A los cuatro días de haber fondeado en sus tranquilas aguas, el Almirante de la Mar Océana, Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, decidió abandonar la bahía en que había ordenado levantar el mal llamado «Fuerte de La Natividad», tras cerciorarse de que no aparecía ningún superviviente de los treinta y nueve hombres que abandonara a su suerte un año antes, y comprobar, decepcionado, que los muertos no habían escondido oro alguno en el subsuelo de la cabaña del malogrado gobernador Diego de Arana.
Tampoco quiso pedir explicaciones a su amigo el cacique Guacaraní por las razones de la innegable traición que había cometido, limitándose a comentar que ya le ajustaría las cuentas al feroz Canoabó si tenía ocasión de tropezárselo algún día, ordenando el reembarco de toda su gente para zarpar en busca de un enclave más idóneo para la fundación de la nueva «Primera Ciudad» de «La Española».
La mayoría de los miembros de la expedición que habían participado en su primer viaje, se indignaron por la aparente indiferencia con que se aceptaba el desgraciado fin de tantos antiguos compañeros, pero el almirante decidió hacer caso omiso a sus protestas y dejar sin castigo a Guacaraní, considerando, sin duda, que treinta y nueve vidas no eran en verdad un precio excesivo, teniendo en cuenta lo que había conseguido hasta el momento y esperaba conseguir en un futuro.
Luis de Torres, que había ejercido como intérprete real en el transcurso del primer viaje de Colón, pero que había preferido en esta ocasión embarcarse a título personal, procuraba por su parte mantenerse dentro de lo posible en un discreto anonimato, dado que conocía como pocos el difícil carácter del flamante Virrey de las Indias, y guardaba ingratos recuerdos de sus múltiples enfrentamientos a causa de su negativa a aceptar como indiscutible el hecho de que habían arribado a las costas de la India y el Cipango.
Su vuelta a Cádiz tan sólo le había servido para llegar a la conclusión de que los judíos —y los conversos de última hora como él mismo— carecían de futuro en la España de Isabel y Fernando, por lo que prefería intentar como tantos otros la aventura de un «Nuevo Mundo» en el que cabía abrigar la esperanza de que las creencias religiosas no trajeran aparejadas las mismas amarguras que en la vieja Europa.
En lo personal siempre había mantenido la curiosa teoría de que ninguna guerra de conquista provocaría tantas muertes ni tantos odios como la menor y más oscura de las guerras religiosas, puesto que estaba firmemente convencido de que los distintos dioses habían decidido bajar a la Tierra a sembrar la discordia entre los hombres, pese a que la mayoría lo hubieran hecho enarbolando a menudo la bandera de la paz y el amor.
—«Más mata un exceso de fe que una buena espada» —decía siempre—. «Porque para esgrimir la espada hace falta valor y experiencia, mientras la fe ciega suele ser cosa de cobardes e ignorantes».
Y la España de su tiempo se estaba poblando de una nutrida pléyade de cobardes e ignorantes que habían descubierto en la persecución, tortura y muerte de judíos, herejes y moriscos, un amplio cauce por el que dar salida a sus infinitos rencores y frustraciones sin temor a imprevisibles represalias.
Las Indias constituían, por tanto, un horizonte nuevo y aparentemente incontaminado aún por la insensata furia de los fanáticos empeñados en convertir el fraternal amor de Cristo en un injustificado odio cristiano, y como en el «Fuerte de La Natividad» habían quedado algunos de sus mejores amigos, llegó a la conclusión de que era allí donde podría encontrar al fin la paz que andaba buscando.
Pero ahora descubría que la mayoría de sus amigos habían muerto y que el único sobreviviente —aquel loco cabrero canario de los cabellos rojos— había desaparecido dejándole un misterioso mensaje grabado en una tumba.
¿Qué había pretendido decir con tal mensaje, y a qué se debía el hecho de que tan sólo el más joven e ignorante de cuantos quedaron en Haití hubiera conseguido salvarse?
Una y otra vez se hacía tales preguntas, y una y otra vez intentaba encontrar respuestas a las que le hacía la hermosa Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, que parecía vivir sobre ascuas por el incierto destino de su adorado Cienfuegos.
—¿Dónde puede estar?
¿Cómo hacerle comprender a una mujer tan profundamente enamorada, que las posibilidades de que un muchacho inexperto consiguiese sobrevivir en el corazón de un universo tan hostil como parecía ser aquella isla, eran de apenas una entre un millón?
