XVI

Los nativos tenían sus propios demonios.

De entre todos ellos, el peor, el más odiado, aquél en quien depositaban todas sus frustraciones y más ancestrales temores, era sin duda el tamandúa, la repugnante bestia de los avernos que de tanto en tanto cobraba el estrambótico aspecto de un oso hormiguero para recorrer las selvas asustando a los humanos.

Pero un oso hormiguero era en sí mismo un animal del todo inofensivo que tan sólo utilizaba sus fortísimas y afiladas garras en destripar termiteras, y su larga y pegajosa lengua en perseguir a sus víctimas hasta en los más escondidos rincones de sus infinitos pasadizos subterráneos.

¿Cómo podía un animal tan poco agresivo acabar con un hombre aunque éste no midiera más allá de metro veinte?

Cienfuegos obtuvo la respuesta dos días más tarde, cuando descubrió a un grupo de nativos machacando concienzudamente miles de hormigas, para obtener así un líquido de un rojo negruzco que hedía a veinte metros de distancia e irritaba los ojos haciendo que las lágrimas corrieran a borbotones.

A la mañana siguiente desnudaron por completo al contrahecho enano, lo amordazaron para evitar que pudiera emitir el más leve sonido, y lo colocaron boca abajo en un claro del bosque, abriéndole en cruz sujeto a cuatro estacas por fuertes correas.

Por último, y con ayuda de una caña hueca, le introdujeron por el ano una abundante cantidad de aquel liquido apestoso cuyo reguero repartieron por un amplio espacio de la floresta y cuando se sintieron completamente satisfechos, treparon a los más altos árboles y se acomodaron en silencio, dispuestos a disfrutar, con la infinita paciencia propia de su raza, del terrible espectáculo.

Transcurrieron más de cuatro horas antes de que la bestia se dignara hacer su aparición.

Durante todo ese tiempo, las entrañas del desgraciado Goliat debían haber sufrido ya el terrible asalto del ácido fórmico pero tan sólo la forma en que continuamente se retorcía y la desorbitada expresión de sus ojos cuando acertaba a alzar por un instante la cabeza permitían captar la auténtica intensidad del martirio que estaba padeciendo.

Luego, al advertir la cercana presencia del animal, pareció a punto de volverse loco intentando a toda costa la imposible tarea de zafarse, y cuando, conducido por el maloliente reguero, el tamandúa comenzó a olisquearle el trasero, comprendió lo que iba a ocurrir y se golpeó una y otra vez la frente contra el suelo mientras una afilada y pringosa lengua se le introducía por el recto buscando a las inexistentes hormigas, destrozando cuanto encontraba en su camino, desgarrándole los intestinos y provocándole un dolor tan profundo, íntimo y sordo como probablemente jamás experimentó con anterioridad ser humano alguno.

Por último, hambriento y furioso, el tamandúa optó por abrir el supuesto termitero con ayuda de sus aceradas garras, y la carne, los huesos y las entrañas de David Sanlúcar, alias Goliat; quedaron regados por el claro del bosque mientras la burlada bestia se alejaba definitivamente convencida de que en esta ocasión su fiel olfato le había engañado.

Tan sólo entonces, y como caídos de la nada, los indígenas abandonaron en silencio su refugio, lanzaron una última mirada de desprecio al cadáver de su enemigo, y se alejaron dejándole allí para que las alimañas de la selva limpiaran sus huesos.

El peor de los demonios le había destrozado, y ya ningún temor sentían en su presencia.

Cienfuegos, que se había negado a asistir al feroz suplicio del enano, los observó mientras regresaban al poblado, preguntándose inquieto qué pasaría en aquellos momentos por sus mentes, y qué concepto tendrían de allí en adelante del mundo de los españoles y su forma de comportarse.

Aunque, a decir verdad, tampoco él mismo tenía un concepto muy claro de ese mundo y ese comportamiento, puesto que durante la mayor parte de su vida había permanecido aislado con sus cabras en lo alto de una montaña de La Gomera, para verse arrastrado más tarde a una confusa serie de acontecimientos de los que la mayor parte de las veces no había sabido sacar conclusión válida alguna.

¿Cómo era en realidad la sociedad en que le había tocado vivir y de la que siempre se había sentido tan injustamente marginado?

¿Qué podía aportar esa sociedad a los habitantes de unas selvas que no tenían absolutamente nada en común con el lugar del que venían?

