CUARTA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
Astelan escuchaba unas voces que le llamaban desde las oscuras sombras de la celda. Se agitó febrilmente entre las cadenas que ataban su cuerpo, en su día fuerte y poderoso, ahora consumido y arruinado. Ni un milímetro de su carne se había librado de las crueles atenciones del Capellán Interrogador.
Su mente se encontraba igualmente devastada a causa de las intrusiones psíquicas de Samiel. Con su cuerpo abatido y sus pensamientos hechos un lío, Astelan luchaba por mantener un mínimo de contacto con la realidad.
Incapaz de mover su cabeza demasiado lejos, su mundo se limitaba a un espacio de unos pocos metros. Conocía cada una de las grietas que había en el techo sobre él. Si cerraba los ojos podía verlas tan claras como un mapa. Sabía que había trece cuchillas, tres taladros, cinco perforadoras, ocho tenazas, nueve hierros de marcar y dos ganchos espinados sobre la estantería. Recordaba la sensación de cada uno de ellos en su carne; todos se diferenciaban un poco. Incluso cuando Bóreas no estaba allí empleando sus terribles instrumentos, la cabeza de Astelan estaba tan confundida que en ocasiones se despertaba sintiendo su despiadado tacto.
Tanteando con los dedos había contado los eslabones de sus cadenas cientos de veces para mantener la mente ocupada. En cuanto dejaba de concentrarse en algo, las voces regresaban.
Hacía mucho que había renunciado a su negativa a dormir. No tenía ninguna importancia que gritase cuando las pesadillas le asaltaban. Despierto, era apenas más lúcido, y hacía tiempo que había dejado de distinguir el límite entre el sueño y la realidad.
Sabía todo esto gracias a una parte objetiva y coherente de su mente que en ocasiones luchaba por hacerse con el control. Era consciente de que las voces no eran más que ecos de las preguntas de Bóreas y de la exploración psíquica de Samiel que resonaban en su cabeza. Sabía que aquellas manos que salían de entre las sombras para alcanzarle no eran más que una mera ilusión de sus torturados sentidos. Pero aquellos momentos de lucidez eran poco frecuentes y cada vez se volvían más escasos y más cortos. El preso había perdido la cuenta del número de visitas que había recibido por parte de sus captores. Tal vez fueran cincuenta, tal vez quinientas. En ocasiones discutía, en otras se encerraba en sí mismo y hacía caso omiso del corte del bisturí que le atravesaba la carne, de la perforación del taladro que agujereaba sus huesos, o de la abrasión de su piel bajo el extremo del hierro. Bóreas iba y venía. Samiel iba y venía. Y Astelan no veía que siguiesen ningún patrón. Algunas veces se despertaba y veía que Bóreas estaba allí de pie, a su lado, observándole, escuchando cómo gritaba a causa de las pesadillas. En otras ocasiones el Capellán le acosaba con preguntas y analizaba todos los puntos de sus respuestas, pero no le infligía más dolor físico. Otras veces sólo había dolor y ninguna pregunta, o el insidioso susurro del psíquico dentro de su cabeza, llamándole mentiroso y traidor.
Tumbado allí, sobre la losa, atormentado y delirante, le aterrorizaba pensar en el sonido de la gran llave de latón en el cerrojo. Pero a veces ansiaba el regreso de Bóreas, cuando su mente estresada no podía aguantar más y necesitaba comunicar sus rugientes pensamientos. Se esforzaba por acordarse de por qué estaba allí, y entonces los recuerdos volvían de repente y eliminaban el dolor. Aunque era una lucha constante, de alguna manera conseguía conservar una pequeña parte de lo que había sido.
En su mente lo visualizaba como una resplandeciente estrella oculta en el centro de su cerebro. Las sombras la ocultaban, los abrasadores ojos del brujo la estudiaban, pero estaba sana y salva. Era su sueño, su ambición. El regreso a la gloria de la Gran Cruzada, el apartar a todas aquellas instituciones y disposiciones que no tenían ningún sentido y que eran la vergüenza de la humanidad. Mientras se concentrase en esto, la refulgente estrella aumentaría de tamaño alimentada por sus recuerdos y por sus deseos.
Astelan sabía que jamás volvería a ver el Gran Imperio y que nunca volvería a dirigir a los ejércitos del Emperador en las zonas de guerra entre el estallido de los bólters y el crepitar de las llamas. Aquello estaba ya fuera de su alcance. Se lo arrebataron en el momento en que se entregó en Tharsis. De haberlo sabido, si hubiese sido consciente de cuáles eran sus intenciones, se habría resistido y habría luchado como nunca lo hubiese hecho antes.
El arrepentimiento se transformó en una profunda pena al ver su plan desmoronado. La estrella dorada no era más que un borroso resplandor que aparecía y se escabullía, esquivándole. Durante siglos había sido un protector, un líder, un guerrero formado para la conquista. Se paró a pensar en el despojo en el que se había convertido y maldijo a Lión El’Jonson por haberles enviado por este camino. La pena se transformó en rabia y sacudió débilmente las cadenas que le amarraban a aquella mesa de piedra, aunque apenas logró levantarse un poco.
Astelan sintió una brisa familiar en su mejilla y se volvió hacia la puerta abierta mientras descansaba de nuevo la cabeza contra la losa. A través de sus amoratados y ensangrentados ojos vio entrar a Bóreas. En el fondo, Astelan agradecía que el Capellán hubiese venido solo. El Interrogador se acercó rápidamente a la losa y Astelan escuchó el movimiento de las cadenas y el sonido metálico de una llave en un candado. Una por una, le fue quitando todas las cadenas y sintió que le quitaban un gran peso de las extremidades y el pecho. Despojado de los pesados hierros, Astelan intentó sentarse, pero vio que no tenía fuerza para hacerlo.
