TERCERA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
La habitación parecía dar vueltas ante los ojos de Astelan y girar en un remolino gris por encima de la losa. Había perdido todo concepto del tiempo, y sus experiencias se reducían a alternos períodos de dolor y de vacío. En cierto modo, había llegado a temer más a los intervalos de soledad más que a la tortura. Cuando Bóreas estaba presente, retorciendo todo lo que había hecho y convirtiendo las propias palabras de Astelan en cuchillos con los que apuñalarle, le resultaba más fácil centrarse. A pesar del dolor de sus heridas, podía concentrarse en defenderse de las acusaciones. Intentaba que los Ángeles Oscuros entendiesen por qué había hecho todo lo que ellos llamaban «crímenes». El deseo de sacarles de su ignorancia, de hacerles ver la gran visión que se escondía tras sus actos, eran un reto al que aferrarse, un objetivo tangible por el que luchar.
Pero cuando le dejaban solo durante lo que parecían días y días, le resultaba más difícil continuar aquella lucha. Cosas que había visto tan claras mientras se las explicaba a Bóreas de repente se tornaban envueltas en duda.
Las preguntas del Capellán se le habían quedado grabadas, le acosaban constantemente y debilitaban su determinación. ¿Y si había perdido el rumbo? ¿Y si se había vuelto loco y todo lo que había hecho no habían sido más que los viles actos de una mente atormentada?
Astelan luchó contra estos pensamientos, porque prestarles atención significaba aceptar que todo lo que había hecho carecía de sentido y que Bóreas tenía razón y había cometido un grave pecado.
Pero él no había pecado. Astelan se mantenía firme en su convicción en los valiosos momentos en los que conseguía pensar con claridad. Sus interrogadores no habían estado allí; ellos no sabían lo que había pasado. Ahora tenían la oportunidad de descubrir la parte desconocida de su historia, el acontecimiento que tanta mella había hecho en sus almas. Astelan podía enseñarles lo que sabía y conducirles de nuevo al auténtico camino del Emperador. Conseguiría apartar de ellos sus sospechas y sus doctrinas y volvería aquel interrogatorio en beneficio propio. Tenía mucho que decir, y los Ángeles Oscuros le escucharían.
No obstante, todavía tenía que luchar contra el psíquico, el brujo Samiel. El recuerdo del hombre penetrando en su interior, rebuscando entre sus pensamientos y sus sentimientos hizo que se sintiese violado. Esto era lo que le preocupaba más que nada. Junto a los alienígenas, los mutantes psíquicos eran la principal amenaza de la humanidad. El Emperador lo sabía y les había hablado de los peligros de la posesión y de la corrupción. ¿Acaso no había censurado a los Mil Hijos por jugar con la magia? Y ahora, diez mil años de desgobierno habían hecho que el Imperio se plagase de brujos. Existían organizaciones dedicadas exclusivamente a su reclutamiento y a su formación. Eran una afrenta a todo lo que el Emperador había querido alcanzar. El Adeptus Astra Telepathica con su ritual de unión del alma absorbía la magnificencia del Emperador para ellos mismos. La Scholastika Psykana reclutaba a psíquicos en el ejército. A Astelan le dolía pensar en la insensata negligencia de permitir que el mayor enemigo del hombre prosperase y se nutriese a expensas de la humanidad. ¿Habían olvidado los peligros que aquello implicaba? ¿O simplemente habían decidido ignorarlos, arriesgando así el futuro del Imperio y de la humanidad?
¡Y lo más estúpido de todo era que habían permitido que los psíquicos se convirtiesen en Marines Espaciales! Les llamaban Bibliotecarios, un reconfortante eufemismo para no tener que pensar demasiado en las consecuencias. Era una máscara, una cortina de humo para que aquellos que estaban en el poder pudiesen fingir que había un motivo para permitir que aquellas abominaciones existiesen. Astelan temía por el Imperio que había nacido tras la calamidad de la Herejía de Horus, y temía por las posibilidades que tenía la humanidad de sobrevivir en una galaxia decidida a extinguirla.
Pero ¿qué podía hacer? Como comandante de Capítulo siempre había estado al frente de la batalla para proteger el futuro de la humanidad. Ahora se veía rodeado de ignorancia y de odio por lo que representaba.
Pero ¿qué representaba en realidad? Una vez más, las preguntas de Bóreas atormentaban su mente y deshacían los argumentos que había utilizado para justificar sus acciones. ¿Era realmente diferente a los primarcas que habían convertido la causa del Emperador en la suya propia? ¿Quién era él, un simple guerrero, para juzgar el destino de la humanidad? Su papel era cumplir órdenes, librar batallas y dirigir a los soldados, no marcar el rumbo del futuro de la humanidad. ¿Fue entonces la arrogancia lo que le llevó a abandonar a Lión El’Jonson? ¿Conocía la mente del Emperador tan bien como aseguraba?
—Veo que has estado meditando sobre tu vida —dijo Bóreas.
Astelan se asustó por un momento. No había oído entrar al Capellán Interrogador. ¿Cuánto tiempo había pasado sin ser consciente de la presencia de Bóreas, con la atención fija en sus propios pensamientos?
—¡Estoy intentando sacarme la voz de ese asqueroso brujo de la cabeza, pero me ha envenenado! —silbó Astelan al tiempo que intentaba limpiarse la suciedad que sentía sobre su rostro.
Pero las cadenas estaban demasiado tensas y sus manos no hacían más que bailar burlonamente delante de él. Por un momento, Astelan pensó que eran las manos de Samiel, listas para emborronar su mente de nuevo, para hurgar en los recovecos de su memoria, y se estremeció. Mientras movía las manos, Astelan se centró en la celda y en Bóreas.
—Lo estás haciendo bien, Astelan —le dijo el Capellán—. Veo que empiezan a salir las impurezas y las mentiras, y oigo como gritas implorando perdón.
—¡Jamás! —el preso recuperó su determinación de inmediato.
Tenía la cabeza totalmente despejada de nuevo. Jamás admitiría que se había equivocado. Eso supondría una repulsa a todas las enseñanzas del Emperador y la aprobación de la farsa en la que se había convertido el Imperio.
