara de caballo que tanta gracia y astucia empleara en enredar al furibundo capitán León de Luna, apareció muerto una mañana en su miserable jergón de la posada, y el marqués de Gándara envejeció en una semana todo cuanto supuestamente había conseguido rejuvenecer durante su fantasiosa estancia en la imaginaria «Isla de La Fuente Milagrosa».
Incluso el almirante Colón se inquietó, ya que la suerte que durante un corto período de su vida le había acompañado conduciendo sus naves hasta las costas de Guanahaní a través del temido «Océano Tenebroso», parecía haberle vuelto definitivamente la espalda y, una nueva e imprevisible desgracia venía a ensombrecer aún más su ya amenazado futuro.
Ordenó que el padre Buíl ofreciera cuatro misas diarias recurriendo a todas las ceremonias de rogativas conocidas, e incluso abrió por primera vez sin restricción alguna los inaccesibles almacenes de víveres en un postrer intento de fortalecer a una población que quizá estaba sufriendo tamaños estragos por culpa de la debilidad y el hambre que les había obligado a soportar.
Pero pese a todos los esfuerzos, nada detuvo la arrasadora marcha del terrible azote, y en menos de un mes un centenar de colonos y millares de indígenas dejaron de padecer definitivamente sin que consiguiera descubrirse la forma de atajar su avance o descubrir su origen.
No obstante, una calurosa mañana en que la exvizcondesa de Teguise regresaba de cuidar a Don Luis de Torres, agotada y profundamente deprimida por el macabro espectáculo a que había tenido que asistir por la cremación de cadáveres en la plaza de armas, descubrió acurrucado junto a las cochiqueras el cuerpo del cojo Bonifacio, y cuando se abalanzó sobre él creyendo que tal vez también había enfermado, le sorprendió la naturalidad con que el muchacho salía de su profundo sueño.
—No os preocupéis por mí, señora —señaló sonriendo con desconcertante naturalidad—. Nada puede pasarme.
Yo ya sufrí esta enfermedad y nunca volverá a afectarme.
—¿Pero acaso sabes de qué se trata? —se asombró.
El otro asintió convencido.
—Anoche, al darle de comer a los cerdos, lo recordé de pronto. Yo era muy pequeño cuando una epidemia semejante asoló La Gomera, y aunque no fue, desde luego, tan terrible como ésta, estoy seguro de que los síntomas son los mismos: le llamaban «El Mal de los Gorrinos».
—¿«El Mal de los Gorrinos»? —repitió Doña Mariana incrédula—. ¿Qué estupidez es ésa?
—No es ninguna estupidez, señora. Uno de mis primos murió por su causa. Es una especie de gripe que afecta a los cerdos cuando se crían en zonas húmedas, y por eso mi padre siempre decía que los puercos tienen que dormir en seco… Estos están limpios y sanos, pero los que escaparon de Isabela y ahora vagabundean por los manglares del otro lado de la ciudad no. De ahí viene el mal.
—¿Estás seguro?
El pobre cojo se encogió de hombros y abrió las manos como pretendiendo mostrar su impotencia.
—¿Cómo podría estarlo? No soy médico, ni siquiera sé leer y escribir medianamente, tendría entonces unos siete años, y a esa edad los recuerdos son confusos, pero me he pasado la noche aquí, pensando, y he llegado a la conclusión de que el «Mal de los gorrinos» es la única respuesta lógica a la epidemia.
—Suena ridículo.
—Es posible, pero de lo que sí estoy seguro, es de que si consigo atrapar a uno de esos puercos y examinarle el morro, podría decirle algo más sobre el asunto.
El resto del día lo pasó, por tanto, en compañía de Alonso de Ojeda y tres voluntarios, persiguiendo cerdos montaraces por la intrincada maraña de vegetación, agua y fango del manglar que cerraba la bahía por su parte oeste, hasta que, al fin, un certero disparo destrozó los cuartos traseros de una hembra joven, y el cojo gomero pudo estudiarla con tranquilidad pese a que no cesara ni un instante de chillar y revolverse.
—¡Observe el moquillo de la nariz! —indicó con ayuda de un palo al capitán Ojeda—. Y las legañas de los ojos…
Está enferma, no cabe duda… ¡Muy, muy enferma!
El otro se limitó a comprobarlo en silencio, y tras permanecer largo rato pensativo, fue a exponerle el resultado del hallazgo al almirante, que le recibió con la hostilidad lógica en alguien que se sentía en cierto modo celoso del innegable ascendiente que el de Cuenca parecía ejercer sobre los habitantes de la ciudad.
—¡Absurdo! —fue su inmediata respuesta—. ¿Pretendéis hacerme creer que un rapaz analfabeto puede saber más de medicina que el mismísimo doctor Álvarez Chanca? ¡Completamente absurdo!
