SEGUNDA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
Habían pasado cuatro días desde el enfrentamiento con los orkos, y Bóreas estaba arrodillado en silencio, meditando en la capilla del puesto de avanzada. Sólo llevaba puesta su túnica blanca, distintivo de su rango entre los guerreros de élite del Capítulo, el Ala de Muerte. Lo que el resto no sabía era que se trataba también de una marca de su condición de miembro del secreto Círculo Interior del Capítulo. Con la túnica ligeramente levantada, se había arrodillado frente a un altar de oscura piedra taraceada en oro y platino. El ara se encontraba en uno de los extremos de la capilla, que estaba situada en la planta superior de la pequeña torre de cinco pisos donde se alojaban los Ángeles Oscuros en Puerto Kadillus, capital de Limnos IV. No era una cámara demasiado grande, ya que el espacio escaseaba. Sólo permitía que cincuenta personas asistieran a las misas que celebraba Bóreas diariamente al amanecer y al anochecer.
Tres encargados de la torre que no eran Marines Espaciales estaban renovando los murales que cubrían el interior de la capilla. Eran antiguos aspirantes que fracasaron pero sobrevivieron a las pruebas. Dos se encontraban reaplicando dorado a un retrato del primarca de los Ángeles Oscuros, Lión El’Jonson, que se elevaba unos tres metros por encima del altar.
Bóreas intentó bloquear los ocasionales crujidos y chirridos del andamiaje de madera de los pintores. El otro estaba renovando una escena añadida tras la última defensa de los Ángeles Oscuros en Limnos, cuando los caudillos de los orkos Ghazghkull y Nazdreg combinaron fuerzas y cayeron sobre el planeta como dos rayos de destrucción. A Bóreas, aquella imagen en particular le llenaba de orgullo y de consternación al mismo tiempo. Representaba la defensa de la basílica de los Ángeles Oscuros que en su momento había servido como su puesto de avanzada en la capital. Desde allí, el mismo Capellán había dirigido la lucha contra la feroz horda alienígena en numerosas ocasiones, ya que la posesión de aquel importante punto estratégico había ido cambiando de manos durante toda la campaña. Fue en la batalla por la basílica donde Bóreas había perdido el ojo derecho tras recibir un fuerte puñetazo de un orko que casi le rompe la cabeza. Aunque finalmente los alienígenas fueron expulsados de la basílica y, tras una épica batalla en la Cresta Koth, consiguieron salvar el planeta, la lucha había sido tan intensa en la sangrienta morada del capítulo que tras vencer a los orkos tuvieron que abandonar la fortificación y construir una nueva torre. Las ruinas seguían allí, a un kilómetro de donde se encontraba el Capellán, como testimonio por la protección que los Ángeles Oscuros le habían brindado durante incontables milenios.
Al recordar a sus valientes hermanos de batalla, cuyas moribundas voces había escuchado en aquellos habitáculos y pasillos destrozados, y consciente de los grandes sacrificios que habían hecho sus compañeros Marines Espaciales, tanto los Ángeles Oscuros como los del Capítulo de los Precursores, Bóreas sintió una presión en el pecho. «¿Realmente era tan importante aquella basílica?», se preguntó una vez más. Tal vez no fuese más que orgullo lo que llevó al Maestre Belial a ordenar a Bóreas que defendiera el edificio a toda costa. Al final, la lucha en la oscura catedral no había sido más que algo secundario en la campaña, y los relativos méritos del combate fueron insuficientes comparados con la masacre de la Cresta Koth.
Con una seca orden, Bóreas pidió a los sirvientes que se retirasen. Su presencia le impedía concentrarse mientras intentaba recordar el juramento de fidelidad que había pronunciado cuando se unió al Círculo Interior. Sin mirarle dos veces, recogieron sus herramientas en silencio y se marcharon. Bóreas lo agradeció. A pesar de las dudas que sentía, todavía tenía un deber en Limnos como comandante de los Ángeles Oscuros: mostrar un fuerte liderazgo y servir de ejemplo a los demás. Si él mostrase la más mínima debilidad, podía causar importantes daños, no sólo a sí mismo, sino también a aquellos que confiaban absolutamente en su sabiduría y en su orientación. Si esa confianza se rompía, sólo Bóreas sabía realmente qué actos de anarquía y de corrupción podían acontecer.
Al darse cuenta de que no era la presencia de los sirvientes lo que le impedía meditar sino sus propios sombríos pensamientos, Bóreas decidió que no acallaría a su alma inquieta quedándose aislado. Pensó que tal vez encontrase más consuelo en compañía de los cinco Marines Espaciales bajo su mando y decidió abandonar la sala. Tras lanzarle una breve mirada al primarca a medio dorar que tenía delante, se dio la vuelta y salió de la capilla golpeando fuertemente con los pies descalzos las losas del suelo. Tras atravesar la doble puerta del santuario, se volvió y la cerró. El sonido de las pesadas puertas de madera retumbó en la silenciosa torre. Giró a la izquierda del pasillo y cruzó la torre hasta la armería, donde esperaba encontrar a Hephaestus.
Bóreas vio que había acertado al entrar en el taller del tecnomarine. Como casi todas las estancias de la torre, la cámara era cuadrada y funcional, con las sencillas paredes de rococemento carentes de adornos. Allí, entre los estantes llenos de armas y las mesas de trabajo, acompañado de sus cinco auxiliares, Hephaestus estaba sentado en un banco trabajando en la servoarmadura del Capellán. Tenía la pieza del peto en un torno y estaba limando laboriosamente los cortes sufridos en la placa durante la batalla contra los orkos. A su lado, uno de sus ayudantes metió un cucharón en una copa con agua sagrada y vertió su contenido sobre la lima mecánica.
A la izquierda de Bóreas había un montón de fundas de bólter y cajas de munición apiladas ordenadamente y marcadas con el águila Imperial y la espada alada, símbolo de los Ángeles Oscuros. Junto a ellas había varias espadas y hachas colgadas en la pared, entre las que se encontraban espadas sierra, espadas de energía y el crozius del Capellán. Las armas resplandecían con la luz de las tiras luminosas del techo como resultado de las atenciones de Hephaestus, que las limpiaba cariñosamente todas las noches con aceites benditos.
—¿Qué te trae a mi cámara, Hermano Capellán? —preguntó Hephaestus.
Bóreas se dio cuenta de que se había evadido mirando el brillo de su crozius. El tecnomarine tenía la cabeza vuelta sobre su hombro y le observaba.
—Llegaste tarde a la misa anoche —dijo Bóreas, aunque sabía perfectamente que no estaba del todo seguro de por qué había ido.
—Pasa, pasa —dijo Hephaestus al tiempo que se limpiaba las rollizas manos con un trapo blanco y se ponía de pie—. Sabes que tenía que ocuparme de mi trabajo aquí, como he hecho todas las noches desde la pelea de Vartoth.
—Por supuesto —asintió Bóreas, que sabía perfectamente que el tecnomarine estaba exento de asistir al oficio si su presencia interfería en la reparación o el mantenimiento del equipo de los Marines Espaciales—. No sabía que nuestro encuentro te había dejado una tarea tan larga.
—Prefiero pasar veinte horas reparando un bólter a pensar por un instante que mis hermanos de batalla no lo han dado todo en combate por tomarme a la ligera mis labores —respondió Hephaestus con una sonrisa—. Y me estoy centrando especialmente en tu armadura, Capellán Interrogador, le estoy dando la atención que merece.
