SEGUNDA PARTE: ASTELAN

SEGUNDA PARTE

LA HISTORIA DE ASTELAN

Astelan no sabía cuánto tiempo había permanecido encadenado a la losa de la celda. Lo único que sabía era que Bóreas le había visitado once veces, en ocasiones acompañado del psíquico y otras veces solo.

Su cuerpo estaba plagado de cortes y de quemaduras administradas por el Capellán Interrogador. Había extraído partes del caparazón negro de Astelan para analizar y purgar la carne que había debajo.

El hambre corroía a Astelan, tenía la garganta reseca y los labios agrietados. Estaba abatido y fatigado. Pero no se permitía quedarse dormido. No mostraría ningún signo de debilidad. En los momentos de respiro que le concedían entraba en un meditabundo trance, dejaba que el dolor abandonase su cuerpo y ponía la mente en blanco. Estaba decidido a no ceder ante ellos, pues hacerlo sería la mayor de las traiciones.

Todos los ideales y los principios en los que creía le decían que estaba en el camino correcto y que eran sus captores quienes se equivocaban. Eran ellos los que estaban engañados, coartados por aquellos que temían su poder. No importaba si moría o vivía, Astelan seguiría fiel a la causa para la que había sido creado.

En su duodécima visita, el Capellán Interrogador estaba solo de nuevo. Trajo consigo una copa de agua que el preso bebió de un trago, muerto de sed, derramando parte del frío contenido sobre su rostro y su garganta. Después aceptaba el pan que Bóreas le iba ofreciendo en pedazos y reunía fuerzas para masticar y tragar, a pesar del dolor que sentía al final de su deshidratado gaznate. Cuando hubo terminado, Bóreas extrajo un frasco del interior de su túnica y roció el líquido que contenía sobre las heridas del Astelan. Al principio el escozor sacudió su cuerpo, pero el dolor fue disminuyendo al cabo de varios minutos.

—Debemos dejar que el cuerpo se recupere, pues es más débil que el alma —explicó Bóreas, de pie junto al encadenado con los brazos cruzados—. El cuerpo debe perdurar mientras el alma impura perdure.

—Entonces tendrás que preservar mi cuerpo eternamente —respondió Astelan—. Jamás me someteré a vuestra equivocada lógica y a vuestros descarriados métodos.

—Háblame de Tharsis —pidió Bóreas haciendo caso omiso de la desafiante actitud del preso.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Astelan encogiéndose de hombros.

—Quiero saber cómo es posible que un mundo estuviese tan corrompido y tan alejado del servicio del Emperador —contestó el Capellán mientras se acercaba a las estanterías y cogía uno de los cuchillos que descansaban en ella.

—Yo no corrompí Tharsis; fui yo quien lo salvó —protestó Astelan.

—No te creo —bramó Bóreas al tiempo que jugueteaba con el instrumento de tortura—. Condenaste a ese planeta.

—No, eso no es verdad, estás muy equivocado —negó Astelan sacudiendo la cabeza—. Lo que hice fue salvar a Tharsis de sí mismo.

—Cuéntame cómo lograste realizar semejante hazaña —dijo Bóreas mientras volvía a colocar el cuchillo en su lugar y se acercaba a la losa de interrogatorios.

Se colocó junto a Astelan para que el preso sólo pudiese ver su rostro.

—Llegué a Tharsis hace ochenta años —comenzó Astelan—. Era un bello mundo de montañas y verdes llanuras, a diferencia de las decenas de mundos que he visto durante mi larga vida. Pero toda esa belleza padecía un terrible cáncer. El planeta estaba sumido en el caos, dominado por una despiadada guerra civil.

—¡Una guerra que tú iniciaste! —escupió Bóreas golpeando con uno de sus puños la mesa de piedra junto a la cabeza de Astelan.

—¡No! ¡Juro por el Emperador que eso no es cierto! —se defendió Astelan girándose lo máximo posible para mirar a su interrogador—. Fuimos a por suministros. Tharsis está en la frontera del espacio inexplorado. Es autosuficiente y está alejado de las garras de aquellos que han convertido el Imperio en una parodia del sueño del Emperador.

—Has dicho «fuimos». ¿Quién más estaba contigo? —la voz de Bóreas adquirió un tono de sospecha.

—Estuve viajando durante un siglo y medio antes de llegar a Tharsis y a sus males —explicó el encadenado—. Durante aquella época, el destino quiso que en mi viaje me cruzase con otros dos como yo. Pero en Tharsis discutimos. No querían apoyarme en mi misión de librar al planeta de los tiranos que pretendían usurpar el gobierno del Emperador.

—¿Te abandonaron allí? Deslealtad incluso entre los de vuestra propia calaña. No se puede ser más innoble —se mofo Bóreas.

—Les dejé partir de buena voluntad —respondió Astelan sacudiendo ligeramente la cabeza—. A pesar de que ellos no quisieron compartir conmigo la tarea que había decidido desarrollar, yo sabía que había encontrado un nuevo propósito, una oportunidad de hacer aquello para lo que había sido creado.

—¿Que era…? —preguntó Bóreas.

—¡Luchar por el Emperador, por supuesto! —las manos de Astelan se transformaron de manera inconsciente en puños y las cadenas chirriaron al hincharse sus músculos—. Los otros se marcharon, pero yo permanecí en Tharsis. Al principio era imposible distinguir al amigo del enemigo, pero pronto aprendía a diferenciarlos. El secesionismo, la herejía, la rebelión… como quiera que prefieras llamarlo, dominaban el lugar. Habían dividido a la población con grandilocuentes y vacuos discursos de fraternidad y de igualdad. Desafiaron al comandante Imperial y corrompieron a los miembros de su ejército. La guerra llevaba un año librándose cuando yo llegué.

—Qué extraña coincidencia que semejante conflicto fuese heraldo de tu llegada.

Bóreas no intentó en ningún momento ocultar su incredulidad. Su acusación estaba clara: Astelan había iniciado esa guerra.