—Vuelve a intentarlo —le susurró Bóreas suavemente al oído—. Tus músculos necesitan que les recuerdes para qué sirven. Inténtalo de nuevo y empezarán a recordar.
Astelan emitió un graznido sordo y centró todas las fibras de su ser en reunir todas las fuerzas que tenía. Sentía que le ardía la columna, le dolían todas las articulaciones del cuerpo y los músculos se resentían por el esfuerzo, pero al cabo de lo que parecieron horas, Astelan consiguió erguirse.
—Muy bien —le felicitó el Capellán Interrogador, que iba y venía ante él.
Después señaló la puerta.
—Puedes marcharte.
Astelan volvió la cabeza lentamente de la puerta a Bóreas, sin entender realmente lo que le decía el Capellán. Frunció el ceño incapaz por el momento de hallar las palabras para comunicar sus aturdidos pensamientos.
—¿Quieres hacerme una pregunta?
Astelan cerró los ojos y se concentró. Tras un enorme ejercicio de voluntad consiguió que su mente dejase de girar. Después señaló débilmente a su garganta.
—¿Necesitas beber agua?
Astelan asintió dejando caer la cabeza inútilmente de lado a lado.
—Muy bien —dijo Bóreas mientras se acercaba a la puerta.
Astelan permanecía sentado, mirando hacia la parpadeante luz de las antorchas que había al otro lado de la puerta. Le quemaban los ojos tras haber pasado tanto tiempo en las tinieblas. Lo único que tenía que hacer era ponerse de pie y dar cinco pasos para salir de la celda, pero estaba agotado. Primero reuniría sus fuerzas y después se marcharía.
El Capellán volvió con una jarra de agua y una copa.
—Quieres marcharte, ¿verdad? —dijo.
Entonces Astelan se dio cuenta de que tenía las manos estiradas hacia la puerta y las dejó caer a su lado.
Bóreas dio un paso adelante, vertió el agua en la copa y dejó la jarra en el suelo. Cogió una de las manos del preso, envolvió con sus dedos el recipiente e hizo lo mismo con la otra mano. Cuando el Capellán apartó sus manos, el cáliz se escurrió y cayó al suelo derramando el agua y mojando a Astelan. El frío avivó sus sentidos al instante.
—Inténtalo de nuevo —le dijo Bóreas.
Rellenó de nuevo la copa y se la acercó.
—Has conseguido sentarte, de modo que también podrás beber.
Los dedos de Astelan agarraron la copa, pero Bóreas no la soltó hasta que vio que estaba segura entre sus manos. Tembloroso, levantó el cáliz hasta sus labios y dejó caer unas pocas gotas en su lengua. Saboreando la sensación dejó caer unas cuantas más en su boca, hasta que ya no pudo aguantar más las ganas y empezó a tragar el contenido. El agua le refrescó inmediatamente y alivió parte de la confusión y del dolor.
—¿Puedo marcharme? —preguntó con voz temblorosa.
—Ahí tienes la puerta. Sólo tienes que levantarte y salir.
—¿Sin artimañas?
—Yo estoy por encima de las artimañas; sigo mi vocación sagrada.
—¿No cerrarás la puerta cuando esté a punto de llegar hasta ella?
—No; te doy mi palabra de Marine Espacial de que no la cerraré cuando estés a punto de llegar hasta ella. De hecho, esa puerta ya no volverá a cerrarse mientras sigas en esta celda. Eres libre de marcharte cuando lo desees.
Astelan permaneció sentado meditando las palabras de Bóreas un rato. Al principio sus pensamientos eran lentos, pero fueron ganando velocidad y claridad. Habiendo tomado una decisión, Astelan asintió para sí mismo y se obligó a ponerse de pie. Las piernas le fallaron, pero se agarró a la losa. Bóreas se apartó y le animó a avanzar hacia la puerta.
—Muy bien, Comandante —dijo el Capellán asintiendo—. Sólo unos pasos y estarás fuera de esta celda.
Astelan le miró, pero la expresión del Capellán era indefinida y no le revelaba nada. Reuniendo todas sus fuerzas dio un paso hacia delante apoyado todavía contra la mesa de piedra. Sus piernas apenas soportaban su peso y fue apartando con cautela la mano hasta que consiguió soltarse del todo, aunque se balanceaba de lado a lado. Arrastrando el pie por el suelo consiguió dar otro paso y sintió que sus maltratadas articulaciones chirriaban al hacerlo. El dolor en las rodillas, las caderas y la columna era insoportable y apretó los dientes para aguantar la agonía. Delante de él, el rectángulo de luz más allá de la puerta bailaba de un lado a otro y se desenfocaba.
—¿Entiendes lo que significa que te marches? —preguntó Bóreas.
Astelan hizo caso omiso de su provocación y dio otro tambaleante paso.
—Si abandonas esta celda, es porque tienes miedo. Es porque sabes que tus convicciones son falsas.
Astelan se volvió y miró al Capellán.
—¿Qué quieres decir? —dijo.
—Tu gran visión, tu magnífico plan —explicó Bóreas—. No te creo. Creo que eres un mentiroso y un tirano y que lo único que te ha guiado han sido tus propios deseos egoístas.