—Sí, conozco tu pasión por el trabajo del artesano Mandeus —dijo Bóreas permitiéndose expresar sonrisa—. ¿No me dijiste una vez que morirías en paz si algún día confeccionases una armadura la mitad de buena que la que yo heredé?
—Es muy posible que lo dijera —asintió Hephaestus—, pero me equivocaba. Ahora, después de haber trabajado tanto en tu armadura, he aprendido mucho de las técnicas de Mandeus, ¡y sólo moriré contento si consigo hacer una tan buena como ésta!
—¿No preferirías superar el trabajo de Mandeus? —preguntó Bóreas mientras se acercaba a la mesa de trabajo y observaba las piezas de los servos y las fibras musculares artificiales que el tecnomarine había extraído de la placa del pecho.
—Si consigo emular su técnica con estas herramientas y con el tiempo que tengo, me consideraré mejor artesano —dijo Hephaestus tranquilamente.
Bóreas le lanzó una mirada inquisitiva, y el tecnomarine continuó:
—Los grandes artesanos Mandeus, Geneon, Aster, etcétera, trabajaban en la Torre de los Ángeles, entre los hermanos, con acólitos que realizaban muchas de las tareas que ocupan mis días. Tú has visto el gran Armorium de nuestro Capítulo. Hace que toda esta torre entera parezca insignificante.
—¿Te pesa tu trabajo aquí? —preguntó Bóreas suavemente sabiendo que él sentía también aquella opresión en el alma, la misma necesidad de librarse de Limnos y de sus limitaciones—. ¿Crees que podrías servir mejor al Emperador en el Armorium con los demás tecnomarines?
Hephaestus vaciló y observó atentamente la expresión de Bóreas. Tras comprobar que los auxiliares de la habitación estaban ocupados en sus tareas y no prestaban atención a sus maestres, o eso parecía, respondió prudentemente:
—Todos hemos luchado aquí y hemos derramado nuestra sangre en estas islas volcánicas para proteger a Limnos de los orkos —dijo manteniendo la voz baja mientras se inclinaba y se acercaba al Capellán Interrogador—. Estoy preparado para volverlo a hacer y trabajaré en este lugar hasta que el Gran Maestre del Armorium estime oportuno enviar a otro para mi puesto.
—Pero no has contestado a mi pregunta —persistió Bóreas con una triste sonrisa—. No voy a juzgarte; ¿acaso no has alcanzado ya la gloria con tus buenas obras? No voy a culparte por desear seguir los pasos de tus grandes predecesores. Eres un artesano magnífico, y tu paciencia es un tributo a nuestro Capítulo. No puedo hablar por los Grandes Maestres, pero cuando la Torre de los Ángeles regrese conocerán tu dedicación y tus aptitudes.
—No buscaba elogios, Hermano Capellán —se apresuró a decir Hephaestus—. Me has hecho una pregunta y te la he respondido lo más sinceramente que puedo.
—Mereces los elogios, aún más porque no los buscabas —respondió Bóreas apoyando una mano sobre el hombro de su camarada—. No te he preguntado porque sospeche, sino porque confío en ti. Jamás te juzgaría por tus pensamientos y tu ambición; quiero que te sientas libre de exponerlos, a mí o a cualquiera de los demás. Sólo con el deseo de aumentar nuestra grandeza podemos mantener el honor y el orgullo de nuestro Capítulo.
—En ese caso, ¿puedo hacerte una pregunta, Hermano Capellán? —dijo Hephaestus observando detenidamente el rostro de Bóreas.
—Sí, por supuesto —respondió el Capellán.
—Es sobre tu ojo —aclaró el tecnomarine—. Pareces algo inquieto últimamente, y me preguntaba si funcionaba correctamente… ¿Te está causando dolor?
—Me duele constantemente, ya lo sabes, Hephaestus —respondió Bóreas retirando su mano y dando un paso atrás—. No aceptaría que fuese de otro modo, ya que me sirve para recordar que no debo caer en la autocomplacencia.
—Me gustaría examinarlo un momento, para disipar mis propios temores —insistió Hephaestus.
—Hiciste un buen trabajo con mi ojo —dijo Bóreas—. Es bueno que seas exigente con tu trabajo, pero eres demasiado duro contigo mismo.
Viendo la mirada decidida del tecnomarine, Bóreas asintió resignado y se sentó en el banco. Hephaestus se inclinó sobre él. Sus dedos trabajaban con destreza en el mecanismo del órgano biónico y, con un sonoro chasquido, la pieza principal se soltó. Al mismo tiempo, Bóreas perdió la vista en el ojo derecho. No le preocupaba. Una vez al año, Hephaestus le sacaba el ojo para comprobar que seguía funcionando correctamente. No obstante, era extraño que el tecnomarine hubiese insistido en hacerlo ahora que habían pasado sólo dos meses desde su última revisión.
Tras coger una compleja herramienta de su mesa de trabajo, Hephaestus desbloqueó la cubierta del ojo y dejó libre el interior. Después sacó con delicadeza las lentes, las limpió con el trapo y las dejó a un lado antes de empezar a hurgar en el interior del mecanismo con unas finas pinzas. Bóreas estudió a Hephaestus con su ojo bueno mientras el tecnomarine continuaba con su trabajo y observaba la intensidad en el rostro del artesano mientras examinaba su propio diseño. Si Hephaestus se estaba preocupando demasiado por el bienestar de Bóreas, tal vez los demás también se hubiesen percatado de su cambio de humor. El Capellán Interrogador decidió hablar con ellos cuando hubiese terminado allí para evaluar su estado de ánimo y hacerles las preguntas pertinentes. A pesar de estar formados para soportarlas, la falta de actividad y la rutina hacían monótona su estancia. Habían pasado dos años desde que la Torre de los Ángeles les había visitado por última vez, y el aislamiento del resto del Capítulo podía haber empezado a afectarles como le había sucedido a Bóreas.
—Todo parece funcionar como es debido —informó Hephaestus al tiempo que volvía a recomponer el ojo biónico y lo reinsertaba en el agujero.
Bóreas sintió un leve cosquilleo en el ojo derecho e inmediatamente recuperó la visión completa.
—Sin embargo —continuó el tecnomarine—, he visto que había unas cuantas costras en el implante, como si la herida se hubiese vuelto a abrir recientemente. Deberías pedirle a Néstor que le echase un vistazo.
—Gracias, lo haré —dijo Bóreas contento de tener una excusa para ir a hablar con el apotecario.
No es que necesitase justificar su visita, puesto que él era el responsable de conservar la moral y la disciplina de aquellos hombres.
—¿Te veré en la misa de esta noche?
Hephaestus se volvió para mirar a la armería y evaluar el trabajo que le quedaba. Después se giró hacia Bóreas y asintió antes de sentarse de nuevo ante su mesa y coger de nuevo la lima mecánica. Los ásperos dientes de la herramienta cobraron vida tras Bóreas mientras éste salía de la cámara.
El Capellán Interrogador descendió dos pisos por la escalera de caracol del centro de la torre. Allí se encontraba el apotecarión, el dominio de Néstor y centro médico del puesto de avanzada. Cuando Bóreas entró, no había ni rastro del apotecario. Las crudas tiras luminosas del techo se reflejaban en las brillantes superficies de acero y en el material quirúrgico meticulosamente ordenado. Las ampollas de fármacos y los elixires estaban dispuestos en filas sobre largas estanterías. Tres mesas de operaciones dominaban el centro de la estancia. Sin saber dónde podía estar Néstor si no estaba allí, Bóreas se acercó al comunicador que había junto a la puerta y presionó la runa de atención general de la torre.
