A su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se le antojó un auténtico milagro el hecho de que, tras casi dos meses de infernal travesía a bordo de una minúscula, desvencijada y apestosa carabela, su inepto y beodo piloto hubiera sido capaz de encontrar la isla de «La Española» y fondear frente a la deprimente ciudad de Isabela, poniendo de ese modo fin a la más terrorífica experiencia de toda su larga vida de militar curtido en cien combates.
Los sanguinarios moros, los aguerridos flamencos o los astutos guanches expertos en tender emboscadas, resultaban a todas luces mil veces preferibles a la agonía de un balanceo que le colocaba a cada instante el estómago en los dientes para bajárselo de inmediato hasta el fondillo, obligándole a buscar en las vacías paredes de sus tripas algo que vomitar, al tiempo que se golpeaba la cabeza contra los mamparos en un inútil esfuerzo por evitar que acabara estallándole.
El mareo, aquella estúpida pero invencible enfermedad que muchos consideraban casi femenina, había sido siempre su peor enemigo, y a tal extremo llegaba desde niño su aversión al mar, que el día en que le comunicaron que había heredado una buena parte de la isla de La Gomera, a punto estuvo de renunciar a sus nuevas posesiones con tal de no tener que emprender tan espantosa travesía.
Dos años más tarde, al tomar conciencia de que para llevar a cabo su venganza arrebatándole la vida a la mujer que le había engañado y al muchacho que le robara a la criatura más hermosa que jamás había existido, no le quedaba más remedio que embarcarse nuevamente, tentado estuvo también de olvidar sus ansias de sangre, pero su sentido del honor se impuso, y muy a su pesar había acabado por embarcar a bordo de la más hedionda y putrefacta carraca que se hubiera atrevido nunca a cruzar el oscuro «Océano Tenebroso».
Al poner por fin el pie en tierra su primer impulso fue arrodillarse y besarla, pero era tan irresistible aún el malestar que sentía, que todo cuanto hizo fue ofrecerle unas monedas a un rapazuelo para que se apoderara de su menguado equipaje y le acompañara a la única posada del lugar en la que se tumbó sobre un mugriento camastro con intención de dormir diez días seguidos.
Despertó casi al oscurecer del tercero, y por unos instantes se consideró el hombre más feliz del mundo al comprobar que el suelo no se movía bajo sus pies, por lo que abrió de par en par la ventana y aspiró profundamente unos aromas nuevos, embriagantes y totalmente desconocidos, que pretendían hablarle de mundos de los que ni siquiera sospechó anteriormente su existencia.
Las copas de altísimos árboles jugaban a fundirse con las sombras del cielo, mil aves exóticas chillaban en la espesura a tiro de piedra de las últimas casas, y media docena de mortecinas luces que comenzaban a brillar en la distancia le devolvieron a la realidad del rencor que sentía, obligándole a preguntarse si alguna de ellas iluminaría en aquellos momentos a los dos seres a los que había venido a matar.
Por último le asaltó un hambre de meses, y abandonando el inmundo cuartucho atravesó un oscuro y tétrico pasillo para ir a desembocar en una especie de pringosa y maloliente taberna, en uno de cuyos extremos cuatro hombres jugaban a los dados, mientras un mustio aborigen —el primero que veía desde su llegada al Cipango— fregoteaba detrás de un mostrador alzado sobre barricas.
—¡Buenas noches, caballeros! —saludó cortésmente—. ¿Podrían informarme de qué debo hacer para conseguir algo de comer en este lugar?
Los desconocidos respondieron al saludo amablemente, mostrando una discreta curiosidad ante su inesperada aparición hasta que el más grueso de entre ellos indicó con un gesto hacia el indígena.
—Por un maravedí el indio le servirá pan y pescado —dijo—. Por dos, carne de iguana. Por tres, medio conejo.
—¿Tres maravedíes por medio conejo? —se asombró el capitán—. Con ese dinero se pueden comprar cincuenta en La Gomera.