—El chico asegura que lo sufrió en su propia carne.
—El chico lo que busca es notoriedad —replicó desabridamente el almirante—. Nadie ha oído hablar jamás de un estúpido «Mal de los gorrinos», y nadie en su sano juicio aceptaría que una simple influenza consiga aniquilar a miles de personas. Tiene que ser una enfermedad propia de aquí, no achacable a nosotros.
—¿Si fuera de aquí por qué los nativos aseguran desconocerla?
—Porque siempre mienten. Mienten por todo, ¿o es que aún no os habíais dado cuenta? —Hizo un significativo gesto dando por concluida la audiencia—. Volved a vuestras obligaciones y recordad que no quiero que se mencione una sola palabra más sobre este desagradable asunto. ¡Es una orden! ¿Está claro?
—Muy claro, Excelencia.
El capitán Alonso de Ojeda era, ante todo, un soldado, y un soldado consciente de que la disciplina constituía su norma básica de conducta, por lo que optó por olvidar aquel «desagradable asunto del “Mal de los gorrinos”», aconsejando al propio tiempo a Doña Mariana Montenegro y al cojo Bonifacio Cabrera que lo olvidaran igualmente.
—El virrey se muestra intransigente, y es quien manda. —Se encogió de hombros fatalista—. Y, al fin y al cabo —añadió—, sea o no culpa de los cerdos, nada puede hacerse puesto que continuamos desconociendo el remedio que ponga fin a la epidemia. ¿Qué importa cuál sea la causa que la provoca si el resultado es el mismo?
En ésa, como en otras muchas cuestiones que se le presentarían a lo largo de su azarosa existencia, el valiente y animoso capitán Ojeda se equivocó de lleno, ya que de haberse planteado el hecho de que la «influenza» o «gripe de los cerdos» había constituido la raíz de la epidemia que asoló por aquellos tiempos la isla de Haití, la tristemente famosa «Leyenda Negra Española» tal vez nunca hubiera existido.
En efecto, cuando en primer lugar el severo padre Bartolomé de las Casas, y más tarde innumerables autores más, sacaron a la luz pública el hecho innegable de que de los casi cuatro millones de indígenas que existían en el área del Caribe a la llegada de los españoles, se había pasado a apenas quince mil veinte años más tarde, la mayoría dieron por sentado que semejante mortandad se había debido a la salvaje ansia de destrucción y sed de sangre de nuestros conquistadores.
Sin embargo, nadie pareció tener interés alguno en constatar el hecho —igualmente innegable— de que para que los pocos miles de españoles que pusieron el pie en el «Nuevo Mundo» durante esos veinte primeros años, hubieran conseguido aniquilar a tres millones y medio de indígenas en tan escaso tiempo y con las armas de la época, hubieran necesitado estar cortando cabezas las veinticuatro horas del día, siempre y cuando los nativos acudieran a arrodillarse sumisamente a sus pies por voluntad propia.
Ni aún hoy, con armas químicas y cámaras de gas se podría alcanzar semejante cifra de ejecuciones teniendo que buscar a las víctimas en sus lejanos poblados de las selvas de Haití, Jamaica, Cuba o infinidad de islas menores, pero aun así la «Leyenda Negra» del genocidio persiste sin que la mayoría de los estudiosos se decidan a aceptar la incongruencia —por absoluta imposibilidad física— de semejante aseveración.
Debió ser probablemente el virus de la «influenza suina» también conocida por «Gripe Porcina» o «Mal de los gorrinos» que se extendió por Haití y luego por el resto de las islas el que provocó la terrible catástrofe, ya que está históricamente comprobado el hecho indiscutible de que en el segundo viaje de Colón se recogieron ocho cerdas preñadas en La Gomera, algunas de cuyas crías enfermaron o escaparon multiplicándose en libertad de forma tan asombrosa que la práctica totalidad de la cabaña porcina del continente americano desciende hoy en día de aquellos animales[1].
Ninguna trascendencia tuvo, no obstante, en su día el «descubrimiento» del canario Bonifacio Cabrera, dado que a decir verdad, y tal cómo con toda justicia asegurara Ojeda, tampoco hubiera servido para salvar ni una sola de las miles de vidas que se estaban perdiendo.
La lucha se centraba por tanto en atajar el mal en lo posible, y en ello ponía Doña Mariana Montenegro todo su empeño acudiendo allí donde más se la necesitaba sin miedo al contagio y sin distinción de sexos o de razas.
El resultado lógico fue que acabó por enfermar también, lo que la colocó a las puertas de la muerte, umbral que se resistía a atravesar únicamente porque su empecinada voluntad le impedía abandonar este mundo sin haber visto, por última vez, a su amado Cienfuegos.