—No necesito ser perdonado por nada. Eres tú quien debería implorar misericordia al mismísimo Emperador por corromper su sueño, por pervertir su gloriosa ambición.
—No he venido para escuchar tus desvaríos. He venido a obtener información —le interrumpió Bóreas.
—Pregúntame lo que quieras, te contestaré la pura verdad —contestó Astelan—. Aunque dudo mucho que la aceptes.
—Eso ya lo veremos —respondió Bóreas mientras adoptaba su postura de costumbre, con los brazos cruzados y a la cabeza de la losa—. Aseguras que llegaste a Tharsis en una nave, y que había otros Caídos contigo. Cuéntame cómo te hiciste con la nave y cómo encontraste a estos compañeros.
—Primero tengo que contarte lo que me sucedió tras las batallas de Caliban —dijo Astelan—. Era una época que comenzó con gran confusión y dolor. Sentí durante una eternidad que no tenía forma, pues la ira distorsionaba y retorcía mi interior. Me sentía en el centro de una tormenta, y era parte de la vorágine en sí. Sólo conservaba una fracción infinitamente pequeña de consciencia de mí mismo, de quién o de qué era. Y entonces desperté, como si saliese de un sueño. Al principio era como si Caliban, la guerra y el fuego de los cielos fuesen tan sólo un recuerdo imaginario.
—¿Dónde? ¿Dónde te encontraste a ti mismo? —preguntó Bóreas.
—Eso fue lo más desconcertante de todo —dijo Astelan torciendo el gesto.
Estaba mareado y cansado de su tortura a manos de Bóreas y de la exploración mental de Samiel, y cerró los ojos para ayudarse a concentrarse.
—Me encontraba en una pendiente rocosa, un lugar estéril, un páramo desierto que se extendía ante mí. Lejos quedaban los densos bosques de Caliban, el cielo era amarillo y una estrella destacaba en el horizonte. Al principio pensé que tal vez no me había despertado, que seguía soñando. Al ver que aquello no era posible me sentí frustrado y empecé a dudar de mi cordura. Pero cuando el sol desapareció y el cielo nocturno se llenó de estrellas que no conocía, me di cuenta de que era real. Sin entender cómo había llegado allí, decidí descubrir en qué clase de lugar me encontraba. Tardaría mucho tiempo en descubrir la verdad.
—¿Y cuál era la verdad?
—Me hallaba muy lejos de Caliban —suspiró Astelan—. A la mañana siguiente, decidí caminar hacia el este, no tenía ningún motivo en particular, pero algo dentro de mí me decía que debía caminar hacia el sol. Esperaba encontrar algún poblado o algo que me indicase dónde estaba. Anduve todo el día por las pedregosas pendientes de un inmenso e inactivo volcán, y no encontré nada.
—¿Cómo sobreviviste?
—El planeta no estaba tan desierto como me pareció en un principio. Había pequeños bosquecillos de largos y delgados árboles y de espinosos arbustos. Descubrí que si cavaba lo bastante hondo había pequeñas corrientes de agua entre las rocas, pequeños charcos bajo la superficie. También había roedores, serpientes e insectos que se alimentaban los unos de los otros, y eran fáciles de cazar. Así es como sobreviví. Me temo que de no haber sido por este extraordinario cuerpo que me dio el Emperador habría perecido. Si mi estómago, mis músculos y mis huesos no hubiesen sido tan eficientes, habría muerto de hambre o de alguna enfermedad a causa del agua contaminada. Pero nos crearon para sobrevivir, ¿verdad? El Emperador nos modeló para que sobreviviésemos en medios de muerte y pudiésemos continuar la lucha.
—Pero ¿y la nave? ¿Cómo diste con ella? —preguntó Bóreas, impaciente.
—Conté los días que estuve caminando, siempre hacia el este, siempre hacia el sol de la mañana —continuó narrando Astelan, satisfecho al ver la frustración del Capellán—. De noche me dedicaba a cazar, pues era cuando las criaturas salían de sus guaridas y sus madrigueras en busca de alimento. Durante doscientos cuarenta y dos días y noches, subsistí de este modo hasta que por fin di con signos de vida inteligente. Pasé todo ese tiempo intentando entender qué había pasado, reviviendo las batallas, intentando reconstruir los últimos momentos de la lucha en Caliban. A día de hoy todavía no he hallado las respuestas.
—¿Qué sucedió tras los doscientos cuarenta y dos días? —la voz de Bóreas no contenía ira, sólo un ligero tono de irritación.
—Divisé una luz en el cielo nocturno —dijo Astelan, y el recuerdo le hizo sonreír—. Al principio pensé que se trataba de un cometa o un meteorito, pero cuanto más lo observaba, vi que viraba en el cielo hacia el norte y después desapareció. Las estrellas fugaces no se mueven de ese modo. Entonces volví a recobrar la esperanza, pues supe que se trataba de una nave o de algún medio de aviación. En ese momento no me paré a pensar en si serían amigos o enemigos, sólo lo vi como una señal hacia donde dirigirme. De modo que durante doce días más caminé hacia el norte y, al cuarto día, vi cómo la nave se marchaba de nuevo y acudía a su destino de una manera más directa.
—¿Y descubriste dónde había aterrizado?
—Como todo lo demás en aquel mundo desolado, la humanidad había decidido vivir bajo la superficie, y se refugiaba en espacios cavados en la roca —explicó Astelan—. Vi portales blindados en la ladera de una gran colina, sobre la que había una inmensa explanada iluminada con cientos de luces para guiar a las naves. Después de haber visto sólo la luz del sol y de las estrellas durante tanto tiempo, aquel resplandor amarillo y rojo me resultó glorioso al verlo brillar en el horizonte. Redoblé mis esfuerzos, y crucé las rocosas llanuras a gran velocidad para alcanzar la aurora de civilización que tenía por delante.
—¿Y qué sucedió? ¿Qué encontraste allí? ¿De qué lugar se trataba? —Bóreas disparaba las preguntas como si abriese fuego con un bólter.
—Cuando me acercaba al final de mi viaje, de repente me invadió la duda —continuó Astelan con languidez y saboreando la insatisfacción de Bóreas—. El Imperio se estaba desgarrando a causa de la guerra desatada por Horus. Los dominios del Emperador estaban divididos, y no tenía modo alguno de saber de qué lado estaban los habitantes de aquella ciudad subterránea. No veía ningún signo de guerra, y me pasé un día entero observando, buscando alguna señal que me indicase a qué bando pertenecían, pero no había ninguna.