—Aquí Bóreas. Apotecario Néstor, conteste —dijo, y soltó el botón de activación.
A los pocos segundos llegó la respuesta. La pantalla del comunicador indicaba que la transmisión procedía de los sótanos inferiores de los cimientos de la torre.
—Aquí Néstor, Hermano Capellán —respondió el apotecario.
—Por favor, reúnete conmigo en el apotecarión; necesito hablar contigo —dijo Bóreas.
—De acuerdo, estaré allí en breve —respondió Néstor.
Bóreas se acercó a la mesa de operaciones más cercana y observó su reflejo en la brillante superficie de metal. Había estado allí en numerosas ocasiones, tanto como paciente como para proporcionar apoyo espiritual a aquellos a los que se estaba operando. En demasiadas ocasiones había tenido que acudir a un apotecarión a pronunciar los ritos fúnebres de un hermano de batalla moribundo mientras un apotecario extraía las glándulas progenoides para que la sagrada semilla genética pudiese transmitirse a futuros guerreros. Era la tarea más importante que cualquier apotecario podía realizar, un acto esencial para la supervivencia del Capítulo.
Era imposible crear nueva semilla genética. Jamás, en ningún Capítulo que Bóreas conociera, había conseguido nadie tal hazaña, de modo que las futuras generaciones de Marines Espaciales dependían únicamente de los órganos de almacenamiento de la vital semilla genética que se implantaban en todos ellos. Todos los marines tenían dos progenoides, y en teoría, su muerte podía ayudar a crear dos sustitutos. Pero a pesar de los valientes y temerarios esfuerzos de los apotecarios, en los campos de batalla se perdían demasiadas progenoides antes de que pudiesen recuperarlas para garantizar la existencia continuada de un Capítulo. Los capellanes eran los encargados de enseñar a los Marines Espaciales el legado que albergaban en su interior y formarles en su responsabilidad con la gloria del Capítulo. Un Marine Espacial aprendía que, aunque podían pedirle que sacrificase su vida en cualquier momento, jamás debía entregarla en vano, pues haciéndolo traicionaba a aquellos que vendrían después de él.
Según un dicho imperial «sólo en la muerte termina el deber». Pero para los Marines Espaciales, ni siquiera la muerte acababa con su deber de proteger a la humanidad y al Imperio que los súbditos del Emperador habían creado. En la muerte continuaban viviendo en nuevos Marines Espaciales. Algunos, aquellos cuyos cuerpos físicos no podían salvarse, eran sepultados en los poderosos tanques andantes llamados dreadnoughts para continuar viviendo durante miles de años como gigantes guerreros atrapados en un inerte cuerpo de plastiacero, adamantio y ceramita. De este modo, durante más de diez mil años de Imperio, había un vínculo que hermanaba al primero de los Marines Espaciales con aquellos que acababan de ser nombrados exploradores de la 10.ª Compañía. Era esta relación física lo que unía a todos los guerreros del Capítulo. No se les llamaba hermanos de batalla sólo por tradición.
O eso enseñaban las letanías, pero Bóreas sabía otra realidad. Se había enterado de muchas cosas al convertirse en miembro del Ala de Muerte, el Círculo Interior de élite de los Ángeles Oscuros. Y había conocido muchas más al interrogar al Ángel Caído Astelan, cosas que todavía le preocupaban.
El silbido de las puertas herméticas que se abrían anunció la llegada del apotecario Néstor. De los cinco Marines Espaciales bajo el mando de Bóreas, Néstor era el que más tiempo había pertenecido al Capítulo, y con un amplio margen. Bóreas había sido un Ángel Oscuro durante casi trescientos años, pero con más de seiscientos años, el viejo Néstor era uno de los miembros más antiguos. Bóreas no sabía por qué el veterano no había ascendido más, por qué no había sido admitido en el Ala de Muerte. Era uno de los mejores apotecarios en el campo de batalla. Le salvó la vida al Capellán cuando éste resultó herido en la ofensiva por la basílica. También había sido honrado por su heroica lucha durante el primer ataque orko en la Cresta Koth.
En cuanto a su apariencia, el apotecario tenía el cabello todavía más entrecano que el Capellán. La densa y cérea piel de su rostro estaba marcada de cicatrices, y tenía seis tachones clavados en la frente, uno por cada siglo de servicio. Sus ojos eran oscuros y tenía la cabeza rapada al cero, lo que le daba un aspecto amenazador que no se correspondía en absoluto con el hombre concienzudo y bondadoso que Bóreas sabía que era. Pero que fuese bondadoso no significaba que fuese débil. En el campo de batalla, Néstor era tan fiero como cualquier otro guerrero a cuyo lado hubiese luchado jamás el Capellán.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el apotecario mientras pasaba junto a Bóreas y se apoyaba contra la mesa de operaciones.
Al Capellán le pareció ver algo en la mirada de Néstor, un momentáneo destello de nerviosismo.
—Hephaestus dice que es posible que mi ojo se haya movido en la herida, y me ha aconsejado que lo examines —respondió Bóreas de inmediato mirando al apotecario directamente a los ojos.
—Es posible que se desplazase un poco en Vartoth —sugirió Néstor.
El médico se puso derecho e indicó a Bóreas que se echase sobre la mesa. El Capellán Interrogador obedeció y se tumbó con la vista puesta en la luminosa lámpara que había justo encima de la losa de reconocimiento. Néstor desapareció un instante y volvió con uno de sus instrumentos, con el que exploró la carne cauterizada del lado derecho del rostro de Bóreas. En realidad, en su mayoría era carne artificial injertada en la placa de metal que sustituía gran parte de la sien, la mejilla y la frente del Capellán. Bóreas sentía el instrumento palpando suavemente su rostro mientras el apotecario examinaba la vieja herida. Con un gruñido, Néstor se enderezó.
—Parece que hay un pequeño desgarro en el injerto, nada grave —comentó Néstor—. ¿Te molesta?
—No más de lo normal —respondió Bóreas mientras se sentaba y bajaba las piernas de la mesa—. ¿Crees que empeorará?
—Con el tiempo, sí. Algunos de los capilares se han retraído, y otros han fallado; la carne está pudriéndose lentamente. Necesitarás un nuevo injerto para que se cure del todo. —Néstor repasó con la vista el apotecarión y continuó—: Pero me temo que aquí no tengo los medios para realizar tal intervención. Voy a darte una solución para que te laves la cara con ella todas las mañanas. Eso debería ralentizar la necrosis. No te preocupes por la infección; tu cuerpo está más que preparado para deshacerse de cualquier enfermedad de la que te pudieras contagiar en Limnos.
—Hephaestus se alegrará de oírlo —dijo Bóreas—. Se preocupa demasiado.
—¿Eso crees? —preguntó Néstor tranquilamente mientras colocaba el instrumento en un autolimpiador oculto en la pared del apotecarión.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Bóreas al tiempo que se ponía de pie y se ajustaba la pesada túnica—. Acabas de confirmarme que no hay razón para preocuparse.
—En lo que respecta a tu ojo, es cierto —respondió Néstor.
Retiró la sonda y volvió a colocarla cuidadosamente en su lugar, entre los bisturís, los espéculos, las jeringas y otras herramientas de su profesión.