El cojo Bonifacio, Ojeda, y la hermosa y serena Anacaona se turnaban día y noche junto a la cabecera de su cama, y el agotado doctor Álvarez Chancá no dudaba en recorrer cada tarde el largo camino hasta la granja en un desesperado intento por salvar a la única auténtica dama de toda la ciudad.
«Maese» Juan de la Cosa, aún convaleciente permanecía largas horas sentado ante la puerta de la choza, y Don Luis de Torres, incapaz de dar siquiera un paso de pura debilidad enviaba una y otra vez a jóvenes soldados a recabar noticias de la enferma.
Y es que, en cierto modo, Ingrid Grass o Doña Marianita, como cariñosamente solían llamarla, se había convertido con el tiempo en el amor platónico, la mejor amiga, o la única consejera de un gran número de aquellos rudos y aguerridos soldados, que lejos de su patria, su familia y su hogar no tenían a quién recurrir a la hora de dar rienda suelta a sentimientos que no podían compartir con hombretones tan broncos como ellos, o con unas pobres indígenas que a duras penas entendían su idioma.
La puerta de la alemana siempre había estado abierta para los más humildes o los más solitarios, y raramente faltaba un plato de comida a los desasistidos de la fortuna o un rato de charla a los deprimidos, por lo que había conseguido granjearse el afecto y el respeto de aquellos malencarados aventureros que en otro lugar y en otras circunstancias tal vez no hubieran dudado a la hora de violarla, arrebatarle sus animales o cortarla en rodajas:
De todos era conocida, además, sus escasas simpatías por los todopoderosos hermanos Colón, y como ésta solía ser una aversión compartida por la mayoría de los habitantes de la ciudad, no era de extrañar que un profundo desasosiego por su suerte inquietase a un gran número de aquéllos que no tenían que preocuparse ya por salvar su propio pellejo.
La epidemia dejaba tras sí no sólo un trágico reguero de muertos de ambas razas y un sin fin de convalecientes prácticamente irrecuperables en muchos casos, sino en especial una indescriptible sensación de impotencia y vacío, junto al convencimiento de que aquella sucia ciudad estaba maldita de los dioses y todo el que se arriesgara a continuar en ella acabaría en una pira funeraria o en las tripas de los insaciables tiburones que infestaban la bahía.
Desolación, hastío y la triste impresión de haberse dejado engañar con un falso espejismo por quienes tan sólo buscaban la gloria personal o el poder a toda costa, se apoderaban como una nueva plaga —tanto más peligrosa que las fiebres y los vómitos— de los sufridos colonizadores, que empezaban a cuestionarse seriamente las razones que les obligaban a continuar obedeciendo a un virrey que, encerrado en su caserón de negra piedra, parecía haberse desentendido por completo del futuro de aquéllos a quienes había arrastrado hasta allí.
Voces airadas susurraban al oído de Alonso de Ojeda, pero éste se negaba en redondo a atenderlas advirtiendo que nunca, bajo ninguna circunstancia, desenvainaría su espada contra la suprema autoridad impuesta por los Reyes, dado que en su opinión tan sólo Sus Majestades tenían derecho a exigir explicaciones a sus más directos subordinados. Por ello, y para evitar que en la posada o en la ruidosa «Taberna de los Cuatro Vientos» en que solían reunirse la mayoría de los más alborotadores oficiales, le acosaran de continuo con quejas y alusiones a un golpe de fuerza, optó por pasar el mayor tiempo posible en la granja, aprovechando la disculpa de tener que cuidar a Doña Marianita.
Eso le obligaba también lógicamente a mantenerse muy cerca de la cada día más enamorada Flor de Oro, y el pobre capitán, tan devoto de la Virgen y tan convencido de cuál era su deber como militar y como prometido de una lejana muchachita casi desconocida, se las veía y deseaba para escapar al acoso de aquella portentosa hembra por la que suspiraban el resto de sus compatriotas y la totalidad de los indígenas de la isla.
—¡La vida es demasiado breve! —le hacía notar «maese» Juan de La Cosa, que aún se encontraba lo suficientemente debilitado como para no sentir ni tan siquiera envidia por la suerte de su amigo—. Y vuestros escrúpulos se me antojan sin fundamento. Dejaos llevar por la Naturaleza, que ha demostrado ser siempre más sabia que los más sesudos doctores, haced feliz a Anacaona, y sedlo vos también, que cualquier día las fiebres, una flecha indígena o un espadachín más hábil pueden poner punto final a vuestras dudas.
—Razón de más para vivir con la conciencia limpia… —era en esos casos la inquebrantable respuesta del conquense—. Si un día el Señor me llama inesperadamente a su seno, tengo que ser capaz de presentarme ante él tan inmaculado como Su Santísima Madre desea que lo esté.