—Pero la Herejía de Horus había terminado. El Emperador había obtenido la victoria mucho tiempo atrás —señaló Bóreas.
—No era consciente del tiempo que había transcurrido, no tenía modo de saber la cantidad de años que me había perdido, o cómo había sucedido todo —respondió Astelan, abriendo los ojos y mirando a Bóreas—. Finalmente, me atreví a entrar, pues prefería morir a manos de unos traidores que esperar a la muerte segura que me aguardaba en aquel páramo. Me presenté en la puerta más cercana como guerrero de los Ángeles Oscuros. Jamás había visto una expresión de tanta sorpresa como la que se formó en el rostro de aquel hombre cuando aparecí. Pero no intentó atacarme, y vi que no tenía nada que temer. Abrumados, los guardias me llevaron dentro y llamaron a sus superiores.
Los agrietados labios de Astelan comenzaron a sangrar de nuevo cuando sonrió al recordar la sensación de alivio que sintió al ser bien recibido en el poblado subterráneo. Hasta ese momento no había sido consciente de lo perdido que se había sentido, de lo mucho que los acontecimientos más recientes de su vida le habían desorientado.
—Reunieron a su consejo de gobierno —continuó—. Poco podía decirles, ya que no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Los sacerdotes decían que era un milagro, que el Emperador me había enviado hasta ellos. Pero por cada pregunta que me hacían, yo formulaba muchas más. ¿Cuáles eran las últimas noticias acerca de la Herejía? ¿Dónde estaba y cómo podía reunirme con mis hermanos? Y me enteré de muchas cosas en aquella primera reunión. Para mi horror, me dijeron que habían pasado más de nueve mil años. No podía entenderlo, era demasiado tiempo, demasiado vasto como para comprenderlo. Me quedé impactado y mudo mientras intentaba asimilar aquella información.
—Pero imagino que finalmente aceptaste lo que había sucedido —dijo Bóreas.
—Nunca llegué a hacerlo completamente —admitió Astelan—. La magnitud de aquel hecho superaba la imaginación y la comprensión. Descansé en unas cámaras a las que me guiaron, incapaz de razonar mientras intentaba aclarar lo que había sucedido, pero no lograba hallar las respuestas. Incapaz de racionalizar lo que estaba experimentando, decidí averiguar todo lo que pudiese sobre qué había ocurrido durante mi extraordinaria ausencia. Empecé por lo más obvio y exploré aquel nuevo lugar en el que me encontraba. Era una colonia minera en un mundo llamado Scappe Delve. Tenían pocos mapas estelares exactos, pero, para mi consternación, conseguí calcular que me encontraba a mil doscientos años luz de Caliban. Una inmensa sensación de soledad me invadió de nuevo, tan lejos del mundo que había adoptado como mi hogar. Pero el resto de revelaciones habían sido tan extrañas que me resultó más fácil aceptar este terrible hecho.
—Y entonces te enteraste de lo que había pasado desde que os levantasteis contra el León y le hicisteis la guerra a Caliban.
La voz de Bóreas era ahora más neutra. Había decidido dejar que Astelan narrase su historia como quisiera.
—Hoy en día es difícil distinguir entre los rumores y las mentiras —suspiró Astelan—. Casi diez mil años han oscurecido los acontecimientos de la Herejía, y las historias de Scappe Delve no eran demasiado extensas. Pero yo había vivido en la época en que el Emperador todavía caminaba entre nosotros y supe cribar la verdad de las leyendas. Las crónicas hablaban de cómo Horus atacó Terra y la batalla llegó hasta el mismísimo Palacio Imperial. El Señor de la Guerra había desatado a los sanguinarios Devoradores de Mundos, y los Puños Imperiales protegieron sus muros contra los incesantes ataques. Pero el final era demasiado confuso como para entenderlo. Lo único que saqué en claro fue la victoria del Emperador en combate singular contra Horus y las importantes heridas que sufrió para garantizar su triunfo. Fue entonces cuando la intervención del Ministorum se hizo más evidente. Los archivos decían que el Emperador ascendió a divinidad desde un trono dorado, y que su magnificencia se extendió por toda la galaxia como haces de luz.
—Demasiado adornado, no cabe duda, pero intrínsecamente veraz —confirmó Bóreas—. Muy pocos entienden realmente qué sucedió en aquella época oscura. Incluso lo que yo sé, como miembro del Círculo Interior de los Ángeles Oscuros, no es más que una fracción de toda la verdad.
—No es de extrañar en un mundo donde se ha enseñado al hombre a detestar el conocimiento, a venerar reliquias del pasado por encima de los vivos y de las esperanzas de futuro y a confundir el mito con la realidad.
A Astelan le asombraba lo mucho que había cambiado el Imperio desde la desaparición del Emperador, un hombre dedicado al conocimiento y al entendimiento, a superar la superstición y la ignorancia de la Era de los Conflictos.
—El Emperador abrazaba el conocimiento. Fue esto lo que le llevó a crearnos, el conocer los terribles peligros que aguardaban a la humanidad y prever la solución. Vosotros, que habéis nacido y crecido en esta época tan poco iluminada, que os convertisteis en Marines Espaciales y que habéis luchado en todo este Imperio que conocéis, no podéis entender cómo es ante mis ojos. Vuestra perspectiva está deformada porque lo veis desde fuera. Incluso vuestras historias han evolucionado con el paso de los milenios, se han reinterpretado, censurado, y reescrito de modo que hoy en día son poco más que cuentos para niños.
—¿Y con tus conocimientos sobre la historia antigua crees saber cuál es el camino correcto a seguir? —el desprecio había vuelto a la voz de Bóreas, y su rostro adoptó una mueca despectiva—. Ya he oído tus delirios antes, y no me resultan menos arrogantes ahora que cuando los expresaste al hablar de tu tiranía sobre Tharsis.
—Esta perspectiva no tiene nada que ver con Tharsis, va mucho más allá —replicó Astelan—. Se remonta a un tiempo previo a la Herejía de Horus, a cuando comenzaron los cambios con la llegada de los primarcas.
