Una extraña enfermedad, desconocida incluso para el eminente doctor Chanca, médico oficial de la expedición, asaltó durante uno de sus viajes a Cuba a su Excelencia el Almirante, Virrey de las Indias, sumiéndole en una especie de profunda catalepsia de la que se diría que nada ni nadie se sentía capaz de despertarle, lo que afectó muy negativamente el normal ritmo de construcción de la naciente capital del «Nuevo Mundo».
Instalado en el amplio dormitorio de su palacio de piedra, Colón dormía vigilado día y noche por su hermano y sus más fieles cortesanos, mientras en el torreón de la iglesia la campana que había pertenecido a la Santa María doblaba una y otra vez haciendo las delicias de unos indígenas que acudían desde los lugares más remotos por el simple placer de sentarse a escuchar un metálico sonido absolutamente nuevo y maravilloso para ellos.
Lo inusitadamente prolongado de aquel absurdo sueño hizo que al fin cundiera el desaliento y aumentaran por tanto las deserciones de pequeños grupos que elegían independizarse lanzándose por su cuenta y riesgo a la aventura de explorar nuevas tierras sin depender de un ahora inexistente virrey, hasta el punto de que únicamente el fiel y siempre animoso Alonso de Ojeda fue capaz de decidirse a llevar a cabo una auténtica misión exploratoria provista de lógica militar.
Al mando de quince de sus más aguerridos jinetes inició una bien organizada expedición de reconocimiento al interior de aquel fabuloso Cibao, o «país de las montañas de oro», de cuya abundancia en el preciado metal tanto se hablaba, consiguiendo coronar días más tarde una alta meseta desde la que descendió hasta un inmenso valle de clima agradable, profundas lagunas, frondosas arboledas, gentes pacíficas, y rumorosos riachuelos en cuyos meandros relucían de tanto en tanto arenas auríferas.
Reconoció que allí estaba al fin el oro del «Nuevo Mundo», pero que explotarlo y convertirlo en fuente de riqueza que justificase los costosos gastos y, los terribles sacrificios de la complicada expedición, exigiría mucha mano de obra y mucho esfuerzo; y cuando dos semanas más tarde regresó a notificar al ya convaleciente almirante el menguado éxito de su viaje, éste se sintió profundamente decepcionado al comprender que no podría enviar a España las ingentes riquezas que sus patrocinadores estaban aguardando.
Pese a ello ordenó el reembarque de los descontentos en once de las naves, aprovechando el viaje para suplicar por medio de inflamadas cartas a los Reyes Católicos que le enviasen alimentos, medicinas y gentes más animosas que las que ahora se volvían a casa con el fin de poder asentarse definitivamente en el más hermoso paraíso que pudiera existir, arrancándole así de una vez por todas las inconcebibles riquezas que sin duda ocultaba.
En compensación por el escaso oro que remitía, enviaba algunas especies animales, al tiempo que proponía iniciar la cacería de indígenas de raza caribe, dado que consideraba que una vez despojados de sus deplorables costumbres antropófagas, podrían ser vendidos como esclavos con el fin de cubrir los cuantiosos gastos que el mantenimiento de la colonia habría de ocasionar hasta encontrarse en condiciones de autoabastecerse.
Por su parte, el converso Luis de Torres, que continuaba analizando con su natural escepticismo, todo cuanto ocurría a su alrededor y se mostraba cada vez más convencido de que la ciudad de Isabela carecía por completo de futuro, se esforzaba por convencer a la exvizcondesa de Teguise para que regresara a España en uno de aquellos buques, ya que parecía evidente que lo que en realidad venía buscando jamás lo encontraría.
—Ha pasado demasiado tiempo —le hizo notar—. Y la isla no es tan grande como para que Cienfuegos no nos encuentre. Hasta el último indígena sabe que estamos aquí, y algunos desertores han alcanzado las costas occidentales sin descubrir rastro de europeos. —Lanzó un suspiro y resultó evidente que a su pesar era sincero—. Soy el primero en lamentarlo porque le quiero como a un hijo, pero empiezo a creer que resulta absurdo continuar haciéndose ilusiones.
—Ya una vez lo di por muerto —fue la dulce respuesta de la alemana—. Y el dolor que sentí fue tan profundo, que prefiero morir a volver a pasar por ese trance. —Sonrió con aquella serena paz que la hacía parecer distinta a todas las mujeres de este mundo—. Aunque viva cien años, cada uno de los días de esos años será un día en que me despierte confiando en que no me acostaré sin verle, puesto que esa esperanza me resulta más necesaria que el aire, el agua, o la comida.
—¡Pero es absurdo!
