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A los pocos días de establecerse en el endeble «Fuerte de Santo Tomás», Alonso de Ojeda llegó a la conclusión de que las posibilidades de defensa de su desmoralizada guarnición frente a un inminente ataque de los miles de guerreros del astuto Canoabó resultaban ridículamente escasas, y que la política del almirante constituía a todas luces un auténtico suicidio, dado que cuanto más tiempo permanecieran encerrados debilitándose por el hambre y las enfermedades, más se fortalecerían y envalentonarían sus enemigos.

Tomó por lo tanto una decisión muy propia de su audaz temperamento, y un caluroso mediodía salió por la puerta principal al mando de nueve de sus más intrépidos caballeros, encaminándose al son de cornetas y fanfarrias al campamento en que el feroz cacique aguardaba el momento oportuno de barrer de la faz de la isla a los barbudos y molestos invasores.

El encuentro entre ambos líderes debió ser emocionante, impresionado el español por el poderío del haitiano y la prodigiosa belleza de su altiva esposa, Anacaona, y deslumbrado el indígena por el desmesurado valor del pequeño extranjero, su brillante armadura y, sobre todo, la magnífica estampa de su briosa yegua.

Hablaron de paz y amistad, pero no consiguieron llegar a acuerdo alguno, ya que Canoabó exigía el inmediato reembarque de todos los intrusos, y el de Cuenca la rendición incondicional de los diez mil guerreros nativos.

Por último, y advirtiendo la obsesión que el indígena parecía tener con los caballos, Ojeda le invitó a montar dándole a entender que con ese gesto se equipararía en grandeza al mismísimo Colón, lo que le valdría sin duda el respeto y la envidia de los restantes caciques de la isla.

La tentación debió ser demasiado fuerte para un hombre que aspiraba a gobernar en solitario sobre todo su mundo conocido, por lo que al poco acabó aceptando someterse al supuestamente necesario rito de bañarse en el cercano río antes de trepar a la nerviosa montura.

Acompañado tan sólo por un centenar de guerreros, el orgulloso Canoabó se introdujo, por tanto, en el agua, se restregó la mugre y accedió a que el español le colocara en las muñecas los relucientes grilletes que, según él, constituían un aditamento imprescindible para todo soberano que cabalgase y pretendiese ser reverenciado por sus súbditos.

Convencido el salvaje, y cuando el caballo comenzaba a dar los primeros pasos, Alonso de Ojeda trepó de un inesperado salto a su grupa, se abrazó fuertemente al cautivo, y clavando con rabia las espuelas, partió al galope seguido por sus hombres que descargaban ruidosamente sus armas de fuego, mientras los atónitos guerreros observaban, impotentes, cómo raptaban a su jefe ante sus propias narices.

Cuando tras un peligrosísimo viaje de más de una semana atravesando selvas, ríos y montañas, el conquense penetró al fin en Isabela para arrojar a los pies del virrey al sanguinario y temido Canoabó, nadie daba crédito a tamaña muestra de osadía, e incluso el propio Colón se sintió molesto al comprender que, pese a haberle hecho el inmenso favor de librarle de su peor enemigo, el pequeño y carismático capitán de sus ejércitos se había convertido, de la noche a la mañana, en su más directo rival a la hora de ejercer una autoridad indiscutible ante el conjunto de sus súbditos.

Cuentan las historias, que durante los largos meses que Canoabó permaneció encadenado a la puerta de palacio hasta que murió durante su viaje a España, siempre contempló con profundo desprecio al almirante sin aceptar ponerse en pie en su presencia mientras que, por el contrario, en cuanto el pequeño Ojeda hacía su aparición se erguía para rendirle pleitesía reconociéndole como su amo y vencedor.

Cuando trataron de hacerle comprender su error indicándole que ante quien realmente debía inclinarse era ante Colón, su respuesta fue tajante:

—Colón no es más que un cobarde que envía a sus hombres a la muerte, mientras que, Ojeda, se atrevió.

Resulta comprensible, por tanto, que a partir de aquel momento la colonia se dividiera en dos facciones; la de los que opinaban que el valiente capitán representaba el auténtico espíritu de la conquista, y los que insistían en que el virrey continuaba detentando la autoridad suprema por graves y evidentes que fueran sus errores.

Una vez más, el viejo vicio hispánico de tomar partido por algo o alguien se ponía dolorosamente de manifiesto.

—Colón debería marcharse de una vez por todas y no volver más a Isabela —sentenció por ello Luis de Torres una calurosa mañana en que había acudido a ayudar a la alemana en las duras tareas de la granja—. Su presencia no causa más que malestar e inquina, y ya en las esquinas comienza a hablarse de una auténtica rebelión en toda regla.

