PRIMERA PARTE
LA HISTORIA DE BOREAS
Las llamas de la inmensa hoguera se elevaban hacia el cielo nocturno y bañaban el anfiteatro natural de un cálido y rojo resplandor. La pared circular de roca tenía más de cien metros de altura, una antigua caldera volcánica de varios cientos de metros de longitud agujereada por decenas de cuevas que servían de morada y a las que se accedía a través de una intrincada red de escaleras de cuerda y de puentes.
El constante martilleo de los tambores retumbaba en los precipicios colindantes, que resonaban con el aullido de los cantos de los aldeanos reunidos que danzaban y saltaban alrededor del fuego central. Unas bestias extrañas de seis y ocho patas rodaban en largos asadores sobre las innumerables hogueras cavadas en el suelo de arena. El olor de la carne asada se mezclaba con el aromático humo de la pira ritual.
A los bordes de la caldera, el bosque se extendía a lo largo de muchos kilómetros. Conforme el murmullo y la luz de las primitivas celebraciones se disipaban en la distancia, eran sustituidos por los silbidos y gruñidos de los depredadores nocturnos, los gritos de alerta de sus presas y la constante agitación del viento a través de la densa y oscura cubierta forestal. Por encima de las copas de los árboles, la oscuridad nocturna se extendía por los cielos, salpicada de espesas nubes de humo de azufre de los muchos volcanes que había en Limnos V. La parte inferior de las nubes presentaba un instante tono rojizo a causa del resplandor de los incontables cráteres que vomitaban ríos de roca fundida sobre la superficie. Vastas extensiones de bosque eran engullidas por los fieros estallidos de la agitación interna del planeta.
De repente, un minúsculo punto de luz amarilla que avanzaba muy deprisa apareció en el lúgubre cielo. Conforme se acercaba, pronto se transformó en un nítido brillo y los rugientes motores de la cañonera se escucharon por encima del sonido del viento. Con los motores de plasma a todo gas, la Thunderhawk descendía en vertical en dirección hacia el bosque. Las puntas de sus pequeñas y gruesas alas dejaban un reguero de vaporosos remolinos y su roma proa se abría paso a través de la densa atmósfera.
Ante cualquier posible peligro, las armas de cañón múltiple se alineaban bajo las alas de la nave al tiempo que su estruendoso descenso se detenía y la cañonera se enderezaba a tan sólo diez metros sobre las copas de los árboles. La Thunderhawk avanzó a toda velocidad por encima del frondoso mar de hojas mientras la contracorriente hacía temblar las ramas superiores del bosque a su paso.
Cuando la nave empezó a frenar, el rugido del motor pasó a convertirse en una especie de alarido. El refulgente plasma de sus motores principales se apagó y fue sustituido por el resplandor azul de los propulsores de aterrizaje. Sobre estos pilares de celestes llamas, la cañonera descendió por la caldera. Al verla precipitarse desde el cielo nocturno hacia el fuego central, los aterrorizados miembros de la tribu salieron despavoridos.
Por un instante, el pánico se apoderó de los aldeanos que corrían frenéticamente de un lado a otro para evitar ser abrasados por los reactores hasta que sus líderes les gritaron que no tenían nada que temer. Para cuando la nave se hubo asentado con todo su peso sobre los pies de aterrizaje hundiéndose en la tierra que cubría el suelo del cráter, el jefe y sus mejores guerreros ya habían formado un comité de bienvenida cerca de la cañonera. Los motores se apagaron y durante unos segundos hubo un tenso silencio hasta que la rampa delantera empezó a descender con el chirrido del sistema hidráulico.
Bóreas salió de la Thunderhawk y la rampa resonó con el fuerte sonido metálico de sus pasos. Cubierto con su negra servoarmadura tenía un aspecto imponente. Gruesas placas de densa aleación cubiertas con ceramita ablativa protegían todo su cuerpo. Bajo el aplastante peso de la armadura, haces de fibras semejantes a los músculos se expandían y se contraían en respuesta a todos sus movimientos, lo que le permitía desenvolverse con tanta ligereza como si no estuviese cargado. Su casco con forma de cráneo estaba flanqueado por dos inmensas hombreras instaladas sobre unos accionadores que cambiaban constantemente de posición, lo que le proporcionaba libre movimiento y una amplia visibilidad, al tiempo que le prestaba un escudo prácticamente impenetrable contra los ataques enemigos. Todo esto funcionaba gracias al generador dorsal de la parte trasera de la armadura que estaba conectado directamente a su propio sistema nervioso de modo que pudiese regular a su antojo la energía que recibía, tan fácilmente como podía controlar el latido de sus dos corazones o los estimulantes de combate que su armadura podía inyectar en su torrente sanguíneo en un momento dado.
