XIV

—¿«La Fuente de la Eterna Juventud»?

—Exactamente.

—¡No puedo creerlo!

—Nadie puede creerlo hasta que comprueba sus efectos.

—Pero yo siempre imaginé que eran fantasías —exclamó convencido el capitán De Luna—. ¡Leyendas!

—También se consideraba una fantasía el hecho de que la Tierra fuese redonda y ya veis —le hizo notar Juan de Oviedo cuya triste cara de caballo aparecía ahora más seria que nunca—. Desde muy antiguo se habló de un perdido manantial de aguas medicinales que tenían la propiedad de regenerar los cuerpos haciéndoles perder la flaccidez, las arrugas y el cansancio, y al fin Ojeda lo ha encontrado. —Se encogió de hombros—. Si en Europa existen termas que alivian los dolores de espalda o ayudan a evacuar sin dificultad, ¿por qué no puede existir aquí una fuente que rejuvenezca?

—¿Y fue Ojeda quien la descubrió? —inquirió interesado el vizconde de Teguise—. ¿El mismo Ojeda que estuvo con nosotros anoche?

—El mismo. El único e irrepetible Alonso de Ojeda, que ya desde la toma de Granada, e incluso mucho antes, dejó bien sentado que era un hombre tocado por el dedo de Dios, destinado a grandes empresas, como lo fuera en su día aquel caballero Reinaldo elegido para recuperar el Santo Grial.

—¡Santo cielo! —se maravilló el otro—. ¿Y dónde se encuentra esa fuente?

El asturiano tardó en responder, volvió la cabeza a uno y otro lado como si temiese que alguien pudiera oírles pese a que se encontraban en mitad de la playa, y tras rascarse pensativamente el mentón como si abrigara profundas dudas sobre si debería o no continuar hablando, añadió:

—Escuchadme con atención y tened en cuenta que me juego muchísimo si se llega a saber que os he hablado de esto, aunque al fin y al cabo estoy persuadido de que tratándose de un noble caballero, pronto o tarde acabaríais averiguándolo. —Bajó aún más la voz si es que ello era posible y musitó apenas—: Tan sólo el propio Ojeda sabe en cuál de las muchas islas que se alzan frente a las costas de Cuba, a un par de días de navegación desde aquí, está la fuente. Él es, por tanto, el único que decide a quién le corresponde el turno.

—¿Turno? —repitió el vizconde—. ¿A qué turno os referís?

—¡Al que hay que guardar, naturalmente! —fue la impaciente respuesta propia de quien tiene la impresión de estar hablando con un imbécil incapaz de entender las cosas más sencillas—. El manantial no es demasiado grande y se han organizado grupos, que permanecen en la isla aproximadamente un mes que es lo que se necesita para rejuvenecer unos diez años.

—¡Diez años!

—Más o menos. —Le tomó por el brazo, obligándole a que se aproximara aún más—. ¿Recordáis al marqués de Gándara, el que nos ganó anoche a los dados? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Qué edad creéis que tiene?

El capitán De Luna dudó.

—¡Pues no lo sé! —dijo al fin—. Unos veinticinco.

—Casi cuarenta.

—¡No os creo!

—¡Señor! —se escandalizó el de Asturias haciendo ademán de echar mano a su espada—. ¿Dudáis de mi palabra?

—¡No, por Dios! —le atajó el vizconde—. No ha sido mi intención ofenderos. Es que se me antoja tan prodigioso…

—¡Y lo es! Naturalmente que lo es. —Juan de Oviedo fingió calmarse a su pesar—. ¿Pero creéis que si no lo fuera, continuaríamos aquí, en Isabela, donde no existe más futuro que el hambre y la muerte? En esta maldita tierra no hay oro, ni especias, ni las maravillosas ciudades que el almirante prometió. Es la esperanza que mantenemos de que nos toque el turno de ir a la isla, lo único que nos obliga a quedarnos aquí.

—Entiendo. ¿Y quién marca esos turnos?

—Ojeda.

—¿Y por qué no el virrey?

—Colón no sabe nada. Si lo supiera correría con el cuento a los Reyes que se apoderarían del manantial y lo utilizarían para favorecer a sus cortesanos o para imponer su voluntad a otros soberanos. ¡No! —negó con firmeza—. Ojeda es demasiado noble para eso. Tan noble que no quiere que su descubrimiento atraiga la corrupción, y por eso se ha impuesto a sí mismo no beneficiarse personalmente de su descubrimiento.

—¿Ha hecho eso? ¿No ha tomado las aguas?

