XI

El río, manso, oscuro, perezoso, discurría desganadamente por entre la tupida masa de altos árboles, abriéndose paso a través de jacintos y nenúfares con tan escasa fuerza, que nadie parecía capaz de concretar si iba o venía, subía o bajaba, se trataba en realidad de un río, o no constituía al fin y al cabo más que un largo brazo de la laguna que se hubiera adentrado en una brecha de la agobiante selva.

Hacía ya tres días que navegaban sin prisas buscando siempre la sombra de la orilla, dormitando en la arena de los playones durante las pesadas y calurosas horas del mediodía, y colgando sus hamacas entre dos ramas, directamente sobre el agua con la llegada de la noche.

Habían cambiado la diminuta piragua de sorprender caimanes por otra, mucho más ancha y cómoda, que el nativo solía utilizar para sus largos viajes a los poblados de la costa, y se alternaban a la hora de bogar sin esfuerzo, compensando los largos silencios en los que todo se iba en la contemplación del monótono paisaje, con amenas charlas en las que cada uno le hablaba al otro de su universo particular.

Ya eran amigos; y amigos con ese concepto férreo de la amistad que únicamente puede darse entre seres humanos que siendo muy distintos, tan sólo tienen en común el concepto de profunda soledad en que han visto transcurrir la mayor parte de su existencia, puesto que Cienfuegos se había hecho hombre sin más compañía que las cabras de sus riscos de La Gomera, y el diminuto Papepac llevaba camino de hacerse viejo sin tratar la mayor parte del año más que a los silenciosos caimanes del pantano.

El resultado era que ahora se sentían a gusto juntos, puesto que ambos parecían poseer un tacto especial que les permitía captar cuándo su compañero prefería mantenerse en silencio o agradecía la distracción de una palabra amable, ya que lograban entenderse con un simple intercambio de miradas, aprendiendo a confiar el uno en el otro hasta el punto de que el canario había conseguido librarse por un tiempo de la obsesionante tensión en que se había visto obligado a vivir últimamente.

Y es que de algún modo se sentía protegido por aquel enteco hombrecito de cara de ratón, cuya evidente carencia de fuerza física se veía compensada por una indomable voluntad, unos nervios de acero, y un profundísimo y sereno conocimiento del hábitat en que se desarrollaba su existencia.

No en vano el pelirrojo le había visto atrapar por el cuello a una víbora en el momento de lanzarse al ataque, aferrándola con unos dedos que se cerraban con la fuerza de tenazas, para permitir luego que el viscoso y escurridizo reptil se enroscase a su antebrazo, machacándole por último la cabeza de un seco mordisco. Y le había visto igualmente quedarse tan inmóvil como una estatua de sal, sin pestañear siquiera, a menos de tres metros de un leopardo que rugía mostrándole los dientes desde una alta rama, tan impasible como si la enorme fiera no le doblara en peso y tamaño, aguardando su ataque convencido de que sabría degollarla en él aire apenas iniciara su salto.

Se había ganado a pulso sin lugar a dudas sus dos sobrenombres de Camaleón y Cazador, y en la jungla se comportaba como señor indiscutible de las bestias, debido probablemente a que poseía unos reflejos excepcionales, que el español a menudo dudaba de que pudieran ser ciertos. Si se le caía un objeto lo alcanzaba en el aire antes de que tocara el suelo, y si un mono le lanzaba un zarpazo lo esquivaba con tanta naturalidad que se diría que lo veía venir a una velocidad diez veces más lenta de la real. De igual modo atrapaba los abejorros al vuelo, y tan sólo los más diminutos colibríes, con sus infernales cambios de rumbo conseguían, en ocasiones, escapar a su acoso.

Al cuarto día hizo su aparición el primer poblado, apenas algo más que un desperdigado conjunto de chozas alzadas sobre altos pilotes sobre las mismas aguas, y unidas entre sí por una serie de puentes o pasarelas que parecían siempre a punto de derrumbarse, pero que constituía, evidentemente, el único signo de vida humana que surgía ante sus ojos tras tantos meses de no ver más que árboles.

—¡Buena gente! —musitó el nativo sonriendo ampliamente—. Pacífica y sin miedo, porque hasta aquí no llegan los caribes. Mujeres cariñosas, ¡muy, muy cariñosas!

Esta noche tú y yo…

Completó la frase con un expresivo gesto que daba a entender groseramente sus intenciones, y como si ello le hubiera servido de acicate, aceleró por primera vez el ritmo de las paladas aproximando hábilmente la canoa al destartalado embarcadero de la mayor de las cabañas.

Cienfuegos saltó a tierra, agradeció sentir bajo sus desnudos pies el firme entarimado hecho de ramas, y se encaminó decidido hacia la desvencijada choza de techo de palma, levemente extrañado por el hecho de no haber conseguido distinguir aún presencia humana alguna.