—¡Absurdo se me antoja que no consideréis pecado abrirle una raja a un tipo con una fría espada de acero, y os parezca mal abrírsela a una mujer hermosa, con otra más suave, caliente y natural! ¡Sobre todo cuando está deseando que lo hagáis! ¡A fe mía que no acabo de entender vuestros escrúpulos…!
—Vos sois marino de Santoña, y os educaron quizá con un criterio más abierto y diferente, pero yo nací en el seno de una familia de curas y soldados que tan sólo vivían para rezar y expulsar a los moros de su patria. De niño aprendí que matar infieles agradaba a Dios y fornicar desagradaba a la Virgen, y ya que me ha protegido en cien combates, lo menos que puedo hacer es respetar su suprema voluntad, o de lo contrario tal vez la próxima vez que me vea en una refriega me abandone a mi suerte.
—Por alguien como Flor de Oro se puede correr ese riesgo.
—¿Aun a costa de ir al Infierno?
—Perdonad si os ofendo, Ojeda, pero quien pone sobre la tierra a una criatura tan prodigiosa, no tiene derecho a enviar al Infierno a quien no ha sido capaz de resistir semejante tentación.
—A veces, sobre todo en los atardeceres en que paseamos a solas por la playa, me lo planteo también, pero luego recuerdo que su esposo está encadenado a la puerta del palacio del almirante, saludándome con profundo respeto cuando cruzo ante él, y me consta que se le rompería el corazón en mil pedazos si supiera que me aprovecho de su esposa… No puedo hacerlo, «maese» Juan. Sé que me comporto como un idiota, pero es así como me enseñaron a preservar mi alma, y así tengo que hacerlo.
Si difícil le resultaba al arriesgado piloto asturiano entender tal punto de vista, más difícil aún le resultaba, desde luego, a la ardiente Flor de Oro, que no acababa de aceptar el hecho evidente de que el más osado guerrero que hubiera conocido nunca se negara tan empecinadamente a aceptar aquello que tantos miles de hombres mucho menos varoniles aspiraban a poseer. Desde que tenía memoria se había visto asediada por los deseos de cuantos la conocieron, y tenía plena conciencia de que se encontraba en la plenitud de su belleza, pero, por más que lo intentara, «el pequeño dios blanco», no se decidía a ponerle la mano encima, con lo que estaba consiguiendo que un fuego interior, que podría haber alimentado a todos los volcanes de este mundo, amenazara con devorarla por completo.
Usaba ahora un sencillo vestido de algodón blanco que le había proporcionado la alemana, y que curiosamente realzaba aún más sus encantos que su perfecta desnudez, y hablaba y se comportaba tal como imaginaba que debía hacerlo una reina europea, pero aun así cada noche regresaba a su hamaca frustrada y enfurecida y en más de una ocasión se veía en la penosa obligación de tener que masturbarse ante la aparentemente impasible mirada de sus más fieles servidoras.
Todo ello la sacaba de quicio.
Echaba de menos las enseñanzas de Ingrid y vivía pendiente de la evolución de su salud pese a que tenía plena conciencia de que, tanto si la alemana lograba recuperarse como si fallecía, Alonso de Ojeda dejaría de frecuentar la granja con la asiduidad con que lo hacía en aquellos momentos.
Se había quedado por ello sin más consejero que el orondo y melifluo Dominguillo Cuatrobocas, del que se aseguraba que no sólo era el único haitiano capaz de hablar con absoluta fluidez el idioma de los conquistadores, sino, sobre todo, el único que conocía a fondo la mayoría de sus virtudes y defectos.
—¡Oro! —fue la firme respuesta de éste cuando su ama y señora le preguntó su opinión sobre la mejor forma de atraer al esquivo capitán hasta su hamaca—. Los españoles se vuelven locos por el oro. Ofréceselo y le tendrás a tus pies como un esclavo.
A la altiva indígena le resultaba inconcebible que un hombre joven y sano pudiera sentirse más interesado por un brillante metal, bueno tan sólo para confeccionar estúpidos adornos, que por la suavidad de su piel o la mórbida firmeza de sus pechos, pero aun así decidió aceptar la extraña sugerencia, por lo que ordenó a sus más veloces guerreros que corrieran hasta los dominios de su hermano, el cacique de Jaraguá, rogándole que le enviase de inmediato todo el oro que pudiese conseguir.
Cuando lo tuvo en su poder dispuso cuidadosamente un plan de acción que habría de conducirle a la victoria final y a la conquista sin paliativos de la inexpugnable fortaleza que constituía, al parecer, el honor y la honra del valiente capitán Alonso de Ojeda.