—Absurdo sería haber tirado mi matrimonio, mi nombre, mi honra y mi fortuna por la borda, para tirar ahora también mis ilusiones. Tenedlo bien presente, hasta en el mismísimo lecho de muerte estaré aguardando a que aparezca para tomarme de la mano y darme un beso.
El otro la observó largo rato, y al fin cerró un instante los ojos al tiempo que agitaba afirmativamente la cabeza.
—¡Os creo! —exclamó—. ¡Vive Dios que os creo por absurdo que continúe antojándoseme! Y a menudo me pregunto si ese jodido Cienfuegos es el hombre más afortunado de la tierra por tener vuestro amor, o el más desgraciado por no poder disfrutar de él.
—Ambas cosas sin duda —musitó ella sonriente—. Lo sé por experiencia ya que a veces me siento la mujer más afortunada del mundo por amar como amo, y otras la más desgraciada por no tenerle a mi lado. Pero no os inquietéis; no pienso hacer de ello una tragedia, y aprenderé a sobrellevarlo con entereza y alegría.
—Cambiemos de tema, que me saca de quicio. —Señaló humorísticamente el converso. ¿Cómo están vuestros cerdos?
—Gordos y lustrosos. Ésos sí que acabarán convirtiéndose en una mina de oro, y no como las que Ojeda anda buscando. Os prometo que dentro de un año seré la granjera más rica de la isla.
—No en Isabela —le advirtió él apuntándole levemente con el índice—. Recordad mis consejos y marcharos de esta ciudad maldita cuanto antes. Si como Ojeda asegura, las tierras altas son más fértiles, más frescas y de aires más saludables, estableceos en ellas y olvidad este sucio agujero.
Doña Mariana Montenegro abrió los brazos como queriendo mostrar cuanto le rodeaba.
—¡Fijaos en mi casa! —dijo—. Salvo mis animales, todo cuanto poseo se puede transportar a lomos de un caballo. Pronto o tarde al almirante no le quedará más remedio que ordenar el avance hacia el interior de la isla, y podéis jurar que en vanguardia, estaré yo.
Pero pese a haber superado con fortuna su larga enfermedad y encontrarse ya totalmente repuesto, Don Cristóbal Colón continuaba mostrándose indeciso, y cuando los once navíos zarparon con su inmensa carga de decepción y fracaso, tardó aún semanas en dar la orden al impaciente Ojeda de que iniciase al fin el tan esperado y necesario avance hacia la vega.
Por desgracia, ya a aquellas alturas las descontroladas bandas de desertores habían soliviantado a los antaño pacíficos nativos creando un creciente clima de malestar y hostilidad que fue hábilmente aprovechado por el poderoso cacique Canoabó —el mismo que arrasara el «Fuerte de La Natividad»— para erigirse en líder indiscutible de la mayoría de las tribus de la isla, e iniciar una especie de guerra santa contra aquellos brutales extranjeros que parecían decididos a esclavizarlos a toda costa.
El virrey no quiso correr riesgos manteniendo un enfrentamiento desigual con los salvajes, por lo que decidió abandonar la ciudad al frente de lo más escogido de sus hombres de armas con gran despliegue de caballería, estandartes y artillería encaminados a impresionar a unas pobres gentes que jamás se habían enfrentado anteriormente a semejante derroche de parafernalia militar.
Como gobernador interino de Isabela dejó a su hermano Diego, quizás el ser humano más pusilánime e inadecuado de cuantos podían ejercer tal cargo, y tras una pesada y difícil marcha a través de las montañas, alcanzó al fin la vega alta, en la que fundó una pequeña fortificación a la que puso por nombre Santo Tomás, dejando de guarnición cincuenta hombres.
Aquello era al parecer cuanto necesitaba Canoabó para convencer a los últimos caciques renuentes a la rebelión de que los extranjeros venían decididos a aniquilarles, por lo que al poco estallaron las primeras hostilidades al tiempo en que Isabela aumentaba día a día el descontento de quienes prácticamente se morían de hambre mientras los víveres enviados por los reyes se pudrían en los almacenes de los hermanos Colón.
La imprevisible reacción del almirante ante las protestas fue imponer brutalmente la ley de la fuerza ajusticiando a los más destacados cabecillas de la revuelta y apaleando al resto, lo que le costó enfrentarse al influyente padre Buíl, consejero personal de la reina, quien desde el púlpito le recriminó por la excesiva dureza del castigo.
Al día siguiente el virrey ordenó suprimir las raciones alimenticias al sacerdote y sus acólitos.
La situación no dejaba de ser trágicamente cómica: las máximas autoridades civil y religiosa de la isla andaban a la greña mientras docenas de hombres se morían de hambre y los indígenas comenzaban a preparar sus armas dispuestos a lanzarse a una guerra sin cuartel.