—Se niega a hacerlo para no caer en tentaciones. Con su altruismo es como el sumo sacerdote de una nueva religión.

Esa noche, tumbado cara al cielo en su camastro, Su Excelencia el Capitán León de Luna no pudo cerrar los ojos hasta que comenzó a clarear el día, dándole vueltas y más vueltas a la inconcebible cantidad de fabulosos descubrimientos que había hecho desde su reciente llegada a «La Española». A ratos, en sus momentos de mayor lucidez, dudaba de que todas aquellas historias sobre «La Fuente de la Eterna Juventud» pudieran ser ciertas, pero luego, al recordar las medias palabras de Alonso de Ojeda y sus compañeros, y la aparente sinceridad de Juan de Oviedo, se inclinaba a aceptar que, efectivamente, aquel desconocido «Nuevo Mundo» ocultaba maravillas jamás imaginadas anteriormente.

Tan difícil resultaba desde luego admitir que la Tierra fuese redonda y se pudiera llegar al Este por el Oeste, como el hecho de que en él existiera una fuente medicinal que regenerase los tejidos.

Durante largas horas apenas dedicó, por tanto, un leve pensamiento a su fugitiva esposa o al odiado Cienfuegos, puesto que de improviso incluso su desesperada ansia de venganza parecía haber pasado a un segundo plano frente a la posibilidad que tal vez se le ofrecía de recuperar una parte de aquella añorada juventud que ya empezaba a quedar atrás en su recuerdo.

—¡Diez años menos! —repetía obsesivamente como una machacona cantinela que se le hubiera instalado para siempre en el cerebro—. ¡Diez años menos!

Diez años menos siendo como era ahora un famoso capitán, noble, rico y respetado significaba casi tanto como empezar una nueva vida teniendo todos los triunfos en la mano.

—¡Diez años menos!

Muy temprano, sin haber dormido apenas, se puso en pie y deambuló enfebrecido por la ciudad buscando a Juan de Oviedo.

Cerca ya del mediodía acertó a descubrirlo al fin en un claro del bosque, librando un duro combate de entrenamiento a espada con un enloquecido marqués de Gándara, que saltaba de un lado a otro, reía y alborotaba como un auténtico chicuelo.

—¿Qué os parece? ¿Qué os parece? —gritaba sin cesar de dar salvajes mandobles que mantenían acorralado al asturiano—. Ya no abusáis de mí como antes.

—¡Eh! Ahora soy yo el que os agota y os obliga a suplicar clemencia. ¡Rendíos, bellaco! ¡Rendíos, viejo caduco!

Se interrumpió al descubrir que les estaba observando desde no más de diez metros de distancia, y pareció azorarse hasta el punto de inquirir en tono airado:

—¿Qué hacéis ahí? ¿Desde cuándo nos estáis espiando?

—¿Espiando? —repitió ofendido el capitán De Luna, haciendo ademán de abalanzarse sobre él—. ¿Cómo os atrevéis maldito deslenguado? ¡Os voy a enseñar a manejar la espada como un hombre y daos por muerto!

El otro no pareció amilanarse por la amenaza, colocándose de inmediato en guardia dispuesto a vender cara su vida, pero Juan de Oviedo se apresuró a mediar colocándose entre ambos al tiempo que alzaba los brazos.

—¡Haya paz! ¡Caballeros, por favor! ¿Qué modales son ésos entre amigos?

—¿Amigo alguien que osa acusarme de espía?

—¡Perdonadle! —suplicó con aire compungido el de la cara de caballo—. Perdonadle, por favor. Debéis comprender que en sus circunstancias tiene que…

—¿A qué circunstancias os referís? —le interrumpió bruscamente el de Gándara en tono de alarma—. ¡Medid vuestras palabras, Oviedo! ¡Recordad lo que habéis prometido!

El asturiano pareció dudar. Observó perplejo a ambos contendientes, y concluyó por dejarse caer, abatido, sobre el podrido tronco de un árbol.

—La culpa es mía —musitó en voz muy baja ocultando el rostro entre las manos—. ¡Únicamente mía!

—Alzó unos tristes ojos suplicantes. —Temo que he sido indiscreto.

—¿Cómo decís? —fingió horrorizarse el marqués—. ¿Acaso habéis sido capaz de…? —La muda respuesta que obtuvo bastó para obligarle a lanzar lejos la espada como si súbitamente le abrasara la mano—. ¡Dios, Dios! —sollozó alzando los brazos al cielo—. ¿Cómo habéis podido…?

—¡Lo siento!

