XVII

La comitiva aparecía encabezada por una banda de pífanos y tamborileros a los que seguían una veintena de hermosas muchachas escoltadas por medio centenar de guerreros que abrían marcha a su vez a unas lujosas angarillas transportadas a hombros por seis hombres, y en las que se recostaba la más hermosa mujer que Ingrid Grass, exvizcondesa de Teguise y ahora más conocida por su nueva personalidad de Mariana Montenegro, hubiese visto nunca.

Enormes ojos oscuros y rasgados, larga melena azabache que le caía hasta las nalgas y un cuerpo pétreo y absolutamente escultural, daban fe de que la fama de que la princesa Anacaona era, sin lugar a dudas, la mujer más perfecta que hubiera nacido jamás en la isla de Haití no resultaba en absoluto exagerada.

El nombre de Anacaona estaba formado por los vocablos «ana», que en dialecto azawán significaba flor, y «caona», oro, y era la indescriptible belleza de Flor de Oro la que había hecho que el temido cacique Canoabó se enfrentara a medio mundo con tal de convertirla en su esposa, y la culpable quizá, de que, por intentar deslumbrarla, el arriesgado caudillo hubiera acabado por caer en la trampa que le tendía el astuto Alonso de Ojeda.

Las gallinas echaron a correr alborotadas, los cerdos gruñeron inquietos, e incluso los conejos buscaron refugio en lo más profundo de sus jaulas mientras la alemana y el cojo Bonifacio parecían incapaces de entender a qué se debía el alto honor de recibir la visita de la personalidad de más noble alcurnia de la comunidad indígena.

Todo fue desconcierto y confusión hasta el momento en que tras inclinarse con exagerada pomposidad y servilismo ante Su Excelencia Doña Marianita, el seboso Dominguillo Cuatrobocas le puso al corriente de que «La princesa» le quedaría sumamente agradecida si le permitiese acampar en los terrenos de la granja brindándole al propio tiempo su inestimable amistad.

—¿Mi amistad? —se sorprendió Ingrid Grass—. Naturalmente aunque no entiendo de qué puede servirle.

No soy más que una simple granjera, y ella es toda una reina.

—Quiere conocerte —fue la extraña respuesta del indio que más habilidad había demostrado nunca en Isabela a la hora de aprender idiomas—. Conocerte y aprender.

—¿Aprender qué?

—El comportamiento de una auténtica dama europea, y tú eres, hoy por hoy, la única dama que existe en Isabela. También quiere escuchar la voz de Turey.

Turey era la campana que coronaba la iglesia, y que continuaba constituyendo una de las mayores atracciones de unos nativos que aún se extasiaban ante su sonido como si se tratara realmente de la voz de Dios que bajase a la tierra dos veces diarias.

La alemana dirigió una larga mirada de sorpresa al fiel Bonifacio que permanecía embobado por la inimitable figura de la desnuda princesa, y por último se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento.

—Mi casa es su casa —dijo al fin—. Y me encantará enseñarle cuanto esté en mi mano. ¿Qué es lo que tiene más interés en aprender?

—Cómo conseguir el amor del capitán Ojeda.

La respuesta dejó a la exvizcondesa un tanto confundida por lo sincera y directa, ya que pese a tener clara conciencia de la sencilla espontaneidad de los nativos, no dejaba de ser, desde luego, algo más que chocante.

—¿El amor del capitán Ojeda? —repitió creyendo haber oído mal—. ¿El mismo Alonso de Ojeda que hizo prisionero a su marido con engaños?

—El mismo.

—¿Por qué?

—Porque le amo.

Ingrid Grass no pudo por menos que alzar ahora el rostro hacia Anacaona, que desde sus angarillas, de las que aún no la habían descendido sus porteadores, era quien había respondido a la última pregunta.

—¡Hablas español! —exclamó desconcertada—. ¿Quién te lo ha enseñado?

—Dominguillo Cuatrobocas —replicó Flor de Oro con voz profunda y densa, indicando con un ademán de cabeza al gordinflón—. Pero no me ha bastado para atraer a Ojeda.

Observándole así, fastuosamente atractiva envuelta en un exótico aire de misterio, coronada de flores y con un gran abanico de plumas, símbolo de su rango, entre las manos, Ingrid abrigó la seguridad de que ni Ojeda ni ningún otro hombre de este mundo necesitarían que pronunciase una sola palabra para sentirse irremediablemente atraídos por tan prodigiosa mujer, pero aun así, se limitó a franquearle el umbral de su casa que en esos momentos se le antojó el más humilde hogar del mundo.

Anacaona pareció sentirse sin embargo perfectamente a gusto en él desde el primer momento, y acomodándose en un pequeño tronco que sus servidores colocaron en el rincón más fresco de la mayor de las estancias, se limitó a observarlo todo con profundo detenimiento, y a estudiar de modo muy especial, los vestidos, los gestos y la forma de expresarse de su amable anfitriona.