—Sin embargo, es posible que uno de los motivos de la insuficiencia de sangre en el injerto sea el estrés del resto de tu cuerpo.
—¿Crees que necesito una revisión más completa? —preguntó Bóreas mirándose a sí mismo—. Yo me siento bien.
—No es eso lo que quiero decir —respondió Néstor sacudiendo ligeramente la cabeza.
—¡Pues di lo que quieres decir! —exclamó Bóreas, cansado de aquellas sutiles insinuaciones—. ¿Qué crees que va mal?
—Discúlpame, Hermano Capellán —dijo Néstor inclinando la cabeza con aquiescencia—. Sólo era una observación.
—¡Pues hazla más clara, por el León! —gruñó Bóreas.
—Pienso que estar acuartelado aquí, lejos de tus hermanos, debe de ser más duro para ti que para todos nosotros —expuso Néstor alzando la vista para observar a Bóreas.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando algo nos preocupa, acudimos a ti para que nos recuerdes nuestros sagrados deberes, para que nos recuerdes los votos que todos profesamos —explicó Néstor suavemente—. Cuando lamentamos la falta de actividad en nuestro puesto, cuando ansiamos la compañía de los demás, siempre eres tú quien nos orienta y nos aconseja. Pero ¿a quién acude el consejero?
—Me escogieron para ser Capellán por mi fe y mi fuerza mental —señaló Bóreas—. Nuestra misión es transmitir esa fuerza interior a los demás.
—Entonces disculpa mi error —se apresuró a decir Néstor—. Alguien como yo, a quien ocasionalmente le surgen dudas y que necesita que le guíen por el sangriento camino que atravesamos, no es capaz de comprender lo poderosa que debe de ser tu mente para realizar este camino solo.
—Del mismo modo que yo no comprendo para qué sirven las máquinas de esta cámara, o los secretos del hélix de Caliban en nuestra semilla genética, pero tú sí —respondió Bóreas tras meditar un momento—. Y como tampoco comprendo el mecanismo de este ojo postizo que Hephaestus fabricó para mí a partir del frío metal y el cristal y que aún así parece estar vivo.
—Sí, supongo que cada uno de nosotros tiene una función aquí, en este mundo —asintió Néstor dándole a Bóreas unos golpecitos amistosos en el brazo—. Hephaestus se encarga de las máquinas, yo del cuerpo, y tú, Hermano Capellán, de nuestra mente y nuestra alma.
—Y por eso, me gustaría preguntarte si tienes alguna preocupación —dijo Bóreas aprovechando la oportunidad de desviar la conversación a un derrotero más de su agrado.
Sabía que Néstor no estaba cuestionando sus pensamientos o su lealtad, pero cuanto más hablaba de estas cosas, más fuerte sentía el Capellán la risa de Astelan resonando en sus oídos.
—Estoy satisfecho —respondió Néstor—. He servido al Emperador y al León durante seis siglos, y tal vez, si tengo suerte, pueda servirles durante otros dos más. Pero he cumplido con mi deber. Me he adentrado en el candente fuego de la batalla y he creado nuevas generaciones de Ángeles Oscuros. He hecho todas las cosas que en su día deseaba demostrar a mí mismo y a mis hermanos, lo único que me queda por hacer es transmitir mis conocimientos y mantener el orgullo y la dignidad de nuestro Capítulo. Si el destino y el Supremo Maestre consideran conveniente que acabe mis días en Limnos IV, no seré yo quien se oponga.
—Pero tienes demasiada experiencia para que te encomienden una tarea tan rutinaria —dijo Bóreas al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho fuertemente—. Con toda esa experiencia, ¿no crees que invertirías mejor tu tiempo en la Torre de los Ángeles enseñando a aquellos que vendrán después que tú? Hacer de niñera de un Capellán con un ojo roto no está a la altura de tu talento.
—¿Estás intentando provocarme, Hermano Capellán? —dijo Néstor con aspereza—. Cumplo la voluntad del Emperador y repito que estoy satisfecho. Limnos es un sistema de reclutamiento, no sólo un puesto de vigilancia o de presagio. Es precisamente por mi habilidad y mi experiencia que puedo juzgar quién puede venir detrás. Estoy cumpliendo una función más importante de la que puedas pensar para el futuro del Capítulo.
—No pretendía menospreciar tu trabajo aquí. Creo que has malinterpretado mis palabras y te pido disculpas —se apresuró a decir Bóreas descruzando los brazos y acercándose a Néstor.
El apotecario sonrió y aceptó las disculpas del Capellán. Dándole un último vistazo, Bóreas se volvió y caminó hacia la puerta.
—Hermano Capellán… —dijo Néstor.
Bóreas se giró.
—¿No olvidas algo?
—Puedo recitar los trescientos versos de las Crónicas de Caliban. Nunca olvido nada —señaló Bóreas.
—¿Entonces no quieres el elixir balsámico para lavarte la cara? —preguntó Néstor.
—Tráemelo esta noche en la cena —respondió Bóreas con una sonrisa.
El Capellán continuó descendiendo las escaleras hacia el piso siguiente para buscar a los otros dos miembros superiores de su cuadrilla. En el descansillo se detuvo y miró por el grueso cristal de la estrecha ventana para pensar un momento. La niebla tóxica oscurecía casi todo el paisaje, de modo que las torres y las fábricas en la distancia no eran más que vagas siluetas. Un pájaro revoloteó cerca y después desapareció entre las nubes de color gris amarronado. Mientras observaba cómo se perdía en la distancia se dio cuenta de que las conversaciones con Hephaestus y Néstor le habían hecho ver que necesitaba pasar más tiempo con los demás en lugar de darle tantas vueltas a sus propias dudas. El hecho de que pensaran que dudaba de ellos o que estaba poniéndolos a prueba sutilmente demostraba que se habían desacostumbrado a su compañía. Se alejó de la ventana y continuó bajando las escaleras hacia el primer piso.
Allí se encontraban las dependencias de los aspirantes, y Bóreas sabía que el sargento veterano Damas estaría en el gimnasio con ellos continuando con el riguroso entrenamiento físico que habían empezado en cuanto llegaron a la torre. Aunque Bóreas estaba al mando en el puesto de avanzada, los aspirantes eran responsabilidad de Damas. Tras alcanzar el rango de sargento veterano le trasladaron a la 10a Compañía como parte de la fuerza de reclutamiento. Como todos en Limnos, a Damas le confirieron honores por su actuación durante la invasión de los orkos. Junto a su cuadrilla de exploradores y el ahora legendario sargento Naaman, se infiltró en las líneas orkas y, tras recopilar información vital sobre el enemigo, destruyó una de las estaciones repetidoras que los alienígenas habían estado utilizando para propulsar su inmenso teletransporte orbital. Aquello supuso un gran contratiempo en el avance orko y, aunque Damas resultó gravemente herido mientras los infiltrados se retiraban, consiguió retrasar el contraataque orko el tiempo suficiente para que sus hombres consiguiesen escapar.
Damas se encontraba entre los catorce jóvenes que tenía bajo su tutela. Casi el doble de alto que los chicos a su cargo y a pesar de no llevar puesta su armadura, el sargento era un gigante incluso para los Marines Espaciales. Cuando Bóreas entró, los aspirantes estaban sentados en círculo alrededor de él. Bóreas escuchó durante un momento desde la sombra del portal.