—Eso no es verdad —replicó Astelan—. Lo hice por el Emperador, por la humanidad.
—No estoy seguro. Pero vas a irte, ¿verdad? Que yo te crea o no es irrelevante. Es obvio que estás muriendo; ni siquiera un Marine Espacial puede soportar la tortura a la que te he sometido. Todos tus órganos sobrehumanos y tu fuerza sobrenatural te han abandonado, y sin asistencia médica morirás pronto. Has resistido mucho tiempo; tu semilla genética es muy fuerte.
Es posible que los Apotecarios la estudien cuando hayas fallecido. Pero morirás en paz.
—¡Yo no vivo para morir en paz! —la voz de Astelan era ahora un poco más áspera.
—Entonces ¿para qué vives? —preguntó Bóreas.
—Para morir en combate, para construir el Imperio del Hombre, para servir al Emperador —respondió Astelan con voz ronca.
—¿Y vas a hacer eso saliendo por esa puerta y muriendo en alguna cámara perdida? —el tono burlón de Bóreas azotó a Astelan e hizo que sus pensamientos volviesen a girar formando un remolino—. ¿Huyes de la lucha, Comandante de Capítulo? ¿Tienes miedo de que tal vez tus convicciones no sean tan fuertes como pensabas? ¿De que quizá tus mentiras estén empezando a desvelarse? Pero ¡márchate! Márchate y muere sabiendo que no tuviste que enfrentarte a la prueba final, que renunciaste a la oportunidad de hablarme más de tu visión, de convencerme de tu valía. Vete y te ahorrarás mucho sufrimiento y mucho dolor, y yo sabré que moriste como un hereje, porque si te marchas me demostrarás que eres débil, que eres la clase de hombre que rompe sus juramentos, que se vuelve contra sus señores y que hace la guerra a aquellos a quienes sirvió en su día. ¡Márchate!
—¡No! —exclamó Astelan dando un paso hacia Bóreas.
Su ira alimentó una repentina fuerza que invadió su interior.
—¡Sé que tengo razón! He seguido el verdadero camino, y sois vosotros quienes os habéis alejado.
—Pues quédate y demuéstralo —ofreció Bóreas—. ¿Cuánto dolor merece la auténtica voluntad del Emperador? ¿El dolor que sientes ahora? ¿El doble? ¿El triple, tal vez? ¿Cuánto dolor estás dispuesto a soportar por ser fiel al Emperador?
—Todo el que haya en la galaxia, si eso te demuestra que lo que digo es cierto —respondió Astelan.
—¿Me crees si te digo que puedo mantenerte con vida durante un siglo? —preguntó Bóreas.
—Sí, sí, te creo —dijo Astelan asintiendo con la cabeza contra su pecho.
—Y piensa que sólo has sufrido mis atenciones durante quince días —le informó el Capellán con una macabra sonrisa.
—¿Quince días? Eso es imposible —la repentina fuerza que se había apoderado de él le abandonó de inmediato.
¿Cómo era posible? ¿Había soportado sólo quince días de aquel tormento?
—Yo no miento, ¿por qué iba a hacerlo? —respondió Bóreas cruzándose de brazos—. Llegaste aquí hace tan sólo quince días. Ese tormento, ese dolor, es el resultado de quince miserables días. Pero tienes la opción de acabar con todo. Sólo tienes que dar dos pasos para abandonar esta celda y dejar atrás la agonía.
Astelan miró el resplandor al otro lado de la puerta, que le llamaba y le tentaba con la misma intensidad. Dio dos pasos más, hasta la puerta, y se detuvo para calmar las protestas de su cuerpo.
—Un paso más. Estás a un solo paso de la paz —le incitaba Bóreas.
Astelan se apoyó en la puerta, se volvió para mirar al Capellán Interrogador por encima de su hombro. Dobló el brazo y cerró la puerta de golpe. El sonido metálico resonó por la celda. Por un instante, una efímera fracción de segundo, la estudiada expresión de Bóreas cambió, y Astelan vislumbró un aire de aprobación que pronto volvió a convertirse en el gesto neutro del Capellán.
Astelan se irguió, avanzó con paso decidido hacia la losa, se tumbó sobre ella y miró a Bóreas. El Capellán Interrogador se acercó y se inclinó sobre su prisionero.
—Muy bien, has hecho tu elección —dijo—. Pero aún tienes otra opción. Una opción sin cadenas, sin dolor, sin el hermano Samiel.
—No quiero seguir escuchando tus trampas —respondió Astelan girando la cabeza.
—No hay ninguna necesidad de seguir con esto. Puedo dejar a un lado las cuchillas y los ganchos y nos limitaremos a hablar, de Marine Espacial a Marine Espacial —dijo Bóreas con voz suave y serena—. Lo único que te pido es que abras tu mente y tu corazón, que examines tus sentimientos y que analices tus motivos. Que intentes mirar con ojos libres de siglos de odio, libres de años de aislamiento y de incomprensión. Que consideres tus ambiciones y decidas si son puras.
—Sé que lo son —respondió Astelan desafiante.
—Por ahora —rebatió Bóreas inclinándose más sobre la losa—. Pero sólo hablaremos. Tú me escucharás y yo te escucharé, y te darás cuenta de que tus argumentos no tienen ninguna base.
—Gracias, pero no —resopló Astelan.
—Bien, pues si no tienes nada que ocultar, habla libremente, cuéntame tu historia, comparte conmigo tus pensamientos y ya veremos qué ocurre después —dijo Bóreas con insistencia.