—Os queda la solución de ir a cenar a La Gomera —fue la respuesta de un segundo jugador de alta estatura y cara de caballo que de inmediato alzó la mano conciliador—. ¡No! No he pretendido ofenderos. ¡Venid! Sentaos con nosotros —hizo un gesto hacia el nativo y añadió—: ¡Dóngoro!, medio conejo para el caballero. Invito yo…
—¡De ninguna manera! —se apresuró a señalar levemente amoscado. No puedo consentir que paguéis, aunque acepto la invitación a compartir vuestra mesa.
Permitid que me presente: capitán León de Luna, vizconde de Teguise.
—Encantado, Señor —fue la respuesta del cara de caballo—. Yo soy Juan de Oviedo asturiano de profesión, y aquí, mis amigos, el marqués de Gándara, Don Felipe Manglano, y «maese» Justo Palomino. ¿Cómo es que no os habíamos visto con anterioridad?
—Llegué a la isla hace tres días, pero lo cierto es que me encontraba francamente agotado. El viaje ha sido muy pesado y debo reconocer que la navegación no es mi fuerte.
—Tampoco la mía —admitió el marqués de Gándara, un apuesto joven cuyos exquisitos ademanes obligaban a pensar en alguien de muy alta cuna—. Y a fuer de sincero, debo admitir que antes prefiero morir de viejo en estas tierras, que tener que regresar en una de esas sucias naves.
—¿Morir de viejo vos? —comentó irónicamente Juan de Oviedo, pero una mirada de atención por parte de sus compañeros le obligó, al parecer, a recapacitar, tartamudeando desconcertado, para tomar los dados y lanzarlos con gesto nervioso sobre el tablero al tiempo que inquiría como si se esforzara por cambiar de tema—: Pero decidme, vizconde, ¿qué os trae por estas tierras salvajes?
—La curiosidad.
—¿Curiosidad? —se sorprendió el gordo Manglano que debía ser probablemente el propietario del local—. ¡Hermosa respuesta! Aquí hay mucha gente que ha venido en pos del oro, aventuras, honores o poder. Incluso algunos huyen de una mujer, del hambre o la justicia… Pero, por simple curiosidad, a fe que sois el único que conozco.
—¿Realmente no os persiguen? —intervino por primera vez «maese» Justo Palomino, que lucía una barba patriarcal lo que le hacía parecer más anciano de lo que era en realidad, y que ante la firme negativa, añadió—: En ese caso permitid que os confiese que jamás conocí a nadie que emprendiera un largo viaje si no es porque busca algo, o porque le buscan. Y vuestro aspecto es el de un hombre acomodado.
—Lo soy —admitió el capitán De Luna, que a continuación ensayó una leve sonrisa de disculpa—. Pero me perdonaréis si os hago notar que, aparte de la curiosidad, cualquier otra razón que tenga para haber venido tan sólo a mí me incumbe.
—¡Desde luego! —se apresuró a tranquilizarle Juan de Oviedo—. Y quedad tranquilo que nadie volverá a preguntar nada al respecto. A este lado del océano no existe el pasado.
—Se me antoja una medida en verdad inteligente. —El vizconde se interrumpió porque el indígena había colocado ante él un inmenso plato de madera en el que la mitad de un conejo navegaba en un mar de lentejas, y aunque el aspecto del grasiento y peculiar guisote no era en absoluto atrayente, era tal su apetito que se apresuró a devorarlo con ansia, observado con extraña atención por el resto de los presentes.
—Perdonad —fue todo lo que pudo murmurar.
Le sirvieron una inmensa jarra de vino más bien avinagrado pero que le supo a malvasía, y cuando a los pocos minutos hubo dado buena cuenta de su primera cena en el «Nuevo Mundo» lanzó un hondo suspiro y se repantingó, satisfecho, en su asiento.
—¡Dios sea loado! —exclamó—. Creí que jamás volvería a disfrutar de placeres tan sencillos. —Observó sonriente a su alrededor e inquirió guiñando un ojo con picardía—: ¿Qué hay del otro?
—¿Mujeres?
—¿Cuál si no?
—Ningún problema. Aquí las nativas son de lo más servicial, y exigen muy poco a cambio.