—No habrá rebelión mientras Ojeda no acepte encabezarla, y es demasiado noble como para permitir siquiera que se mencione tal cosa en su presencia —replicó segura de sí misma Doña Mariana Montenegro—. Ese muchacho es uno de los hombres más hermosos de rostro y espíritu que existen. ¡Lástima que sea tan pequeño!

—¿Os haría olvidar a Cienfuegos si tuviera una cuarta más?

Ella sonrió divertida al tiempo que le obsequiaba con un enorme huevo que acababa de recoger del ponedero.

—¡En absoluto! Ni cien Ojedas conseguirían que les dedicara un solo pensamiento, pero ello no impide que reconozca que es un hombre como pocos.

—Aseguran que el día que la Reina visitó la iglesia mayor de Sevilla, Ojeda, que era entonces apenas un muchacho, avanzó en equilibrio por un mástil a más de cincuenta metros del suelo, llegó al extremo, giró sobre un pie, saludó a su Majestad y haciendo una pirueta, regresó con tanta tranquilidad como si estuviese caminando por mitad de la calle.

—Me recuerda a alguien que también parece ignorar las leyes físicas —musitó la alemana con un leve deje de nostalgia—. Él también desafiaba al vértigo correteando por el borde de los acantilados o saltando abismos como si se tratara de una zanja. Harían buenas migas.

Cienfuegos hacía buenas migas con todos.

—Espero que siga haciéndolas.

Habían tomado asiento en un banco de piedra que corría a todo lo largo de la fachada de la choza, y la alemana clavó la vista en el mar que se distinguía en la distancia al tiempo que acariciaba las orejas de un diminuto conejo gris fruto de la última camada.

—Daría diez años de vida por saber dónde se encuentra y si algún día volveré a verlo. De día aún puedo aferrarme a la esperanza, pero las noches se hacen tan largas…

—Lo comprendo —admitió el converso golpeándole con respetuoso afecto el antebrazo—. Es mucho tiempo ya, pero el otro día estuve hablando con «maese» Juan de la Cosa, que acompañó al almirante en su último viaje a las costas de Cuba. Vieron tantas islas y tantos lugares desconocidos, que a menudo me pregunto si no resultaría posible que Cienfuegos se encontrara en cualquiera de ellos. ¡Es todo tan inmenso!

—¿Pero cómo pudo llegar hasta allí? —quiso saber ella—. ¿Cómo abandonó «La Española»?

—Lo ignoro, pero al igual que vos, continúo confiando en que lo hiciera. —Se puso en pie y fue a apoyarse en el poste que sostenía el cañizo que daba sombra al porche—. Sabemos ya de varios grupos que han desertado abandonando la isla en pequeñas embarcaciones buscando ese oro del que tanto se habla, y si otros lo han conseguido, tened por seguro que Cienfuegos lo hizo.

—¿Ya no me aconsejáis, por tanto, que regrese a casa?

El otro señaló a su alrededor con un amplio gesto y una sonrisa.

—Vuestra casa está aquí, o dondequiera que exista la esperanza de que algún día Cienfuegos pueda regresar. —La miró de frente y sus aguzados ojos brillaron de una forma muy extraña—. Me consta que vuestro destino no es otro que esperar, y el mío tener paciencia.

Se hizo un largo silencio durante el cual Doña Mariana Montenegro permaneció profundamente pensativa, y por último, dejando en el suelo el gazapo que corrió de inmediato a reunirse con los suyos, alzó el rostro y contempló a su interlocutor sin pestañear siquiera.

—Os aprecio mucho, Don Luis —dijo serenamente—. Sois la persona por la que más afecto y respeto siento en estos momentos, pero hay algo que debéis tener presente por muchos años que transcurran: Nunca, bajo ninguna circunstancia, podré pertenecer a otro hombre. Ni el agradecimiento, ni el cariño, ni aun el interés cambiarán nunca mi decisión, puesto que mi entrega es tan absoluta que no está sólo en mi corazón y mi cabeza, sino incluso en cada poro de mi piel. Yo ya no soy ni seré nunca una mujer: soy un pedazo de Cienfuegos que por circunstancias adversas se encuentra físicamente apartada de él.

—Lo sé.

—No os extraña, por tanto, mi actitud, ¿verdad?

—En absoluto —fue la sincera respuesta—. Tan sólo la admiro.

