Los meses que siguieron borraron del rostro de Cienfuegos los últimos rasgos infantiles, endureciendo sus facciones, opacando levemente el brillo de eterno entusiasmo de sus ojos, y, marcándole en la comisura de los labios una expresión de firmeza de la que hasta entonces careciera, y que venía dada por la fuerza de carácter que había tenido que demostrar para hacer frente al sin fin de trágicas circunstancias que le habían acosado durante los últimos tiempos.
Le creció una barba espesa, rebelde y de tonalidades rojizas que en cierto modo contribuía a aumentar su salvaje atractivo, y al propio tiempo terminó de desarrollar plenamente su poderoso cuerpo, por lo que su aspecto era el de una atlética bestia semidesnuda que recorría continuamente la isla satisfaciendo aquí y allá las necesidades sexuales de las mujeres de origen azawán.
Por lo menos seis de sus hijos estaban ya a punto de venir al mundo y otros tantos comenzaban a gestarse, y resultaba evidente que había conseguido que las condiciones de vida en la isla se dulcificaran de forma notable, dado que a pesar de que las antiguas esclavas continuaran siendo siervas, y a sus hijos se les considerase miembros de una casta inferior, se había abolido poco a poco la costumbre de cebarlos o encerrarlos en el fondo de los pozos en un régimen propio de animales domésticos destinados al consumo, pasando a disfrutar de una relativa libertad de movimientos y un trato algo más acorde con su condición de seres humanos.
Por otro lado, la aparición del gran dios Tumí, «Señor de los Cielos y la Tierra», y de la infinidad de objetos y nuevas necesidades que habían irrumpido bruscamente en la existencia de unos seres hasta aquel momento absolutamente primitivos, habían tenido la virtud de trastocarlo todo, estableciendo un complejo entramado de interdependencia que conseguía mantener siempre ocupadas a unas criaturas que anteriormente tan sólo se habían preocupado de devorar seres humanos, reproducirse como bestias, y morir.
Cienfuegos se había convertido por todo ello en un hombre necesitado, respetado, amado, deseado, odiado, temido y rechazado al propio tiempo, al igual que él a su vez amaba y odiaba a la isla y sus habitantes, sin tener muy claro si prefería escapar de una vez por todas olvidándola como un mal sueño, o continuar en ella para acabar convertido en una especie de padre y patriarca de toda aquella extraña mezcolanza de seres dispares y distantes.
Pero tan sólo el hecho de saber que de quedarse para siempre acabaría por tener que hacer el amor con una de aquellas bestiales hembras caníbales, le revolvía el estómago.
Acostumbraba por tanto a meditar a solas durante largas horas en una pequeña playa del norte de la isla, pescando o contemplando absorto el mar, inmerso en el recuerdo de Ingrid y en la desesperación que le producía la cada vez más acuciante seguridad que le asaltaba de que quizá no volviera a verla nunca, y a menudo tenía que echar mano de su probada entereza de hombre que había pasado por mil pruebas de fuego para no romper a llorar desconsoladamente al comprobar hasta qué punto el destino continuaba siendo duro con él complaciéndose en hundirle en los más negros abismos.
Evocaba también las hermosas montañas de La Gomera, sus profundos barrancos, los altivos acantilados desde los que se distinguía la nevada cumbre del Teide en la isla vecina, y la pequeña laguna en la que tantas veces acarició a la más maravillosa mujer que hubiera existido nunca, y le asaltaba entonces una incontenible necesidad de maldecir a los cielos por las infinitas canalladas de que le habían hecho objeto.
Y echaba de menos al viejo Virutas. La soledad, rodeado de seres tan distintos, se le volvía agobiante, y una tarde se sorprendió a sí mismo sentado en la cima de una estrecha quebrada lanzando largos silbidos únicamente por experimentar el morboso placer de escuchar el eco que le devolvían las paredes de roca, lo que le recordaba las largas charlas que mantenía en su isla con los pastores, o con su buen amigo el cojo Bonifacio quien desde el fondo del valle le ponía al corriente de cuanto ocurría en el villorrio.
Empezaba a olvidar ya aquel particularísimo idioma de su isla natal —el primero que consiguiera aprender correctamente— y lanzar ahora aquellos silbidos para recuperar su eco, era como hablar a solas por la necesidad que sentía de afirmar sus raíces y no correr el riesgo de acabar convirtiéndose en un salvaje que tan sólo emitiese los roncos gruñidos de los caribes, o las cortantes y secas palabras sin aparente ilación del pobrísimo dialecto azawán.
