VI

Con la llegada de las lluvias todo cambió en la isla.

La tristeza se adueñó del paisaje y acentuó el creciente desánimo de unas mujeres, que parecían aceptar con resignación el hecho de que habían enviudado quedando a merced de quienes decidiesen atacarlas aprovechando el hecho de que nadie podría protegerlas.

Ya no eran las feroces caníbales que defendían el poblado a la espera de unos hombres que volverían cargados de apetitosas víctimas con las que organizar sangrientos festines que concluían en agotadoras orgías, sino tan sólo un frágil conjunto de criaturas asustadas, conscientes que con el paso del tiempo su debilidad iría en aumento ya que necesitarían muchos más años de los que sabían contar para que los niños que aún quedaban se convirtieran en guerreros.

Pasaban horas e incluso días, sentadas por parejas ante los toscos tableros de ajedrez que el viejo Virutas les había proporcionado, moviendo con profundo respeto y deferencia peones, alfiles y caballos pese a no tener la más mínima idea de qué era lo que estaban haciendo, puesto que su limitadísima mentalidad les había llevado al común convencimiento de que en aquella «magia» extranjera se escondía quizá la única solución factible a sus desgracias.

Resultaba cómico y al mismo tiempo dramático observarlas, y al anciano carpintero le recordaban de alguna forma a aquellas sarmentosas y enlutadas beatas que en su pueblo dejaban pasar las horas musitando incomprensibles letanías frente a una cruz de piedra, obligándole a preguntarse hasta qué punto llegaba a ser insensata la fe, que bastaba un simple tablero cuadriculado para cristalizarla de aquel modo.

—¡Míralas! —le indicaba al canario—. Podría creerse que en verdad están convencidas de que en cualquier momento el rey negro va a comenzar a moverse por sí solo. ¡Están locas!

—¡No! —negó el pelirrojo convencido—. No están locas. Están desesperadas y necesitan cuanto antes un milagro.

—¿Un milagro? —se sorprendió el carpintero—. ¿Qué clase de milagro?

—Cualquier clase de milagro —fue la sorprendente respuesta—. Y el mejor sería uno que nosotros mismos pudiéramos proporcionarles.

—No te entiendo.

—Pues resulta muy sencillo. En este momento están profundamente desmoralizadas y se refugian en el ajedrez, pero si pretendemos continuar manteniendo nuestro ascendiente sobre ellas, necesitamos demostrarles continuamente que somos seres superiores. Son tremendamente primitivas, y hay muchas cosas de nuestra cultura que podrían impresionarles.

—¿Cómo qué?

—Como el fuego, por ejemplo.

—Ya lo conocen.

—Pero apenas lo usan más que para calentarse, asar malamente algunos alimentos y pasarse las horas conservándolo porque les cuesta mucho trabajo obtenerlo.

Ignoran la mayoría de sus aplicaciones.

—¿Y…?

—Deberíamos crearles necesidades materiales al igual que hemos sido capaces de creárselas espirituales.

De ese modo, siempre conseguiremos dominarlas… —le observó con un leve gesto burlón—. ¿Qué sabes de alfarería? —quiso saber.

—Muy poco.

—Igual que yo. —Sonrió levemente—. Pero supón que fuéramos capaces de proporcionarles cacharros con los que cocinar. ¿No sería una especie de milagro para alguien que no ha dispuesto nunca más que de unas cuantas calabazas en las que introducir piedras calientes?

—¿Estás insinuando que debemos civilizarlas?

—Estoy insinuando que obligarlas a depender de nosotros sería nuestro mejor seguro de vida y nuestra mayor fortuna —puntualizó el pelirrojo convencido.

El de Pastrana se arrancó de un brusco tirón uno de los vellos que le sobresalía de las fosas nasales, lanzó un leve lamento mientras se le saltaban las lágrimas, y por último inquirió con manifiesta ironía:

—¿Seguro que nunca fuiste más que un pastor de cabras en La Gomera?

—Seguro. ¿Por qué?

—Porque a menudo tienes la mentalidad más retorcida que he conocido nunca. Te gusta dominar a la gente, ¿no es cierto?