—Vuestro cuerpo es vuestra principal arma —decía a los atentos muchachos—. Incluso antes de que poseáis huesos y músculos como los míos, voy a enseñaros cómo romperle el cuello a un hombre de un solo golpe. Os enseñaré a reventarles los órganos internos con los puños, a dejarlos incapacitados con los dedos y a reducirlos con los codos y las rodillas.
Después se agachó y colocó su inmensa mano sobre la cabeza de uno de los jóvenes.
—Con la fuerza que me dieron los apotecarios y con mi fe, puedo aplastarte el cerebro en un segundo —le dijo al chico, que rio de manera nerviosa provocando las carcajadas de los demás—. De hecho, puedo soportar cualquier ataque por vuestra parte.
Damas ordenó a los chicos que se levantasen. Después señaló a uno de ellos y le pidió que le golpease lo más fuerte posible. El muchacho se acercó vacilante.
—No te la voy a devolver —le aseguró el sargento—. Pero si vuelves a dudar a la hora de seguir mis órdenes, haré que te azoten.
Escarmentado, el chico cargó contra él con un estridente grito y lanzó el puño contra el abdomen de Damas. Bóreas pensó que el golpe tan sólo habría empujado ligeramente a un hombre normal, y tampoco consiguió que Damas se balancease siquiera. El joven lanzó un alarido y se agarró los doloridos nudillos. Bóreas se echó a reír, al igual que el resto de aspirantes. La única parte vital de un Marine Espacial que no estaba protegida por su caparazón negro era la cabeza. Los corazones, los pulmones, el estómago, el pecho… todo era inmune a cualquier golpe desarmado, incluso al del más fuerte de los atacantes.
Al escuchar la risa del Capellán, Damas se volvió. Siguiendo la mirada de su instructor, todos los chicos vieron a Bóreas e instantáneamente guardaron un solemne silencio e inclinaron la cabeza. Bóreas entró y posó una de sus manos sobre la espalda del chico que había atacado a Damas, lo que le hizo perder el equilibrio.
—Valiente intento —dijo el Capellán al tiempo que ayudaba al joven a ponerse de nuevo derecho.
Bóreas vio que se trataba de Beyus, uno de los dos candidatos que habían traído justo antes de la batalla en Vartoth. Era evidente que ya se había recuperado de la impresión. Sólo habían pasado unos días y el chico ya había cambiado. Le habían afeitado la cabeza y toda la gordura de la infancia había desaparecido de su robusto torso. El muchacho estaba muy erguido y su mirada era mucho más feroz que antes. Damas estaba haciendo un buen trabajo.
—¡A correr! —ordenó el sargento dando dos palmadas.
Y sin más, los jóvenes empezaron a trotar siguiendo las paredes del gimnasio, que ocupaba todo el piso de la torre. El ruido de sus pies desnudos sobre las tablas de madera enmascaraba la conversación de los dos Marines Espaciales.
—Veo que todo va bien —empezó Bóreas indicando con la mirada a los corredores.
—Son una buena selección. Los dos últimos en particular tienen un gran potencial —asintió Damas.
Después su mirada se apagó ligeramente y continuó:
—Pero sólo tenemos catorce. La Torre de los Ángeles llegará en menos de medio año y esperan contar con treinta reclutas para pasar a la segunda fase de las pruebas.
—¿Qué prefieres, que no lleguemos a la cuota o que pasemos a chicos que fracasarían en cuestión de segundos? —preguntó Bóreas—. Si no hay calidad, no hay calidad.
—Ya sabes lo que quiero decir —insistió Damas—. No entiendo tu reticencia.
—¿Te refieres a las tribus del este? —dijo Bóreas—. ¿Crees que deberíamos buscar reclutas entre esos salvajes?
—Todos son salvajes —respondió Damas encogiéndose de hombros—. No veo la diferencia.
—Pues yo sí —contestó el Capellán—. Ya te he dicho que son demasiado sanguinarios, incluso para nuestro propósito. Si tuviésemos todavía a toda una compañía estacionada aquí los exterminaría. Algunas de sus prácticas son… bueno, rayan lo intolerable. Han dejado de adorar al Emperador y han vuelto a un estado de barbarismo del que no creo que podamos sacarles ni con una década de entrenamiento.
—Me recuerdan mucho a mi gente de Slathe —comentó Damas a modo de indirecta—. Tal vez les estés juzgando con excesiva dureza.
—Tal vez tu continua insistencia sobre este asunto indique otras reservas —expresó Bóreas—. Hace ya varios meses que no hemos hablado de otra cosa.
—Me preocupa que falten aspirantes, eso es todo —respondió el sargento tranquilamente—. Creo que es mi deber recordarte las opciones que tenemos. No pretendo menospreciar tu postura. Sé que todos nosotros tenemos nuestros propios deberes y códigos a los que adherirnos.
—Quizá lo que te preocupa es precisamente su similitud con las tribus de Slathe.
—¿Crees que es posible que añore mi mundo natal? —preguntó Damas, extrañado.
—Añorar es una palabra demasiado fuerte. No dudo ni por un momento de tu lealtad a los Ángeles Oscuros —respondió Bóreas—. Considero que la tradición de no destinarnos nunca a nuestros mundos natales es bastante sensata, por lo que pudiera suceder. Tal vez haya sido un error enviarte aquí, cerca de un planeta tan similar al tuyo.
—Yo no creo que sea un error —replicó Damas—. Mi mundo es ahora la Torre de los Ángeles y lo ha sido durante dos siglos. Slathe no es más que otro de los muchos mundos que he jurado proteger.
—Entonces disculpa mi error —dijo Bóreas inclinando la cabeza cortésmente—. No me gustaría que pensases que tengo alguna reserva acerca de la tarea que realizas. Estoy aquí como vuestro guardián y consejero. Quiero que te sientas libre de expresar cualquier cosa que te preocupe.
—Pues me preocupa tener tan pocos candidatos, eso es todo —respondió Damas tranquilamente.
—Muy bien, anotaré tus sugerencias en mi diario, de modo que si no llegamos al número exigido, nadie te hará responsable —prometió Bóreas.
—No es eso lo que me inquieta, Hermano Capellán. Lo que me preocupa es la futura fuerza del Capítulo —le corrigió Damas.
—Entonces lo haré constar en mi entrada —dijo Bóreas—. Y dejando a un lado el tema del número, ¿estás contento con estos aspirantes?
—Todos han mejorado sus habilidades y cumplen mis expectativas —confirmó Damas.
Después dio otras dos palmadas. Inmediatamente, los aspirantes se reunieron alrededor de los dos Marines Espaciales atentos a su instructor.
—Te dejaré con tus alumnos —dijo Bóreas.
Y dio la vuelta para marcharse.
Mientras salía, oyó cómo el veterano sargento ordenaba a su grupo que se pusiesen en parejas para practicar el combate sin armas.
Bóreas estaba inquieto. Presentía que algo no iba bien. A simple vista, parecía que todo era normal, pero percibía el descontento de sus hombres. No sabría decir qué era exactamente, pero detectaba en ellos un ligero reproche. Como él, se sentían frustrados, prácticamente abandonados en el sistema Limnos mientras sus hermanos de batalla libraban gloriosas batallas a cientos, si no miles, de años luz de allí. O tal vez sólo estuviese proyectando en ellos su propia impotencia. Los otros estaban ligeramente decepcionados con su destino, pero eso era todo. No era algo de extrañar. De todos ellos, Néstor era el que parecía más cómodo con la situación. Pero eso podía suponer un problema en sí. ¿Se había resignado el viejo apotecario a su futuro? ¿Habría perdido su empuje? ¿Estaría simplemente esperando a la muerte, hastiado tras sus largos años de servicio?