—¡Sentirlo no basta, Oviedo…! ¡No basta y lo sabéis!

¡Esto era un pacto entre caballeros! ¿Qué dirá Ojeda?

—¡No, por Dios! —suplicó el desgraciado asturiano aferrándole del brazo con aparente desesperación—. No le digáis nada a Ojeda o me apartará para siempre de la fuente.

—Sería lo justo. Es lo que merecéis.

—Para vos es fácil decirlo ahora, pero hace dos meses hubierais matado por conseguir uno de los primeros puestos. Aún recuerdo cómo os pusisteis cuando corrió el rumor de que la alemana iba a ocupar vuestra plaza relegándoos a un segundo viaje. Hubierais sido capaz de asesinarla.

—¿Alemana? —se apresuró a intervenir el capitán De Luna—. ¿De qué alemana habláis?

—¡No interrumpáis más, por favor! —le atajó el marqués con manifiesto mal humor—. Bastante daño habéis causado incitándole a hablar. —Se volvió a Juan de Oviedo y aunque su ceño continuaba fruncido y su expresión adusta, se diría que su tono de voz se apaciguaba un tanto—. ¿Qué es lo que le habéis contado exactamente? —quiso saber.

—No mucho. Tan sólo lo que se refiere a la Fuente y sus propiedades.

—¿Y os parece poco? —se asombró el otro—. ¿Sabéis lo que ocurriría si la noticia se difundiese por Europa?

¡Nos invadirían millones de desesperados de todo el mundo que la agotarían de inmediato sin servir de utilidad a nadie! —Le tomó de la barbilla y le obligó a alzar el rostro y mirarle de frente—. ¡Fijaos en mí! —añadió—. Estuve allí dos meses bebiendo y bañándome a diario de esa agua bendita que me ha devuelto a mis mejores años, pero si en lugar de los que fuimos, hubiéramos sido cien, todos hubiéramos regresado igual que antes.

¿Es que no lo entendéis? Es demasiado pequeña y hay que cuidarla.

—¡Lo entiendo! —emitió el otro compungido—. ¡Naturalmente que lo entiendo! Perdonadme.

—Ojeda es el único que puede hacerlo.

—¡Dios misericordioso!

—Permitidme mediar en favor de Don Juan —intervino de nuevo con cierta timidez el vizconde—. Me consta que nunca fue su intención ser indiscreto. Sin duda fue culpa mía ya que supe incitarle a hablar pese a que no era ése su deseo.

El marqués de Gándara, que parecía acabar de sufrir uno de los mayores desengaños de su vida, se dejó caer con aire abatido al pie de un árbol, y tras un largo rato de contemplar la espesura con aire ausente, se volvió a mirar de reojo a sus dos acompañantes.

—¡Bien! —dijo—. El daño ya está hecho, supongo que no hay remedio, y contárselo a Don Alonso de Ojeda significaría darle un disgusto semejante al que me habéis dado a mí. —Les apuntó acusadoramente con el dedo—. Pero os lo advierto; una indiscreción más y juro por Dios que no viviréis para contarlo. Dedicaré el resto de mi vida, que ahora es mucha, a perseguiros y aniquilaros dondequiera que os escondáis.

El vizconde se aproximó para acuclillarse frente a él, y con gesto de absoluta sinceridad se colocó la mano sobre el corazón.

—Tenéis mi palabra de honor de que jamás mencionaré este asunto. —Hizo una corta pausa, e inquirió casi con un esfuerzo—. Pero, decidme: ¿es cierto que tenéis ya casi cuarenta años?

—Los cumpliré en noviembre.

—¡Increíble!

—¿Realmente os lo parece? —sonrió el otro con una cierta coquetería ante el halago—. ¡Pues si vierais el efecto en las mujeres os quedaríais asombrado! Tal vez debido a su piel o a su condición femenina, el resultado es aún mejor.

—¿Ha habido muchas mujeres que lo hayan probado? —fue la interesada pregunta.

—Dos hasta ahora, y otra que está allí en estos momentos.

—¿La misteriosa alemana de la que nadie quiere hablar?

—Continuáis haciendo demasiadas preguntas —intervino Juan dé Oviedo aproximándose—. Y tanto preguntar es lo que me ha llevado a esta amarga situación. ¡Habíais prometido olvidar el tema!

—¡No! —se apresuró a desmentirle el capitán—. ¡Eso nunca! Prometo no hablar con nadie de este asunto pero ahora que sé que existe no podéis exigirme que lo olvide. Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para conseguir que Alonso de Ojeda me cuente entre sus elegidos.