Algunas noches vagaba sin rumbo por el bosque para acabar siempre sentado junto a la tumba del anciano carpintero echándole en cara su evidente traición por haberle abandonado en semejantes circunstancias, para permitir por último que la fatiga le venciese y quedar amodorrado contra un altivo paraguatán hasta muy entrada la mañana.
Fue durante uno de esos amaneceres en los que Cienfuegos dormía, cuando hicieron su aparición por el Oeste las once naves que Colón enviaba de regreso a Europa, y al avistarlas, el viejo brujo volvió a experimentar la misma angustia y terror que la vez anterior, imaginando que los gigantescos dioses de blancas alas continuaban buscando a los extranjeros, y lo que era aún peor, buscando al gran Tumí, «Señor de los Cielos y la Tierra».
La sola idea de que pudiera arrebatarle a su ídolo le sumió en la más profunda depresión que hubiera experimentado jamás caribe alguno, y cuando al fin las popas de los navíos se perdieron de vista rumbo al inmenso océano del que nadie volvía, buscó a Cienfuegos para conducirle por los más intrincados senderos de la isla a una perdida ensenada en cuya diminuta playa, oculta con arena y ramas descansaba, intacta, la pesada mole del Seviya.
—Puedes irte —dijo—. Debes irte.
—¿Adónde?
El arrugadísimo pajarraco emplumado se limitó a encogerse de hombros señalando con un gesto la inmensidad de un mar que era todo horizonte.
—Al lugar del que viniste.
Luego dio media vuelta para alejarse ladera arriba, y su actitud dejaba entrever a todas luces, que su decisión resultaba absolutamente irrevocable.
Tres días más tarde, recuperados los efectos de a bordo, habiendo cargado la mayor cantidad de agua y víveres posible, e izadas las remendadas velas, la lancha se balanceaba, impaciente, sobre las quietas aguas de la pequeña bahía.
A punto ya de alzar la pesada piedra que le servía de ancla, Cienfuegos se volvió a contemplar por última vez al medio centenar de mujeres y niños que habían acudido a despedirle, y sin poder evitarlo sus ojos se clavaron en la docena larga de abultados vientres que recordaban hasta qué punto una parte importante de sí mismo permanecería para siempre en aquella isla.
Contrapuestos e inexplicables sentimientos mantenían en su interior una violenta lucha, sin que consiguiera definir si prevalecía la alegría por abandonar un lugar en el que había sufrido las más terribles experiencias, o la tristeza por dejar atrás el pequeño reino que había sabido construirse, para lanzarse ahora a la arriesgada aventura de adentrarse en un hostil océano del que lo desconocía casi todo.
Alzó el rostro hacia la cima del acantilado desde donde la esquelética figura del anciano hechicero le observaba con aire impasible, y comprendió que no partir significaría tener que matarle enfrentándose, por tanto, a las hembras caribes, por lo que optó por encogerse de hombros con gesto fatalista, aceptar que su eterno destino parecía ser vagar sin rumbo por océanos vacíos y tierras ignotas, y tensando los poderosos músculos de sus brazos de Hércules, izó la piedra, aferró la caña del timón, y aflojando la escota de la vela mayor permitió que la proa de la embarcación buscara, perezosa y dubitativa, aguas libres de mar abierto.
Ni una sola vez volvió la vista atrás.
El viento del Noroeste marcó su rumbo:
Cualquiera que fueran los vientos dominantes le señalarían de allí en adelante el camino a seguir, puesto que apenas tenía una ligerísima idea de cómo manejar aquel pesado armatoste, y al fin y al cabo le daba igual cualquier destino ya que tenía plena conciencia de que jamás sabría cómo llegar a una Sevilla que seguía siendo el único lugar al que le interesaba realmente dirigirse.
Al caer la noche arrió las velas y quedó al pairo.
Durmió intranquilo.
El alba le sorprendió completamente rodeado de agua y sin la más mínima señal de tierra en cualquiera de los puntos cardinales, y únicamente un tiburón, tan solitario y abandonado como él mismo acudió a hacerle compañía.