Incluso sin las propiedades potenciadoras de fuerza de su armadura, la fisiología genéticamente mejorada de Bóreas le hacía mucho más fuerte y más rápido que cualquier ser humano normal. Armado para la batalla era capaz de hacer añicos el cráneo de un hombre con una sola mano y de atravesar el blindaje de un tanque de un puñetazo. En el interior de su armadura, cientos de transmisores reforzaban sus ya de por sí agudos sentidos y le proporcionaban una constante corriente de información desde sentidos adicionales que su cerebro especialmente desarrollado asimilaba de manera inconsciente como cualquier hombre corriente que mira con sus propios ojos y oye con sus propios oídos.
Bóreas se detuvo durante un momento y observó a los aldeanos que se estaban reuniendo a su alrededor. Los autosentidos de su casco analizaban con una luz roja los alrededores. Los filtros olfativos le permitían identificar el contenido de la atmósfera, que en su mayoría estaba compuesta de oxígeno y nitrógeno pero con un fuerte contenido de sulfuro, el carbono de las hogueras y el sudor de los aldeanos, todo percibido de manera inconsciente.
—Visión de Terror —ordenó Bóreas en voz baja al sensor de audio de su armadura.
De repente se le nubló la vista y cambió. Ahora los aldeanos parecían toscos contornos y podía ver sus órganos y sus venas latiendo con vida a través de su piel. A Bóreas le llevó un momento acostumbrarse y distinguir las figuras superpuestas y los colores. Para los aldeanos, que le miraban boquiabiertos, los ojos de un color rojo apagado de su casco pasaron a convertirse en un resplandor de energía y un murmullo de turbación recorrió todo el emplazamiento.
Boreas observó con calma toda la caldera. Su visión aumentada atravesaba la roca para analizar a las personas que se encontraban en el interior de las cuevas. Sus rudimentarias camas y muebles parecían una masa de líneas grises y verdes. Apenas había gente y en su mayoría eran niños. Satisfecho de encontrarlo todo como esperaba y de que no les acechase ninguna amenaza oculta en el asentamiento tribal, susurró otra orden y volvió a su visión normal.
Bóreas parpadeó en el interior de su casco para aclararse la vista. Incluso un momento tan corto de visión superaumentada le había dejado vagas postimágenes danzando por sus ojos. La primera vez que probó aquella armadura, mucho más sofisticada y dotada de sistemas auxiliares que una servoarmadura estándar, pensó que la Visión de Terror era algo milagroso. Sin embargo, pronto aprendió que utilizarla durante un tiempo prolongado podía provocarle una desorientación y unas náuseas severas, a pesar de los meses de entrenamiento y de sus siglos de experiencia.
—La zona es segura, seguidme —ordenó, y su casco transmitió sus palabras al resto de Marines Espaciales que todavía aguardaban en la cañonera.
Bóreas comenzó a descender por la rampa seguido de los demás miembros de su pequeño regimiento. El primero era Hephaestus, su tecnomarine y piloto de la Thunderhawk. Su armadura estaba casi tan ornamentada como la de Bóreas. La placa forjada de su pecho mostraba el diseño de un águila bicéfala con las alas extendidas con una rueda dentada entre sus garras. El austero verde de la armadura tan sólo se interrumpía por el rojo de su hombrera derecha, que simbolizaba su especial rango. Al tecnomarine le seguían los dos hermanos de batalla, Thumiel y Zaul, que marchaban por la rampa uno al lado del otro al unísono cargando sus respectivos bólters de manera informal, pero el constante movimiento de sus cascos revelaba su inmutable estado de alerta. El último del grupo era Néstor, el apotecario y guardián de su bienestar físico. Sus correspondientes accesorios abultaban su blanca armadura. De sus antebrazos sobresalían varias agujas y una gran cantidad de ampollas medio ocultas y unos cables colgaban pesadamente de su abultado generador dorsal.
El mayor de los aldeanos dio un paso adelante y se postró sobre una de sus rodillas seguido del resto de la tribu. Era delgado y enjuto, pero a pesar de su edad avanzada, sus músculos eran fuertes y se movía con mucha facilidad. Vestía una especie de sarong corto de piel animal tintado de un intenso color rojo y pintado con imágenes de hojas. Su cuerpo estaba cubierto de tatuajes azules en el pecho, los brazos y su calva cabeza. Todos estaban compuestos de pequeños puntos y representaban brillantes estrellas, extrañas y arremolinadas nebulosas y misteriosos diagramas de sistemas solares y lunas. Sobre sus hombros llevaba una larga capa tejida con finas enredaderas llenas de minúsculas espinas que se le clavaban en la carne y que dejaban sus hombros y su espalda sangrando en carne viva.
Tras una larga pausa de deferencia, volvió a levantarse. Erguido, su cabeza tan sólo llegaba al pecho de Bóreas. El jefe alzó la vista para mirar el serio, estilizado y esquelético semblante del casco de la armadura y sonrió. Su rostro cargado de pliegues se arrugó todavía más.
—Nos sentimos honrados de que hayáis vuelto a visitarnos —dijo con un leve asentimiento de satisfacción.
Bóreas necesitó unos instantes para entender el dialecto extranjero de Gótico Imperial, pero al momento su mente tradujo los términos más arcaicos y primitivos.