En cierto modo, se estaban repitiendo, a mayor escala, los acontecimientos que habían concluido con el aniquilamiento del viejo «Fuerte de La Natividad».
Don Luis de Torres no salía por ello de su asombro, y durante las reuniones que mantenían en casa de Ingrid Grass, solía discutir del tema con «maese» Juan de la Cosa.
—Vos conocéis al almirante tan bien como yo —decía— y sabéis hasta qué punto es terco e incapaz de admitir sus más evidentes errores. Reconozco que como hombre de mar pocos le igualan, pero en todo cuanto se refiere al manejo de los asuntos de gobierno es un auténtico desastre.
—Pues con respecto a sus condiciones de marino también tengo mis dudas —fue la respuesta del piloto—. Puesto que asegura que de las costas de España a las del Cipango no puede haber más que tres mil millas, y según mis cálculos tienen que ser por lo menos diez mil.
—¿Pretendéis hacerme creer, según eso, que nos hallamos aún a la tercera parte del camino?
—Más o menos.
—¿Dónde nos encontraríamos entonces? —quiso saber Doña Mariana Montenegro un tanto confusa—. ¿En un archipiélago desconocido como algunos murmuran?
—Exactamente, por mucho que el virrey amenace con colgar del palo mayor a quien lo afirme. Pronto zarparemos rumbo a Cuba, y aunque muchos sepamos ya que no es más que una isla, él continúa afirmando que es la punta oriental de Asia y os apuesto un barril de ron a que antes de que alcancemos el último cabo nos ordenará virar en redondo para no tener que admitir que estaba en un error. —Lanzó un sonoro resoplido—. No consigo entender cómo un hombre tan inteligente, se empeña en cegarse a sí mismo negando toda evidencia que vaya en contra de lo que dijo en otro tiempo y en otras circunstancias.
—Tal vez sea precisamente por esa cabezonería, por lo que ha llegado a Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias —sentenció la alemana—. Cualquier otro, más razonable, no lo habría conseguido.
—¿Quiere eso decir que debemos aceptar que se premie a quien se equivoca y se desprecie a quien tiene razón?
—No por regla general —admitió ella con una leve sonrisa mientras le golpeaba afectuosamente el antebrazo—. Lo que quiere decir es que los caminos de la genialidad suelen ser intrincados. A menudo un cúmulo de errores pueden conducir al éxito, mientras que otras, una suma de aciertos nos hunde en el más profundo fracaso. La vida es así y así hay que tomarla.
—Pues no deja de ser una triste gracia —rezongó el piloto—. Sobre todo cuando están en juego tantas vidas.
—La historia nunca recordará las vidas que se perdieron, si no la gloria que se consiguió —le hizo notar el converso—. Y Colón, además de la riqueza y el poder, busca la gloria.
—Demasiadas cosas para un hombre solo, ¿no os parece?
—No es mi opinión la que cuenta, sino la suya. Y él lo quiere todo: es Almirante de la Mar Océana, Virrey de las Indias, y dueño del diez por ciento de todo cuanto existe en esta orilla del mundo, aparte de un sin fin de privilegios que no se habían concedido antes jamás a ser humano alguno. Y todo ello a cambio de dejarnos a casi siete mil millas del lugar al que prometió llevarnos. —Don Luis de Torres se rascó la nariz con gesto perplejo al tiempo que clavaba sus acerados ojos en su viejo amigo Juan de La Cosa—. A menudo me pregunto por qué los Reyes aceptaron semejante acuerdo, cuando cualquier buen marino hubiera conseguido lo mismo y sin tantos errores.
—Probablemente porque los reyes jamás imaginaron que tendrían que cumplir con su parte del trato, ya que tanto los geógrafos como los científicos estaban de acuerdo en que su empresa estaba condenada al fracaso.
—Y si, como parece realmente no estamos en Asia y la aventura fracasó, ¿a qué viene otorgarle todos esos nombramientos?
Ésa era una pregunta para la que nadie encontraría nunca respuesta en los siglos venideros, pero que tampoco parecía importar mucho en unos momentos en que la mayoría de los que sufrían las desastrosas consecuencias de tan incalculable número de desatinos tan sólo se preocupaban por intentar salvar la vida y no convertirse en nuevas víctimas del hambre, las fiebres o los ataques de los indios.
Estos últimos habían comenzado ya a rebelarse abiertamente, y al tiempo que las tribus pacíficas que poblaban las cercanías del recién fundado «Fuerte de Santo Tomás» abandonaban precipitadamente sus «bohíos» y sus tierras internándose en las regiones más agrestes de la isla, el temible cacique Canoabó y su hermosísima esposa, Anacaona, se disponían a atacarlo al frente de más de diez mil de sus guerreros.
La primera guerra colonial había estallado.