En su difícil castellano, y auxiliada la mayor parte de las veces por el sudoroso y servil Cuatrobocas, expuso con toda naturalidad que jamás había amado a su sanguinario esposo Canoabó, con el que su hermano, el débil cacique Behechio la había obligado a casarse para evitar un enfrentamiento armado, y que desde el momento en que vio al capitán Ojeda erguido sobre su caballo y cubierto con su dorada armadura y su casco emplumado comprendió que había nacido para convertirse en su amante.

—Es un dios —concluyó segura de sí misma—. Y el dios que me liberó además de un despótico y cruel demonio con él que vivía continuamente atormentada.

Doña Mariana Montenegro, que había experimentado en propia carne el gozo y el dolor de enamorarse locamente de un hombre muchísimo más joven que ella, que no hablaba su idioma, y del que le separaban un millón de cosas, podía entender, mejor que nadie, que aquella adorable y sencilla criatura hubiese perdido la cabeza por el pequeño pero apuesto y encantador espadachín de Cuenca, por lo que no tardó en convertirse en una fiel amiga y aliada dispuesta a poner cuanto estuviera de su parte para ayudarla a conseguir su ansiado objetivo.

La alemana pareció comprender además, desde el primer momento, el inmenso beneficio que significaría para la naciente colonia la unión entre una reina indígena y el más respetado de los capitanes españoles, ya que las profundas diferencias de criterio que continuaban existiendo entre nativos y europeos constituían sin lugar a dudas el principal obstáculo a la hora de la deseada integración entre ambos pueblos.

Hasta el momento, y dejando a un lado las luchas que habían llegado a su término con la captura de Canoabó, la relación entre los componentes de ambas razas no habían acabado de definirse, ya que al tiempo que Colón y la mayoría de sus incondicionales aseguraban que los haitianos no eran más que salvajes, buenos únicamente para ser utilizados como siervos, el padre Buíl, Luis de Torres, «maese» Juan de La Cosa, Alonso de Ojeda y sus simpatizantes, opinaban, por el contrario, que pese a sus primitivas costumbres, el destino de los indígenas del «Nuevo Mundo» era el de convertirse en el más breve tiempo posible en auténticos ciudadanos españoles.

Resultaba evidente, no obstante, que las tesis del almirante prevalecían de momento, y que del temor a una revuelta que acabara con los habitantes de Isabela al igual que había ocurrido con los del «Fuerte de La Natividad», se había pasado a un claro sentimiento de desprecio por los nativos, hasta el extremo de que incluso el más bestial de los analfabetos recién llegados de la Península se consideraba poco menos que un dios frente a unos sencillos indios que aceptaban su supuesta inferioridad sin intentar siquiera cuestionarla.

La voz de la campana, el rugido de las bombardas, el espanto que producían en su ánimo los caballos, y el inconcebible desprecio por la vida o por el dolor ajenos de que hacían gala los barbudos extranjeros, les habían sumido en el más profundo desconcierto, y desaparecido Canoabó, que era el único caudillo capaz de aglutinarlos en contra de los invasores, se limitaban a dejarse dominar sumisamente, convencidos de que nada podían hacer frente a quienes parecían contar con la colaboración de los dioses del trueno, el fuego y la muerte.

Las mujeres pasaban a convertirse por tanto en meros objetos sexuales, y los hombres en mano de obra gratuita a la que se podía explotar sin temor a que quienes detentaban la máxima autoridad, ya que representaban a los Reyes Católicos, moviesen un solo dedo en favor de aquéllos a quienes supuestamente habían venido a redimir.

Ojeda se indignaba.

Soldado ante todo, podía enfrentarse espada en mano a un feroz cacique y cortarlo en pedazos si en el fragor de la lucha venía al caso, pero en la paz aborrecía la idea de considerar a sus enemigos seres inferiores, aunque tan sólo fuera por el hecho de que aceptar tal cosa desmerecía por completo el valor de la victoria.

Por ello, la tarde que su buena amiga Doña Marianita acudió a ponerle al corriente de la llegada de Anacaona, y de que vería con buenos ojos la posibilidad de una unión de alto rango entre ambos pueblos, se mostró, quizá por primera vez en su vida, profundamente desconcertado.

—Admiro a la princesa —dijo—. Ya que es, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa que pueda existir en este mundo, pero existen dos serios impedimentos a la unión que pretendéis.

—¿Y son?

—El primero, que considero impropia de mí la idea de apoderarme de la esposa de un guerrero al que hice prisionero utilizando una artimaña a todas las luces arriesgada, pero en cierta forma innoble. Son cosas que pueden aceptarse en la guerra, por salvar vidas humanas, pero un auténtico caballero no debe sacar mayor provecho de ellas.