Percibió el resplandor quizás en el instante mismo en que un sexto sentido quiso ponerle sobre aviso del peligro, pero antes de que le dieran oportunidad de reaccionar, acusó el golpe, cayó hacia atrás lanzando un rugido de dolor, y no tuvo tiempo más que de advertir cómo Papepac se arrojaba de cabeza al agua, para perder el conocimiento sin llegar a comprender qué era lo que había sucedido.

Los que siguieron fueron días confusos en los que su mente, acosada por la fiebre y el delirio, no fue capaz de discernir qué estaba ocurriendo en torno suyo, y a qué se debía que se sintiera como atravesado por un hierro al rojo vivo, al tiempo que broncas voces agresivas tan sólo hacían referencia a sangre y muerte.

Cuando al fin —nunca supo cuánto tiempo más tarde— abrió los ojos plenamente consciente de que continuaba perteneciendo al mundo de los vivos, lo primero que advirtió fue que una maloliente masa humana se inclinaba sobre su rostro para examinarle con detenimiento y exclamar al fin con un ronco vozarrón que estalló como un petardo en su cabeza.

—¡Mira qué milagro, pues! Se despertó el durmiente.

—¿Quién eres? —musitó apenas con un esfuerzo inaudito.

—Patxi, Patxi Irigoyen.

—¿Estamos ya en Sevilla?

—¿Sevilla? —se asombró el otro, y luego gritó hacia fuera poniendo a prueba la fuerza de sus pulmones—: ¡Ehhh! ¡Goliat! ¡Vinuesa! ¡Pichabrava! El pájaro acaba de despertar y pregunta si estamos en Sevilla.

Al poco hicieron su aparición tres individuos armados hasta los dientes, que se agruparon en torno al herido que permanecía tumbado en una hamaca, y al que observaron con una mezcla de burla y desconfianza.

—¿Sevilla? —inquirió el que parecía llevar la voz cantante, un enano de no más de metro veinte que sé cubría la enorme cabeza con un alto yelmo emplumado que no bastaba en absoluto para disimular su condición—. ¿Te estás «quedando» con nosotros, espía de mierda?

—¿Espía? —se sorprendió el gomero—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Quiénes sois y dónde estamos?

Un dedo mugriento y gordezuelo sé aplastó contra el ojo derecho de Cienfuegos obligándole a lanzar un aullido.

—¡Calla, coño! —masculló el pigmeo—. Aquí las preguntas las hago yo. ¿Quién eres y dónde están los otros?

Cienfuegos tardó en responder, puesto que el dolor había sido tan intenso que por unos instantes le había dejado realmente aturdido, pero haciendo un inaudito esfuerzo, inquirió procurando vencer su ira.

—¿Qué otros? ¿A quién te refieres?

—¿A quién va a ser, pedazo de cabrón? A los que venían contigo; a los esbirros del almirante.

—¡Ah! ¿Ésos? —Hizo una corta pausa—. Murieron todos.

—¿Todos? —inquirió ahora un calvorota de cabeza apepinada al que le faltaban tres dientes—. ¿Dónde?

—En el «Fuerte».

—¿En «Santo Tomás»? —exclamó alborozado el liliputiense—. ¿Los salvajes consiguieron arrasar al fin «Santo Tomás»? —Se volvió a sus compinches con gesto triunfante—. ¡Ya os decía yo que había que largarse de allí cuanto antes…!

Pero el llamado Patxi Irigoyen, que se había limitado a estudiar la situación sentado sobre una tosca mesa sin dejar de chupetear un palillo, negó con un gesto.

—¡Está mintiendo! «Santo Tomás» no ha sido destruido.

—No conozco «Santo Tomás» —admitió el gomero consciente de que le convenía decir la verdad si pretendía continuar con vida—. Me refiero al «Fuerte de La Natividad».

—¡Si serás hijo de puta! —exclamó furibundo el enano amenazándole con el dedo el otro ojo—. ¡De mí no se ha reído nunca nadie que aún siga vivo! Te voy a sacar la piel a tiras como no me digas en el acto cuántos hombres venían contigo y dónde están.

Cienfuegos recorrió uno por uno aquellos rostros patibularios, llegó a la conclusión de que se encontraba frente a cuatro canallas que no vacilarían a la hora de cumplir sus promesas, y por último, encogiéndose de hombros con un gesto que le obligó a morderse los labios puesto que tenía toda la parte izquierda del cuerpo terriblemente dolorida, replicó con estudiada calma:

—Estoy diciendo la verdad. Me quedé con treinta y ocho tripulantes de la Santa María en el «Fuerte de La Natividad», pero nos atacaron y murieron todos excepto el viejo Virutas y yo. Desde entonces he andado vagando por islas de caníbales y selvas de caimanes hasta llegar aquí.

—¡Anda la puta!