—Puede que así sea —aceptaba ella absolutamente imperturbable—. Pero me consta que está vivo.
—¿Por qué?
—Porque si estuviera muerto mi corazón lo sabría…
Vive y volverá.
El converso se limitaba a indicar entonces la espesa jungla y la cadena de agrestes montañas que se alzaban a lo lejos, e inquiría:
—¿Dónde? ¿En esas selvas plagadas de fieras y serpientes, o en las montañas dominadas por salvajes?
—No lo sé. Pero sé que vive, y le esperaré.
Era una mujer en verdad templada y decidida; la criatura más fuerte y al mismo tiempo más adorablemente frágil de este mundo; la que más había amado nunca, y la más dispuesta a sacrificarlo todo —hasta su nombre y su personalidad— por recuperar algún día la inigualable felicidad que había perdido.
Ya no era para nadie la altiva y rubia alemana Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise a causa de su matrimonio con el violento capitán León de Luna, sino la tímida y morena Doña Mariana Montenegro, supuesta viuda de un oscuro oficial de los tercios de Flandes, que buscaba lejos de su Sepúlveda natal, olvido al terrible dolor que le causara la muerte de su bienamado esposo.
—¿Por qué? —quiso saber Luis de Torres ante la firme decisión de tan brusco cambio de identidad.
—Porque conozco a mi marido y sé que no se resignará al hecho de qué haya conseguido escapar de La Gomera. Juró que preferiría verme muerta que unida a Cienfuegos, y León no es de los que juran en vano. Acabará encontrándome, pero pienso ponérselo difícil.
—No cruzará el océano por una simple venganza.
—Si yo lo hice por amor, él puede hacerlo por odio, puesto que al fin y al cabo son los dos sentimientos básicos y los que en el fondo más se parecen. Y en él influye el orgullo. Vendrá. No sé si pronto o tarde, pero vendrá.
—Yo os defenderé.
—La mejor defensa contra un hombre ofendido es evitarlo. Por eso pretendo que nadie conozca mi auténtica identidad.
—De ese modo tampoco Cienfuegos podrá encontraros.
—No os preocupéis. Seré yo quien le busque.
Pero muy pronto se hizo patente que no iba a ser aquella empresa fácil, dado que tras todo un largo mes de vagar seguido por su escuadra por las costas de Haití o el Cibao —como muchos llamaban ya al lugar— el almirante eligió para fundar la ciudad de Isabela el más inapropiado e insalubre de todos los enclaves disponibles.
Hombre de mar, poco sabía de las cosas de tierra adentro y poco le importaba de ella más que el hecho de que constituyera un buen refugio para sus naves, por lo que la efímera y malhadada primera ciudad del «Nuevo Mundo» no se construyó pensando en seres humanos, sino en barcos a los que nada afectaban los calores asfixiantes, las pestilencias y alimañas de los pantanos circundantes, o las mortíferas nubes de mosquitos que transformaban las noches en infiernos.
El virrey ordenó que fuera en el centro de una profunda bahía rodeada de manglares donde se alzara el gran almacén real para el ejército, su palacio de piedra, y las cabañas de los colonos, y allí se alzaron dado que en aquella orilla del universo su ley no admitía réplica, pese a que el más experimentado de los capitanes de su armada, el audaz y laureado Alonso de Ojeda, le hiciese notar con insistencia que el lugar ofrecía escasas posibilidades de defensa contra un eventual ataque indígena.
—No atacarán —fue su respuesta—. Guacaraní lo ha prometido.
—Pues arrasaron el «Fuerte de La Natividad» —apostilló el otro que pese a su pequeña estatura tenía justa fama de ser el mejor espadachín y el más valiente capitán del reino, pero al que su aureola de hombre invencible no solía nublar la razón—. Quien traiciona una vez, bien puede volver a intentarlo.
—No es el caso. Ahora estoy yo. Y la culpa no fue de Guacaraní, sino de quienes no supieron hacer honor a la confianza que deposité en ellos y a su condición de españoles. En Isabela todo será distinto.
Y lo fue, en efecto, ya que en principio las dificultades no vinieron por parte de unos «indios» que se mantenían expectantes más allá de las lindes de la selva estudiando el poderío de los recién llegados, si no a causa del hambre y las mortíferas fiebres.