—¿Y la segunda?

—La segunda es que a los quince años hice promesa de matrimonio a una niña de Córdoba, y aunque su padre se opone a nuestro enlace y la mantiene encerrada en un convento, aspiro a tan grandes hazañas y a conquistar tantos reinos, que acabaré por ablandar el corazón del viejo convirtiéndola en mi esposa, pese a que a estas alturas ya ni siquiera podría reconocerla e incluso ignoro si aún la amo.

Ingrid Grass observó con innegable simpatía a su interlocutor, y por último, asintiendo con un casi imperceptible ademán de cabeza, inquirió:

—Entiendo. ¿En verdad no existe una tercera razón?

—¿Cuál podría ser?

—El hecho de que consideréis a una nativa indigna de vos.

—En ese caso sería yo el indigno de ella —fue la sincera respuesta—. Os repito que Flor de Oro se me antoja la mujer más adorable de este mundo y que de no darse las circunstancias mencionadas, me sentiría feliz de entregarle mi vida, pero son realidades que están ahí, y no quiero olvidar.

—Ella odia a Canoabó. Le obligaron a casarse con él.

—Eso no cambia las cosas. Engañé a Canoabó, pero aún así me admira y me respeta como soldado. Si le arrebatara a su esposa me despreciaría como hombre.

—¿Tanto os importa la opinión de un indígena?

—No es solamente un indígena. Es un valiente caudillo, inteligente y noble a su manera. Pertenecemos a una misma casta que debe estar por encima de ideas, razas o nacionalidades, y me consta que si renunciara a ese concepto de las cosas, el principal objetivo de mi vida, la guerra, carecería por completo de sentido.

—¿No creéis, por tanto, que pueda haceros cambiar de idea?

—No, mientras Canoabó continúe con vida y yo mantenga el convencimiento de que Isabel aguarda mi regreso.

—¿Seríais capaz de casaros con una muchacha sin amarla e incluso sin reconocerla, tan sólo porque empeñasteis vuestra palabra de honor?

—Se puede recuperar un amor dormido e incluso un rostro olvidado, pero lo que nunca se puede recuperar, es un honor perdido. Me comprendéis, ¿verdad?

—Lo intento, aunque debo reconocer que me cuesta un gran esfuerzo —admitió la alemana—. De todos modos, no os pido nada definitivo: tan sólo que de tanto en tanto acudáis a la granja y os mostréis cortés con la princesa.

Aunque las cosas no resultaran como sería mi deseo, sigo pensando que tenerla cerca, atraerla a nuestra cultura, e integrarla de un modo u otro a nuestro mundo resultaría a la larga beneficioso para todos.

—Abusáis —protesto él sonriendo con picardía—. Visitar a esa mujer, saber que me ama y respetarla, constituirá una de las más duras pruebas que se hayan exigido a nadie jamás.

—De vos puedo esperarla.

—¿Tanta fe tenéis en mí?

—Necesito tenerla porque me recordáis a Cienfuegos —dijo ella—. En muchas cosas me gustaría que fuera como vos.

—Pero más alto —rió él.

—No necesitáis más cuerpo para albergar más alma —fue la sincera respuesta—. Ni mejor.

Ojeda le tomó la mano con profundo afecto y respeto.

—¡Tened cuidado! —advirtió sonriente—. Si además de su hermosura enseñáis a Flor de Oro a ser como vos, podéis abrigar el absoluto convencimiento de que olvidaré por completo mis promesas, con lo cual pondréis en peligro mi salvación eterna.

—Lo intentaré.

Y lo intentó, en efecto, puesto que de regreso a la granja, Doña Mariana puso todo su empeño en la ardua tarea de transformar el asombroso diamante en bruto que era en aquellos momentos la princesa, en una exquisita dama capaz de brillar en los más sofisticados salones de las cortes europeas.

Por su parte, Flor de Oro demostró una notable capacidad para aprender, y juntas acostumbraban a dar largos paseos por la playa que se extendía a espaldas de la granja, alcanzando a menudo la punta del cabo que cerraba la amplia bahía, cara ya al verde y profundo mar por el que llegaban, y se iban, las naves que unían Isabela con España.

Era aquel rocoso cabo el punto de observación más avanzado de la colonia, con un promontorio en el que el almirante tenía pensado alzar un faro que habría de convertirse en el adelantado del «Nuevo Mundo»; un hermoso y pacífico lugar en el que a la alemana le agradaba sentarse a contemplar el ilimitado horizonte, o la espesa niebla que, de tanto en tanto, se extendía sobre las quietas aguas como una blanca manta de algodón.