Astelan volvió a sentarse y miró directamente a Bóreas, pero la expresión del Interrogador seguía sin revelar nada.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Astelan.
—Háblame de Caliban, tu mundo natal —pidió Bóreas.
—Dices que quieres hablar abiertamente y con sinceridad, pero empiezas formulando una pregunta basada en la ignorancia.
Astelan empezó a reírse pero acabó atragantándose y le dieron arcadas.
—¿Qué quieres decir? —Bóreas frunció el ceño mostrando su confusión.
—Caliban no es mi mundo natal. Nunca lo fue —respondió Astelan.
Hizo una pausa y se tumbó de nuevo sobre la losa hasta que su respiración se hubo calmado.
—Yo pertenecía a la vieja Legión, a los Ángeles Oscuros previos a la llegada de Lión El’Jonson. Nací en Terra, en el seno de una familia cuyos antepasados habían librado a la antigua cuna de la humanidad de las terribles garras de la Era de los Conflictos. Desde que el Emperador se reveló y manifestó su propósito, mi gente luchó a su lado. Cuando empezó a crear una nuevo tipo de guerrero sobrehumano, fue a mi gente a quien tomó para realizar sus primeras pruebas. Con su ayuda, el Emperador reconquistó Terra y la humanidad estaba al borde de embarcarse en una era dorada, la Era del Imperio. De modo que no es de extrañar el hecho de que cuando perfeccionó sus técnicas en la creación de los Marines Espaciales, mucha de mi gente fuese elegida para dirigir la Gran Cruzada, yo incluido. Por eso no sabes lo que estás diciendo. Yo nací en Terra.
—Entonces ¿Caliban no te importaba nada? —inquirió Bóreas.
—Eso tampoco es cierto —respondió Astelan cerrando los ojos y sintiendo que el sudor por el esfuerzo que había realizado le corría por la cara—. Mientras las Legiones conquistaban la galaxia, redescubrían mundos humanos y los liberaban de los alienígenas y de su propia y autodestructiva ignorancia, encontramos a los primarcas. El Emperador había utilizado una versión de esa semilla genética para crearnos, de modo que todos los primogenitores, las Legiones, estaban en parte unidos al destino de su primarca. Cuando el Emperador encontró a Lión El’Jonson en Caliban todos lo celebramos. El Emperador nos informó de que los Ángeles Oscuros tenían un nuevo hogar y aquello nos llenó de alegría, pues nos encontrábamos muy lejos de Terra.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué os llevó hacia el oscuro camino de la traición? —la voz de Bóreas era neutra e impasible.
—Adoptamos Caliban como si fuera nuestro, y cuando El’Jonson recibió el mando de la Legión pensamos que era lo más adecuado —respondió Astelan lentamente deteniéndose para poner en orden sus pensamientos antes de cada frase y haciendo caso omiso de la acusación de la traición.
Ya no tenía fuerzas para rebatir todos los comentarios mordaces del Capellán.
—Era bueno que se formasen nuevos Capítulos de Ángeles Oscuros con la gente de Caliban, pues esto les proporcionaba identidad y un propósito, algo que era muy valioso en aquellos tumultuosos tiempos. Pero por aquel entonces yo no sabía que nuestro nuevo primarca nos traicionaría y destruiría todo lo que habíamos creado.
—Háblame de la lucha en Caliban. ¿Cómo empezó? —preguntó Bóreas.
—Nuestro glorioso primarca, con su supuesta sabiduría, nos abandonó allí. Dio la espalda a todos aquellos que habían llegado antes que él, a aquellos que le habían recibido como a un padre y que habían aceptado su mundo como propio —un escalofrío recorrió el cuerpo de Astelan al recordar los hechos que le llevaron a rebelarse contra el primarca.
Después miró a Bóreas y continuó:
—Fue un grave error, pero hicimos un juramento de lealtad y no pensábamos romperlo. Esperábamos que nuestro primarca se diese cuenta del error que había cometido. Le envié emisarios para que reconsiderase su decisión, pero todos volvían sin respuesta. ¡Ni siquiera envió una respuesta! En algún lugar lejano, El’Jonson nos estaba desdeñando con su silencio.
—¿Y así fue como Luther te convenció para que apoyases su terrible plan? —preguntó Bóreas, cuya voz se estaba volviendo cada vez más insistente.
—¿Luther? ¡Ja! —la exclamación de Astelan volvió a transformarse en otra dolorosa tos y tardó varios segundos en poder volver a hablar—. Vuestras historias le demonizan, le culpan por todo lo que les ha sucedido a los Ángeles Oscuros, pero sabéis tan poco de lo que pasó en realidad… Os conviene que vuestras leyendas le muestren como el archivillano, la víbora que espera en el nido mientras el gran León conquistaba la galaxia, ¡pero la traición de El’Jonson hacia Luther fue la peor de todas! Sin mí, Luther se habría quedado despotricando y gritando desde su torre en vano.
—¿Estás diciendo que fuiste tú el responsable del cisma de nuestra Legión y no Luther? —preguntó Bóreas incapaz de ocultar su desconfianza—. ¡Ésa es una grave y espantosa declaración!
—No he dicho eso —respondió Astelan tranquilamente—. Pocas veces los hechos de la historia son tan convenientes como los escritos afirman. Luther era quien más razones tenía para estar resentido, de eso no hay duda. Había sido como un padre para el primarca, fue su mejor amigo y su aliado. Él salvó a El’Jonson de morir en el bosque. ¿Y qué hizo El’Jonson para pagárselo? Lo condenó a permanecer en Caliban, como al resto de nosotros. Lo dejó para que se pudriese mientras él buscaba la gloria.