—No. No es cierto. Lo que me gusta es conservar un pellejo que todo el mundo parece empeñado en agujerear. ¿Hasta cuándo crees que van a continuar ahí sentadas contemplando un absurdo tablero de ajedrez? Hasta que se convenzan de que no sirve para nada. Ese día tampoco les serviremos nosotros y tal vez se sientan estafadas y decidan merendarnos —le apuntó acusadoramente con el dedo—. Y ten en cuenta algo importante: si les enseñamos que existe otro tipo de alimentos más sabrosos y fáciles de obtener que la carne humana, tal vez consigamos hacerles olvidar sus viejas costumbres salvando la vida a todos esos esclavos. —Hizo una significativa pausa—. Y las de mis hijos el día de mañana.

—¿Y de verdad crees que podemos conseguirlo con unas simples vasijas de barro?

—Con eso y con todo lo que seamos capaces de ofrecerles de nuestro mundo.

—Cuánto más le demos, más querrán.

—De eso se trata; de que nunca se cansen de desear aquello que podamos proporcionarles. —Hizo una corta pausa y aferró el brazo de su amigo tratando de trasmitirle su punto de vista—. ¿Es que no lo comprendes? —añadió—. Ahora su fuerza y su poder sobre nosotros estriba en que son tan primitivas que todo lo basan en llenar el estómago aunque sea de seres humanos. ¡Obliguémosle a pensar en algo más!

El viejo Virutas meditó largamente en lo que su amigo pretendía hacerle ver y tras arrancarse un nuevo vello de la nariz, asintió convencido.

—¡Eres listo, Guanche! —dijo—. Condenadamente listo, y sería una lástima que un tipo con tu astucia y otro con mi habilidad acabaran en las tripas de esas monas.

¡Manos a la obra! —exclamó—. Vamos a darles tantas cosas y tan nuevas que no va a quedarles tiempo más que para pedir y pedir. ¡Qué carajo! —rió divertido—. Al fin y al cabo, son mujeres.

Eran mujeres, en efecto, y el descubrimiento de que existían los objetos, todo tipo de objetos útiles, maravillosos y fascinantes provocó en ellas una especie de revolución tan sólo comparable al hecho de que pronto se hubiera abierto una gran ventana en una habitación herméticamente cerrada desde el principio de los tiempos.

Una hermosa vasija con asas para transportar cómodamente el agua; toda clase de cacharros en los que cocinar, guardar alimentos o adornar las miserables chozas; yesca y pedernal con que encender una hoguera sin necesidad de destrozarse las manos frotando un palito o pasarse las noches alimentando un fuego que había sido desde siempre el más preciado de sus tesoros: adornos para el cuello, los brazos o las orejas; un rústico telar en el que tejer burdos paños de algodón que se les antojaron las más valiosas sedas del Cipango… Todo, en fin, cuanto la imaginación y habilidad de los españoles era capaz de crear, fue acogido con tal asombro y ansiedad, que llegaría a pensarse que hasta cierto punto algunas caribes se alegraban de que sus guerreros no hubiesen vuelto nunca, y los peludos extranjeros no hubieran acabado devorados el mismo día de su captura.

Y la mayor habilidad de Cienfuegos se centró tal vez en el hecho de que no sólo les proporcionó objetos, sino que ladinamente les inculcó el sentimiento de la propiedad sobre ellos y el modo de conseguirlos, lo que degeneró bien pronto en una evidente rivalidad entre las mujeres por poseer más que la vecina, trastocando así los cimientos de una organización social que había estado centrada desde la noche de los tiempos en el principio básico de que cuanto había en el poblado pertenecía siempre a todos.

—Estamos creando monstruos —le hizo notar una noche Bernardino de Pastrana mientras contemplaban las estrellas a la puerta de una recién construida cabaña alzada en el rincón más fresco del bosque, a orillas del riachuelo—. Son como niños que cuantos más juguetes les das, más quieren.

—Siempre resulta preferible monstruos que se peleen por una olla, que por devorarle el corazón a un semejante —fue la respuesta—. ¿Sabes en lo que estoy pensando? —añadió—. En que ha llegado el momento de proporcionarles un verdadero dios.

—¿Un dios? —se asombró el carpintero—. ¿Qué clase de dios? ¿Cristo?

—No conozco lo suficiente a Cristo como para impartir su fe. Nunca me bautizaron y lo poco que sé, lo sé de oídas. Pero se llame Cristo o no, lo que tenemos que conseguir es hacerles temer, amar y respetar a alguien que considere tabú los sacrificios humanos, y destierre para siempre de la isla el canibalismo.