—¿Nativas? —fingió decepcionarse el capitán De Luna—. Perdonad, pero he vivido mucho tiempo entre guanches y realmente no consigo aficionarme a las nativas. ¡Dónde exista una auténtica rubia, de ojos claros y piel muy blanca!
—¿Rubia, de ojos claros y piel muy blanca? —repitió el marqués de Gándara absolutamente estupefacto—. ¡Soñáis, señor! Recordad dónde estamos.
—¿No?
—Rotundamente no.
—¿Es que acaso no vino ninguna española en la segunda expedición? Tenía oído que…
—Sí —intervino el de Oviedo—. Unas cuantas consiguieron camuflarse entre los hombres, pero en su mayoría son barraganas de las que siguen a todas partes a los soldados. Mi consejo es que entre tales golfas, la mayoría viejas y manoseadas, o una joven nativa, elijáis siempre a la nativa.
—Entiendo —admitió el vizconde con el tono de quien se ha dejado convencer—. Aceptaré vuestro consejo, aunque siempre abrigué la esperanza de poder encontrar alguna dama.
—¿Dama? —estalló en carcajadas Felipe Manglano—. ¿Aquí? ¡Por favor!
—Perdonad mi ignorancia. Me dijeron…
—¡Tonterías!
—Tal vez se referían a la alemana —intervino espontáneamente el joven marqués que palideció de improviso ante el gesto de reconvención que le dedicó el asturiano—. ¡Lo siento! —añadió—. No he dicho nada.
Se hizo un largo silencio durante el cual los cuatro jugadores parecieron sentirse profundamente incómodos, mientras el capitán De Luna los observaba uno tras otro tratando de leer en el fondo de sus ojos las razones de semejante comportamiento.
—¿Qué ocurre? —inquirió al fin—. ¿A qué viene ese misterio?
—¿Misterio? —repitió molesto «maese» Justo Palomino—. Ningún misterio ¿A qué clase de misterio os referís?
—Al que parece existir en torno a esa alemana.
—¡Olvidadlo!
—¿Por qué?
—No os incumbe.
—Tenéis razón —admitió el otro pretendiendo no darle importancia al hecho—. No me incumbe en absoluto —sonrió amigablemente—. Volvamos al principio: ¿Dónde puedo conseguir a una de esas jóvenes y hermosas nativas que tanto os entusiasman?
Le observaron perplejos.
—¿Ahora? —inquirió Juan de Oviedo.
—Llevo meses embarcado, y la noche está empezando.
—No aquí. El almirante ha impuesto el toque de queda, y en cuanto oscurece está prohibido abandonar el recinto de la ciudad. Mañana, de día…
El vizconde quiso añadir algo más pero le interrumpió la aparición de un hombre de baja estatura pero altiva presencia y gestos desafiantes que acaparó de inmediato la atención de los contertulios que se pusieron en pie respetuosamente apresurándose a ofrecerle la presidencia de la mesa.
—¡Buenas noches, Don Alonso! —exclamaron los cuatro al unísono—. ¡Qué alegría veros! ¡Venid por favor!
Dignaos compartir nuestra mesa.
El recién llegado se aproximó con el ágil paso de un bailarín y la prestancia de un rey, y su afable y espontánea sonrisa atrajo de inmediato la atención del capitán De Luna, que no pudo evitar alzarse a su vez, consciente de que se encontraba en presencia de un hombre muy especial.
—Permitid que os presente —se apresuró a intervenir el gordo Manglano—: Vizconde de Teguise…, capitán Alonso de Ojeda.
—¡Ojeda! —exclamó admirado el primero—. ¡Qué inesperado honor! Vuestra fama…
—¡Bobadas! —le interrumpió el otro con un gesto—. Bobadas y exageraciones, creedme. Lo único cierto es que soy un pobre desgraciado que acaba de perder a los naipes hasta su última moneda. —Se volvió a Felipe Manglano—. ¿Me fiáis un cuartillo de ese mosto avinagrado que vendéis a precio de Cariñena? —quiso saber—. Os juro que ignoro cuándo podré pagaros y si algún día os pagaré. —Le apuntó severamente con el dedo—. Pero tened presente que si pensáis pedirme a cambio que os avance un puesto en la lista, os retrasaré dos. —De improviso pareció recordar la presencia de un extraño, y se inmutó como si acabara de cometer una tremenda indiscreción—. ¡Lo siento! —dijo.