—No fue una coincidencia, fue el destino casual —rebatió el preso—. Sea lo que sea lo que controla nuestro destino, decidió llevarme hasta Tharsis cuando más me necesitaban. ¿Cómo iba a negarme a intervenir? Durante la Gran Cruzada, ochenta mundos cayeron bajo poder de mi Capítulo por resistirse a la sabiduría y al gobierno del Emperador. ¡Ochenta mundos! Y allí tenía otra oportunidad de demostrar mi valía.

—¿Qué creías que ibas a poder hacer, un Marine Espacial solo en un conflicto global? —inquirió Bóreas poniéndose derecho de nuevo y alejándose de la roca.

Después volvió a mirar a Astelan y añadió:

—Semejante arrogancia es impropia de un Marine Espacial.

—No, no era arrogancia, era sentido del propósito —corrigió Astelan con la mirada fija en el Capellán que se paseaba por la estancia—. Mi corazón me decía que podía ayudar y lo hice.

—¿Y cómo conseguiste hacer tal cosa? —preguntó Bóreas de espaldas a Astelan.

Su grave voz resonó por todas las paredes de la celda.

—Al principio me limitaba a luchar contra los rebeldes cuando me encontraba con ellos, pero estaban mal entrenados y escasamente equipados —explicó el encadenado—. Se trataba más de una simple ejecución que de una batalla. Pero pronto me uní con otros que luchaban por el Emperador. Me recibieron con gran aclamación y alegría cuando luché con ellos en la ciudad de Kaltan y acabé con el enemigo con mi bólter y mis puños.

—¿Y no se extrañaban? —preguntó Bóreas, y se volvió para mirar a su prisionero con los brazos cruzados sobre su pecho—. ¿No se sorprendían de ver a un Marine Espacial solo?

—Me veían como lo que soy, un guerrero del Emperador —explicó Astelan con paciencia—. Les animaba mi presencia. Les reconfortaba saber que estaba de su lado porque eso confirmaba que su causa era justa.

—De modo que te erigiste como un símbolo de adoración. Creíste apropiado sustituir al Emperador en su corazón y en su mente —el rostro de Bóreas reflejaba la repugnancia por lo que consideraba un grave pecado.

—¿Piensas tergiversar todo lo que diga? —gruñó Astelan volviendo la cabeza con desdén—. ¿Se ha vuelto tan vano vuestro empeño que ahora intentáis menospreciar los logros de aquellos que continúan luchando por la verdadera causa?

—¡Tu causa no era más que pura megalomanía! —exclamó Bóreas dando una zancada hacia delante—. Lo único que pretendías era satisfacer tu propia ambición. ¡Eras un excomandante del Capítulo que, tras perderlo todo, sólo anhelaba recuperar su poder!

—¿Poder? Voy a hablarte de poder —dijo Astelan con un suave susurro—. Mi palabra es la palabra del mismo Emperador. Mi espada es su espada. Todas las batallas que he librado las he librado en su nombre. Él tenía una visión: expulsar a los alienígenas y a los mutantes y reunir a la humanidad bajo su gobierno y su dirección. Luchaba para que la humanidad recuperase las estrellas que en su día habían sido nuestras, una visión que dejamos de lado por otros objetivos insignificantes y por adorar a la tecnología. De las cenizas de la Era de los Conflictos, el Emperador resurgió para volver a conducirnos a la galaxia para conquistar las estrellas y salvaguardar nuestro futuro. Él solo tuvo esta visión y fue él quien nos creó para verla realizada. Y nosotros, los Marines Espaciales, éramos su instrumento de creación. Nuestro deber, nuestro propósito, era convertir el sueño del Emperador en realidad.

—Y sin embargo, al final, le diste la espalda y pusiste en peligro todo por lo que habías derramado sangre por construir —la voz de Bóreas estaba más cargada de tristeza que de rabia.

—¡No fuimos nosotros quienes traicionaron primero! —protestó Astelan.

—¿Y Tharsis? —Bóreas se inclinó y susurró al oído del preso—: ¿Qué tiene todo esto que ver con que esclavizases un planeta entero? La Gran Cruzada fue hace diez milenios.

—En esa afirmación confirmas tu ignorancia —respondió Astelan mirando directamente a los ojos al Capellán—. La Gran Cruzada no pretendía ser un acontecimiento; es un estado de ánimo. La cruzada jamás terminará mientras exista un alienígena vivo que amenace nuestros mundos y mientras persista la discordia en el corazón del Imperio.

—¿De modo que continuaste la lucha en Tharsis?

Bóreas había desaparecido de la vista de Astelan y su voz era apenas un susurro en la oscuridad.

—Sí, y al hacerlo encontré apoyo —exclamó el encadenado con orgullo—. Con el tiempo me reuní con el comandante Imperial Dax en persona. Había oído hablar de mis victorias en nombre del Emperador y estaba encantado.

—Y aquello te hinchó el ego y la vanidad se apoderó de ti —el inquietante susurro del Capellán parecía provenir de todas direcciones y resonaba en las paredes como una multitud de acusadores.

—Jamás busqué engrandecerme, pero admito que me alegraron sus elogios —dijo Astelan moviendo la cabeza de un lado a otro para intentar ver a Bóreas—. Tú no sabes lo que es que te abandonen y te desprecien aquellos que en su día fueron aliados. Había estado perdido y buscaba un modo de recuperar mi lugar, y en Tharsis lo encontré.

—Pero hay una gran diferencia entre un guerrero de renombre y un déspota.

—Tus insultos no merecen más que desprecio y sólo demuestran tu falta de personalidad y tu lamentable ignorancia —respondió Astelan, cansado de los intentos del capellán de desorientarle y confundirle—. A pesar de que habíamos ganado algunas batallas, todavía quedaba mucho por hacer si queríamos prevalecer sobre los rebeldes. Aunque era el mejor guerrero de Tharsis, sabía que yo solo no podía alcanzar la victoria.

—Qué modesto por tu parte reconocer tales limitaciones.

—Si me escuchases en lugar de intentar inútilmente mofarte de mí por cada cosa que digo, tal vez empezarías a comprender —dijo Astelan lentamente al tiempo que apoyaba de nuevo la cabeza sobre la losa y volvía la mirada al techo.