—Hablaremos de eso después. Antes cuéntame más sobre tu tiempo en Scappe Delve.
—Al principio me resultaba imposible asimilar cuánto había cambiado la galaxia, aunque en muchos aspectos seguía siendo igual —continuó Astelan esforzándose por encontrar las palabras adecuadas para expresar cómo se había sentido.
¿Cómo podía explicar lo que se sentía al descubrir que la galaxia había envejecido diez milenios sin que fuese consciente de ello?
—Aunque ya no estaba encabezada por la Gran Cruzada de las Legiones, la expansión y la reconquista de la humanidad había continuado, y ahora el Imperio se extendía más allá de un millón de mundos.
Astelan hizo una pausa en su discurso. Esperaba una interrupción, pero Bóreas parecía estar dispuesto a dejarle continuar sin sus habituales críticas.
—Me alegró saber que la visión del Emperador seguía viva, hasta que empecé a leer más y hablé con los sacerdotes, los tecnoadeptos y los consejeros. Vi el inmenso edificio en ruinas en el que se había convertido el Imperio, que se derrumbaba por su propio peso, perdido en su propia complejidad. Vi las facciones, los sangrientos conflictos. Vi cómo el poder cambiaba constantemente de manos, de los individuos a impersonales e irresponsables organizaciones. Tras la desaparición del Emperador, incluso los primarcas habían fracasado en su empresa de continuar aquello para lo que habían sido originalmente creados. Y conforme iban muriendo o desapareciendo, cada vez iba quedando menos de aquel ideal del Emperador.
—¿De modo que has pasado a odiar el Imperio que en su día construiste por celos de que ahora el poder resida en manos de otros? —le acusó Bóreas.
—No odio el Imperio. Lo compadezco —explicó Astelan.
Su directa mirada indicó claramente al Capellán que a él le compadecía de igual manera.
—Ni los billones de adeptos que intentan verle algún sentido, ni sus señores en sus torres, ni los Altos Señores de Terra que ahora dicen gobernar en nombre del Emperador pueden controlar lo que han creado. La humanidad ya no tiene líderes, sólo tiene hombres débiles que intentan desesperadamente aferrarse a lo que tienen. Sí, ha habido algunos individuos iluminados, como Macharius, que han revivido la llama y han tratado de eliminar la oscuridad, pero en la galaxia en la que vivieron ya no había sitio para los héroes. Sólo hay sitio para la mediocridad, el anonimato y la supresión del derecho del hombre a esforzarse por alcanzar la gloria.
—No obstante, la mayor amenaza para el Imperio fue Horus —sostuvo el Capellán—. Él obtuvo ese poder del que hablas. Poseía la absoluta autoridad del Emperador. Confiaron en él para que dirigiese a la humanidad hacia una nueva era. Cuando tú obtuviste una ínfima parte de ese poder, éste te corrompió y convertiste Tharsis en un osario. ¡Admite que tal poder no debe recaer sobre un solo hombre!
—Fue esta misma falta lamentable de valor lo que se apoderó de Tharsis durante la rebelión —bramó Astelan—. El miedo a lo que pueda pasar ahoga a la humanidad, que no se atreve a arriesgar lo que tiene para intentar ganar todo lo que tiene derecho a poseer. La timidez y la incertidumbre dominan ahora al Imperio. Os. guía el temor a lo desconocido, sois presos de la duda, os coarta el deseo de la seguridad y la previsibilidad. La visión del Emperador se ve envuelta en un miasma de estúpidas tribulaciones.
—Y tú decidiste cambiarlo todo y reconvertir el Imperio en lo que tú viste como su propósito original —gruñó Bóreas.
—Mi ambición jamás fue tan grande, pues sólo el Emperador puede conseguir tal cosa —dijo Astelan negando con la cabeza enérgicamente—. Pero pensé que podría encender un fuego de aviso, como una almenara para aquellos que luchan contra las ataduras que les mantienen alejados de la gran lucha, para que el Imperio vuelva a ser algo glorioso, y no sólo un modo de supervivencia.
—Y para eso tenías que marcharte de Scappe Delve —Bóreas llevó las preguntas de nuevo a la narración de los hechos de Astelan—. No podías hacer nada en un distante planeta minero, no había grandes logros que obtener ni gloriosas batallas que ganar.
—Era la necesidad de saber más, de averiguar todo lo que pudiese acerca de la galaxia en la que me encontraba ahora lo que me movía. Me estaba consumiendo —explicó el preso—. Mi existencia había dado un giro completo, y el destino me había enviado a una tierra oscura y desconocida. Tienes razón, Scappe Delve se convirtió en una cárcel para mí. Me sentía encerrado en un estrecho mundo de túneles y luz artificial. Pero aquel planeta se encontraba en los márgenes del espacio desconocido, era completamente autosuficiente con sus subterráneas cultivadoras de hongos y sus plantas de reciclaje de agua. Tenía poco contacto con el resto del Imperio. Ni siquiera los metales excavados salían de allí. No paraban de cavar los pasillos y las cámaras subterráneas sólo para almacenarlos. ¡Qué estupidez! Era un mundo olvidado, demasiado insignificante y demasiado pequeño para merecer la atención de los sabios y poderosos del Imperio.
—Pero habías visto una nave antes, y sabías que antes o después llegaría otra —adivinó Bóreas—. De modo que esperaste y planeaste pacientemente hasta que se presentó la oportunidad.
—Tuve que ser muy paciente —asintió Astelan—. En dos años y medio ninguna nave visitó siquiera aquel sistema estelar. Pero finalmente llegó una. Por casualidad supe que era la misma que me había guiado hasta la mina en su día. Era la San Carthen, y estaba capitaneada por un comerciante llamado Rosan Trialartes. Decían que era un comerciante independiente, y quise saber lo que eso significaba. Te puedes imaginar cómo me sentí cuando me lo explicaron.