Antes de ir a ver a los hermanos de batalla Thumiel y Zaul, el Capellán decidió que necesitaba más tiempo para pensar sobre todo aquello. Subió las escaleras de caracol hasta el último piso de la torre, hasta el tejado donde se encontraba la plataforma de observación y de tiro. Desde allí veía todo Puerto Kadillus y el gran volcán a cuyos pies se había construido. Cada vez más fuerte, la brisa soplaba en su rostro y agitaba su túnica al tiempo que refrescaba su mente. Solía acudir allí cuando los límites de la capilla ahogaban sus pensamientos en lugar de ayudarlos a fluir. Primero se dirigió hacia el parapeto sur y observó las pendientes que daban al mar.
Allí se encontraba el centro industrial de Puerto Kadillus, con sus inmensos muelles donde los gigantescos transatlánticos iban y venían, y donde las altas grúas y puentes cruzaban la bahía para descargar su cargamento de gases y minerales extraídos del fondo del mar. Las fábricas rodeaban el puerto como una mancha y vomitaban humo mientras procesaban minerales y fundían metales que se enviarían a otro planeta. Allí se encontraban los edificios prefabricados, inmensas estructuras de rococemento plagadas de los millones de trabajadores de Puerto Kadillus. Estaba oscureciendo y pronto las sonoras sirenas anunciarían el final de la jornada diurna y comenzaría la vigilancia nocturna. Cuando llegaba la noche, los miles de hornos y plantas de fundición teñían el cielo de rojo.
Bóreas se paseó por el parapeto y miró hacia el este. Allí se encontraba el distrito más rico, cercano a las viejas ruinas de la antigua basílica. Más allá de los altísimos chapiteles de los nobles planetarios y de los cada vez más numerosos palacios de la comandante Imperial, la señora Sousan, se encontraba la Cresta Koth. Allí fue donde los Ángeles Oscuros y la Guardia Imperial se habían enfrentado a los orkos. De haber fracasado en aquella defensa, las dos fuerzas de pieles verdes se habrían unido y el planeta se habría perdido para siempre.
Fue allí, en aquel yermo y rocoso tramo de tierra donde miles de guardias y casi un centenar de Marines Espaciales derrotaron a lo que parecía una interminable horda alienígena. Bóreas no estuvo allí, pues entonces todavía estaba luchando en Kadillus. Pero había escuchado aquel relato de victoria y heroísmo con orgullo. Los hermanos de batalla de los Ángeles Oscuros habían luchado con fuerza y habían sufrido terribles pérdidas, pero gracias a su sangre obtuvieron la victoria y libraron a Limnos de ser esclavizado. Si Limnos IV hubiese caído en sus manos, los orkos no habrían encontrado ningún tipo de resistencia al descender a Limnos V. Las tribus que habitaban el planeta habrían sido asesinadas o esclavizadas, y los Ángeles Oscuros habrían perdido otro mundo para siempre.
Bóreas no podía dejar de pensar con amargura en los acontecimientos de los últimos cinco años. En una ocasión, una compañía entera se había destacado allí a las órdenes del Maestre Belial. Ahora, sólo quedaban él y un puñado de veteranos de la campaña para defender el futuro del Capítulo. La Torre de los Ángeles regresaba cada vez con menos frecuencia, y Bóreas se preguntaba cuánto tardarían en olvidarse todas aquellas grandes hazañas.
Continuando su circuito, Bóreas se volvió hacia el norte. Lo primero que vio fue la inmensa pista de atraque del puerto septentrional, donde las naves aterrizaban y despegaban todas las semanas para abastecerles de suministros vitales y llevarse a cambio los minerales del planeta hacia lejanos sistemas. Pero algo no iba bien. El Capellán se concentró y vio unas volutas de humo oscuro serpenteando como zarcillos de las calles cercanas a la pista. También distinguió el parpadeante color naranja de las llamas.
El Capellán Interrogador corrió hacia la torreta de tiro más cercana y entró en ella. Conectó el comunicador y presionó el botón para contactar con el centro de mando, que estaba en la base de la torre. Zaul estaría de guardia en ese momento.
—Aquí Bóreas. ¿Habéis recibido alguna alerta inusual del norte de la ciudad? —preguntó.
—Negativo. No hemos recibido ninguna llamada fuera de lo común en todo el día —respondió Zaul al cabo de un instante—. ¿Hay algún problema?
—Ponme con el cuartel del coronel Brade —ordenó Bóreas al tiempo que activaba los sistemas de control de la torreta.
Los motores zumbaron y el comunicador crepitó mientras Zaul lo conectaba con la antena principal que se elevaba desde el centro de la torre. Con una mano manipuló los controles y dirigió el arma hacia el norte mientras observaba la pantalla sensora de gran alcance. En la pantalla veía claramente que había varios fuegos por las calles, y el humo llenaba las grandes calzadas.
—¿Lord Bóreas? —se escuchó a través del comunicador.
—Coronel Brade. Estoy viendo que parece haber disturbios cerca del Puerto Norte —dijo Bóreas—. Por favor, póngame al tanto de la situación.
—Ha habido un pequeño motín, mi señor —respondió Brade—. Sólo han sido un centenar de individuos; las fuerzas de seguridad de la comandante Imperial están intentando contenerles mientras hablamos.
—Informe a quien sea que esté a cargo de la operación que me reuniré con él en breve —dijo Bóreas viendo que había cada vez más incendios en el monitor.
—No creo que sea necesario, mi señor —dijo Brade secamente—. Estoy convencido de que los hombres de la comandante Imperial son capaces de manejar la situación.
—Me gustaría presenciar estos sucesos personalmente. Por favor, comunique al comandante de tierra de que espere mi llegada.
Bóreas cortó la comunicación y desconectó la torreta. Recorrió a toda velocidad el tejado hasta las escaleras y descendió a toda prisa por ellas hasta llegar al primer nivel subterráneo. El Capellán saltó los últimos escalones y entró en el garaje de la fortaleza. Allí, dos largos transportes blindados Rhino y tres motocicletas de combate descansaban en la penumbra. Se dirigió hacia las últimas. Con inmensas ruedas reforzadas, coraza blindada y bólters incorporados, en vez de motos parecían más bien pequeños vehículos de carretera. Estaban diseñadas para que los Marines Espaciales pudiesen realizar ataques relámpago en territorio enemigo. A Bóreas le resultaban útiles para viajar por las curvas calles de la ciudad de Kadillus las pocas veces que dejaba el puesto de avanzada, normalmente para asistir a ceremonias tradicionales con la comandante Imperial.
Montó en la máquina y conectó el motor. Su mecánico rugido resonó por todo el garaje. Bóreas contactó con la cámara de control.
—Controla todas las transmisiones locales. Me dirijo al área del Puerto Norte para averiguar qué está pasando —anunció a Zaul.
—Tengo tu rastreador localizado en la pantalla-oráculo —confirmó el hermano de batalla.
El transpondedor incorporado en el chasis de la moto transmitiría su posición cada pocos segundos para que el resto de Marines Espaciales conociesen su situación en todo momento para saber dónde acudir en caso de que el conductor se encontrase con algún peligro o no contactase con ellos cuando estuviese previsto.