Entonces rememoró sus primeros días en Tharsis.

—Estando solo no podía ganar la guerra por medios marciales, pero mi conocimiento y mis técnicas todavía podían salvar a Tharsis de los renegados. Entregué mis armas a los tecnosacerdotes del comandante Imperial para que las analizasen y preparasen las fábricas de municiones para producir armas superiores. Me enviaron a los cien mejores soldados a la capital. Allí les enseñé todo lo que sabía. Les estuve presionando mucho durante medio año. Muchos no sobrevivieron, y al principio surgieron dudas. El comandante Imperial confiaba en mí, pero sus asesores expresaron su preocupación acerca de mis métodos. Su presunción era mortificante. ¿Quiénes eran ellos, burócratas y sacerdotes, para poner en duda a un comandante del Capítulo de los Ángeles Oscuros en materia militar? Decidí no hacerles caso y las protestas cesaron cuando conduje a mi primera compañía de élite al campo de batalla por primera vez. No eran Marines Espaciales. Para lograr lo que aquellos sesenta hombres consiguieron habrían bastado cinco de mis antiguos hermanos de batalla, pero estaban mejor equipados y eran mucho más letales que los hombres a los que se habían enfrentado anteriormente los rebeldes. Asaltamos una de las fortalezas en las montañas Sezenuan. Las fuerzas leales al Emperador habían estado asediándola durante quinientos diecisiete días; nosotros la tomamos en una sola noche.

—Sí, recuerdo el enfrentamiento con tus llamadas «partidas sagradas» cuando retomamos Tharsis. Fanáticos, valientes… Eran dignos oponentes.

—¡Y tan dignos! —asintió Astelan—. Cincuenta y un miembros de la primera partida sagrada sobrevivieron el asalto, y les envié con otros regimientos para que cada uno de ellos formase a cien hombres, y cada uno de los que sobrevivieron formaron después a cien hombres más. Conforme el número de partidas sagradas crecía, la demanda de bólters, municiones, armaduras de caparazón, granadas y otras armas aumentaba más allá de la capacidad de las fábricas. El comandante Imperial puso en práctica mi recomendación de construir más, porque ¿de qué sirven las tierras de labranza cuando tienes al enemigo encima?

La celda quedó en silencio durante un momento, y entonces la incorpórea voz de Bóreas respondió:

—¿Para alimentar a aquellos a los que protegíais, tal vez? Cuando liberamos a Tharsis de tu tiranía lo habías convertido en un páramo. En las ciudades fábrica que habías construido de manera descontrolada reinaban la indigencia y la delincuencia. ¿En eso esperas convertir a la humanidad?

—Se trataba de un medio para conseguir un fin, no era el fin en sí —explicó Astelan—. No me juzgues por eso; he visto el Imperio que vosotros protegéis. Desolados mundos colmena cubiertos de cenizas en los que la población vive apilada en chapiteles de kilómetros de altura como insectos y las personas trabajan hora tras hora y explotan hasta las últimas gotas de los recursos de sus mundos muertos para abastecer a otros planetas de metales, de piezas de maquinaria y sustancias químicas. Y, por supuesto, de armas y de guerreros para los ejércitos del Emperador.

—El Imperio se mantiene unido gracias a la necesidad mutua —dijo Bóreas—. Todos los planetas dependen los unos de los otros para los alimentos, las máquinas o la protección.

—Y ahí reside su debilidad, porque es un sistema frágil —expuso Astelan mientras intentaba levantarse de nuevo lo máximo posible con renovada energía—. Los interesados comandantes imperiales compiten los unos contra los otros y arriesgan las defensas de los dominios del Emperador para favorecer sus propios objetivos. Hasta el sistema mejor protegido puede caer si uno de sus planetas vecinos resulta invadido y les deja sin abastecimiento de agua y alimentos. Es un sistema que se tambalea y que se mantiene por puro interés y por miedo, no por el noble ideal que nos llevó a crearlo.

—¿Y éste es el nuevo sistema que estabas imponiendo en Tharsis?

—No, al fin y al cabo yo soy sólo un guerrero con instintos de guerrero —confesó Astelan—. Aunque estábamos ganando batallas, estaba destruyendo Tharsis. Sí, las fábricas se extendieron por todas partes y empezamos a reclutar a los ciudadanos en el ejército, pero era necesario para la guerra. Conforme nuestra fuerza aumentaba, nuestros enemigos se volvían cada vez más astutos. Evitaban el combate abierto, nos arañaban desde sus escondites y sembraban el terror y la inseguridad. Desde sus refugios en las zonas inexploradas saboteaban nuestros abastecimientos, bombardeaban nuestras fábricas y asesinaban a nuestra gente. Estuviesen donde estuviesen nuestros ejércitos, nunca eran lo bastante grandes como para acabar con el enemigo y pasamos de obtener victorias a estar en un punto muerto. Si nosotros encontrábamos un cuadro de rebeldes y acabábamos con ellos, ellos se colaban sigilosamente en nuestras ciudades y atacaban las fábricas y los barracones. Conforme aumentaba el ejército necesitábamos más armas, más centros de racionamiento, más bases de reclutamiento y más líneas de abastecimiento. Y conforme éstos aumentaban, más soldados necesitábamos para protegerlos.

—Tu propia ambición se había convertido en el único propósito de la misma, y tu deseo de gobernar se retroalimentaba.

Astelan hizo caso omiso de la acusación del Capellán.

—La guerra continuó durante ocho años más —siguió—. Los líderes del ejército se relajaron. El comandante Imperial y sus asesores se volvieron fríos. Aunque acabábamos con miles de rebeldes al año, siempre había más idiotas descarriados que los sustituían. Habían perdido la fe en la causa por la que luchábamos, la gloria del Emperador estaba envuelta en las tribulaciones de la batalla y la supervivencia. La guerra se había convertido en un fin en sí, y no la victoria.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Bóreas—. Tu autoridad era absoluta cuando te arrebatamos el poder.

—Estás deformando los hechos a propósito —dijo Astelan con un suspiro—. Me cansé de ver morir a la gente a la que había esclavizado para liberarla de aquella época tan terrible.