—Y viste a los comerciantes independientes como otro indicio de la decadencia de los Marines Espaciales —expuso Bóreas rotundamente—. Exploradores civiles con derecho a comerciar sin restricciones, con derecho a viajar más allá de las fronteras conocidas del Imperio para descubrir nuevos mundos. Imagino que te indignó enormemente saber que, aunque en su día sólo los Capítulos de Marines Espaciales podían adentrarse en la oscuridad del espacio, ahora las familias de comerciantes y los nobles desposeídos tenían derecho a hacerlo.
—Sí, como tú dices, aquello me indignó enormemente, pero contuve mi ira —admitió Astelan—. Los habitantes de Scappe Delve no tenían la culpa, ellos no eran más que víctimas. Pero la llegada de Trialartes suponía una oportunidad de ver lo que había sido de la galaxia, de comparar las áridas palabras de los pergaminos de la historia con lo que había más allá de Scappe Delve en realidad.
—De modo que te marchaste con el comerciante independiente, Rosan Trialartes. ¿Qué pasó después? —quiso saber Bóreas—. ¿Cómo encontraste a los otros Caídos? ¿Y cómo llegaste a Tharsis?
—No me marché inmediatamente. Al principio, Trialartes se negaba a que le acompañase por simple y puro miedo —explicó Astelan con la mandíbula apretada con enfado al recordarlo.
—Pensaba que un comerciante independiente se alegraría de tener a un Marine Espacial a bordo de su nave —expresó Bóreas.
—Yo también —asintió Astelan.
—Entonces ¿cuáles eran sus objeciones? —preguntó el Capellán con gesto inexpresivo.
—Eran vagas generalizaciones —masculló Astelan—. Él lo llamaba una afrenta a su licencia de comercio y decía que mi presencia limitaría las libertades que su fuero de comerciante independiente le concedía. Decía que yo representaba a una autoridad de la que él era libre. Sin embargo, el consejo de Scappe Delve estaba de mi lado y finalmente transigió y accedió a tenerme a bordo. Creo que la gente de la mina se alegró al verme marchar. Por alguna extraña razón, mi presencia allí les causaba una inquietud infundada.
—Es bastante normal —dijo Bóreas—. Para la mayoría de los humanos, los Marines Espaciales somos una fuerza distante defensora de la historia y la leyenda. No es de extrañar que en ocasiones se sientan turbados al descubrir que existimos de verdad y que todavía caminamos entre ellos.
—Después descubrí que el recelo de Trialartes tenía una buena explicación —le interrumpió Astelan con una amarga risotada—. Viajamos desde Scappe Delve a Orionis para descargar los metales de los mineros a cambio de pistolas láser y de baterías. Pero aquello suscitó mis sospechas. El intercambio tuvo lugar fuera de las fronteras del sistema. No hubo ningún contacto con los habitantes del mundo, y no intentó atracar en la estación orbital.
—¿Era un contrabandista?
—Él me dijo que era injusto emplear tal término con un comerciante independiente —respondió Astelan tras meditar un momento.
Le avergonzaba haber permitido que aquel hombre actuase de aquella manera sin ser castigado.
—Según me explicó, alguien tenía que transportar el armamento de un sistema a otro. Su conducta me preocupaba, pero no estaba familiarizado con las costumbres y el funcionamiento de aquel nuevo Imperio, y me sentía ingenuo al tratar con él, porque él sabía mucho más sobre la galaxia que yo. De modo que, a causa de mi ignorancia, no hice nada y lo dejé correr.
—¿Y qué hay de los otros Caídos? —la insistencia había vuelto a la voz de Bóreas—. ¿Dónde les conociste?
—¡Si quieres saber lo que pasó, deja que te lo cuente a mi manera! —exclamó Astelan.
—No me interesan tus interminables historias; estoy aquí para hacer que te enfrentes a tus pecaminosos actos y te arrepientas —rugió Bóreas—. Quiero saber qué pasó con los otros Caídos.
Los dos hombres guardaron silencio y se miraban fijamente mientras ambos intentaban imponer su voluntad. Durante varios minutos, lo único que se escuchaba era su intensa respiración y algún que otro chisporroteo en el brasero.
—Les conocí en un lugar al que Trialartes llamaba en broma Puerto Imperial —dijo finalmente Astelan—. Le pedí que me llevase de vuelta a Caliban para poder reunirme con mis hermanos, pero me confesó que ignoraba su situación. Me parecía increíble que el hogar de la primera Legión hubiese caído en el olvido. Le mostré dónde estaba en los mapas y el comerciante insistía en negar que allí hubiese un planeta habitado. Le exigí que me llevase, pero se negó. Al final me vi obligado a abandonar la idea. Hicimos muchos viajes más. Viajamos de sistema en sistema para descargar armas en un lugar y cargar cámaras de plasma que llevábamos a otro lugar y así durante varios meses. Pero ninguno de los mundos que visitábamos tenía lo que yo buscaba. Trialartes ejercía su oficio en los límites del Imperio, viajaba entre los distantes mundos de las fronteras del espacio desconocido. Cuando le hablé de mi deseo de saber más, de ir a un mundo con conocimientos que pudiese estudiar, sugirió que buscase en Puerto Imperial a un capitán más dispuesto a llevarme. Fue allí donde conocí a los otros dos hermanos desposeídos.
—¿Dónde está ese lugar? —inquirió Bóreas.
—Ahórrate el esfuerzo de buscarlo, interrogador —rio Astelan—. Ya no existe.
—¡Mientes! —rugió Bóreas agarrando a Astelan por la barbilla y empujando su cabeza contra la mesa de interrogatorio.
—No tengo necesidad de mentir —escupió Astelan entre dientes—. ¿Crees que trataría de proteger a los renegados y marginados que vivían allí? ¿Crees que escondo a mis hermanos de tus atenciones? No, te estoy diciendo la verdad. Puerto Imperial ya no existe. Y lo sé de buena mano porque yo lo destruí.
—¿Más destrucción para saciar tus ansias de matanza? —gruñó el Interrogador.
—¡En absoluto! —Astelan apartó la cara de las manos de Bóreas y el Capellán dio un paso atrás—. Puerto Imperial era una guardia de contrabandistas, piratas y herejes. Me horrorizó encontrar a dos Ángeles Oscuros allí. En su momento, aquel lugar había servido de puerto orbital y de astillero. Los magníficos escribas del Administratum olvidaron su existencia con el paso de los siglos, después de que fuese abandonado tras una vieja guerra.