—¡La madre que me parió!

—¡Un desertor de «La Natividad»!

Se diría que tan prodigioso descubrimiento cambiaba radicalmente la actitud de los cuatro facinerosos que se observaron agitando la cabeza como si les costara dar crédito a lo que habían oído, y que al fin se volvieron a contemplar a Cienfuegos no sin una cierta admiración.

—Te juro que si estás mintiendo, tendrás la peor muerte que haya tenido nadie nunca, pero si en verdad escapaste de aquella masacre y no eres un espía del virrey, la cosa cambia. —Señaló el enano—. Yo soy David Sanlúcar, pero todos me llaman Goliat, y éstos son Beltrán Vinuesa, Patxi Irigoyen y Pedro Barba, más conocido por Pichabrava. Cuéntanos qué fue lo Que ocurrió en el «Fuerte», y cómo es que únicamente tú conseguiste salvar el pescuezo.

La experiencia en el trato de hombres como el rijoso Caragato y su pandilla de eternos descontentos, había enseñado al joven gomero la forma de actuar en presencia de individuos de semejante calaña, por lo que se cuidó de dar al relato de su estancia en Haití y su huida del «Fuerte de La Natividad» determinados matices que hicieran creer al pigmeo y sus compinches que compartía en cierto modo su forma de comportarse.

No hacía falta ser muy listo para comprender que quienes recibían a tiros a un compatriota sin tan siquiera hacer preguntas, y se mostraban además claramente dispuestos a saltarle un ojo o despellejarle vivo con tal de obligarle a confesar dónde se encontraba el resto de las tropas que venían en su busca, no podían ser más que una cuadrilla de forajidos escapados de algún extraño lugar que él ignoraba, pero que muy pronto se apresuraron a confesarle.

—A la primera ocasión nos largamos de Isabela —señaló Goliat visiblemente orgulloso de su comportamiento—. La gente moría como moscas, y pretendían enviarnos de guarnición a «Santo Tomás». Un buen día decidimos poner tierra por medio y establecernos por nuestra cuenta.

—¿Qué es Isabela?

—La ciudad que el almirante fundó al suroeste de «La Natividad». ¡Una mierda!

—¿Es muy grande?

—Es una mierda —insistió el otro—. Sucia, calurosa, maloliente e infestada de mosquitos. Si no nos hubiéramos largado ya estaríamos bajo tierra.

—¿Está allí Don Luis de Torres?

Los otros se consultaron con la mirada y al fin se encogieron de hombros negativamente.

—No lo sabemos. No conocíamos a todo el mundo.

—Es el intérprete oficial del almirante. Un converso.

—Ahora el intérprete es un salvaje que llevaron a España en el primer viaje —puntualizó Pedro Barba, aquél al que todos llamaban Pichabrava—. Un tal Diego, ahijado de Colón.

—Lo conozco —admitió Cienfuegos—. Es hermano del cacique de Guanahaní. ¿Y «maese» Juan de La Cosa? ¿Ha vuelto?

—Sí. Ése. Sí. Continúa de piloto mayor, aunque dudo que dure mucho, porque maldito el caso que le hacen pese a que es el que más sabe de navegación de todos ellos.

—Es amigo mío.

—Es un buen tipo —admitió el diminuto Goliat como si ésa fuera la mayor concesión que pudiera hacerse en este mundo refiriéndose a una persona—. No merece que lo maten.

—¿Quién va a matarle? —se alarmó él pelirrojo.

—Los salvajes, naturalmente. Estos mal nacidos no saben hacer otra cosa. O los matas, o te matan. —El vasco Irigoyen sonrió ampliamente—. Aunque hasta ahora somos más rápidos. Aquí ni Dios se desmanda.

—¿Y dónde estamos exactamente?

Los otros rompieron a reír divertidos, aunque resultaba evidente que palpitaba un leve deje de inquietud en el fondo de tan estruendosas carcajadas.

—¡Ni puta idea! —admitió el pigmeo trepando a la mesa para tomar también asiento en ella—. Requisamos un falucho y nos hicimos a la mar. —Le dio un sonoro sopapo al calvorota—. Este jodido juraba que sabía todo lo que hay que saber sobre navegación, pero lo cierto es que estamos más perdidos que el virgo de la Reina. Lo que importa es que aquí hay oro, ¡mucho oro!, y hasta que no tengamos el cofre bien repleto, no nos preocuparemos de encontrar la forma de regresar a casa.

—¿Oro? —se sorprendió Cienfuegos—. ¿Estás seguro?

—Seguro —exclamó el otro divertido al tiempo que desataba una pesada bolsa que le pendía del cinto y mostraba el dorado polvo que la llenaba—. ¿Qué crees que es esto? Un riachuelo que desemboca al Norte arrastra más polvo de oro que piojos tengo yo en la cabeza. —Le guiñó un ojo con gesto de complicidad—. ¡Dentro de un par de meses todos ricos!