—Una época que tú mismo creaste.

El susurro de voz estaba ahora justo detrás del preso. Astelan sintió el aliento del Capellán en su cuero cabelludo.

—¿Es que no has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho? —gritó, exasperado—. Ahora tienes que entender por qué luchamos cuando nos atacasteis. Toda una generación de Tharsianos había muerto para que su descendencia pudiese ocupar su lugar en la visión del Emperador. No podían quedarse quietos mientras se lo arrebatabais.

—De modo que decidiste hacerte con el control, sustituir al comandante Imperial e inculcar en Tharsis tu interpretación de la iluminación —le acusó Bóreas.

—No, al principio no —respondió Astelan antes de detenerse para toser a causa de la sequedad de garganta.

Entonces oyó movimiento por detrás de él y la mano de Bóreas apareció sujetando una copa llena de agua. El encadenado no podía cogerla; de modo que el Capellán vertió su contenido entre sus agrietados labios. Astelan tragaba la refrescante agua y saboreaba el momento antes de continuar.

—Llevaba mucho tiempo aconsejando a los generales y los coroneles, pero la mayoría de ocasiones no tenían en cuenta la sabiduría de mi experiencia. Me ponían en duda constantemente y me decían que lo que exigía del ejército sólo podía esperarse de los Marines Espaciales. Me daban las típicas explicaciones, y aunque les hablaba de esforzarnos por mejorar, por forjar un nuevo mundo en el crisol de la batalla, mis vehementes plegarias caían en oídos sordos. Finalmente, uno de nuestros regimientos sufrió una emboscada y fue aniquilado en los pasos de Tharzox y el comandante Imperial Dax me nombró comandante de los ejércitos leales de Tharsis. Le juré que bajo mi liderazgo conseguiríamos la victoria en menos de un año.

—Un juramento muy descarado… Otro signo de tu arrogancia —dijo Bóreas.

Sus palabras se escucharon acompañadas del chirrido del metal sobre la roca mientras colocaba la copa en el suelo.

—Era un objetivo alcanzable ahora que había obtenido la autoridad suprema y el control directo —respondió Astelan—. Lo primero que hice fue ejecutar a los comandantes de los ejércitos existentes. No eran más que miembros de la vieja nobleza planetaria acostumbrados a cazar por placer y a asistir a lujosos banquetes, no a dirigir a los hombres en la batalla. Los sustituí con los mejores líderes de mis partidas sagradas, hombres fuertes y capaces, hombres inteligentes y con una disciplina de hierro. Sabía que para ganar la guerra contra los renegados tendríamos que librar duras batallas, y los hombres que escogí para que dirigieran en mi nombre eran totalmente leales al Emperador, eran hombres que darían órdenes sin dudar y que me seguirían sin preguntar.

—¿Y cumpliste tu juramento? —preguntó Bóreas entre las sombras.

—Lo hice, en doscientos cincuenta días —declaró Astelan; orgulloso—. El antiguo régimen era débil y tenía poca visión de futuro. Sus cerradas mentes eran incapaces de concebir el objetivo final, de entender la necesidad de esfuerzo y de sacrificio. Se habían negado a tomar muchas de las medidas que yo proponía porque no entendían que el fin de todo aquello era la victoria. Esos doscientos cincuenta días fueron caóticos y traumáticos; se derramó mucha sangre y hubo mucho sufrimiento, pero era algo necesario para el futuro de Tharsis. De haber actuado como mis predecesores, la guerra aún continuaría y la gente de Tharsis se vería obligada a vivir una vida a medias de sumisión y de temor. Habría sido un largo y lento camino hacia la muerte del mundo.

—De modo que hallaste una cruel cura para aquella enfermedad planetaria… —la voz de Bóreas denotaba ira y Astelan oía que la respiración del Capellán se volvía cada vez más profunda—. Tú, su autoproclamado defensor, les sacó de la oscuridad.

—Era una época oscura —asintió el preso, que había decidido desoír la acusación en las palabras del Capellán—. Mis comandantes ejecutaban mis órdenes con crueldad. Una torpe tolerancia había generado debilidad, y mis hombres no debían mostrar piedad. Arrasamos los lugares de cría de los rebeldes, quemamos los agujeros donde se ocultaban, ejecutamos a sus familiares y a aquellos que les apoyaban con su inacción. Aunque no me siento orgulloso de lo que tuve que hacer, y hubo mucha oposición entre los hombres de Dax, el comandante Imperial me dio todo su apoyo. En aquel momento, sólo veía mi propósito y entendía que era algo necesario. No voy a negar el hecho de que fue una matanza de tremenda magnitud y que muchos inocentes fueron ejecutados sin ser sometidos a juicio. Pero era una necesidad excepcional; la gente de Tharsis tenía que aprender, tenían que comprender que la vida bajo el gobierno del Emperador no es algo que se obtenga de manera gratuita; hay que ganársela con sacrificio, el sacrificio de la libertad personal, con trabajo y, si es necesario, con sangre. Tharsis ardió por doscientos cincuenta días, y la limpieza continuaba. Pero el último día, mientras yo mismo dirigía el ataque de mis partidas sagradas, Tharsis ganó su libertad.

Astelan hizo una pausa para respirar; estaba jadeando y sudando. Mientras hablaba se había ido animando, tanto como las ataduras de sus extremidades le habían permitido.

—Tú no estabas allí —le dijo a Bóreas interpretando el silencio del Capellán como incredulidad—. ¿Cómo vas a entender nuestra euforia al conseguir la victoria final siendo tan frío, tan desprovisto de vida? Les habíamos ido reduciendo en número mes a mes hasta que les obligamos a librar su última batalla en la costa de los mares del norte. Sólo quedaban cuatro mil. Y a mi espalda había cincuenta mil guerreros y conmigo en el frente había veinte mil soldados de las partidas sagradas. Esta vez no podían huir, no tenían escapatoria ni guarida donde esconderse. Estaban rodeados y no tuvimos compasión. Tengo que decir que se defendieron bien y que ninguno intentó rendirse.