Desorientados tras largos meses de navegación, abatidos por el trágico fin de sus predecesores, desilusionados ante el negro futuro que ofrecía una tierra que les habían pintado de color de rosa y no era más que un verde manto de espesura impenetrable, y agotados por el terrible ritmo de trabajo a que se les sometía para alzar en muy escaso tiempo la ciudad, los colonos vieron muy pronto cómo el hambre y la muerte se convertían en sus más indeseables convecinos, hasta el punto de que a los pocos meses un considerable número de los más desesperados comenzaron a solicitar su rápida repatriación.
—Éste no es lugar para gente cuerda —puntualizó «maese» Juan de la Cosa durante una de las frecuentes visitas que hacía en compañía de Luis de Torres a la humilde hacienda de Doña Mariana Montenegro—. Y mi consejo es que tanto usted como su criado Bonifacio regresen a casa cuanto antes.
La alemana se limitó sin embargo a negar con un dulce ademán de cabeza al tiempo que sonreía alegremente.
—¡Ni pensarlo! —replicó animosa—. Bonifacio puede irse si quiere, pero yo tengo ya veintisiete cochinillos que engordan día a día, y los patos y gallinas también se reproducen. Si las semillas germinan, pronto podré montar una hermosa granja en la que esperar el regreso de Cienfuegos.
—¿Cómo puede una dama como vos rebajarse a un destino de granjera? —protestó el marino—. Vuestras manos no están hechas para alimentar cerdos sino para cultivar flores.
—Prefiero que los cerdos hociqueen en mis manos que un hombre al que no amo en cualquier otra parte de mi cuerpo —fue la brutal respuesta—. En cuanto a las flores, aquí existen tantas y tan hermosas, que tratar de cultivarlas constituye una herejía. A nuevos lugares, nuevas costumbres, y a quien no sea capaz de adaptarse, mal futuro le aguarda.
«Maese» Juan de la Cosa pareció comprender bien pronto que resultaba inútil insistir, ya que aquella delicada mujer de cuerpo de muñeca y ojos azules que contrastaban ahora con la negrura de su teñido cabello mostraba una entereza de carácter difícilmente igualable, y se veía al propio tiempo respaldada por un Luis de Torres, que parecía haberse convertido en su escudero, su adalid y su más seguro protector.
Por su parte, el astuto exintérprete real, adivinó al instante que el destino de Isabela no se presentaba en absoluto prometedor, pronosticando que los hermanos Colón, que ejercían un poder indiscutible sobre cada una de las facetas de la actividad comunitaria, se verían muy pronto obligados a cambiar el nefasto emplazamiento de la ciudad.
No cometió, por tanto, el estúpido error de invertir su escaso capital en construirse, como la mayoría, una cómoda vivienda, si no que se limitó a ofrecer sus servicios como intermediario al prestamista Fonseca, persona de confianza en la isla del famoso banquero de los reyes, Luis de Santángel, en cuya casa encontró también hospedaje, manteniéndose a la expectativa decidido a no lanzarse a ninguna empresa definitiva hasta no estar seguro del rumbo que habría de seguir la vida de la colonia.
Gracias a ello aprovechaba su abundante tiempo libre en ayudar y aconsejar a la alemana, por la que sentía un profundo respeto y admiración, así como en enseñar a leer y escribir al aplicado Bonifacio, que no pudo resistir la tentación de intentar alfabetizarse desde el momento mismo en que tuvo noticias de que su amigo Cienfuegos lo había conseguido.
El tímido cojo se había revelado como una magnífica adquisición para la vizcondesa, ya que además de mostrar un notable entusiasmo a la hora de cumplir con sus múltiples labores en la granja, destacaba por su notoria discreción, su inquebrantable fidelidad, y su inmenso agradecimiento hacia quienes le habían brindado la ocasión de labrarse un futuro lejos de su isla natal.
Y es que la aventura del «Nuevo Mundo» constituía sin duda la única oportunidad que se le podía presentar en aquel tiempo a un humilde y renqueante destripaterrones canario, de escapar al miserable destino, hecho de hambres y servidumbres, que tenía a todas luces reservado.
Allí, en la isla de Haití o «La Española» estaba comenzando a nacer una forma diferente de encarar la existencia, ya que quizá por primera vez en muchos siglos se producía un auténtico fenómeno de colonización total de territorios muy alejados de la metrópoli, en los que podía ensayarse por tanto un estilo de sociedad que manteniendo rasgos comunes con la que le servía de modelo evolucionase, sin embargo, por sus propios y muy peculiares senderos.