—¡Olvidad el tema! —se apresuró a intervenir el marqués de Gándara—. ¡Yo invito! —Sonrió ampliamente—. Y os consta que soy el único que no os va a pedir nada a cambio.
—¡Bien venido sea en ese caso! Estoy sediento.
El impasible indígena trajo una gran jarra de vino que colocó en el centro de la mesa, y todos bebieron, ocasión que el De Teguise aprovechó para extraer de su bolsa una gruesa moneda y colocarla sobre el tablero.
—¡Corre por mi cuenta! —dijo, e inmediatamente extendió las manos como para aplacar cualquier protesta—. El placer de beber en compañía del capitán Ojeda y tan amables caballeros, bien lo vale.
—¡Pero sois nuestro invitado! —protestó el asturiano de cara de caballo—. Lo lógico es que el primer día…
—Lo lógico es que el primer día, el novato pague por el aprendizaje —le interrumpió el otro con afabilidad—. Tan sólo pido a cambio una pequeña información. ¿Es absolutamente cierta, la información que llegó a España de que todos cuantos quedaron en el «Fuerte de La Natividad» murieron?
—Hasta el último gato —sentenció Ojeda—. Yo mismo vi los cadáveres, y si alguna duda quedaba, el propio Canoabó me lo confirmó. No dejó piedra sobre piedra, ni alma viviente. —Le observó con fijeza—. ¿Acaso teníais algún amigo entre aquellos desgraciados?
—¡No exactamente! Simple curiosidad.
—Me está pareciendo que sois un hombre excesivamente curioso —sentenció el anciano Palomino—. Y ése es un grave defecto en unas tierras en las que cada cual procura ocuparse únicamente de sus propios asuntos.
Sonrió como queriendo quitarle hierro a sus palabras.
—¡Hacedme caso! —añadió—. Aquí una pregunta inoportuna puede traer como respuesta una estocada inoportuna.
—Lo tendré en cuenta.
—Más vale así.
—¡Dejemos ese enojoso asunto! —se apresuró a intervenir Ojeda conciliador, echando mano al cubilete—. He venido a pasar un buen rato, no a calentarme la cabeza.
Lanzó los dados sobre la mesa.
—¿Alguien quiere jugar fiándose de mi palabra? —rió divertido—. Confieso que dudo que algún día pueda pagar.
Su sincero desparpajo ejerció el efecto apetecido, y al poco no se escuchaban más comentarios que los directamente relacionados con los lances del juego, las chanzas y las demandas de más alcohol con el que aliviar el ardor de unas gargantas eternamente secas.
El resultado lógico fue que a la mañana siguiente el capitán León de Luna, vizconde de Teguise, despertó con un dolor de cabeza y un malestar mucho más intenso aún que el que traía del barco, y se vio por lo tanto obligado a permanecer en la cama hasta que a media tarde hizo su aparición un Juan de Oviedo también visiblemente deteriorado, que se dejó caer sobre un taburete al tiempo que lanzaba un sonoro suspiro.
—¡Vaya noche! —exclamó—. Y me está bien empleado por beber con Ojeda. Nunca he sabido si llega a ser más peligroso empuñando una espada o una jarra de vino.
¡Qué tipo!
—¿Realmente es tan valiente y tan buen espadachín como se dice?
—¿Ojeda? —repitió asombrado el asturiano—. No existe sobre la faz de la tierra nadie más audaz, ni más loco, y pese a que ha participado en treinta batallas y ha vencido en más de cien duelos, nadie ha conseguido ni siquiera arañarle.
—¿Cómo es posible?
—Lo ignoro, pero hay quien asegura que ese escapulario de la Virgen que siempre lleva consigo obra el milagro de desviar el acero y aun las balas.
—¡Tonterías!