—¿Habría importado? —preguntó Bóreas.

—No —respondió Astelan sin rodeos.

El preso se encogió de hombros y su gesto hizo que las cadenas que le ataban sonasen débilmente.

—Sabían que estaban condenados a morir, y decidieron morir luchando. Nos llevó menos de una hora. Los proyectiles llovían sobre nuestras cabezas y las partidas sagradas cargaban contra ellos. Yo mismo acabé con ciento ocho de ellos. Maté a ciento siete en combate y, al final, Vazturan, el mejor de mis comandantes, un hombre adorado por sus soldados, me trajo al último de los rebeldes aún con vida. Recuerdo que era joven, no tendría más de veinte años. Tenía una herida de bala en el brazo y la cara ensangrentada. Su cabeza afeitada exponía los tatuajes de los símbolos de la rebelión: la cabeza del cuervo, el Aquila invertida. Lo llevé hasta el borde del precipicio, y las decenas de miles de soldados se reunieron a mi alrededor. Muchos de ellos se subieron a los tanques para poder ver la muerte del último renegado Tharsiano. Dejé caer al joven por el precipicio hacia las recortadas rocas que le esperaban a los pies y la multitud empezó a aplaudir y a clamar. Aquel griterío me recordó a los cantos de la victoria de mi Capítulo tras la conquista de Muapre Primus.

—Un gran motivo de celebración, por supuesto —gruñó Bóreas al tiempo que salía de la oscuridad.

Era la primera vez que mostraba auténtica emoción desde que había llegado. El Capellán Interrogador descruzó los brazos y se acercó a Astelan.

Sin previo aviso arremetió contra él y le golpeó la cara con el dorso de la mano. El dolor fue momentáneo, pero no pretendía hacerle daño físico. Era un insulto, un golpe para castigar a un aspirante. El ataque estaba cargado de desprecio y expresaba los sentimientos de Bóreas mucho mejor que cualquier palabra.

—¡Sé lo que hiciste! —bramó el Capellán Interrogador con la boca pegada a la oreja de Astelan—. Menos de una década antes de que tú llegases, antes de que hubiese ninguna guerra, antes de tu sanguinario régimen, hubo un Administratum encargado del censo de Tharsis. Los archivos que examinamos registraban que la población del planeta era de poco menos de ochocientos millones de personas. Cuando te hiciste con el poder, anotaste muy bien todos los datos. Registraste a todos los soldados, los trabajadores, los supervisores y a sus familiares. Tus partidas sagradas lo controlaban y lo anotaban todo. Vi esos archivos antes de marcharme. No mentías al decir que una generación había dado su vida por ti. Tus propios escribas calcularon que la población era de entre doscientos y doscientos cincuenta millones, ¡tan sólo un cuarto de la gente que tan orgulloso proclamas haber salvado!

—La guerra tuvo sus costos, se hicieron sacrificios. ¿Es que no lo entiendes? —gritó Astelan.

—Tú, tú que rompiste tu juramento y que traicionaste a tu propio primarca, eres culpable de un genocidio a escala masiva —la voz del Capellán disminuyó hasta convertirse en un viperino silbido.

—¿Y tú eres capaz de acusarme con la conciencia tranquila? —escupió Astelan—. ¿Los Ángeles Oscuros no se han manchado las manos de sangre?

—Estoy de acuerdo en que la guerra y el sacrificio acaban en muerte —respondió Bóreas con una mueca—. Entiendo que vivimos en un universo cruel y que entre las innumerables almas del Imperio, unos pocos millones de muertes no significan nada. Los Ángeles Oscuros han purgado mundos imposibles de redimir, y lo hemos hecho orgullosos pues sabemos que lo que hacemos lo hacemos por la seguridad del futuro. Es cierto que un momento de relajación genera toda una vida de herejía.

—¿Entonces me entiendes?

Astelan se llenó de júbilo por un instante. Por primera vez en dos siglos creyó que tal vez todavía quedasen individuos con el suficiente temple como para forjar un Imperio digno del Emperador. Tal vez los Ángeles Oscuros no habían caído tan bajo como los demás le habían contado.

—¿Admites que errasteis al atacarme? —continuó el preso.

—¡Jamás! —prorrumpió el Capellán.

Con la boca retorcida emitiendo un salvaje gruñido, Bóreas agarró el rostro de Astelan con ambas manos y continuó:

—Trescientos millones de Tharsianos murieron cuando terminó la guerra, cuando usurpaste el poder. Pero habías probado la sangre y querías más. ¡Eras depravado y despiadado y te deleitabas en el miedo de aquellos a los que dominabas! Los que no servían en tus partidas sagradas vivían aterrorizados, así es como mantenías tu gobierno. Nadie compartía la visión del gran Imperio, no había un esfuerzo colectivo por servir al Emperador. ¡Sólo había dos millones de sicarios y doscientos millones de esclavos aterrorizados! ¿Cómo podía haber caído tan bajo un comandante del Capítulo? O quizá siempre fuiste así. Quizá se necesitaron fanáticos sanguinarios durante la Gran Cruzada.

—Tenían razón, diez mil años sin el Emperador os ha vuelto débiles. —Astelan desechó las acusaciones del Capellán y volvió la cabeza hacia otro lado.

—¿Quiénes? —inquirió Bóreas.

—Los otros como yo que me encontré durante mi largo viaje y que llevaban en tu universo más tiempo que yo. Aprendí mucho de ellos —explicó Astelan.

—¿Y fue Horus débil cuando dirigió a sus legiones contra el Emperador? ¿O era fuerte porque dejó muerte y desolación a su paso? —preguntó el Capellán.

Después soltó al preso y se alejó.

—¿Me estás comparando con el Señor de la Guerra maldito? —Astelan volvió la cabeza para mirar a Bóreas—. ¿Crees que deseaba esas muertes? ¿Que ansiaba el derramamiento de sangre?