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué méritos tenéis?

—Los mismos que cualquier otro noble caballero español.

—Permitidme que lo ponga en duda —señaló el asturiano—. Todos los que hemos sido seleccionados luchamos junto a Ojeda desde hace años. El marqués fue su escudero cuando la captura de Canoabó, y la mayoría de los que están ahora en la Fuente participaron en la defensa de «Santo Tomás».

—¿La alemana también?

—No. La alemana no.

—Entonces ¿por qué está allí? ¿Acaso Ojeda y ella…?

El marqués de Gándara extendió rápidamente la mano colocándosela sobre los labios al tiempo que señalaba amenazador:

—¡No lo digáis! No me obliguéis a mataros. Quien ponga en duda la honorabilidad de esa mujer, es reo de muerte. Está allí como compensación a su coraje, y a lo mucho que sufrió al perder al hombre que amaba en el desastre del «Fuerte de La Natividad». Don Alonso quiso hacerle ese regalo antes de que regresase a Europa.

—¿Europa? —se inquietó de forma visible el vizconde—. ¿Por qué Europa? ¿Por qué no vuelve aquí?

—Nadie que haya estado en la fuente volverá ya nunca por aquí —le hizo notar el otro—. A mí no me conocía mucha gente, pero aun así algunos se asombran ante mi nuevo aspecto. ¿Imagináis lo que ocurriría si de pronto empezaran a pulular por las calles de Isabela docenas de hombres y mujeres diez o quince años más jóvenes?

Todo acabaría por descubrirse, y para evitarlo se ha decidido que desde la misma isla regresen directamente a lugares donde nadie pueda extrañarse ante sus nuevas fisonomías.

Su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se tragó una vez más el anzuelo y aunque resultaba en verdad sorprendente su inaudita capacidad de aceptar como válidos el sinfín de disparates que había tenido que escuchar en el transcurso de los tres últimos días, cabía admitir en su descargo que se enfrentaba a dos de los más famosos y reconocidos timadores y comediantes de la España de su tiempo, lo que ya era de por sí una garantía de éxito en cualquier turbia empresa.

Luis de Torres y su buen amigo Alonso de Ojeda habían sabido sin duda elegir a la perfección a los principales protagonistas de aquella rocambolesca farsa, ya que Juan de Oviedo había ejercido anteriormente el duro oficio de cómico de carreta y plaza de pueblo, mientras que por su parte el marqués de Gándara tenía justa fama de haber estafado a media Andalucía antes de verse obligado a huir al «Nuevo Mundo».

Constituían, por tanto, un par de desvergonzados pícaros capaces de mantener un aire impasible, serio y responsable mientras desgranaban descaradamente las más absurdas fantasías, consiguiendo de ese modo que una aturdida víctima, que acaba de poner por primera vez el pie en un universo totalmente desconocido y, se encontraba aún bajo los efectos de una larga y dantesca travesía, aceptara comprar a ojos cerrados la mismísima catedral de Santiago —botafumeiro incluido— si se hubieran propuesto vendérsela.

De nuevo a solas en su camastro, el desconcertado capitán De Luna no podía, por tanto, dejar de darle vueltas al hecho —nunca antes sospechado— de que cabía la posibilidad de rejuvenecer diez o quince años en cuestión de meses, y al problema —ahora ya menos importante— de que la odiada mujer a la que continuaba decidido a matar, emprendería muy pronto el regreso a Europa donde, bajo un nuevo aspecto, desaparecería de su vida para siempre.

Cienfuegos, al parecer, estaba muerto. El maldito cabrero que le robara la esposa y le obligara a recorrer los mil senderos de la isla burlándole de la forma más sucia e ignominiosa, había acabado pagando cara su osadía, y si bien por un lado lamentaba no haber conseguido tomarse la justicia por su mano despellejándole vivo personalmente, por otro agradecía no tener que preocuparse más de aquella especie de ente infrahumano, para poder concentrar sus esfuerzos en Ingrid y en la misteriosa «Fuente de la Eterna Juventud» que le mantenía insomne durante largas horas.

¿Cómo conseguir que Ojeda le aceptara?

¿Cómo convencer al más famoso héroe de su tiempo y más valiente e incorruptible de los capitanes españoles de que le incluyera en su lista de candidatos a la felicidad, y lo hiciera, además, a tiempo de poder vengarse de su exesposa?

Por lo que había conseguido averiguar a última hora, sería la misma sucia nave en la que había llegado a Isabela la que zarparía rumbo a la isla de la fuente, donde desembarcaría a un pequeño grupo de nuevos elegidos de la fortuna, para recoger a continuación a los que ya llevaban allí más de dos meses y emprender sin demora viaje a España.