—Abre la puerta —ordenó Bóreas antes de darle a acelerar y soltar el embrague. Dejando una columna de humo azul a su paso, subió a toda prisa la rampa y salió hacia la luz crepuscular de la ciudad.
Tras pasar los reforzados bastiones de la torre, Bóreas cambió rápidamente de marcha y corrió por las calles. Su túnica ondeaba al viento. Los pocos coches y los pesados y largos transportadores que había en la carretera ralentizaron su paso para dejarle pasar. Todo el mundo estaba trabajando, de modo que las calles estaban prácticamente despiertas. A ambos lados, los sombríos edificios de Kadillus pasaban a gran velocidad, y el Capellán captaba la expresión de sorpresa en los rostros de los pocos ciudadanos que había en las aceras. Pocas veces veían a sus misteriosos y sobrenaturales guardianes, y algunos peatones empezaron a correr tras él gritando elogios y alabanzas.
Al cabo de unos pocos minutos el cielo sobre Bóreas se volvió negro a causa del espeso humo. La multitud estaba reunida, pero no tardaban en apartarse conforme él avanzaba en su veloz vehículo, más despacio ahora que las calles estaban llenas de gente. Pronto divisó el uniforme rojo oscuro de uno de los miembros de las fuerzas de seguridad de Kadillus y se acercó hasta ella. La mujer, con la cabeza y los ojos ocultos bajo su visera de cristal reflectante, se quedó boquiabierta al ver que se detenía justo delante de ella. Llevaba un rifle láser que empezaba a temblar entre sus nerviosas manos.
—¿Quién está al mando y dónde puedo encontrarle? —preguntó Bóreas inclinándose hacia la agente.
La mujer parecía más pequeña de lo que era a su lado y se sentía claramente intimidada por su presencia.
—El teniente Verusius —respondió la mujer sin aliento—. Está en la zona de mayor agitación, al oeste, en el siguiente cruce.
—No deje que nadie más entre en la zona —le ordenó Bóreas.
—Eso es lo que estamos intentando —contestó la agente mientras daba un paso atrás.
—Bien —dijo Bóreas.
Después aceleró y se dirigió adonde le había indicado. Conforme se acercaba al cruce, que se encontraba a un kilómetro de distancia, cada vez encontraba más personal de seguridad. Los ciudadanos también se volvían cada vez más numerosos, retenidos por el cordón policial. Sus empujones y su ira cesaron al ver al Marine Espacial. La multitud se apartaba para dejarle paso y los gritos anunciaban su avance.
No tardó en ver la primera línea. Las columnas de humo se elevaban hacia el cielo y decenas de guardias formaban una línea a lo largo de la carretera. Cerca había un todo terreno blindado, y un pequeño grupo de oficiales se encontraban de pie a su lado. Todos se volvieron al mismo tiempo al escuchar el chirrido de la moto que se detuvo tras el vehículo.
—¡Lord Bóreas! —exclamó uno de ellos.
Llevaba un comunicador en la mano que de vez en cuando graznaba con sonidos incomprensibles.
—¡Qué gran honor! —continuó.
—¿Eres el teniente Verusius? —preguntó Bóreas al joven.
—No, soy yo —dijo un agente más viejo y más bajo.
No llevaba casco, y su uniforme constaba de un largo chaquetón rojo con ribetes dorados. Tenía un rostro amplio, dividido por un oscuro bigote. Su cabello, que ya empezaba a escasear, era corto.
—Como le aseguré al coronel Brade cuando me ofreció su ayuda, está todo bajo control.
—No lo dudo; sólo quiero saber qué está pasando —dijo Bóreas.
—Comenzó hace meses —explicó Verusius con aspereza—. Últimamente ha estado reinando la inquietud en las fábricas. La gente ha empezado a hablar sobre los misteriosos augurios que han estado presenciando, como las inusitadas tormentas en plena estación seca, el hecho de que todas las minas hayan llegado a grietas vacías en el transcurso de unas pocas semanas y las extrañas criaturas mutantes que han atacado a los cosechadores en el océano. Corren rumores de que los astrópatas han estado viendo remolinos de sangre en sueños, y que han oído los gritos de niños agonizando. Ha habido más peleas que de costumbre, incluso ha muerto gente en las reyertas, y ahora esto.
—Eso no explica esta desobediencia repentina —respondió Bóreas—. Algo o alguien debe de haber instigado esta agitación.
—Esta mañana aterrizó una nave en la estación orbital —explicó Verusius—. Después empezaron a correr rumores de que su navegante había sufrido una especie de ataque, que le habían sacado de su pilastra con la cara chorreando sangre, como si todos los vasos sanguíneos de su cuerpo hubiesen reventado. Intentamos evitar que los rumores se propagasen, ordenamos el cierre del espaciopuerto por seguridad, pero no sirvió de nada. La gente empezó a reunirse aquí para informarse, y la cosa se puso fea.
—¿Por qué no se me ha comunicado nada? —inquirió Bóreas—. Esta información afecta a la seguridad de nuestro puesto.
—Yo no sé nada de eso, tendrá que ponerse en contacto con los asesores de la comandante Imperial —respondió Verusius encogiéndose de hombros—. Tenemos órdenes de abrir fuego si la cosa empeora.
—¡No! —rugió Bóreas mirando al resto de agentes de seguridad—. No quiero muertes innecesarias. Dejad que evalúe la situación. Yo os diré qué medidas tomar.
El Capellán continuó avanzando por la calle y vio que los alborotadores habían construido barricadas de carretas y ruedas en llamas. Estaban lanzando trozos de mampostería a los agentes y arrojaban objetos en llamas al interior de los edificios que había a ambos lados de la calle. El personal de seguridad había formado una línea irregular a lo largo de la avenida principal hasta el espaciopuerto para evitar que los alborotadores accediesen a la zona, cercana a los palacios Imperiales. Bóreas se colocó tras la línea y observó por encima de las cabezas de los agentes a la muchedumbre en la calle. Los guardias que tenía delante se volvían ligeramente, sobresaltados.
Habría unas doscientas personas reunidas. Muchas llevaban antorchas llameantes y armas improvisadas de algún tipo. La calle resonaba con la algarabía del motín, pero el agudo sentido del oído de Bóreas le permitía distinguir todos los sonidos. Sus gritos y chillidos se escuchaban por encima del crepitar de los fuegos, del crujir de la madera y del estallido de los cristales rompiéndose. El Capellán podía oler el humo de los fuegos, el sudor de los cuerpos, y la sangre derramada por la calle.
El rojo de los uniformes contrastaba contra la negra roca de la carretera allí donde los guardias heridos yacían. Sus compañeros no podían llegar hasta ellos a causa de la ira de los alborotadores. Bóreas se abrió paso a través de la línea. Uno de los agentes perdió el equilibrio cuando el fornido Marine Espacial pasó por su lado.
Bóreas comenzó a caminar hacia la muchedumbre encolerizada mientras los trozos de mampostería se hacían añicos contra el suelo a su alrededor. Los alborotadores le vieron a los pocos segundos. La lluvia de misiles disminuyó y finalmente cesó. Los gritos también se apagaron. En cuestión de segundos, la mera presencia del Capellán había sofocado aquella violencia. Su sola apariencia había sido suficiente para apartar los pensamientos de desobediencia de las mentes de los alborotadores. Ahora se habían sustituido por miedo y respeto. Bóreas se encontraba a tres pasos de la muchedumbre y continuaba avanzando con paso lento y decidido. Al igual que los otros ciudadanos habían hecho anteriormente, la inquieta multitud se separó ante él y formó un círculo. El Capellán se detuvo en medio del grupo. Sólo el crepitar de las llamas y algún que otro tintineo de los cristales rotos bajo los pies de los manifestantes rompían el silencio que le recibía.