—Luther era el guardián del León en Caliban —dijo Bóreas, que había empezado a caminar de nuevo de un lado a otro de la cámara—. El primarca le honró y demostró que tenía tanta fe y confianza en él como para dejar la protección de su mundo natal en sus manos.
—Luther era casi tan buen comandante como Lión El’Jonson —protestó Astelan—. Aunque nuestro primarca no tenía comparación como planificador y estratega, Luther conocía muy bien los corazones y las mentes de los hombres, mejor que jamás lo hiciera El’Jonson. Cuando el Emperador llegó por primera vez y los Ángeles Oscuros recibieron a El’Jonson para dirigirles, Luther lamentó ser demasiado viejo para convertirse en Marine Espacial.
—Como muchos de los guerreros de Caliban —respondió Bóreas, que se había detenido y miraba directamente a Astelan—. Por eso el Emperador envió a sus mejores cirujanos y tecnoapotecarios, para que aquellos que eran demasiado viejos para recibir la semilla genética del primarca pudiesen disfrutar de muchos de los beneficios de nuestros cuerpos mejorados, vivir mucho más tiempo y realizar grandes hazañas.
—Y precisamente por eso, ¿no te resulta todavía más extraño que Luther tuviese que quedarse en Caliban en lugar de dirigir a aquellos guerreros al campo de batalla? —preguntó Astelan cambiando de postura para ver mejor al Capellán—. A mí sí. Creo que El’Jonson tenía miedo de Luther, de su popularidad entre los soldados, y le dejó en Caliban para que su estrella no pudiese seguir brillando.
—Eso no son más que mentiras de Luther. Te han corrompido la mente, como corrompieron las de todos aquellos que se volvieron contra sus hermanos —la negación de Bóreas era absoluta, y su rostro seguía inmutable.
—A pesar de su don para pronunciar fogosos discursos y apasionados susurros, Luther no era ni sería jamás un Marine Espacial —señaló Astelan—. Hubo unos cuantos que le escucharon, la mayoría de ellos de la nueva Legión. Mis Marines Espaciales, aunque sentían un profundo respeto por Luther y sus grandes logros, sólo habían servido al Emperador en sí, y sólo le debían su lealtad a él.
—Entonces ¿cómo fue que aquellos supuestamente leales Ángeles Oscuros le dieron la espalda a su primarca y traicionaron al Emperador si les era indiferente la oratoria de Luther? —preguntó Bóreas mientras se acercaba.
—Porque yo me puse de su lado y le ofrecí mi apoyo —respondió Astelan con un susurro.
La duda inundó su mente por un instante. ¿Habrían sucedido las cosas de otra manera de no haberlo hecho? Desechó la idea. El futuro de los Ángeles Oscuros se había decidido mucho antes de aquello.
—¿Y por qué lo hiciste? —interrumpió sus pensamientos la voz de Bóreas.
—Para que pudiésemos hacer aquello para lo que fuimos creados: luchar contra los enemigos del Emperador y eliminar la oscuridad que rodeaba a la humanidad —respondió Astelan.
—Explícate.
—El primarca se encontraba lejos, continuando la Gran Cruzada, y entonces recibimos terribles noticias —relató Astelan al Capellán—. Horus, el más grande de los primarcas, el Señor de la Guerra del mismísimo Emperador, se había vuelto un traidor. Las informaciones que recibíamos eran incompletas y poco frecuentes, pero poco a poco fuimos recomponiendo lo que había sucedido. Oímos hablar de su bombardeo vírico en Istvaan y de la masacre que ocasionó. Los primarcas y sus Legiones se estaban volviendo contra el Emperador y contra ellos mismos. Era imposible distinguir al amigo del enemigo. Escuchamos en más de una ocasión que los Ángeles Oscuros le habían dado la espalda al Emperador, o que Lión El’Jonson había sido asesinado. Se decía que los Lobos Espaciales estaban luchando contra los Mil Hijos, y que los hermanos de batalla se estaban matando entre ellos por toda la galaxia.
—De modo que viste la oportunidad de volverte un traidor también y de aliarte con Horus —le acusó Bóreas.
—¡Queríamos marcharnos! ¡Queríamos ir y luchar contra Horus! —Astelan no tenía ganas de discutir; su cuerpo no acompañaba a la fuerza de su espíritu—. No estábamos seguros de nada excepto de lo que sentíamos en nuestros corazones. Luther fue el primero en hablar de dejar Caliban y unirnos a la lucha para defender al Emperador.
—¡Luther os habría llevado hasta Horus! —rugió Bóreas—. ¿Y qué hay de las órdenes del León? ¿Es que la administración de Caliban no significaba nada para Luther ni para ti?
—Significaba mucho para Luther. Para mí, algo menos, como comprenderás —admitió Astelan—. Pero ¿cómo íbamos a saber lo que quería nuestro primarca que hiciéramos? No había comunicación, y los propósitos del León se veían borrosos a causa de los cientos de años luz que nos separaban y de las historias contradictorias. Podía estar combatiendo en algún planeta distante, o podía haberse aliado con Horus, o estar dirigiendo la defensa del Emperador. No lo sabíamos. De modo que decidimos descubrir nuestro propio camino, porque era lo único que podíamos hacer.