Ni los seres humanos, ni los sentimientos, ni las ideas contaban, y la cultura, el amor y la fe en algo en lo que todos pudieran creer brillaban por su ausencia. Tan sólo el oro importaba, y el canario se sintió profundamente orgulloso de sí mismo al comprobar que había permitido que casi un centenar de kilos de ese oro se disolvieran tranquilamente en el río sin haber experimentado por ello el menor desasosiego.

En cierto modo, y a lo largo de los días y semanas que siguieron a la muerte del enano, Cienfuegos fue adquiriendo poco a poco la sensación de que estaba llamado a convertirse en una especie de lazo de unión entre dos mundos antagónicos, y quizás en el único ser de este planeta que comenzaba a estar en condiciones de juzgar con idéntica equidad la forma de actuar de dos razas muy distintas.

Una semana más tarde, sin embargo, tal convencimiento atravesó una durísima prueba.

Los problemas comenzaron el día en que, al despertar, descubrió que un sin fin de flores rodeaban su hamaca y un gran cesto de las más apetitosas frutas descansaba en el centro de la tosca y desvencijada mesa.

Alguien rió con picardía, fuera de la cabaña.

No pudo descubrir quién era, pero le ilusionó imaginar que se trataba de la preciosa chiquilla de nariz respingona, cintura de avispa y ojos burlones que cada día acudía a bañarse al desembarcadero, y que solía festejar con carantoñas la aparición del español en la entrada de la cabaña.

Era increíblemente joven y Cienfuegos solía preguntarle a Papepac si no estaría mal visto que intentara llevársela una tarde a lo más profundo de la selva, pregunta a la que el nativo respondía siempre con un indiferente encogimiento de hombros.

—Pronto, muy pronto, alguien tendrá que llevársela.

—Pero es casi una niña.

—Casi.

Aun así tenía sus dudas, y prefirió esperar, aunque se esforzaba por dormir con un ojo cerrado y otro abierto, en su afán por sorprender a su nocturna visitante en el momento de rodear su hamaca de flores.

Pero quien quiera que fuese se comportaba como los murciélagos-vampiros de la selva, que tan sólo se aproximan a sus víctimas cuando tienen la absoluta seguridad de que duermen profundamente, y fue así como un día tras otro amaneció sin haber logrado su objetivo; y al fin tuvo que hacerse el firme propósito de no permitir que los ojos se le cerraran hasta no haber conseguido satisfacer su natural curiosidad.

Pasaron las horas.

En la otra orilla del río, muy lejos, un extraño pájaro cantaba:

¡Cristo fue!

¿Por qué su absurdo grito?

Siempre se lo preguntaría. Siempre. Durante años; hasta el fin de sus días.

—¿Por qué?

¡Cristo fue!

Luego escuchó un rumor muy leve.

Una sombra estilizada y ágil se aproximó como en volandas.

Extendió la mano y la atrapó.

Se escuchó una ahogada risa seguida de un hondo suspiro, luego un fingido y brevísimo forcejeo, y por último, una entrega sin reservas en la que todo fueron besos y caricias, hasta el momento justo en que Cienfuegos buscó el contacto más íntimo, lo que le obligó a dar un salto cayendo de la hamaca como un fardo al tiempo que lanzaba un grito dé espanto.

—¡Dios me proteja! ¡Un hombre!

Era un hombre, en efecto, o más bien un espigado muchacho de formas imprecisas; un auténtico efebo de piel suave aunque no por ello poco datado virilmente, y cuando el gomero pudo al fin reponerse del asombro y el asco que le había producido palpar tamaños e indiscutibles atributos, aferró a su oponente por el largo y lacio cabello, le alzó el rostro hacia la leve claridad de la luna menguante y se esforzó por reconocer a su nocturno visitante que no era desde luego la hermosa chiquilla que él suponía, sino un invertido rapazuelo de delicadas facciones.

Del primer puñetazo lo precipitó contra el viejo arcón que se quebró en tres pedazos y sin meditarlo se abalanzó sobre el aterrorizado e indefenso afeminado al que comenzó a golpear y patear con tan inmensa furia, que en pocos instantes hubiera podido matarle impunemente.

A los gritos del infeliz acudieron con toda prontitud infinidad de nativos portando antorchas, y se precisó la colaboración de cinco hombres para separarle de su víctima, que quedó tendida en mitad de la choza, sangrante, destrozada y sin sentido.