Bóreas observó a las personas que tenía a su alrededor. Sus gestos de ira y de odio se habían transformado en terror apenas contenido. Muchos empezaron a llorar, algunos se pusieron de rodillas y vomitaron a causa de la impresión. Otros empezaron a murmurar alabanzas al Emperador, soltando los ladrillos y las porras que llevaban en las manos contra el suelo de rococemento. Cuando por fin se hizo el silencio de nuevo, lo único que Bóreas oía era el jadeante pánico y los agitados latidos de sus corazones. Ninguno se atrevió a enfrentarse con la mirada de enojo del Capellán Interrogador mientras sus ojos recorrían a la sometida multitud.
La propia ira de Bóreas se apagó mientras miraba a la gente. Aquéllos no eran herejes a los que matar. No se trataba de insatisfechos resueltos a llevar a cabo una rebelión. No eran más que ciudadanos cuyo temor se había vuelto ira, y que pedían a gritos ayuda y orientación.
—¡Perdónenos, señor, perdónenos! —rogó un hombre escuálido que vestía el uniforme de uno de los trabajadores de los cargueros de Puerto Norte mientras se lanzaba a los pies de Bóreas—. ¡No pretendíamos provocar su ira!
—Tranquilos —dijo el Capellán por encima de la temerosa y apiñada multitud.
Después se agachó y ayudó al hombre a levantarse.
—Soltad vuestras armas, dejad a un lado vuestra ira y vuestro miedo. Miradme y recordad que los sirvientes del Emperador velan por vosotros. No temáis, porque estoy aquí como vuestro guardián, no como vuestro verdugo.
La multitud guardó silencio mientras observaban al Marine Espacial e intercambiaban miradas entre ellos.
—Pero tenemos miedo, mi señor —dijo el trabajador del puerto—. Se avecina una época de oscuridad, hemos visto los presagios, hemos oído los augurios.
—Y yo estoy aquí para protegeros —les aseguró el Capellán—. Mis hermanos y yo estamos aquí para cuidaros, para defenderos de cualquier peligro. Estoy aquí como representante de los Ángeles Oscuros, como guerrero del Emperador, y he venido a recordaros los sagrados juramentos que unen nuestro destino al vuestro. ¡Y renuevo mi promesa aquí y ahora! Juro por el honor de mi Capítulo y por mi propia vida que yo y mis hermanos de batalla daremos nuestras vidas por defender vuestro mundo si es necesario, sea cual sea la amenaza.
—¿Qué será de nosotros? —gritó una mujer alta con sangre en su rubio cabello y un corte a un lado de la cara.
—No puedo culparos por vuestros temores —respondió Bóreas—. Pero no puedo perdonar vuestros actos. No podéis levantaros contra los sirvientes del Emperador y quedar impunes. Le rogaré a la comandante Imperial que sea indulgente, pero os pido que os entreguéis a la merced de vuestro gobernador y que os sometáis al juicio de su sistema legal. ¿Quiénes se declaran líderes de estos disturbios?
Hubo unos murmullos y tres hombres dieron un paso vacilante al frente con la cabeza inclinada, avergonzados. Los tres vestían de manera similar, con los uniformes de los trabajadores del puerto y con emblemas de supervisor bordados en el pecho.
—¡Había uno más! —exclamó alguien—. ¡Fue él quien lo empezó todo!
—Era de otro mundo, estaba ahí pronunciando discursos —añadió otra voz.
—Habladme de ese hombre —exigió Bóreas a los líderes del círculo.
Fue el más viejo quien respondió, un hombre de mediana edad con una espesa mata de pelo rizado y larga barba.
—Trabajaba en una nave en órbita. Fue su lanzadera la que trajo la historia del navegante mutilado —explicó el hombre mientras buscaba entre la multitud—. No lo veo por aquí.
—Habladme de esa nave —ordenó Bóreas inclinándose sobre el hombre—. ¿De qué nave procedía este hombre?
—Se llamaba San Carthen —respondió otro de los líderes de la revuelta—. Dijo que era una nave comercial independiente. Nos contó que venía de otros mundos que se habían sublevado, de mundos donde los poderes oscuros dominaban la mente de los gobernadores. Acusaba a la comandante Imperial Sousan, decía que ella estaba bajo el dominio de una influencia alienígena.
—¿La San Carthen? ¿Estás seguro de que era ése el nombre de la nave? —inquirió Bóreas agarrando la parte delantera del chaquetón del hombre y alzándolo de puntillas.
Aquel nombre atravesó al Capellán como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
—Sí, sí, mi señor —tartamudeó el trabajador con los ojos llenos de temor.
Bóreas le soltó y se alejó rápidamente. La gente reunida se apartaba y tropezaba para dejarle pasar. Bóreas se detuvo a los pocos pasos al ver que los guardias caminaban cautelosamente hacia delante. Entonces se volvió hacia la multitud de nuevo.
—¡Someteos al juicio de vuestros tribunales y dad gracias al Emperador de que hoy estoy de un humor tolerante! —les dijo antes de marcharse a toda prisa con la mente sumida en un remolino de oscuros pensamientos.
Verusius se encontraba junto a la moto de Bóreas mientras el Capellán Interrogador se acercaba velozmente al grupo de agentes de seguridad.
—Muchas gracias por su intervención, mi señor —dijo con una rápida reverencia—. Vuestra clemencia os honra.
—Castígales como veas conveniente —respondió Bóreas al tiempo que apartaba a Verusius de un empujón y montaba sobre la moto.
En aquel momento sólo le preocupaba una cosa: comprobar la presencia de la San Carthen. Si definitivamente estaba en Limnos, aquello anunciaba más peligro que unos cuantos ciudadanos sublevados y la agitación a causa de unas simples supersticiones.
—Recuerda que los de mente débil necesitan una mano fuerte que les guíe —le dijo a Verusius con tono severo—. La benevolencia es loable, pero la debilidad sólo permitirá que el cáncer de la herejía degenere poco a poco. Yo no soy quién para juzgarles, eso es cosa de vuestros legisladores, pero sugiero que ejecutéis a los cabecillas. Han defraudado la confianza que se había puesto en ellos, y eso no debe consentirse. Castigad a los demás rápido y haced que vuelvan al trabajo, ya que la inactividad producirá disconformidad. También exijo que encontréis a cualquiera que proceda de la San Carthen y que le ejecutéis de inmediato.
No explicó que si Verusius no seguía la sugerencia del Capellán, era posible que los Ángeles Oscuros tuviesen que acabar convirtiéndose en verdugos. Cuantos menos oyeran hablar de la San Carthen, menos probable sería que se descubriese su desagradable historia. Verusius empezó a hablar de nuevo, pero el vibrante rugido del motor de la moto ahogó su voz. Bóreas dio un giro en el vehículo, la rueda trasera escupió polvo y humo, y se alejó a toda prisa. Su corazón palpitaba fuertemente mientras regresaba a gran velocidad al puesto de avanzada, ajeno a los transeúntes y a los guardias que patrullaban las calles y que se dispersaban a su paso.