Lo que en su día había servido para que las flotas Imperiales hiciesen escala se vio abandonado durante siglos hasta que aquellos salteadores lo descubrieron. Los Hermanos Methelas y Anovel habían permanecido en una de aquellas naves durante más de un siglo antes de mi llegada.
—¿Les conocías? —la voz de Bóreas reveló su sorpresa.
—No —respondió Astelan negando levemente con la cabeza—. No eran de mi Capítulo. Ni siquiera pertenecían a la antigua Legión, eran hijos de Caliban. Pero me reconocieron al instante. Al principio actuaban como si el mismísimo Emperador hubiese llegado, pero pronto detuve su indigno comportamiento.
—Explícate —pidió Bóreas.
—No sabían si temerme o alegrarse de tenerme allí —aclaró el encadenado—. Se habían vuelto indisciplinados, habían perdido el rumbo. Desde luego, se habían hecho con el control de Puerto Imperial. Nadie se atrevía a oponerse a ellos, pero carecían de propósito. Merecían el apelativo de Caídos, pues se habían establecido como los señores de los piratas y de la escoria.
—Y tú tenías mayores ambiciones. Querías establecerte como señor de un mundo entero de cientos de millones de almas.
—Insistes en tus insinuaciones y acusaciones a pesar de todo lo que te he contado —lamentó Astelan—. Tu obvio miedo a la verdad me resulta totalmente inexcusable.
—¿Qué provocó la destrucción de la estación espacial?
Esta vez fue Bóreas quien hizo caso omiso de la burla.
—Cuando llegué me hice con el mando, y ellos me obedecían sin dudar —dijo Astelan con orgullo—. Mientras que ellos se habían limitado a existir, a sobrevivir al límite de la civilización, les conté todo lo que había ido averiguando y les hablé de lo que pensaba que podía conseguir. No tardaron en compartir mi visión de regreso a una era de grandeza. Mi sueño les inspiró, y juntos ideamos un modo de dar un paso adelante hacia aquel magnífico objetivo. Para empezar necesitábamos una nave. La San Carthen era la mejor que podíamos requisar, pero Trialartes rechazó nuestras ofertas y recurrió a la violencia para echarnos de su nave. Fue un grave error por su parte.
—¿Le matasteis para llevaros su nave? —dijo Bóreas, incrédulo.
—Un crudo pero bastante acertado resumen de los hechos —admitió Astelan—. Parte de la tripulación se reveló contra nosotros y se condenaron con su resistencia. Algunos capitanes de otras naves también cometieron el error de oponerse a nosotros, y fue entonces cuando nos dimos cuenta de las carencias de nuestra recién tomada nave. Le faltaba de todo menos las armas más básicas. Tenía unas cuantas baterías y lásers con los que defenderse, pero no era suficiente para el tipo de transporte que necesitábamos si queríamos iniciar una nueva cruzada. Abordamos una de las otras naves y repetimos a su tripulación la oferta que le habíamos hecho a Trialartes. El estúpido capitán no le veía el sentido a nuestra oferta y se negó a apoyarnos. Una vez más nos vimos obligados a luchar y tuvimos que matar a la mayoría de los tripulantes hasta que los demás se sometieron a nuestras necesidades. Una vez que demostramos nuestra fuerza ya no volvimos a encontrar resistencia.
—De modo que pasaste a dirigir una flota de salteadores y contrabandistas —dijo Bóreas con desdén—. Debió de ser muy duro para ti, un comandante de Capítulo en su día tan alabado, verse reducido a un príncipe pirata.
—No tenía ninguna intención de dirigir a semejante grupo de escoria —bramó Astelan—. Pasamos meses adecuando la San Carthen para su misión. Le añadimos armas de otras naves para prepararla para la situación. La tripulación de las otras naves colaboraba movida únicamente por el miedo.
—¿Y qué planeabais hacer con aquel buque de guerra que habíais creado? —preguntó Bóreas—. ¿Pensabais que podríais continuar la Gran Cruzada sin ayuda de nadie?
—¡Jamás debió haber terminado! —exclamó Astelan—. La traición de Horus supuso un gran contratiempo, pero se impidió la catástrofe y fue el fracaso de los primarcas y de los líderes de la humanidad lo que lanzó a la humanidad de vuelta a las estrellas. Pero veo que mis argumentos siguen cayendo en oídos sordos.
—No tienes argumentos, sólo desvaríos ilusorios —dijo Bóreas alejándose de espaldas de nuevo como para desoír las palabras de su prisionero.
—Mis desvaríos, si así es como quieres llamarlos, son más poderosos que todo este nuevo Imperio —dijo Astelan a la ancha espalda del Capellán—. ¿No imaginas lo que se podría conseguir si la humanidad volviese a estar realmente unida? ¡No habría fuerza entre las estrellas que pudiese resistirse a nosotros!
—Unida bajo tu mando, supongo —expuso Bóreas mirando de nuevo a Astelan—. Te erigirías como el nuevo Emperador y nos guiarías hacia esa fantástica era dorada con la que sueñas.
—No eres consciente de la vileza de tus acusaciones.
Astelan deseó estar libre de sus cadenas, que pesaban cada vez más en su cansado cuerpo.
—Jamás podría compararme con el Emperador. Nadie puede. Ni siquiera Horus, favorito entre los primarcas, pudo igualar su grandeza. No, no soy yo solo quien debería dirigir a la humanidad, deberían hacerlo todos los Marines Espaciales. Os han arrebatado vuestro verdadero propósito, os han convertido en sus esclavos.
—¡Nuestro deber es proteger a la humanidad, no gobernarla! —Bóreas se volvió y señaló a Astelan con un dedo acusador—. ¡Admite que lo que predicas no son más que herejías! Acepta que cuando le diste la espalda a Caliban, rompiste todos los juramentos que habías pronunciado, abandonaste todas tus obligaciones.
—No fuimos nosotros quienes rompimos nuestras promesas —protestó Astelan.
—¡Lo abandonaste todo por tus propias ambiciones, desde Caliban hasta tu hegemonía en Tharsis! —la voz de Bóreas fue subiendo de volumen hasta convertirse en un rugido mientras avanzaba furioso por la celda.