Recién finalizada la reconquista de la península Ibérica, siglos de inacabables luchas con los musulmanes habían creado una raza de hombres para los que todo empeño que no fuese matar o morir carecía de significado, y que no se mostraban dispuestos a colgar la espada para pasar a convertirse en pacíficos labriegos. Su exceso de energía y sus ansias de gloria exigían un nuevo campo de batalla, y éste acababa de surgir más allá del océano en forma de tierras salvajes que parecían estar pidiendo a gritos su llegada.
Y aquéllos que hasta apenas un año antes se habían limitado a ser forzados reconquistadores se aprestaron a convertirse alegremente en voluntarios conquistadores.
A bordo de las dieciséis naves que componían la poderosa escuadra de Colón en su segundo viaje, se agrupaban, por tanto, tres tipos de hombres muy distintos en su origen y sus fines, y que podrían clasificarse someramente como gentes de mar, gentes de armas y gentes de paz.
Los primeros serían, sin duda alguna, los encargados del descubrimiento de nuevas islas y nuevas costas: los segundos los llamados a domeñar a los primitivos pobladores que encontraran los marinos a su paso, y los terceros los elegidos para asentar definitivamente la vieja civilización allende el océano.
Pero en conjunto constituían por el momento una amalgama confusa y variopinta, en la que nadie tenía muy claro aún cuál era su auténtico papel en Isabela, ya que lo mismo tenían que contribuir los villanos a montar guardia en los límites de la selva, como echar una mano marinos y caballeros a la hora de alzar un muro o techar una casa.
Y sobre todos ellos planeaba, como un brillante fantasma o un sueño largamente acariciado, el maligno espíritu del oro.
Oro era lo que al fin y al cabo venían buscando desde el mismísimo virrey al último grumete, y cuando resultó evidente que en las proximidades de la flamante capital no había más que el que ellos mismos habían traído, las opiniones se dividieron entre quienes presionaban para adentrarse en las selvas buscándolo dondequiera que se ocultase, y los pesimistas que lo consideraron desde un principio empeño inútil, llegando a la dolorosa conclusión de que para pasar hambre y calamidades más valía volver a casa que padecerlas en una tierra hostil y calurosa.
Ese calor, denso, húmedo y pegajoso, que se pegaba al pecho como una esponja de agua hirviendo, impidiendo respirar a pleno pulmón y obligando a sudar y a maldecir incluso a los aceituneros de Jaén acostumbrados desde niños a achicharrarse bajo un sol de fuego, se convirtió muy pronto en uno de los principales enemigos de los recién llegados, que advirtieron sorprendidos, cómo bajo aquellas terribles temperaturas y al nivel del mar la presión sanguínea amenazaba con írseles al suelo hasta el punto de que la mayoría se sentían incapaces de trabajar la mitad de lo que solían rendir en sus lugares de origen.
Y su primer gran descubrimiento para combatir con éxito la invencible lasitud que les atenazaba en horas de la tarde fue el chinchorro; la fresca, cómoda y genial hamaca indígena de algodón trenzado, que colgada a la sombra de dos árboles en un punto en que corriera la brisa y lejos del húmedo suelo, transformaba como por arte de magia los peores momentos del día en un apacible viaje al paraíso.
Probablemente las prolongadas siestas bajo una copuda ceiba meciéndose cadenciosamente acompañados por el trino de millones de aves salvaron más vidas que todas las medicinas europeas, pero probablemente también, esa amable costumbre nativa tan entusiásticamente adoptada de inmediato por los españoles, causara a la larga más estragos que todas las batallas que habrían de celebrarse en un futuro.
Como la suave playa que recibe la ola sin aparente oposición, pero que acaba por rechazarla mansamente quedándose con parte del agua y permitiendo que arrastre al tiempo millones de granos de su arena, así el «Nuevo Mundo» se dejaba invadir invadiendo a su vez a los recién llegados en lo que habría de constituir una sutil y muy particular forma de convivencia que en el transcurso de una sola generación se fusionaría de tal forma, que pocos serían capaces de precisar en qué lugar concluía una cultura y comenzaba la opuesta.
Además del idioma, la religión, las leyes y las costumbres, España aportaba a ese patrimonio común caballos, vacas, ovejas, gallinas, patos, cerdos, palomas, asnos, trigo, arroz, garbanzos, naranjas, vides, centeno, caña de azúcar y judías, al tiempo que recibía maíz, cacahuetes, tomates, tabaco, fresones, quina, cacao, y más adelante, la coca y la patata, pero, sobre todas las cosas, los españoles llevaron consigo al atravesar el vasto océano un feroz e intransigente individualismo que se convertiría a la larga en su principal fuerza de choque a la hora de enfrentarse al sumiso comunitarismo tribal de los indígenas.