Meditó largamente en su difícil situación y llegó al convencimiento de que necesitaba la mejor y más rápida ayuda disponible, por lo que tomó un poco de agua en el cuenco de la mano para derramársela muy despacio sobre la cabeza al tiempo que pronunciaba en el tono más alto y serio posible:
—«Yo me bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo… De ahora en adelante me llamaré Mesías, Mesías Cienfuegos».
Concluida la sencilla ceremonia, alzó el rostro hacia el cielo y añadió no sin cierta ironía:
—¡Bien! Ya soy cristiano… ¡A ver qué haces ahora!
Luego se comió la más madura de las papayas arrojándole las cáscaras a las tortugas e iguanas que conservaba vivas y que constituirían su última reserva de alimentos e izando de nuevo las velas permitió que una suave brisa que ya no tenía idea de dónde soplaba exactamente, le empujara por popa hacia cualquier destino.
Dejó que la caña del timón se balanceara a su gusto y abriendo la hermosa caja de madera, comenzó a jugar una solitaria partida de ajedrez.
Navegó sin rumbo fijo y sin grandes problemas durante cinco tranquilos y calurosos días, hasta que un viento racheado y molesto y un mar encrespado y amenazante le obligaron a arriar la mayor dejando tan sólo el foque, teniendo que luchar a partir de aquel momento con un anárquico oleaje en el que se diría que altas ondas azules se divertían en golpearle desde todas las direcciones, como si allá en los abismos dos monstruos gigantescos libraran una dura batalla.
Toda una noche de intentar mantenerse a flote le dejó exhausto, y el nuevo día trajo la ilusión de una larga tierra llana que parecía constituir una inmensa barrera contra la que las olas se estrellaban brutalmente.
Había llegado.
No sabía adónde, pero había llegado.
Permitió que el mar le arrastrara hacia la costa, a riesgo a cada instante de volcar o destrozar el casco contra una roca, y desistió de intentar gobernar una embarcación que sabía de antemano ingobernable, atento a salvar ante todo sus armas, sus escasísimos objetos personales, y su ya inseparable e imprescindible caja de ajedrez.
Por fortuna, una hermosa ola, larga, mansa y profunda, elevó al Seviya hasta la cima de su cresta, le hizo cruzar a salvo sobre la última barrera de arrecifes, y lo estrelló contra la arena despanzurrándolo como un coco caído desde la copa de una alta palmera.
A los pocos minutos Cienfuegos se encontraba sentado en medio de una inmensa playa de arena muy gruesa, contemplando los destrozados despojos del único medio de transporte que tenía para intentar regresar algún día a su patria, y preguntándose si por casualidad los vientos y las corrientes le habrían devuelto a algún punto perdido de aquella Haití de la que había escapado tantos meses atrás, o se encontraba, por el contrario, en una tierra que no había sido pisada con anterioridad por ningún europeo.
—¡Qué más da…! —masculló al fin roncamente ya que en los últimos tiempos había adquirido la costumbre de silbar o hablar en voz alta como único remedio conocido para no volverse loco—. Las putadas serán las mismas dondequiera que vaya.
Al poco buscó un redondo cayado y comenzó a afilar cuidadosamente su ancha espada y sobre todo la estilizada daga que había pertenecido al maestro armero, porque si de algo estaba absolutamente convencido, era de que no volvería a sufrir cuanto había sufrido en los últimos tiempos, y antes de caer de nuevo en manos de los caribes, si es que era aquélla también tierra de caníbales, vendería cara su vida para acabar cortándose la yugular de un solo tajo.
Morir no era desde luego lo peor que podía ocurrirle.
Comió algo de fruta para beberse a continuación el dulce jugo de un coco, lanzar una postrer mirada de agradecimiento al cadáver de la embarcación que era la única cosa que aún le unía al pasado y a su mundo, para ponerse en pie pesadamente dispuesto a adentrarse en la espesura.
Orinó largo rato contra el primer tronco que encontró a su paso y masculló intentando darse ánimos:
—¡Vamos allá! Tal vez el Cienfuegos cristiano tenga un poco más de suerte de la que tuvo hasta el presente el Cienfuegos pagano.
Se adentró en una espesa selva que parecía no haber sido hollada anteriormente por ser humano alguno, y que se fue haciendo más y más intrincada por minutos, hasta el punto de que en un momento dado no tuvo siquiera conciencia de hacia dónde dirigía sus pasos puesto que, el tupido manto de ramas, hojas y lianas que se extendía sobre su cabeza le impedía hacerse una idea de qué camino seguía el sol allá en lo alto.