—Entonces ésta debe ser la famosa isla de Babeque que tanto buscaba el almirante —murmuró el canario—. Recuerdo que…

Hizo intención de añadir algo, pero una fuerte punzada en la herida le cortó el resuello, advirtió cómo le faltaba el aire que parecía negarse a descender a sus pulmones, la fatiga por la larga charla le golpeó como un mazazo, y súbitamente inclinó la cabeza a un lado y perdió el conocimiento como si le hubiera fulminado un rayo.

—¡Mierda! —se asombró el vasco—. Le dieron la puntilla, pues.

—Es que el balazo fue de cojones —le hizo notar el Pichabrava—. Lo que es raro es que siga vivo porque yo nunca fallo un tiro. ¿Es posible que su historia sea cierta?

El llamado Goliat se lanzó desde la mesa como quien se tira a un abismo al tiempo que asentía.

—No hay nadie capaz de inventar algo así, a no ser que le haya ocurrido —dijo aproximándose al herido para alzarle desconsideradamente un párpado y cerciorarse de su inconsciencia—. Si como asegura habla el idioma de estos bestias, puede sernos muy útil. —Le pasó el dedo por el cuello—. Y cuando ya no le necesitemos, ¡zaaasss!

—¿Por qué? —quiso saber el vasco—. Aquí hay oro suficiente para todos.

—Nunca hay oro suficiente para todos —sentenció el liliputiense—. Además —añadió— es demasiado alto, y nunca me he fiado de los tipos que crecen tanto.

Abandonó la cabaña y salió al exterior para ir a tomar asiento en el extremo del desvencijado embarcadero, de tal modo que sus diminutas piernas colgaban directamente sobre el agua y los nenúfares, permaneciendo absorto hasta que en el recodo del río hizo su aparición una canoa en la que se distinguían dos hombres y una mujer que bogaban cansinamente en dirección al poblado.

—¡Pichabrava! —llamó sin volverse—. Vienen tres.

El mencionado —Pedro Barba por verdadero nombre— surgió al poco de la choza portando un pesado mosquete que plantó a modo de aviso bien visible para quien llegara por el río, al tiempo que sus dos compañeros cruzaban una endeble pasarela y se apostaban ante una choza que aparecía herméticamente cerrada y sin más acceso que una gruesa puerta igualmente atrancada.

Caía la tarde, el pesado bochorno, húmedo y pegajoso, disminuía de intensidad mientras un rojo sol rozaba ya las copas de los árboles, y docenas de blancas garzas sobrevolaban majestuosamente a ras de agua mientras oscuros patos se lanzaban en picado contra su superficie o alzaban el vuelo con un pez en el pico para engullírselo posados sobre las ramas de los cercanos araguaneys.

Era, sin duda, la hora más hermosa de la selva, aquélla en la que los verdes cambiaban más los tonos, y el colorido de flores y aves destacaban con más fuerza, la hora en que los sonidos parecían llegar más lejos y más nítidos, y los densos perfumes embriagaban con mayor intensidad.

Todo respiraba belleza y quietud en aquel paradisíaco rincón del universo, y tan sólo la discordante presencia de los cuatro mugrientos españoles con sus amenazantes armas rompía el equilibrio de un paisaje en el que incluso las desnudas figuras de los indígenas que se aproximaban parecían estar en armonía con cuanto les rodeaba, pese a que observaban con ojos de ciervo asustado la figura del enano, y la mujer temblaba en el momento de varar la embarcación y trepar pesadamente al entramado de ramas.

Todo cuanto llevaba, era una calabaza marcada con el número «cinco», número que lucía a su vez toscamente dibujado con tintura roja sobre el pecho.

Entregó con mano trémula la calabaza al pigmeo, que, tras cerciorarse de que se encontraba más que mediada de polvo de oro, la colocó a su lado y le hizo expresivos gestos para que pasara adelante.

—¡El número «cinco» de acuerdo! —gritó luego hacia el vasco y Beltrán Vinuesa.

—¿Cuánto? —quiso saber Pichabrava sin abandonar su arma.

—Unas cuatro onzas —fue la respuesta—. No está mal tratándose de una mujer. —Extendió la mano hacia el nativo que había abandonado la piragua en segundo lugar, y que le ofrecía a su vez una nueva calabaza marcada con el número «doce»—. ¡A ver qué coño traes tú, indio de mierda!

Estudió el contenido del recipiente, casi repleto igualmente de polvo de oro, hurgó con el deseo de cerciorarse de que no estaban tratando de engañarle, y por último ordenó al indígena que continuara su camino mientras esbozaba una simiesca sonrisa de satisfacción.

—¡El numero «doce» casi siete onzas! —exclamó en voz alta—. ¡Esto marcha!