Porque ya desde aquel segundo viaje del almirante quedó bien patente que la conquista de las nuevas tierras no sería encarada como una «misión de Estado» en la que los reyes tomaban la iniciativa lanzando todo el poder de su maquinaria gubernamental sobre tan apetitosas posesiones, si no que esos reyes se dedicarían más bien en la mayoría de los casos a ejercer la función de remunerados testigos —y a menudo rígidos jueces— de las arriesgadas iniciativas privadas de sus valientes y desesperados súbditos.
Durante más de un siglo la Corona se limitó a ir a remolque de adelantados y encomenderos que se jugaban vida y hacienda en ensanchar el imperio, obteniendo casi siempre a cambio de su inoperancia la mejor parte del botín conseguido, e ingeniándoselas la mayoría de las veces para eludir sus responsabilidades en los momentos difíciles.
Así como Roma procuró adueñarse del Mediterráneo enviando por delante unas legiones que iban siempre acompañadas de gobernadores, magistrados o recaudadores de impuestos encargados de imponer su ley y su orden, así la España oficial se adueñó del mundo de su tiempo sin mover apenas un dedo.
Expectantes y recelosos, los sucesivos reyes españoles eligieron la fácil vía de conceder avales y capitulaciones a quienes querían embarcarse en la peligrosa aventura, aunque reservándose, eso sí, el derecho a castigar a quienes no actuaran tal como ellos, a miles de leguas de distancia del escenario de los hechos, consideraban que se debía actuar.
El resultado lógico tenía que ser el caos, y así se puso de manifiesto desde el primer momento en aquella ciudad nefasta, levantada sin ningún criterio lógico por un marino que lo único que deseaba era librarse cuanto antes de su carga de hombres y bestias, para continuar su ansiosa búsqueda de la soñada corte del Gran Kan.
—La gente anda enferma y agotada —sentenció una tarde Luis de Torres fumando uno de sus amados tabacos sentado a la puerta de la casa de Doña Mariana Montenegro—. Pocos consiguen acostumbrarse a los alimentos que ofrece esta tierra, y como continúen echando mano a las semillas y los animales que trajimos, pronto no tendremos ni presente, ni futuro.
—Mis animales no va a comérselos nadie hasta que les llegue su momento —sentenció la alemana con firmeza—. Ni mis semillas tendrán otro fin que germinar. Resistiré lo que haga falta, pero tendré mi granja.
—Pero no todos poseen ese mismo espíritu, porque no todos tienen a un Cienfuegos a quien esperar —le hizo notar el converso—. La mayoría se habían hecho a la idea de que esto era cuestión de llegar, recoger un oro que crecía en los árboles, y regresar a casa a ser ricos para siempre.
—Cambiarán de idea.
—¿Cuándo? ¿Cuándo estén bajo tierra? Se murmura que Colón tiene prisa por partir de nuevo hacia el Oeste, y que dejará como gobernador a su hermano Diego. ¿Os imagináis a ese pobre hombre, que no sueña más que con que le nombren obispo, rigiendo los destinos de un lugar como éste? Acabaremos como en el «Fuerte de La Natividad».
—No seáis tan pesimista.
—¿Pesimista? —se sorprendió el otro—. A fuerza de ser sincero debo reconocer que aquel emplazamiento era mil veces mejor y que allí, aunque escasos, quedaron hombres bragados que sabían hacerle frente a los problemas. En Isabela, excepto Alonso de Ojeda y sus alborotadores caballeros de espuela y capa raída, el resto no son más que asustadizos villanos de baja estofa que se sienten estafados. Ya claman por regresar.
—Pues mejor será que les permitan hacerlo —replicó Ingrid Grass con aire convencido—. Dominar estas tierras y sus gentes, no va a constituir en absoluto empresa fácil y lo mejor que nos podría ocurrir es que los pusilánimes desaparecieran cuanto antes. El miedo es como una peste contagiosa.
—¿Vos no tenéis miedo?
—Tan sólo a una cosa…
… a que Cienfuegos nunca regrese, lo sé —concluyó la frase el converso con una leve sonrisa—. El tiempo no ha conseguido que vuestro amor por él disminuya ni tan siquiera un ápice, ¿no es cierto?
—Más bien por el contrario —fue la sincera respuesta—. Cada día que pasa me siento más cerca de él, y todo, absolutamente todo cuanto pienso o hago es en su nombre.