—Me parece justo.

—Más tarde les hablaremos de igualdad entre las distintas razas; de que no se puede usar a las personas como si fueran animales domésticos, y de que se debe abolir la esclavitud.

—Eso es al fin y al cabo, el cristianismo.

—Cristianicémoslas entonces, pero hagámoslo a nuestro modo, olvidando cuanto de malo tiene la religión de los curas y aprovechando lo mejor de sus enseñanzas.

—No va a resultar fácil.

—Lo más difícil: salir de aquel pozo y salvar la vida ya lo hemos conseguido —le recordó el gomero—. Y te juro que me remordería eternamente la conciencia si me fuera de esta isla sabiendo que dejo en ella un montón de desgraciados que cualquier día acabarán devorados. Fui testigo del triste final de aquellos dos pobres muchachos, y estoy dispuesto a cualquier cosa por impedir que algo así vuelva a ocurrir.

El de Pastrana aplastó la colilla de tabaco que él mismo se había fabricado contra la pared de la choza y asintió con un leve ademán de cabeza.

—Conociéndote como te conozco, me consta que puedes conseguir cuanto te propongas, Guanche —dijo—. Eres el tipo con más cabeza y más cojones que me he echado nunca a la cara, y quiero que sepas que me siento orgulloso de haberte conocido y de haber compartido contigo tantas calamidades. Cuenta conmigo, pero ten presente que después de haberles hecho tragarse el bulo del ajedrez y sus pequeños dioses, te va a resultar muy difícil convencerlas ahora de que existe otro dios, se llame Cristo o no, que está por encima de todos los demás. Les romperás los esquemas y eso resulta siempre peligroso.

—Ya lo he pensado.

—No me extraña… Y…

—¿Debemos continuar en la misma línea? —Cienfuegos hizo una significativa pausa e inquirió—: ¿Cuál es a tu modo de ver la pieza que más les gusta del ajedrez?

—El caballo.

—Estoy de acuerdo. El caballo les impresiona más que el rey o la reina. Les gusta verlo, tocarlo, e incluso hablarle: es su ídolo predilecto y el que tenemos que elegir como representación.

—¿Un caballo? —se horrorizó el viejo Virutas—. ¿Pretendes hacer que adoren a un caballo?

—¿Qué importa el símbolo? —inquirió serenamente el otro—. Lo que importa es para lo que va a servir y lo que representa. Si un gran caballo de ajedrez consigue que unas bestias antropófagas se conviertan en gentes civilizadas, temerosas de Dios y respetuosas con sus semejantes, bendito sea.

—Bendito sea, en efecto, pero existe un obstáculo.

—¿Cuál?

El anciano hizo un indeterminado gesto con la cabeza hacia el punto en que se alzaba la gran cabaña circular.

—El pajarraco emplumado. No le va a gustar que nos metamos en su terreno arrebatándole el poder.

Cienfuegos asintió dando a entender que contaba con ello.

—Es lógico, pero en el barco Don Luis de Torres me enseñó algo importante: si no quieres enfrentarte a alguien, únete a él. Al viejo brujo le encantará la idea de convertirse en el sumo sacerdote del nuevo culto al «Gran Caballo Rojo, Señor de los Cielos y la Tierra». Al fin y al cabo, a él lo único que le interesa, es conservar sus privilegios.

—¡Qué jodido eres, Guanche!

—En los tiempos que corren, o eres jodido, o te joden.

Si no fuera como soy, a estas alturas me habría matado el vizconde de Teguise, me hubieran atrapado los caníbales en Haití, estaría muerto en el «Fuerte de La Natividad», o me hubieran devorado estas salvajes. Le prometí a alguien que me reuniría con ella en Sevilla, y aún continúo decidido a hacerlo.

—¡No empieces otra vez con lo de Sevilla, que eso sí que no te lo aguanto! —protestó el viejo malhumorado—. Haré lo que me pidas. Construiré un caballo gigante, fabricaré ollas, collares y vasijas; jugaré a sacerdote. ¡Lo que quieras!, pero no me cuentes otra vez lo de la vizcondesa y Sevilla porque te juro que me tiro por el barranco y te las arreglas solo.