—Eso no es verdad, porque no sabía nada de Tharsis cuando partimos de Puerto Imperial —refutó Astelan intentando conservar la calma.
—Entonces ¿qué pretendías hacer? —inquirió el Capellán—. ¿Viajar hasta Terra? ¿Exponer tus argumentos ante el Senatorum Imperialis para compartir con los Altos Señores tu gran visión?
—Los Altos Señores no son nada para mí —Astelan habría escupido de no haber tenido la boca tan seca—. No son más que unos títeres que fingen tener poder. No, es la gente del Imperio, los incalculables billones de personas, quienes tienen la llave del destino de la humanidad. El Imperio se ha estancado, se ha vuelto autocomplaciente a lo largo de los siglos y los milenios. Quienes llevan las riendas del poder se contentan con seguir gobernando. Son los que trabajan a diario, los que luchan a bordo de las naves y sacrifican sus vidas por el Emperador en distantes campos de batalla quienes guiarán a la humanidad hacia una era de supremacía.
—¿Y cómo pensabas que ibas a conseguir que se produjese el cambio con tu rudimentario buque de guerra y tu tripulación pirata? —preguntó Bóreas, que había recobrado la compostura.
—¡Sirviendo de ejemplo! —exclamó Astelan inclinándose hacia el Capellán como para intentar hacerle entender—. Volvimos nuestras armas contra las demás naves, borramos Puerto Imperial del mapa y perseguimos a aquellos que trataron de huir. Aquellos salteadores, aquellos renegados eran tan culpables como los cobardes chupatintas que estaban en el poder. Eran parásitos que se alimentaban de los restos de un Imperio en decadencia y agotaban su fuerza. ¿Cuántas naves se desperdician persiguiendo corsarios cuando podían estar ampliando las fronteras del reino del Emperador? ¿Cuántas vidas se pierden luchando contra estas sanguijuelas? Vidas que podrían estar exterminando alienígenas y colonizando nuevos mundos para construir nuestra fuerza. Del mismo modo que el Imperio ha caído en una espiral de decadencia, un acto de grandeza puede servir de catalizador para hacer realidad la visión del Emperador. Un mundo ganado es un mundo que puede contribuir a la gran causa. A partir de ese mundo puede descubrirse o conquistarse otro, y desde este otro, otro, y otro. En eso consiste la Gran Cruzada. No se trata de batallas y de guerra, se trata del dominio de la humanidad.
—Sigo sin entender cómo pretendías lograr eso tú solo con una única nave.
—La San Carthen no era más que un medio para conseguir un fin, un vehículo para llegar a un lugar desde el que podría empezar a desarrollar mis planes —explicó Astelan—. Como ya sabes, había logrado mi propósito en Tharsis hasta que llegasteis vosotros y destruisteis mi gran ejército, cegados por aquellos más débiles que vosotros.
—Pero has dicho que no sabías nada de Tharsis. Tendrías algún plan, algún objetivo en mente —insistió Bóreas.
—Al principio mis metas eran vagas e imprecisas —expuso Astelan lentamente—. Anovel y Methelas me explicaron muchas cosas. Me hablaron de cómo las Legiones se habían dividido en Capítulos tras la Herejía de Horus. También me dijeron que los alienígenas continuaban descontrolados, y que los traidores se rebelaban contra el Emperador libremente. El plan, el regreso de la Gran Cruzada, iba creciendo en mí y me alimentaba. No llegó a tener un alcance tan profundo hasta que llegué a Tharsis, pero me empujaba subconscientemente hacia delante. Los mapas estelares de Trialartes eran deplorables, y sin un navegante para pilotar la nave a través del espacio disforme, nos dirigimos hacia sistemas estelares más poblados. Fue entonces cuando descubrí la mayor tragedia de la traición de Horus. En su interminable guerra contra el Emperador, los traidores habían mancillado el nombre de los Marines Espaciales. Como tú dices, los demás no nos comprendían, y cuando nos encontrábamos con naves Imperiales nos tomaban por renegados, de modo que huían o nos atacaban. Tuvimos que destruir algunas para defendernos y recuperábamos lo que podíamos de los restos. Encontramos resistencia en los mundos que visitamos y nos echaron de allí. No podíamos sobrevivir sin abastecimiento, de modo que tuvimos que saquear lo que necesitábamos de otras naves en los puestos de avanzada.
—Piratería —afirmó Bóreas rotundamente—. Tu conciencia te revela como un pirata. Tu armadura y tu causa no cambian ese hecho. Te habías convertido en aquello que dices que tanto desprecias.
—¿También es piratería que uséis bólters procedentes de otro mundo? —preguntó Astelan—. ¿Sois piratas porque vuestros alimentos vienen de otros lugares?
—Es una mala comparación. Nuestro modo de abastecimiento está estipulado en antiguos tratados —respondió Bóreas sacudiendo la cabeza en un gesto burlón—. Nosotros cumplimos con nuestro deber de proteger a la humanidad, y la humanidad tiene la obligación de alimentarnos y armarnos. No hay intimidación ni violencia.
—¿Que no hay intimidación? —continuó Astelan—. ¿Y qué hay del miedo a provocar la ira de los Ángeles Oscuros? ¿Y del temor de vuestros proveedores a las represalias si rompen esos tratados? La única diferencia es que tú lo ves justificable. ¿Qué querías que hiciera? Mis necesidades eran igual de legítimas, y mis objetivos igual de dignos. Pero en la impenetrable masa en la que se había convertido el Imperio no había lugar para mí. No encajábamos en aquel esquema retorcido, de modo que nos vimos obligados a tomar otras medidas.
—¿Y qué pasó con tus hermanos, Methelas y Anovel? —inquirió el Capellán.
—Nunca entendieron completamente lo que me impulsaba —respondió Astelan—. ¿Cómo iban a hacerlo? Ellos no pertenecían a la vieja Legión. Sí, habían apoyado a Luther, pero descubrí que sólo les guiaba la mezquindad. Dudo que creyesen realmente en mis planes de reconstruir el Gran Imperio. Sólo buscaban atacar a aquellos que a su modo de ver les habían repudiado. Buscaban venganza, no un mayor propósito. Cuando al final llegamos a Tharsis, decidieron no acompañarme y nos separamos.