Pasaba allí largas horas escuchando el canto de los pájaros o el metálico repicar de turey, la campana que en los atardeceres convocaba a los fieles, a solas con sus recuerdos, o tratando de imaginar cómo sería su vida en la colonia si algún día una de aquellas naves le devolvía a su amado Cienfuegos.

Y ahora aceptaba compartir su rincón predilecto con la princesa, hablándole de Europa; de sus costumbres y sus gentes; de sus mujeres y sus hombres, y de cómo utilizar los innegables encantos que le había proporcionado la Naturaleza, con vistas a conseguir el amor de un pequeño capitán de generoso espíritu.

—Ojeda no es como todos —le decía—. Y no debe ofenderte el hecho de que no se lance sobre ti tal como sería tu deseo. Su profunda fe, y, sobre todo, su inquebrantable devoción a la Virgen, le impiden considerar a las mujeres como simples objetos con los que mantener una relación sin que medie un auténtico amor y un absoluto respeto. Él quiere amar, pero desea hacerlo en toda la extensión de la palabra.

—¿Qué tienen que ver los dioses en las relaciones entre un hombre y una mujer? —Era en esos casos la pregunta de la haitiana—. Algo tan íntimo tan sólo nos incumbe a nosotros. Y a mí lo que me ofende, es que Alonso me respete tanto, no que deje de hacerlo.

—¿Preferirías que intentara acostarse contigo sabiendo que en realidad no te ama?

—¿Cómo puede llegar a amarme sin hacerlo? En ese caso su amor únicamente estaría en su mente, no en su cuerpo, y yo aspiro a tener ambas cosas.

Era aquél, sin duda, un concepto nuevo de la relación sexual para Ingrid Grass, que no pudo por menos que dedicar unos largos minutos a analizarlo mientras observaba cómo una manada de delfines se alejaba hacia mar abierto.

—Pero si se acostara ahora contigo, tendrías tan sólo su cuerpo.

—Más fácil me resultaría entonces adueñarme también de su mente, porque sé que dispongo de mejores armas para luchar —fue la sincera respuesta—. Consigue que al menos una noche comparta mi hamaca, y todo será más fácil.

Doña Mariana Montenegro no pudo por menos que sonreír ante semejante propuesta.

—Me estás pidiendo que actúe de alcahueta, no de maestra —dijo—. Y no es eso lo que convinimos. Mi misión es enseñarte a ser una dama, no una golfa.

—¿Acaso soy golfa por no cubrir mi cuerpo con ropas como las tuyas?

—No. Según tus costumbres, supongo que no.

—¿Serías tú golfa si anduvieras tan desnuda como yo?

—Según mis costumbres, supongo que sí.

—¿Quiere eso decir que ser o no ser golfa depende de las costumbres?

—Más o menos… —se vio obligada a admitir de mala gana la exvizcondesa—. Depende de los lugares y las gentes.

—En ese caso, y como las costumbres de mi pueblo señalan que una mujer debe intentar conseguir el amor de un hombre utilizando su hamaca, yo nunca sería una golfa si lo hiciera.

—¡Visto de ese modo…!

—¿Cuál otro existe? —protestó Flor de Oro—. Estamos en mi tierra, así ha sido siempre, y así debe seguir siendo.

¿Por qué debe adaptarse mi gente a costumbres que vienen de muy lejos, y no la vuestra a las que rigen aquí?

Sin saberlo, y tal vez a cientos de kilómetros de distancia, Ingrid Grass se enfrentaba a un problema semejante al que inquietaba a Cienfuegos en aquellos momentos; problema que, al fin y al cabo, preocupaba y preocuparía en los siglos venideros a todos cuantos pusieran el pie en la orilla oeste del océano provistos de una cierta inquietud social.

¿Qué leyes deberían regir de allí en adelante en el «Nuevo Mundo», y a quién le había otorgado Dios el poder de dictarlas?

¿Por qué lo que imperaba —sin demasiado éxito por cierto— en el Viejo Continente, tenía que imperar también en el que aún permanecía incontaminado y virgen?

¿Era mejor taparse del cuello a los tobillos a andar desnudos, o mantener la hipocresía propia de una sociedad retrógrada y farisea, a echarlo todo por la borda actuando con la inconsciente desfachatez de los nativos?

¿No existiría tal vez un punto de confluencia exacto en el que españoles e indios pudieran encontrarse, uniendo así sus fuerzas para configurar una nueva sociedad más justa, más libre y más perfecta?

Paseando descalza sobre la fina arena, bañándose en los calurosos mediodías en una minúscula cala, o contemplando durante horas el inmenso mar que tal vez algún día le devolviera a su joven amante, Ingrid Grass, exvizcondesa de Teguise, se repetía una y otra vez idénticas preguntas sin encontrar jamás respuesta alguna que le satisficiera.

Por desgracia, la historia avanzaba por caminos muy distintos a los que ella hubiera deseado.