—Creo que el peso de la culpa por los pecados que has cometido te ha vuelto loco —respondió Bóreas—. Has perdido el juicio. Jamás fuiste apto para dirigir un Capítulo, y cuando se expusieron tus faltas decidiste esconderte tras la sangre y la barbarie. ¿Consiguieron sus gritos eclipsar las voces que te maldecían por ser un renegado? ¿Logró la sangre de trescientos millones de vidas que según tú estabas protegiendo limpiar la mancha de tu traición?

—No podía arriesgarme a perder de nuevo aquello por lo que tanto habíamos luchado —explicó Astelan apoyando de nuevo la cabeza contra la losa y volviendo la vista hacia el monótono techo de roca—. No podía permitir otra traición como la que sufrimos en Caliban. Tenía que protegerles de la duda, de los rumores y los susurros que corroen los corazones de los hombres y que debilitan su voluntad de levantarse y exigir lo que es suyo.

—De modo que te levantaste y exigiste lo que era tuyo, ¿no es así? —preguntó Bóreas.

—Cuando la guerra hubo terminado, la celebración continuó durante mucho tiempo pero, como siempre, la euforia de la gente acabó por apagarse —dijo Astelan, entristecido por el recuerdo.

Aunque era consciente de la debilidad de los hombres normales, no lograba llegar a comprenderla.

—Cuando ya no había enemigos contra los que luchar, los Tharsianos pronto se olvidaron del vínculo que les unía. Empezaron a escucharse rumores de desaprobación por lo que había sucedido. Nada concreto, era una especie de oleada de descontento. Empezaron a poner en duda el sentido de mantener a las partidas sagradas armadas, y en su ignorancia afirmaban que, puesto que la guerra contra los rebeldes había acabado, no había ninguna necesidad de mantener ningún ejército. No entendían que ganar la guerra de Tharsis era sólo el primer paso de un camino hacia mayores glorias. Formadas en combate, las partidas sagradas eran un ejército digno del Emperador. El espíritu de la Gran Cruzada todavía ardía en mi interior, y allí había una fuerza digna de asumir la responsabilidad que muchos otros habían rechazado.

—¿Querías embarcarte en una guerra de conquista para apoderarte también de los mundos vecinos de Tharsis? —le interrumpió bruscamente Bóreas.

—¡Quería mostrarle a la galaxia lo que había conseguido! —se defendió Astelan dando un puñetazo contra la losa—. Quería disipar las dudas de la historia antigua y demostrarles a aquellos con poder que el Imperio todavía podía volverse más fuerte. Pero cuando le revelé mis intenciones al comandante Imperial Dax, éste se volvió contra mí, como lo hizo El’Jonson cien siglos atrás.

El recuerdo le causó dolor como si alguien le estuviese retorciendo un puñal en el estómago. Había sido una época terrible, y sus esperanzas se vieron de repente truncadas. Incluso entonces, el sentimiento de pérdida seguía persiguiéndole. Durante un tiempo pensaba que había purgado su alma de los lamentos del pasado, pero que le desechasen de nuevo había sido demasiado duro.

—Me dijo que les había brindado a él y Tharsis un gran servicio, y que mis hazañas serían alabadas durante cientos de generaciones —continuó Astelan—. Pero sus palabras no significaban nada para mí, y de repente vi claro su propósito. Gracias a mí había logrado lo que él consideraba imposible y había permitido que me hiciese responsable. Si mi guerra hubiese fracasado, él no habría perdido nada, pero tenía mucho que ganar. Ahora hablaba de reducir el ejército, de restablecer a los capitanes y coroneles de las antiguas familias de nuevo. Me horrorizaba la idea, pero no podía hacer nada. Entonces, de repente, las partidas sagradas me mostraron el camino. Sin que yo lo ordenase, lo juro por el Emperador, asediaron los palacios de Dax. No había nadie para detenerles, todos excepto unos pocos soldados en todo el ejército me apoyaron como su comandante. Aquellos que se pronunciaron en contra de la acción fueron eliminados. Al enfrentarse a tamaña oposición, el comandante Imperial accedió a reconsiderar su decisión. Pero su cobardía sacó lo mejor de él, y murió asesinado al intentar huir del palacio.

—Qué conveniente —dijo el Capellán sacudiendo la cabeza con desaprobación.

Después cruzó los brazos sobre el pecho, fulminó a Astelan con la mirada y continuó:

—La lealtad de tus hombres debió de resultarte muy gratificante, y la muerte del comandante Imperial fue un incidente muy oportuno.

—No me hago ilusiones de que los soldados tuviesen algo más que mis grandes planes en mente —admitió Astelan—. Durante la rebelión, arriesgaron sus hogares y sus vidas para combatir al enemigo, pero me aseguré de que sus recompensas estuviesen a la altura de mis expectativas. Sé que el corazón de los hombres normales es débil, que nunca serán como los Marines Espaciales. Además de liderazgo y dirección, necesitan incentivos para vencer su inherente egoísmo. De modo que les dimos tierras y buenos alimentos. Todos los soldados tenían sirvientes que se encargaban de sus necesidades para que pudieran concentrarse en la batalla. No quería que se distrajeran con problemas insignificantes.

—Creaste una clase guerrera para dominar Tharsis, contigo a la cabeza sacó en conclusión Bóreas.

—Puede que así parezca desde tu cínico punto de vista, pero piensa en esto —respondió Astelan sosteniendo la despectiva mirada del Capellán—. Incluso ahora, desprovistos de vuestro poder, con las Legiones divididas, ¿cuántas personas en la Torre de los Ángeles no son Marines Espaciales? ¿Decenas, cientos, miles?

—El Capítulo se mantiene con aproximadamente quinientos sirvientes, servidores y tecnosacerdotes —respondió Bóreas con prudencia.

—Quinientas personas para un millar de Marines Espaciales, no parecen demasiadas —opinó Astelan con gesto incrédulo—. ¿Y más allá de las pareces de esta fortaleza, en las naves y en los cuarteles? ¿El mismo número? Probablemente muchos más. Y los alimentos que coméis, las municiones de vuestras armas e incluso la pintura de vuestras armaduras, ¿de dónde sale? Miles, decenas de miles de personas trabajan a diario para que vosotros estéis listos para la batalla, para que les protejáis de los peligros de la galaxia.