—¿Y qué sucedió entonces? ¿Qué provocó la lucha?
Bóreas se había acercado de nuevo. Su túnica y su piel bañadas con la roja luz del brasero le daban un aspecto medio demoníaco.
—Hubo algunos de nosotros, hermanos de batalla recién reclutados que tal vez carecían de la fe y el celo de la vieja Legión, que se opusieron a que nos marchásemos —respondió Astelan.
—Así que les atacasteis, os deshicisteis de los disidentes —el rostro de Bóreas adquirió un gesto de desprecio y su ira volvió a aumentar.
—Fueron ellos quienes atacaron primero, y revelaron su traición con cientos de muertes —le corrigió Astelan—. Lo habíamos preparado todo para marcharnos, y estábamos embarcando en los transportes que nos llevarían a órbita, donde nos esperaban las barcazas de batalla y los cruceros de asalto. Cuando las naves empezaron a despegar, los traidores atacaron. Sus naves orbitales abrieron fuego contra nosotros, asaltaron las baterías de defensa planetaria y abrieron fuego contra los transportes. Los lásers de defensa los eliminaron del cielo e hicieron que las piezas lloviesen sobre nosotros. Algunos intentaron continuar hacia la órbita y fueron destruidos por el enemigo, mientras que otros acabaron hechos añicos mientras trataban de aterrizar.
Sin embargo, su ataque duró poco, ya que contraatacamos con fuerza. Sus naves huyeron, y aquellos que habían tomado las baterías acabaron expulsados o asesinados.
—Actuaban para evitar que desobedecieseis las órdenes del primarca —sugirió Bóreas.
—¡No tenían ningún derecho! —exclamó Astelan—. Ya te he dicho que no sabíamos cuáles eran los deseos del primarca, como tampoco sabíamos cuál era el estado de la guerra contra Horus. ¡Fueron ellos quienes pecaron al disparar contra nosotros!
—Pero al final no os marchasteis, ¿verdad? —señaló Bóreas.
—No podíamos —dijo Astelan sacudiendo tristemente la cabeza—. Temíamos por lo que pudiese suceder si dejábamos Caliban en manos de los hermanos traidores. No podíamos marcharnos hasta estar convencidos de que Caliban estaba a salvo.
—¿Y cómo pensabais garantizar eso? —inquirió Bóreas.
—Les perseguimos, por supuesto —respondió Astelan—. Se ocultaron en la profundidad de los bosques y efectuaban ataques relámpago, pero finalmente nuestra superioridad numérica acabó con ellos y pensamos que los habíamos exterminado. Durante tres meses, nuestras armas permanecieron en silencio y fue entonces cuando tal vez cometimos nuestro único pecado: nos volvimos confiados. Al pensar que habíamos destruido al enemigo bajamos la guardia y una vez más empezamos a prepararlo todo para marcharnos. Entonces volvieron a atacar. Se habían ocultado mucho mejor de lo que podíamos imaginar, en los lugares más inhóspitos de Caliban. Sin previo aviso, reunieron toda su fuerza y lanzaron un ataque contra el puerto estelar, y tomaron varios de los transportes. Aturdidos por la sorpresa, no reaccionamos lo bastante rápido y para cuando los lásers de defensa se activaron ya estaban entre nuestra flota y no podíamos atacarles por miedo a dar en nuestras propias naves. Concentraron sus ataques en la nave más grande de la flota, mi propia barcaza de batalla, la Ira de Terra. Los traidores la asaltaron, se hicieron con el control y dirigieron sus inmensas armas y torpedos contra el resto de la flota. La batalla duró poco, pues la Ira de Terra superaba con creces a cualquier nave en órbita, y pronto la flota de mi capítulo se vio reducida a humeantes restos.
—De modo que os quedasteis varados en Caliban, y aquellos que se mantuvieron fieles a su primarca consiguieron evitar que os unieseis al Señor de la Guerra —afirmó Bóreas mostrando cierto orgullo ante aquel acto desesperado.
—Aquél no fue su acto final —dijo Astelan amargamente—. Pilotaron la Ira de Terra hasta la atmósfera de Caliban donde ardió y explotó en abrasadores fragmentos que llovieron sobre la superficie. Los reactores de plasma, emanando mil infiernos, explotaron en los bosques y formaron cráteres kilométricos. El polvo y la roca que levantaron ocultaron el sol. Los restos se estrellaron contra las ciudades y los castillos, destruyéndolos, y la parte más grande de la nave cayó en el océano del sur y provocó un maremoto que asoló todo lo que había a veinte kilómetros de la costa del sur. No sólo nos abandonaron en Caliban, sino que provocaron una destrucción sin precedentes en el planeta que se habían convertido en nuestra prisión.
—Si lo que dices es cierto, ¿cómo es que disparasteis cuando regresó nuestro primarca? —preguntó Bóreas en tono acusador.
—Caliban se había convertido en un lugar asolado y devastado —continuó Astelan, su voz convertida ahora en un susurro casi inaudible—. Los bosques habían muerto. Las nubes de tierra y ceniza que cubrían el aire bloqueaban la energía vivificadora del sol. El planeta se estaba destruyendo lentamente porque no pudimos protegerlo de nuestros propios hermanos de batalla. Hablas de vergüenza, pero eso no es nada comparado con la culpabilidad que sentíamos entonces, cuando vimos arder los árboles y nos arrebataron la luz de las estrellas.
—Pero ¿por qué atacasteis al León?