El diminuto Papepac que había sido de los últimos en llegar, no salía de su asombro ante tan dantesco espectáculo, y cuando al fin consiguieron que el español se tranquilizara cesando de lanzar manotazos e improperios, inquirió confundido:

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Cómo que qué ha ocurrido? —repitió Cienfuegos en el colmo de la indignación—. ¡Ese niñato de mierda es marica!

—Entiendo… ¿Ha intentado violarte?

—¿Violarme? —se sorprendió—. No. Naturalmente que no.

—¿Entonces…?

El canario, que había tomado asiento en uno de los desvencijados taburetes que fabricara en su día Patxi Irigoyen, alzó el rostro hacia el grupo de nativos que le observaban a su vez con gesto interrogante, y por último replicó molesto.

—Me trae flores y frutas.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—¿Que qué tiene de malo? ¡Todo!

—¿Todo qué?

El pelirrojo cabrero lanzó un hondo suspiro, aguardó a que entre cuatro indígenas se llevaran el maltrecho cuerpo del muchacho, meditó largo rato y, al fin, se encogió de hombros.

—¡Es un marica! —insistió como si tal explicación bastara—. En mi país se les quema vivos.

—Es posible —admitió el Camaleón con absoluta calma—. Y por lo que hemos visto, en tu país le cortan las manos a los niños cuando sus padres no reúnen suficiente oro. Pero ésas son costumbres bárbaras que aquí no aceptamos.

—No es lo mismo.

—Para nosotros, sí.

Dio media vuelta y abandonó la estancia seguido por el resto de los indígenas, dejando al canario tan profundamente avergonzado, que no pudo volver a conciliar el sueño durante el resto de la noche, por lo que, en cuanto amaneció, acudió a la choza de su amigo al que encontró abrazado a la chiquilla de los grandes ojos y la ancha sonrisa.

—Lo siento —dijo.

—No es a mí, si no a Urucoa a quien debes pedir disculpas —fue la fría respuesta—. Le has destrozado la cara, y se trataba de un guapo muchacho al que aguardaba sin duda un hermoso futuro junto a algún fuerte guerrero que supiera protegerle. ¿Qué será ahora de él, si queda desfigurado?

Cienfuegos tomó asiento en el suelo, apoyando la espalda contra el poste central de la cabaña, para rascarse inquieto la espesa barba mientras contemplaba a su pequeño amigo que se balanceaba en la hamaca acariciando distraídamente los incipientes pechos de su joven amante.

—No puedes pedirme que vaya a pedirle disculpas a un mariquita —protestó.

—¿Por qué no? —Papepac alzó la barbilla de su acompañante para que la viera bien—. ¿No se las pedirías a ella si creyeras que tal vez le habías arruinado la vida?

—Es diferente.

—Tú quieres marcar la diferencia, pero en realidad no existe —señaló el otro con sequedad—. Si pretendes vivir aquí porque te agrada que estas gentes no usen armas, no roben, no mientan, y lo compartan todo los unos con los otros, tienes que admitir que la homosexualidad esté considerada como algo natural siempre que sea libremente aceptada por ambas partes.

—Yo no la acepto.

—Ni nadie te fuerza a ello. Urucoa se limitó a hacerte la corte ofreciéndote lo más hermoso que tenía.

¿Le hubieras golpeado a ella, o a cualquier otra muchacha por el simple hecho de regalarte flores?

—No. Naturalmente que no.

—Sin embargo, no estás obligado a acostarte con todas las mujeres que pretendan acostarse contigo, supongo…

—Desde luego.

—Pues de igual modo tampoco con los hombres —le hizo notar el indígena—. Hubiera bastado con que le dieras a entender a Urucoa que sus atenciones no eran de tu agrado, para que nunca más se hubiera atrevido a molestarte.

—Entró de noche en mi cabaña.

—A llevarte flores y frutas. Ni te tocó siquiera. Asegura que fuiste tú quien le aferró por la muñeca y empezó a acariciarle. ¿Es cierto eso?

—¡Lo es! —admitió el gomero de mala gana—. ¿Pero cómo iba yo a imaginar que se trataba de un tipo?

—Sin embargo, estabas dispuesto a hacer el amor sin siquiera verle la cara con tal de que se tratara de una mujer.

El canario señaló a la muchacha:

—Pensé que era ella.

—Pues no lo era. Y podría haberse tratado de una vieja horrible.

—Tenía una piel muy suave.

—Lo imagino.

—¡Vete al diablo! —se impacientó Cienfuegos—. Acabarás obligándome a sentirme culpable.