—Pero los Ángeles Oscuros son un Capítulo de Marines Espaciales, el único propósito de nuestra existencia es librar batallas, luchar contra los enemigos del Emperador —protestó Bóreas—. Ésa no es la misión de los mundos.

—¿Por qué? ¿Por qué no? —Astelan empezó a animarse de nuevo.

Aquello era el quid de su punto de vista. Le resultaba algo tan obvio… ¿cómo era posible que Bóreas no lo comprendiera?

—¡En tiempos fue la misión de Caliban! De modo que, ése era mi sueño, eso era lo que estaba intentando crear. Los débiles que ostentaban el poder temían a las Legiones, las desintegraron y ahora están desperdigadas por los rincones de la galaxia, esparcidas por las estrellas, impotentes. Los regimientos de la Guardia Imperial son armas torpes y difíciles de manejar. Aprendí mucho sobre ellos durante mi tiempo en Tharsis y llegué a despreciar lo que representaban. Dependen de las naves de la flota, controladas por una organización diferente. Toda una rama del Administratum, el Departamento Munitorum, se dedica a la única función de enviar regimientos a las zonas de guerra y de proporcionarles suministros. Esto lo sabes, pero no entiendes del todo lo que significa. Ahora son los escribas y los contables los que luchan por el Emperador, y no los militares. Se ha convertido en un vergonzoso lío de política y jerarquía empantanado por su propia complejidad. ¿Adonde ha ido a parar la visión? Era como mi ejército en Tharsis, que se volvía más rígido cada día en un intento de resolver su propia rigidez.

¿Quién continuará el ideal del Emperador de conseguir una galaxia humana libre de peligros? ¿Los vendedores? ¿Los granjeros? ¿Los mineros?

—¿Y tu modo es mejor? —dijo Bóreas con sorna—. ¿Depositar confianza en alguien como tú, un hombre que desencadenó una sangría sin precedentes en un mundo que tú mismo admites que adoptaste como propio?

—¡Hablas como los quejumbrosos sacerdotes de Tharsis! —exclamó Astelan.

—¿Los que asesinaste por pronunciarse en tu contra? —preguntó Bóreas dando de nuevo un paso hacia delante e inclinándose sobre Astelan.

—Cuando el comandante Imperial hubo muerto, fue la voluntad del pueblo que yo ocupase su lugar —respondió Astelan, desafiante.

No permitiría que su interrogador le obligase a admitir que estaba equivocado cuando en su corazón sabía que no lo estaba.

—Reconocieron que en realidad fui yo quien les llevó a ganar la guerra. Pero el precio de la victoria había sido alto, y pronto la clase gobernante se reveló como los ingratos que eran. A pesar de haber permitido que las gentes de Tharsis diesen su vida para protegerles, los concejales, los cardenales y la aristocracia se resistieron a aceptar mi autoridad. Y los ilusos hipócritas de la Eclesiarquía eran los peores de todos. Desde que abrí los ojos he visto de primera mano el daño que han ocasionado. Sus ridículos cuchicheos y sus pomposos sermones son los principales responsables de que se debilitase el poder del Imperio.

—¿Y sentiste que tenías motivos para eliminarlos también? —Bóreas agarró una de las cadenas y la retorció en su puño, tensándola sobre el musculoso pecho de Astelan hasta que se hundió en su carne—. Tal vez temías el poder que ejercían sobre tus esclavos. ¿Eran la única oposición verdadera que tenías, los únicos que amenazaban tu tenaz dominio sobre la gente de Tharsis? ¿No sería rabia y envidia de su posición privilegiada y de su autoridad espiritual?

—Conducidos por un dogma sin sentido, se negaban a aprobar mi proclamación como comandante Imperial porque me negaba a admitir que el Emperador fuese un dios —explicó Astelan al tiempo que luchaba contra la presión de las cadenas—. ¡Ja! He caminado al lado del Emperador, le he escuchado hablar, le he visto enfadado y triste. ¿Qué saben ellos, con sus tallas y sus pinturas, con su idolatría y sus supersticiones? No hay duda de que el Emperador es mucho más que un hombre normal, pero ¿un dios? Jamás pretendió serlo, y los locos que fundaron su Eclesiarquía cometieron un grave error. El emperador no es una distante figura de adoración, Él es la voluntad que nos mueve, el poder que lleva al ser humano a superar los obstáculos que se presentan. Fue Él quien dijo que la humanidad debía forjarse un destino, y ahora ese mensaje se ha desechado para que aquellos de poca voluntad puedan culpar a un dios de sus propias deficiencias.

—¿Presumes, de ser cercano al Emperador? —preguntó Bóreas al tiempo que soltaba la cadena, que golpeó la piel de Astelan.

—No, en absoluto —el preso sacudió la cabeza—. Fui Señor de Capítulo, uno de muchos miles, y estaba orgulloso de mis logros, pero no me sentía más merecedor de Su atención que los demás. Vi al Emperador sólo una vez, en el mundo de Sheridan, y por un breve espacio de tiempo. Siempre que me surgen dudas, rememoro aquel encuentro y el recuerdo me da fuerzas de nuevo. Sólo me dedicó unas pocas palabras de elogio por la campaña y por el fervor de mi Capítulo. De lo único que me arrepiento es de no haber estado con él cuando redescubrieron Caliban. Tal vez de haber estado ahí las cosas habrían sido de otra manera. Pero con el regreso de los primarcas todo cambió, nunca volvió a ser igual que cuando seguíamos sólo al Emperador.

—De modo que ordenaste a tus unidades de muerte que asesinasen a los sacerdotes, a los cardenales e incluso a los monaguillos y a los chicos del coro —silbó Bóreas con los dientes apretados.

—Exageras —contestó Astelan intentando rechazar con la mano la acusación del Capellán a pesar del impedimento de las cadenas—. Me dieron un ultimátum: que reconociese la divinidad del Emperador o que me enfrentase a otra revuelta. Y yo les presenté mi propio ultimátum: que retirasen su amenaza y abandonasen toda la parafernalia y las ventajas que habían obtenido con sus falsas enseñanzas o serían juzgados como traidores. Algunos aceptaron. Otros se negaron. No participé en su juicio, pero se declaró a todos culpables y fueron ejecutados. ¡Incluidos los chicos del coro!