—Te abandonaron —afirmó Bóreas con perspicacia.
—No sé cuáles fueron sus motivos, pero se marcharon sin mí —confirmó Astelan.
—¿Y cómo te llevó tu reconstrucción del Imperio a un mundo desgarrado por una guerra civil? —quiso saber el Capellán.
—Nuestra nave estaba averiada. Buscábamos un refugio pero llegamos al sistema de Tharsis por casualidad, y mi vida cambió para siempre —explicó Astelan.
—¿Cómo se averió la nave?
El tono de Bóreas era tranquilo, casi indiferente, como si se limitase a observar a Astelan y no le interesasen realmente sus respuestas.
—Nos tacharon erróneamente de renegados y fuimos perseguidos y acosados —empezó a narrar los sombríos recuerdos—. La situación se volvió intolerable, estuve a punto de abandonar mi sueño. Las circunstancias se habían vuelto en mi contra a causa de aquellos que se negaban a que los que servían al Emperador escuchasen mi mensaje porque amenazaba todo aquello que habían enseñado durante diez milenios. Enviaron una flota para destruirnos, y estuvieron a punto de conseguirlo en Giasameth. Tuvimos que huir, cosa que no había hecho en mi vida.
—De modo que ha sido la cobardía lo que te ha guiado durante todos estos años —dijo Bóreas secamente—. ¿Admites ahora que fue tu miedo al deber, tu temor a la carga que acarreabas, lo que hizo que te volvieses contra tus señores?
—No, no huí como un cobarde, lo hice con el convencimiento cada vez mayor de que mi mensaje, mi visión, era crucial —respondió Astelan enérgicamente—. Era más importante que yo, y habría entregado contento mi vida de saber que alguien iba a continuar mi misión, pero no encontré a nadie que pudiera hacerlo. Las vicisitudes de aquella época no hicieron más que aumentar mi propósito. Reforzó mi creencia de que el Imperio se ha vuelto corrupto e interesado. Erigen llamativas estatuas del Emperador por toda la galaxia, le rinden homenaje y le ruegan que responda a sus plegarias sin ninguna consideración por lo que realmente representa su figura.
—¿Y qué representa según tú? —Bóreas empezaba a enojarse de nuevo y empezó a pasearse de un lado a otro ante las estanterías sobre las que descansaban los instrumentos de tortura.
—A la humanidad, Bóreas, representa a la humanidad —respondió Astelan lentamente, como si estuviese instruyendo a un niño tonto—. Algo que ni tú ni yo podremos hacer jamás, porque hace mucho tiempo que no podemos considerarnos humanos normales. Al crear a los Marines Espaciales, el Emperador llevó a la humanidad de vuelta a las estrellas. Sigues acusándome de actuar por mera ambición, pero no has estado escuchando lo que te he contado. No luché en las sangrientas campañas de la Gran Cruzada sólo por mi propio beneficio. No libré batallas en decenas de mundos por puro egoísmo. La verdad es que no creamos el Imperio para nosotros, lo creamos para aquellos que no podían hacerlo. No lo hicimos por el Adeptus Terra, ni por los tecnosacerdotes, ni por el Ministorum, ni por las casas de comercio, lo hicimos por la humanidad. Estoy convencido de que eres consciente de que el Imperio actual no es humanidad; simplemente se ha convertido en un modo de mantenerse.
—Juré proteger el reino del Emperador y defender a la humanidad —insistió Bóreas.
—¡Y yo hice el mismo juramento! —le recordó Astelan con vehemencia.
—¡Pero rompiste esa promesa cuando traicionaste al León! —bramó Bóreas acercándose con furia hacia el encadenado.
—¡Y te repito que no fuimos nosotros quienes cometieron la primera traición! —Astelan empezaba a cansarse de declarar su inocencia—. ¡Fueron los primarcas! ¡Tu León entre ellos, maldito sea tres veces!
—¡Tus blasfemias no tienen límite! —rugió Bóreas al tiempo que golpeaba con el puño el rostro del interrogado y le reventaba los hinchados labios. La espesa sangre cayó sobre la losa.
—Veo que no has progresado en absoluto. No estás ni siquiera un paso más cerca de admitir tus pecados que al principio. El odio te ha invadido profundamente, ha corrompido todo tu interior, y no eres consciente de ello. Si te niegas a verlo, nos veremos obligados a abrirte nosotros los ojos.
—¡No! ¡No me estás escuchando! —exclamó Astelan obviando el dolor en su boca y el sabor de su propia sangre—. ¡Por favor, reflexiona sobre mis palabras! No cedas ante la oscuridad en la que te han envuelto. Todavía puedes salir victorioso, puedes triunfar sobre aquellos que quieren destruirte. —Astelan estiraba las manos hacia el Capellán Interrogador todo lo que las cadenas le permitían, y Bóreas las apartó de un manotazo.
—¡Tú y los demás traidores nos destruísteis en el momento en que decidisteis aliaros con Luther el Traidor! —rugió el Capellán—. Veo que todavía queda trabajo para el Hermano Samiel.
—¡Aleja a ese brujo de mí! —gritó Astelan sin poder ocultar su desesperación.
Jamás había sentido miedo, pero al pensar en el regreso del brujo le invadió un pánico antinatural.
—¡Aléjale de mi cabeza! Su corrupción sigue en mi interior, siento como invade mi alma.
—¡Pues arrepiéntete de tus pecados! —Y la voz de Bóreas pasó a convertirse en un susurro—: Puedes salvar tu alma fácilmente. Sólo tienes que admitir tus pecados, abjura tus herejías y todo acabará sin dolor. No siquiera tienes que hablar. Sólo asiente con la cabeza.
Astelan se desplomó, sus cadenas sonaron contra la piedra, y cerró los ojos con fuerza. Las gotas de sudor resbalaban por su cuerpo y empapaban la losa, y muchas de sus heridas se habían reabierto a causa de los esfuerzos y manchaban su cuerpo de sangre.
—No reconozco tu derecho a juzgarme —dijo con un ronco susurro—. No acepto tu autoridad.
—Entonces no me dejas elección —le dijo Bóreas.
El Capellán se acercó a la puerta de la celda y la abrió de golpe.