—No busco admiración —señaló ella acudiendo a su lado—. Tan sólo amistad y compañía. En ocasiones, una vez quizás en el transcurso de toda una generación, se dan casos como éste, en que el amor se convierte en algo tan limpio, hermoso y profundo, que se transforma incluso en algo mágico frente a lo cual cualquier otro tipo de consideración no merece ser tenida en cuenta. —Le acarició la mano con afecto—. A mí me ha tocado la suerte o la desgracia de vivirlo —añadió—. Pero podéis tener por seguro que no cambiaría esta sensación que pretendo que me acompañe hasta la tumba, ni por todas las coronas de Europa…

El converso fue a responder, pero le interrumpieron unos gritos que llegaban del bosque, y cuando se volvieron hacia allí, alarmados, fue para distinguir la renqueante figura del cojo Bonifacio que se aproximaba a toda prisa arrastrando su pierna mala, sudoroso y desencajado.

—¡Señora! —gritaba casi histéricamente—. ¡Señora! ¡El capitán!

Corrieron hacia él que, al verles venir, se apoyó contra un árbol para dejarse caer al suelo y sin fuerzas más que para repetir una y otra vez como un poseso.

—¡El capitán! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Es el capitán!

—¿Mi esposo? —acertó al fin a inquirir la alemana al tiempo que se arrodillaba frente a él—. ¿Te refieres a mi esposo?

—¡El mismo, señora! El mismísimo capitán León de Luna. Estaba vendiendo huevos tal como me ordenasteis, cuando una solitaria carabela fondeó en la bahía.

Me aproximé a curiosear, y lo primero que vi sobre el castillo de popa fue al capitán en persona.

—¡Dios misericordioso! —exclamó la mujer nerviosamente—. Viene a cumplir su promesa de matarnos.

—¿A mí también? —se asustó el pobre muchacho abriendo los ojos de espanto—. Yo no he hecho nada.

—No. A ti no —replicó ella extendiendo la mano y acariciándole el rostro con afecto—. Ni siquiera sabe que existes. A Cienfuegos y a mí. ¿Estás seguro de que se trata de mi marido?

—Por mi desgracia, sí, señora —lloriqueó el asustado rapaz al que la camisa no debía llegarle al cuerpo—. Aún le recuerdo de cuando cruzó ante mi casa en busca de Cienfuegos, y hoy le vi tan cerca como de aquí al corral.

—¡No temáis! —se apresuró a intervenir Luis de Torres—. No permitiré que se os acerque. Por muy esposo vuestro que sea, no tiene derecho a acosaros. Hablaré con él.

La vizcondesa se puso en pie con gesto de profundo abatimiento, y ni siquiera hizo el menor esfuerzo por disimular que se sentía vencida. Negó una y otra vez con obstinación, y por último musitó apenas:

—No le conocéis. Si ha sido capaz de atravesar el océano, no se detendrá por mucho que digáis. Acabará conmigo, estoy segura, pero ahora lo único que importa es proteger a Cienfuegos. Tengo que conseguir que se convenza de que ha muerto.

—Acudiré a pedir justicia al virrey —aventuró el converso.

—El virrey os aborrece —le hizo notar la alemana—. Y no creo que dude a la hora de ponerse de parte de un noble español emparentado con el rey Fernando, en contra de una extranjera que persigue a su joven amante como una buscona de campamento.

—Tenéis buenos amigos.

—No quiero que se mezclen en esto.

—Pedidle ayuda al capitán Ojeda —intervino el cojo Bonifacio esperanzado—. Os aprecia, es un hombre generoso y justo, y el mejor espadachín del reino. En un santiamén le atravesará el corazón como quien pela un mango.

—Eso nunca. No quiero más violencia —sentenció su ama pasándole la mano afectuosamente por el ensortijado cabello—. Esto es algo que debe quedar entre León y yo. Me lo advirtió con toda claridad, y sabía a lo que me exponía cuando decidí emprender este viaje. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Así estaba escrito y así será.

—Me niego a aceptarlo —replicó el exintérprete real con gesto adusto—. Aún se pueden hacer muchas cosas.

Huir por ejemplo.

—¿Adónde? La isla no es muy grande, y ya que ha venido hasta aquí me seguirá dondequiera que me esconda —sonrió con tristeza—. Y si hay algo de lo que estoy convencida, es de que no quiero pasarme el resto de la vida huyendo.

El de Torres, que aparecía sentado en el suelo abrazado a sus rodillas en una curiosa posición que se diría que le ayudaba a pensar, alzó el rostro y la observó con extraña fijeza.

—Alguna forma habrá de obligarle a que desista de su empeño —masculló.

—Si la hay, no la conozco —fue la sincera respuesta—. Lo único cierto es que juró que me arrancaría el corazón, y que ha venido dispuesto a cumplirlo.

—Yo se lo impediré —sentenció el converso.

—¿Cómo?

—Aún no lo sé, pero si no encuentro otra solución tened por seguro de que acabaré matándole.