El suelo no era más que una putrefacta alfombra de hojarasca en la que se hundía hasta los tobillos, y continuamente se veía obligado a emplear la espada para abrirse paso a través de una verde maraña que amenazaba con convertirse en auténtico muro impenetrable.
Gritaban los monos en las ramas de los árboles y parloteaban los guacamayos en sus más altas copas, pero a ras de tierra el mundo parecía muerto, y tan sólo los mosquitos y alguna asustadiza serpiente daban fe de que en aquel ambiente denso y pegajoso conseguían realmente aclimatarse seres vivos.
A media tarde comenzó a llover y el rumor del agua acalló cualquier otro sonido, al tiempo que el paisaje parecía haberse diluido como bajo el pincel de un pésimo dibujante, y Cienfuegos advirtió de improviso que el alma le pesaba más aún que el brazo que sostenía la espada y una amargura muy honda parecía haberse adueñado de su ánimo convirtiéndolo en plomo, por lo que tomó asiento sobre un caído tronco y se contempló las manos cubiertas de arañazos preguntándose las razones por las que se sentía incapaz de dar un paso pese a que las piernas continuasen manteniéndose tan fuertes como antes.
Era su voluntad la que se hundía como si el verdor de la selva la fuera devorando centímetro a centímetro, porque por más que rebuscara no encontraba, más motivo que el recuerdo de Ingrid para continuar enfrentándose tan porfiadamente a la eterna derrota, e incluso ese recuerdo comenzaba a faltarle.
—¿Adónde iba?
¿De qué valía continuar obstinándose en luchar contra el mar, las montañas, los hombres o las selvas, si a cada instante resultaba más patente el hecho de que su único destino era combatir y combatir inútilmente?
Permitió que las sombras le acunaran y las tinieblas le envolvieran por completo acurrucado como un feto empapado por la lluvia caliente, y le suplicó al pesado sueño que llegaba que no volviera a marcharse, ya qué sabía que el despertarse no iba a traerle ninguna nueva razón por la que valiera la pena enfrentarse a aquella obsesiva e impenetrable jungla.
Soñó con los que habían muerto; con tantos valientes compañeros de destierro que habían pasado a convertirse en pasto de cangrejos o alimañas, y los vio tal como nunca habían sido: callados y pacíficos, tímidos y obedientes, como si el hecho de haber atravesado una última frontera que a él le parecía estarle negada; les afectara tanto que hubiera transformado por completo incluso su carácter.
No le llamaban y ni tan siquiera parecían reparar en su presencia, tal vez íntimamente convencidos de que él, Cienfuegos, se encontraba muy lejos, y ese hecho le obligó a estremecerse, pues le ayudó a comprender que el supremo descanso de la muerte continuaba estándole vedado y aún serían muchas, ¡infinitas!, las penalidades que tendría que sufrir arrastrándose a través de oscuras selvas, anchos mares y escarpadas montañas.
¡Larga vida!, había sido siempre un afectuoso saludo o una hermosa manera de expresar la amistad y el respeto, pero al pelirrojo cabrero canario la exclamación se le antojaba aquella noche una triste y pesada condena, puesto que si resultaba evidente que los cielos parecían complacerse en concederle innumerables años de existencia, de igual forma lo era que tales años no serían nunca un dulce premio por sus actos, sino más bien un severo castigo por sus culpas.
¿Pero qué culpas? ¿Qué imperdonable delito había cometido durante su cortísima existencia, aparte de dejarse seducir por una hermosa mujer de la que lo ignoraba casi todo?
En el transcurso de aquella triste noche bajo la cálida lluvia de una selva remota, el gomero Cienfuegos entrevió que su futuro no sería ya otro que un eterno vagabundear por los más agrestes y salvajes senderos de un «Nuevo Mundo» que parecía haber sido creado para que él lo pateara en un interminable Vía Crucis, sin aspirar jamás a un merecido descanso ni a regresar algún día a la isla en que había nacido.