—Luther se había instalado en Angelicasta, la Torre de los Ángeles, la ciudadela más grande de Caliban y la principal fortaleza de los Ángeles Oscuros. Yo asumí el mando de las defensas exteriores y de las baterías láser de un centro de mando a cientos de kilómetros de distancia. Cuando recibimos la señal de que una nave espacial había entrado en órbita, al principio pensamos que las naves de los traidores habían regresado, las que habíamos expulsado en la primera batalla.
—¿Por eso abristeis fuego? —preguntó Bóreas.
—No, no fue por eso —respondió Astelan, desafiante—. Pronto estuvo claro que se trataba de nuestro primarca. Luther contactó conmigo para pedirme consejo. Estaba preocupado porque había interceptado un mensaje que aseguraba que era El’Jonson quien dirigía las naves que se acercaban. No sabía qué hacer, y temía la ira del León por lo que había sucedido en Caliban.
—¿Y qué le dijiste?
—No le dije nada —contestó Astelan con voz grave—. Ordené a las baterías que abrieran fuego contra aquellas naves.
—¿Tú diste la orden? —escupió Bóreas agarrando a Astelan por la garganta y presionándole de nuevo contra la losa—. ¿Fuiste tú quien precipitó la destrucción de nuestro mudo natal? ¡Y dices que no tienes pecados de los que arrepentirte!
—Y mantengo mi decisión —respondió Astelan con voz ronca intentando sin conseguirlo librarse de la terrible presión del Capellán—. No podía hacer otra cosa. El’Jonson iba a eliminarnos. Sospeché que las naves de los traidores se encontraron con él y su versión de los hechos nos habría condenado. Nuestro caritativo primarca nos habría aniquilado a todos por lo que le había sucedido a su mundo natal. También temía que se hubiese vuelto contra el Emperador. Habíamos oído muy poco sobre las hazañas de los Ángeles Oscuros durante la Herejía de Horus, y no descarté la posibilidad de que El’Jonson se hubiese aliado con el Señor de la Guerra.
—De modo que disparaste porque tenías miedo a ser castigado —gruñó Bóreas levantando la cabeza de Astelan y golpeándola de nuevo contra la mesa de piedra.
—¡Disparé porque quería matar a El’Jonson! —escupió Astelan empujando débilmente a Bóreas para librarse de él—. Yo debía lealtad primero y ante todo al Emperador, y El’Jonson estaba muy por detrás de él. Mi deber para con el Emperador era proteger a los Marines Espaciales bajo mi mando; Marines Espaciales que él mismo había escogido y formado, y que entonces se veían amenazados por su primarca. ¿Entiendes?
—No, no lo entiendo. No logro comprender la traición que late en tu corazón —contestó Bóreas al tiempo que soltaba a Astelan con desprecio y se alejaba de él.
Después volvió a hablar sin mirarle.
—Volverse contra el propio primarca y desear su muerte es el peor pecado que se puede cometer.
—Fueron los primarcas quienes se volvieron contra el Emperador. Antes de que llegaran no había discordia ni guerra civil —repuso Astelan impulsándose para sentarse—. Fueron ellos quienes volvieron a las Legiones contra su verdadero Señor, quienes favorecieron sus propias ambiciones con los miles de Marines Espaciales que tenían bajo su mando. Fueron los primarcas quienes casi destruyeron el Imperio, y fue Lión El’Jonson quien condenó Caliban con sus propias acciones.
—¡Tu arrogancia se alimentó de envidia, lubricada por los oscuros alicientes que te prometía Luther! —rugió Bóreas—. Te volviste contra tu primarca a cambio del poder y el dominio de los Poderes Oscuros.
—¡Me defendía de un loco que ya había intentado destruir mi Capítulo y no dudaría en volverlo a hacer! —se defendió Astelan—. Jamás hice ningún juramento con los Poderes Oscuros. ¡Sólo estaba siendo leal al Emperador! Pero también me equivoqué.
—¡Entonces lo admites!
El rostro de Bóreas reflejaba triunfo mientras recorría la celda hacia Astelan.
—No admito nada.
Las palabras del interrogado detuvieron al Capellán a medio camino y transformaron su euforia en rabia.
—Me equivoqué al pensar que Lión El’Jonson quería castigarme a mí. Era a su amigo y mentor, Luther, a quien pretendía destruir. Era a Luther, el guardián de Caliban, su salvador, a quien El’Jonson odiaba y envidiaba. ¡Sus actos prueban mis palabras! ¿Acaso no dirigió personalmente el ataque contra la Torre de los Ángeles mientras sus naves bombardeaban Caliban desde su órbita? ¿No pretendía destruir todas las pruebas de su propia debilidad atacando a aquellos que le habían visto como lo que era en realidad?
—El León había oído hablar de la traición de Luther y sabía que para curar el mal tenía que actuar con decisión y rapidez —explicó Bóreas—. Atacando a Luther esperaba salvar Caliban de su terrible influencia.
—Cuando los misiles y el plasma empezaron a descender a toda velocidad desde la órbita, las intenciones del primarca eran obvias —arguyó Astelan—. Los mares hirvieron, la tierra se resquebrajó y las fortalezas se convirtieron en ruinas. Recuerdo que el suelo empezó a temblar bajo mis pies y después caí en lo que parecía ser un pozo sin fondo antes de perder la consciencia.