—Es que debes sentirte culpable —afirmó el otro convencido—. Has actuado de una forma estúpida, salvaje y cruel, y lo menos que puedes hacer es reconocerlo. —Le propinó un cariñoso azote a la chiquilla para que se marchara y poniéndose calmosamente en pie, añadió—: Ahora lo que tenemos que hacer es confiar en que no le queden marcas porque si decide denunciarte ante el Consejo de Ancianos lo vas a pasar muy mal.

—¿De qué carajo estás hablando?

—De que puede exigir que te desfiguren de la misma forma en que tú lo has hecho con él.

—Bromeas.

Papepac le dirigió una larga mirada de soslayo y se diría que en realidad se trataba de otro hombre.

—Yo casi siempre bromeo —admitió—. Pero esto es muy serio. Tus gentes llegaron aquí, matando, mutilando y esclavizando. Causaron más daño en dos meses que todo lo que nos han hecho sufrir los caribes en el transcurso de tres generaciones y ahora tú te comportas bestialmente. —Agitó la cabeza pesaroso—. No les gusta —concluyó—. No les gusta en absoluto.

—¿Y qué puedo hacer?

—Pedir disculpas a Urucoa. Sé amable con él, e intenta que no te denuncie ante el «Consejo de Ancianos».

—¡Mierda!

—Con eso no solucionas nada.

—¡Mierda, mierda y mierda!

—De acuerdo, pero ahora ve y habla con el muchacho.

Pero Cienfuegos necesitaba pensárselo, por lo que esa tarde se alejó por el estrecho sendero que bordeaba el río, para ir a tomar asiento en un recodo desde el que se dominaba la práctica totalidad del poblado, y desde donde observó cómo los niños se bañaban bajo las chozas, los pescadores arponeaban a los peces en un remanso, o los ancianos tomaban el sol a la puerta de sus rústicas viviendas.

Le agradaba aquel villorrio. Era probablemente el lugar más hermoso que hubiera encontrado en su agotador vagabundeo desde que abandonara La Gomera, y deseaba de todo corazón que se convirtiera en su hogar antes de lanzarse de nuevo a la aventura de intentar el vano empeño de volver a su patria, porque aún no se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse una vez más a los mil peligros de la selva, necesitaba por lo menos un largo mes de reposo en un refugio en el que se sintiera realmente amado y protegido.

Quedarse junto a unos pacíficos indígenas que parecían estarle sumamente agradecidos por haberles librado de aquellos cuatro canallas, se le había antojado por lo tanto una solución ideal a sus problemas, pero las cosas amenazaban con complicársele una vez más, porque de improviso descubría que aquellas buenas gentes le tenían miedo, ya que había demostrado que en el fondo no era más que un «demonio peludo», tan brutal como pudieran serlo el morboso Pichabrava o el sádico enano. Uno violaba mujeres y el otro mutilaba niños mientras que él maltrataba muchachos que no habían cometido más delito que ofrecerle flores.

Le hubiera gustado saber lo que pensaban, pero sus pétreos rostros raramente expresaban sus auténticos sentimientos, y sus oscuros ojos semejaban negros pozos sin fondo.

Le rehuían, ya no asomaban a sus labios aquellas espontáneas sonrisas de días antes, e incluso le pareció advertir un leve gesto de hostilidad entre el grupo de los que sin duda compartían las aficiones de Urucoa por los encantos del propio sexo. De la noche a la mañana, la actitud de la comunidad parecía haber cambiado, puesto que de la noche a la mañana, su actitud con respecto a las normas de comportamiento de esa misma comunidad, también habían cambiado.

Se maldijo en voz alta por la bárbara reacción que había provocado su cerril intransigencia de isleño machista, y por el hecho, a todas luces incongruente, de que, a pesar de cuanto de portentoso había visto en aquellos últimos tiempos en un «Nuevo Mundo» que poco tenía que ver con el suyo, aún continuase conservando tantos viejos prejuicios del otro lado del océano.

Por último, llegó a la conclusión de que si bien había aprendido a sobrevivir en las selvas y los mares, y a librarse de las asechanzas de los caribes o los azawán, aún no había aprendido a pensar como lo hacían las gentes de aquellas tierras, por lo que hasta que no lo consiguiese, no podría aspirar a convertirse en un firme lazo de unión entre dos pueblos que nada tenían en común por el momento.

El camino era aún largo y difícil, y continuaba ignorándolo casi todo.