Se despertó aún más deprimido de lo que se durmiera, y al contemplar el lugar en que se encontraba, en el estómago de una especie de gigantesco monstruo vegetal que parecía haberle engullido y se disponía arrojar sobre él sus verdes jugos gástricos, llegó al convencimiento de que tenía que abandonar de inmediato aquella abrumadora jungla y encontrar horizontes abiertos, o acabaría por volverse completamente loco, puesto que sentirse atrapado en un limitadísimo espacio en el que cada árbol era igual a otro árbol, cada hoja semejante a otra hoja, y cada liana tan atenazante como otra liana, sabiendo que por mucho que avanzara el paisaje continuaría siendo el mismo, constituía, sin duda, una prueba excesiva para alguien tan acostumbrado a la libertad como Cienfuegos.
Recobró su entereza, empuñó con firmeza la espada, y a fuerza de mandobles se abrió paso por donde no lo había, buscando una salida a un laberinto del que incluso los loros y los simios parecían haber huido horrorizados.
Mucho más tarde, y cuando experimentaba de nuevo aquel insistente deseo de dejarse vencer por la apatía, desembocó de improviso frente a una extensa laguna que era sólo una nueva forma de selva totalmente anegada por las aguas, de las que surgían aquí y allá altos y copudos árboles que se negaban a permitir que ni siquiera esas aguas les arrebataran su reino.
Había otros muchos, docenas, de oscuros troncos semihundidos en mitad de la laguna, y comenzó a vadearla lentamente, preocupado ante todo por cerciorarse de que no se volviese demasiado profunda, ya que a pesar de que se consideraba un aceptable nadador, las armas, el macuto de víveres, y la caja de ajedrez le impedirían mantenerse a flote mucho tiempo.
Se encontraría a unos cien metros de la orilla, cuando de improviso reparó, asombrado, en el desconcertante hecho de que varios de los troncos flotantes comenzaban a ponerse lentamente en movimiento avanzando hacia él amenazantes, y al prestar atención cayó en la cuenta de que iban precedidos por dos prominentes ojos y una especie de morro puntiagudo bajo el que, de tanto en tanto, destacaban inmensos y afiladísimos colmillos.
—¡Mierda! —exclamó estupefacto—. ¡Son lagartos!
Uno de ellos, de casi tres metros de largo y ancho vientre, aceleró el ritmo de su marcha al tiempo que abría apenas la boca, y al reparar en la inmensidad de aquella trampa de amarillentos dientes, el pobre gomero tomó plena conciencia del riesgo que corría.
—¡Dios bendito! —sollozó horrorizado—. ¿Qué demonios es esto?
Se lanzó alocadamente hacia el árbol más cercano trepando nerviosamente hasta las primeras ramas, donde se acomodó como Dios le dio a entender aferrándose al tronco y luchando por vencer el irreprimible temblor que hacía que a cada instante estuviera a punto de caer de golpe al agua.
Miró hacia abajo.
Una treintena de aquellos gigantescos lagartos se aproximaban mostrándole sus férreas mandíbulas, y comprendió que el más mínimo descuido le convertiría de inmediato en un montón de sangrantes despojos desgarrados.
—¡Vaya lugar! —masculló furibundo—. Cuando no es la gente, son los lagartos los que intentan comerte. Está visto que aquí también vale de poco ser cristiano.
Consiguió dominar el insistente temblor que estremecía cada centímetro de su cuerpo y se acomodó sobre la más gruesa de las ramas intentando calmar de igual modo su estado de ánimo en busca de una posible salida a la difícil situación en que él mismo se había colocado.
No encontró ninguna.
Pasaron las horas y ni una sola de aquellas repugnantes bestias de ojos saltones hizo el menor ademán de alejarse del pie del árbol, puesto que parecían estar dotadas de una infinita paciencia, e igual les daba flotar donde podía estar su almuerzo que a cincuenta metros de distancia.
Ni una hoja ni una flor se movían, y tal era la quietud de aquel dantesco lugar, que podría creerse que más era una pintura que un paisaje dotado de vida propia, y debía conservarse exactamente igual que el día en que fue creado un millón de años antes.
La oscuridad aumentó el terror del infeliz cabrero, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo de la silenciosa laguna comprendió que en cuanto el sueño le venciera caería como un fruto maduro en las fauces de las fieras, por lo que despojándose del ancho cinturón, lo anudó a las correas de la espada y el macuto y se amarró fuertemente al tronco dispuesto a soportar una vez más una nueva y larga noche de angustia y tormento.
La fatiga libró poco después su larga batalla con el miedo, acabó venciendo, y media hora más tarde Mesías Cienfuegos roncaba quedamente.