—Pero no te detuviste con las órdenes sacerdotales —continuó Bóreas—. Te enfrentaste a todos los agentes del Imperio que no estaban de acuerdo contigo, y después a tu propio pueblo cuando empezaron a expresar su descontento.

—Tenían celos de mis éxitos —bramó Astelan con desprecio—. Los jueces, los árbitros, los condenados astrópatas, los intendentes del Munitorum y las ingentes hordas del Adeptus Terra. Recuperé el poder que ellos habían robado más de diez mil años antes, cuando arrebataron sutilmente el Imperio a aquellos que el Emperador había concebido para crearlo. Con su mezquindad y con sus destructivas disputas habían eclipsado la visión original, habían envilecido el ideal Imperial. Yo me había comprometido a restaurarlo, y ellos se interponían en mi camino. Pero jamás asesiné a nadie sin motivo. La gente del Imperio todavía conoce muchas de las grandes verdades, pero nunca se paran a pensar realmente en el significado de los lemas y las expresiones que citan. «Les conocerás por su manera de morir» fue la que acabó representando mi gobierno. Por un lado estaban los héroes leales que murieron en combate durante la guerra, y por otro estaban los traidores que morían después en la horca. Tharsis compartía mi sueño, creían en mí y en el Emperador.

—De modo que mientras tú reconstruías tus sueños de conquista, tus partidas sagradas hacían cumplir el toque de queda con bólters, impartían justicia en las calles con porras y espadas y asesinaban brutalmente a aquellos que no compartían ese sueño —dijo el Capellán mientras abría y cerraba el puño lentamente.

—Juro por mi vida que sólo deseaba que hubiese armonía —protestó Astelan—. Hice todo lo que consideré necesario para acabar con la discordia que había reinado desde que el Emperador desafió a Horus.

Bóreas no respondió de inmediato. En lugar de hacerlo, le dio la espalda a Astelan y se alejó hacia la puerta con la cabeza en posición meditabunda.

—Pero hubo un disidente que escapó a tu ira —dijo entonces tranquilamente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Astelan.

Estaba confundido. ¿A qué disidente se refería el Capellán?

—¿Por qué crees que llegamos a Tharsis cuando lo hicimos? —dijo Bóreas al tiempo que se daba la vuelta con una expresión triunfal en el rostro—. Permaneciste allí durante siete décadas, aislado del resto del Imperio. ¿Quién había oído hablar de Tharsis? Desde luego no los Altos Señores, y tampoco los Ángeles Oscuros. Tus fuerzas controlaban las naves para que nadie pudiese marcharse sin permiso, pero no contaste con la fe y la rebeldía de un hombre. Él abandonó tu flota, robó una lanzadera y atravesó con ella un campo de asteroides para evitar ser perseguido. Un desertor, aunque sospecho que hubo muchos otros. No tenía oportunidades de sobrevivir ni ningún lugar adonde ir, pero sintió la necesidad de liberarse. Y fue entonces cuando la casualidad, el destino, la providencia o como quieras llamarlo, volvió a interesarse en tus asuntos. Durante cincuenta días, el rebelde flotó por el espacio al borde de la muerte, desnutrido y gravemente deshidratado después de haber bebido demasiada agua reciclada. Cincuenta días no es demasiada distancia en las profundidades del espacio, pero llegó lo bastante lejos como para ser interceptado por una de nuestras naves que patrullaba los bordes del sistema Tharsis. Rescatamos su lanzadera y nos habló de los terribles acontecimientos que habían tenido lugar. Y fue entonces cuando supimos de ti.

—¿Atacasteis Tharsis por los delirios de un loco? —preguntó Astelan con escarnio.

—No, comandante Astelan —respondió Bóreas lentamente mientras se acercaba con medidos pasos hacia él hasta entrar de nuevo en el campo de visión del encadenado.

Sus ojos brillaban con la tenue luz del brasero.

—Las memorias de los Ángeles Oscuros se remontan a muchos años atrás, a diez mil años atrás, cuando aquellos como tú se volvieron contra sus hermanos y les traicionaron. Ahora se sabe poco sobre esa época de anarquía, y quedan pocos documentos sobre lo que sucedió, pero existe una lista; una lista custodiada por el Gran Maestre de los Capellanes en una caja sagrada en la capilla principal. Durante diez milenios hemos perseguido a los Ángeles Caídos que estuvieron a punto de destruir al León y a su Legión allá donde estuviesen. No sabemos cuántos sois ni dónde encontraros, pero tenemos esa lista, y contiene los nombres de los primeros ciento treinta y seis Marines Espaciales que juraron lealtad a Luther cuando se levantó contra nuestro primarca. Tu nombre, comandante Astelan, encabeza esa lista. Te hemos estado buscando durante mucho tiempo, y ahora nos dirás la verdad.

Bóreas se volvió y abrió la puerta. Allí, envuelto en su túnica, estaba Samiel. El Bibliotecario entró suavemente en la habitación y se colocó junto a la cabeza de Astelan. Después bajó la mano y el preso intentó apartarse, pero sus cadenas se lo impidieron. El psíquico apoyó sus frías manos sobre su frente y Astelan escuchó una voz que susurraba en su mente.

«Te has estado engañando durante demasiado tiempo —decía—. Ha llegado el momento de dejar a un lado las mentiras. Ahora revelaremos tus engaños hasta que lo único que quede sea la oscura verdad de tus acciones. Te has ocultado de la culpa en el centro de tu alma, pero no permitiremos que sigas escondiéndote. Vas a conocer la vergüenza y el dolor que nos has hecho pasar, y te arrepentirás de tu maldad».

—¡Yo no he hecho nada malo! —bramó Astelan intentando liberarse.

—¡Mientes! —rugió Bóreas, y un dolor superior a cualquiera que hubiese soportado antes atravesó la cabeza del preso.

—Ahora empezaremos de nuevo —anunció el Capellán Interrogador a su prisionero—. Háblame de Tharsis.