—¿Tonterías? —repitió el otro lanzándole una larga mirada de reojo al tiempo que sonreía con una cierta ironía—. Si yo os contara las cosas maravillosas, ¡los auténticos milagros!, que ocurren en torno suyo —añadió—. ¿Quién si no él podía haber descubierto…? —Se interrumpió confuso, palideció, y cambió de tema—: ¿Pero qué tonterías digo? Yo tan sólo venía a invitaros a visitar la ciudad. —Le guiñó un ojo—. ¿Os continúa interesando entablar conocimiento con alguna linda nativa cariñosa?
—¡Desde luego! —fue la entusiasta respuesta—. Pero más me apetecería si al propio tiempo continuarais contándome cosas de Ojeda.
—No hay más que decir —cortó el otro secamente—. Y es mejor que nos vayamos.
Abandonó la estancia de improviso, y se diría que por alguna extraña razón se sentía tan incómodo consigo mismo, que durante la mayor parte del trayecto hacia la escondida cabaña que se alzaba entre unos arbustos casi al otro lado de la amplia bahía, apenas pronunció media docena de palabras, mostrando una actitud hosca y esquiva, impropia de su carácter.
La presencia de las muchachas indígenas pareció ejercer no obstante una influencia benéfica sobre su estado de ánimo, aunque ya de regreso a la ciudad tomó asiento sobre el caído tronco de una palmera, decidido a aguardar a que un sol de fuego se deslizara cansinamente hasta hundirse en el horizonte.
—Cada día la carne me tienta empujándome a recorrer este camino como una bestia en celo —murmuró—. Y cada día los remordimientos me asaltan luego obligándome a detenerme aquí a intentar arrepentirme de mis actos. —Agitó la cabeza pesaroso—. ¡Qué inútil batalla! —se lamentó—. ¡Qué vano desperdicio de sentimientos y energías este continuo choque entre mi cuerpo y mi espíritu! ¡Y qué vergüenza comprender cuánto hemos traído de rastrero y repugnante a esta orilla del océano!
—Alzó su largo rostro de caballo y clavó los redondos y saltones ojos en el capitán De Luna. —¿Sabíais que estas buenas gentes ignoraban lo que significaba la prostitución hasta que llegamos nosotros?
—No —replicó el otro sinceramente—. No lo sabía.
—Pues así es —señaló el De Oviedo—. Aquí las relaciones entre hombres y mujeres eran puras y limpias, sin que jamás intervinieran los intereses, ni nadie hiciera nunca nada que no deseara. —Señaló hacia atrás—. ¡Observadlas ahora! Se comportan como animalitos asustados, soportando sin un lamento cualquier tipo de humillación a que nos apetezca someterlas a cambio de un pedazo de tela, una moneda, un espejo o un cascabel que ninguna falta les hace.
—Nadie las obliga.
—¡Nosotros las obligamos, puesto que hemos sabido convertirlas en esclavas de los objetos! ¡Odio los objetos! —exclamó de pronto lanzando un escupitajo que fue a caer sobre el agua que lamía mansamente la arena—. Odio todo aquello que nos encadena a nuestras pasiones y corrompe a los inocentes. —Se llevó las manos al rostro como si pretendiera ocultarse tras ellas—. ¡Oh, Dios! —sollozó con desconsuelo—. ¿Por qué me empujaste hasta aquí? ¿Y por qué has colocado al alcance de mi mano tan irresistible tentación, la más terrible a que se haya enfrentado jamás un ser humano? —Alzó unos ojos empañados en lágrimas hacia el desconcertado vizconde de Teguise que no acertaba a comprender las auténticas razones de aquel súbito ataque de histeria y desesperación, y casi aulló cerrando con fuerza los puños—. ¡Yo no deseo caer en ella! —gimió—. Quiero rechazarla, pero… ¿Quién puede reunir las fuerzas necesarias como para decir que no a semejante maravilla?
El capitán León de Luna permaneció unos instantes como alelado, y por último inquirió con un hilo de voz:
—¿A qué maravilla os estáis refiriendo?
El otro balanceó absurdamente una y otra vez su enorme cabeza, para concluir haciendo un vago gesto hacia el mar que se extendía ante él.
—¿A cuál va a ser? —replicó roncamente—. A la fuente de Ojeda.
—¿Fuente? —repitió el vizconde—. ¿Qué clase de fuente?
—La de la Eterna Juventud.