Al día siguiente abatieron el más hermoso roble del bosque y comenzaron a labrar la orgullosa cabeza de un caballo idéntico a aquéllos que ya el hábil carpintero había esculpido medio centenar de veces a menor tamaño, y lo hacían no por crear un falso ídolo que ofrecer a las primitivas salvajes de una isla perdida, sino convencidos de que estaban realizando una meritoria labor en pro de unas criaturas cuyo único futuro era vivir como patos para morir como cerdos.

Y el viejo Virutas se superó a sí mismo, puesto que la hermosa figura de casi dos metros de altura que construyó, movía los ojos, agitaba las orejas, abría y cerraba la boca emitiendo una especie de espeluznante chirrido de puerta mal ajustada, e incluso por medio de un fuelle hábilmente disimulado lanzaba humo por las fosas nasales, lo que le confería en ocasiones el terrible aspecto de un amenazante dragón enfurecido.

Por último, el canario Cienfuegos, que tras largos meses de cautiverio había conseguido dominar medianamente la gutural y limitadísima lengua de los caribes, acudió a la cabaña redonda para poner en conocimiento del pajarraco emplumado, que el todopoderoso Tumí, dueño del mundo, se había dignado elegirle eterno guardián y representante de su suprema autoridad sobre los hombres.

El anciano hechicero casi se desmayó del susto al contemplar la más grandiosa obra que nadie hubiese fabricado jamás a este lado del océano, y al comprobar, sobre todo, el tremendo parecido que tenía con los terroríficos mascarones que adornaban las proas de las inmensas naves que en cierta ocasión se aproximaron a la isla volando sobre el mar.

Se postró, por tanto, ante el nuevo amo y señor de su vida y su alma, enterró el rostro en la arena, y juró y perjuró por todo cuanto conocía, que a partir de aquel momento hasta su último aliento estaría encaminado a promover la mayor gloria del gran Tumí Creador del Universo.

—¡Esto marcha! —señaló el gomero con aire satisfecho cuando lo dejaron allí arrodillado, incapaz de apartarse un centímetro de su flamante «dios»—. Con el brujo de nuestra parte el resto es coser y cantar. —Golpeó a su amigo en el hombro con gesto profundamente afectuoso—. ¡Buen trabajo, viejo! —añadió—. No sé cómo me las hubiera podido arreglar sin ti.

—Ni yo sin ti. Guanche. Hacemos un buen equipo juntos.

Así era, en efecto, y por ello, la noche en que sentados como de costumbre uno a cada lado del tablero de ajedrez, fumando tranquilamente a la puerta de la choza y disfrutando de una suave brisa que traía olor a mangos y guayabas, Bernardino de Pastrana tardó más de lo previsto en responder a un sencillo jaque, Cienfuegos advirtió de pronto como los ojos se le anegaban de lágrimas y el corazón se le rompía en pedazos al comprobar que su malhumorado compañero de aventuras se había quedado plácidamente dormido para siempre, y ya no refunfuñaría jamás cuando le acosara la reina.

—Eso es trampa, viejo —le recriminó con amargura—. Lo has hecho porque sabías que estaba a punto de darte mate.

Lloró luego durante más de media hora, mansamente, sin aspaviento alguno y sin apartar la mirada de aquel querido rostro arrugado y barbudo que se había quedado súbitamente ceniciento, y por enésima vez en su vida se sintió completamente solo en este mundo, pero quizá más solo que en ninguna de las ocasiones anteriores, porque ahora se daba cuenta de que había perdido a un amigo que había sido casi un padre para él durante meses; alguien a quien se sintió tan unido como pocos hombres lo habían estado nunca.

Tomó en brazos aquel pequeño cuerpo como si se tratara apenas de un muchacho, y se alejó con él hasta el rincón más oculto del bosque en el que cavó sin otra ayuda que las manos una profunda fosa en la que le dio sepultura disimulándola luego con ramas y hojarasca.

—Me gustaría poder rezar una oración por tu alma, viejo —musitó quedamente—. Pero ni yo sé hacerlo, ni tú lo necesitas. Lo poco malo que pudieras haber hecho en esta vida, lo pagaste con creces en los últimos tiempos, y estoy seguro que a estas horas debes estar jugando al ajedrez allí donde nunca se pierde.

Por último, descendió hasta la playa y se sentó en la arena, a contemplar cómo la primera claridad del alba comenzaba a pintar con colores muy pálidos aquel infinito océano que le separaba de la mujer que amaba y de su patria.