—Y ahí está la principal prueba contra ti, ¡la aplastante prueba de tu culpabilidad! —entonó Bóreas—. Al final, mientras el torturado Caliban se destruía, tus señores oscuros te tendieron la mano para salvarte de las garras de la muerte. Mientras el mundo se desintegraba, una gran tormenta disforme asoló Caliban y te hizo desaparecer, junto con todos aquellos que habían dado la espalda al León. Por eso eres culpable, por eso no hay justificaciones ni argumentos que puedan convencerme de que hubiese otro propósito tras tus acciones. Los Poderes Oscuros os salvaron a ti y a los tuyos y os dispersaron por el tiempo y el espacio para que no pudiésemos vengarnos contra vosotros. Luther era tan corrupto como Horus, ¡como todos vosotros! ¡Admítelo y arrepiéntete!
—¡No! —rugió Astelan—. ¡Rechazo todas tus acusaciones! ¡He sido leal al Emperador desde el día que fui elegido para convertirme en Marine Espacial, y seguiré siéndole fiel hasta mi último aliento! ¡Torturadme! ¡Rebuscad en mi mente con los poderes de ese brujo! ¡Niego tus acusaciones! ¡Ahora veo en lo que se ha convertido la semilla genética supuestamente pura de Lión El’Jonson! ¡Os habéis convertido en criaturas de las sombras y la oscuridad, y no os reconozco como Ángeles Oscuros!
—¡Muy bien! —exclamó Bóreas empujando a Astelan de nuevo contra la losa—. Entonces volveré y usaré mis cuchillas y mis hierros, y haré venir al Hermano Samiel. Tu alma conocerá la justicia, lo quieras o no. Has escogido el camino del sufrimiento cuando podías haber seguido el camino de la paz y la iluminación.
Bóreas se dirigió hacia la puerta y la abrió de golpe.
—¡Espera! —gritó Astelan.
—¡No quiero oír más mentiras! —exclamó el Capellán mientras salía.
—¡Tengo más cosas que contar! —insistió el preso.
Bóreas se detuvo y se volvió.
—No deseo saber nada más —respondió.
—Pero no has escuchado toda la historia —le dijo Astelan, su voz convertida en un ronco susurro—. No conoces la verdad.
—Descubriré la verdad a mi manera.
Bóreas se giró para marcharse de nuevo.
—No lo harás —contestó Astelan—. Ahora te toca a ti decidir, como todos, qué camino va a seguir tu vida. Si te vas y regresas con tu brujo y tus instrumentos de tortura jamás divulgaré los secretos que guardo en mi interior. Ni siquiera tu psíquico conseguirá sacarlos de mi alma. Pero si te quedas y me escuchas, te los contaré libremente.
—¿Y por qué ibas a hacer algo así? —preguntó Bóreas sin mirar atrás.
—Porque deseo salvarte tanto como tú deseas salvarme a mí —respondió Astelan mientras se ponía de pie, jadeando al sentir que el dolor inundaba su cuerpo—. Con dolor y sufrimiento no oirás mis palabras y jamás sabrás la verdad. Pero si me escuchas como tú me has pedido que escuche, conocerás muchas cosas que de otro modo nunca descubrirás.
—¿De qué secretos hablas? —Bóreas se volvió—. ¿Qué más podrías revelarme?
—Un pensamiento interesante, algo que me preocupa —dijo Astelan mirando al Capellán a los ojos.
—¿Y de qué se trata? —inquirió Bóreas retrocediendo un paso.
—Aunque supimos poco al respecto en su momento y la información de lo que pasó en realidad es difícil de descubrir, he averiguado todo lo que he podido sobre el asedio al Palacio del Emperador y la batalla por Terra al final de la Herejía de Horus —explicó Astelan lo más deprisa que sus destrozados pulmones le permitían—. Es algo conmovedor, estoy convencido de que estarás de acuerdo. Existen historias sobre las hazañas de los Puños Imperiales defendiendo los muros contra los frenéticos ataques de los Devoradores de Mundos. Cientos de páginas alaban a los Cicatrices Blancas y sus valientes ataques en las zonas de aterrizaje. Hay incluso informes, imagino que falsos en su mayoría, que hablan de cómo el Emperador se teleportó hasta la barcaza de batalla de Horus y los dos entraron en un titánico combate.
—¿Y? —preguntó Bóreas con recelo.
—¿Dónde están los Ángeles Oscuros en todas estas historias de batalla y heroísmo? —respondió Bóreas.
—El León dirigía a la Legión hacia la defensa de Terra, pero tuvo que librar muchas batallas por el camino y llegó demasiado tarde —explicó Bóreas.
—¿De modo que, Lión El’Jonson, el mejor estratega del Imperio, el primarca que jamás conoció la derrota en combate, llegó tarde? Me cuesta creerlo.
A Astelan le abandonó la fuerza de nuevo y volvió a desplomarse contra la losa de interrogatorios con las piernas dobladas.
—¿Y qué crees que sucedió en realidad, hereje? —inquirió Bóreas.
—Hay una razón muy simple por la que Lión El’Jonson no tomó parte en las batallas finales de la Herejía de Horus.
Astelan se dejó caer hasta el suelo con la espalda contra la mesa de piedra y los ojos cerrados.
—Es maravillosamente simple si te paras a pensarlo. Estaba esperando.
—¿Esperando? ¿A qué? —preguntó Bóreas tranquilamente. Astelan miró al Capellán directamente a los ojos y vio que ahora reflejaban curiosidad.
—A ver qué lado ganaba, por supuesto.
Bóreas volvió a entrar en la celda y cerró la puerta tras de sí.