Eso significaba que Ingrid se le escurriría una vez entre los dedos cuando la tenía ya al alcance de la mano, y la sola idea de que la larguísima travesía del océano en la que había creído morir mil veces a causa del mareo resultaba a la postre completamente inútil se le volvía insoportable.

Tenía que matarla.

Tenía que ingeniárselas de forma que al tiempo que llevaba a cabo su venganza pudiera aprovechar el viaje beneficiándose de aquel prodigioso descubrimiento único en el mundo, y dedicó, por tanto, a la solución de tan arduo problema la casi totalidad de su tiempo en los días sucesivos, hasta el punto de que a la primera ocasión que tuvo de encontrarse de nuevo a solas con el asturiano Juan de Oviedo, le espetó sin previo aviso:

—Os cederé, firmado ante notario y con el propio almirante de testigo, mi casa solariega en Calatayud, con todas sus tierras y ganados, si conseguís que forme parte del primer grupo que vaya a la isla.

—¿Os habéis vuelto loco? —fingió asombrarse el otro—. Más sencillo os resultaría pedirme la mismísima luna.

—No quiero la luna. Quiero ir a esa isla en el próximo viaje y os garantizo que mis posesiones de Calatayud os convertirían en un hombre muy rico.

—No dudo de vuestra palabra… —se apresuró a tranquilizarle el asturiano—. Dudo tan sólo de mi capacidad de convencer a Ojeda. Es un hombre justo e incorruptible al que no le impresionan las riquezas. En caso de que os aceptara, no creo que os correspondiera viajar hasta dentro de un año y medio por lo menos.

—No puedo esperar ese tiempo —fue la firme respuesta—. Necesito ir en este viaje.

—Pues no contéis conmigo —señaló con absoluta calma el cara de caballo—. Ni por todas vuestras haciendas me jugaría la posibilidad de ir a esa isla. Dinero y tierras son cosas que siempre pueden conseguirse; recuperar la juventud ya es más difícil.

Si algún leve atisbo de duda dormitaba aún en el fondo del alma del vizconde, aquella serena actitud la disipó. Que un muerto de hambre, soldado de fortuna y caballero de capa raída, que había tenido que cruzar todo un océano en un aparentemente vano intento de mejorar su suerte, fuera capaz de renunciar a una casa solariega, tierras y ganado, con tal de beber en una fuente mágica, le convenció de que ciertamente el agua de esa fuente valía más que todo el oro del mundo.

No fue de extrañar por tanto que tres días más tarde, cuando abrigó la absoluta seguridad de que, al clarear la mañana siguiente, la vetusta carabela levaría anclas para abandonar definitivamente Isabela, el capitán León de Luna se escurriera de su lecho a media noche con el fin de encaminarse furtivamente a la playa donde se apoderó de una de las muchas piraguas que descansaban tranquilamente junto al agua.

Bogó muy despacio y, en silencio, se aproximó cautelosamente al costado de la nave, se cercioró de que nadie vigilaba en cubierta, y venciendo la instintiva repugnancia que el hedor a brea y vómitos le producía, trepó a bordo y se deslizó hasta lo más hondo de la mayor de las bodegas pese a que la sola idea de tener que volver a sufrir el martirio del mareo le enfermara.

Con el alba, y cuando el sol luchaba aún por proporcionarle a una parte de la tierra un nuevo y hermoso día, la cochambrosa embarcación izó sus velas macheteando mansamente en dirección a mar abierto, observada en silencio por Doña Mariana Montenegro, Don Luis de Torres, «maese» Juan de la Cosa, Alonso de Ojeda, Juan de Oviedo, el marqués de Gándara, Felipe Manglano y Justo Palomino, que habían concluido de dar buena cuenta alegremente poco antes de un magnífico cerdo que la hermosa alemana había decidido sacrificar con el fin de celebrar tan señalado acontecimiento.

El navío no era ya más que apenas un punto en el horizonte, en el momento en que Alonso de Ojeda se puso al fin en pie con toda calma, y desperezándose ruidosamente, señaló divertido:

—Daría cualquier cosa por ver su cara cuando dentro de un par de días salga de la bodega y le comuniquen que su próxima escala es Cádiz.

Ingrid Grass sonrió con una cierta tristeza, aunque al aceptar la mano que el otro le tendía para ayudarle a alzarse a su vez, replicó:

—Lo malo es que volverá. Por lejos que vaya, siempre vuelve.