—En mi tiempo de vida, dos veces han visitado los guerreros de las estrellas a mi gente, y dos veces se han llevado a nuestros mejores hijos para que luchen con ellos.
—Discurso externo —subvocalizó Bóreas.
Su casco amplificó su voz de manera que llegase a todo el poblado. Buscando en su memoria, Bóreas recordó el nombre del líder de aquella tribu en particular.
—Así es, Hebris, ahora los hijos de tu gente nos honran con su habilidad y su dedicación. Y hemos regresado para seleccionar nuevos guerreros para el Emperador que está más allá de la nube. Confío en que estéis preparados.
—Como siempre, señores —respondió Hebris solemnemente—. Durante largos años hemos aguardado vuestro regreso, y nuestros mejores cazadores y guerreros han mirado a los cielos esperando ver indicios de vuestra llegada. Toda una generación de nuestros hombres más fuertes ha pasado mientras vuestros ojos estaban puestos en otro lugar, pero sus dignos sucesores están preparados para demostraros su valía.
—Me alegra oír eso —contestó Bóreas con la cabeza inclinada para mirar la cabeza tatuada del anciano—. Estamos listos para ponerlos a prueba.
—Nosotros siempre estamos listos, y es una buena señal que nos hayáis visitado en este día, el vigésimo aniversario de la muerte de mi padre y del día en que heredé la capa de espinas —informó Hebris—. Mi gente recordará esta noche durante muchas generaciones. Por favor, seguidme.
El grupo de guerreros se dividió y formó un pasillo para los visitantes. Todos eran altos y delgados y vestían armaduras hechas con pieles de las fieras bestias mutantes que cazaban en los bosques. Su forma imitaba toscamente a la de los Marines Espaciales que de vez en cuando se llevaban a sus jóvenes guerreros más valientes. Tenían petos abultados, hombreras redondeadas y anchas grebas alrededor de las piernas. Todos sujetaban una lanza con punta de hueso afilado de la que colgaban mechones de pelo animal, penachos y garras que habían arrebatado a sus presas.
Sus cuerpos, como el de su jefe, lucían tatuajes de estrellas y soles y de símbolos de lunas crecientes y cometas de larga cola.
Ninguno de ellos había visto tales cosas desde hacía milenios. El cielo nocturno era un monótono manto de nubes para ellos. El conocimiento de su existencia se les había transmitido desde sus ancestros, que ocuparon por primera vez aquel mundo hace más de veinte mil años, diez milenios antes de la llegada del Emperador, en una época conocida como la Edad Oscura de la Tecnología.
Durante cientos de siglos, Limnos V fue saqueado por sus depósitos ricos en minerales, el cielo se contaminó con los residuos y los ríos se secaron. Cuando la Era de los Conflictos azotó el antiguo imperio galáctico de la humanidad, Limnos V quedó aislado durante miles de años y, durante todo este tiempo, el mundo determinó deshacerse de los intrusos humanos. Las estaciones de energía geotérmica que en su momento extraían energía del centro de la Tierra acabaron deteriorándose y estropeándose. El planeta sufrió las sacudidas de intensos terremotos que destruyeron las enormes ciudades y acabaron con la vida de millones de personas. El mundo se vio sumido en una nueva era de barbarie.
Ahora los inmensos volcanes y los gases de sus coléricos estallidos dominaban Limnos V y sustituían la tóxica niebla que antaño producían las cien mil fábricas.
Hebris condujo a Bóreas y al resto de Marines Espaciales entre las dos filas de sus cazadores y guerreros personales mientras el resto de aldeanos se aglutinaban tras ellos para ver bien de cerca a los visitantes de otro mundo.
Siguieron al viejo jefe mientras les guiaba por una estrecha rampa que bordeaba el cráter hasta que alcanzaron una plataforma lisa en un claro a unos diez metros por encima del suelo de la caldera.
En la parte trasera de la plataforma se encontraba la boca de entrada más grande de todas las cuevas de la aldea y dos guardias la protegían. Éstos vestían de manera similar a los guerreros que habían formado la guardia de honor, sólo que contaban además con unos cascos hechos con cráneos de animales. En su interior había un santuario iluminado por cientos de lámparas elaboradas con la grasa de las criaturas del bosque que aquellas gentes habían cazado para sobrevivir. En unas mesas talladas de manera elaborada se exponían los artefactos sagrados de la prehistoria de la tribu para que fueran venerados por aquellos que jamás comprenderían su auténtico origen ni su funcionamiento. Eran casi tan incomprensibles para Bóreas como lo eran para el jefe y para su gente, pero él sabía al menos que se trataba de partes rotas de arqueotecnología.
La mayoría eran prácticamente irreconocibles bajo las densas capas de óxido que se habían acumulado a pesar de los esfuerzos de los sacerdotes de Hebris por mantenerlas limpias. El aire ácido y húmedo de Limnos V arruinaba cualquier metal. Pero aquí y allá Bóreas veía una parte que reconocía elaborada con materiales olvidados hacía tiempo y resisten te al hostil medio del planeta: hojas de un ventilador, engranajes y ruedas, sistemas de circuitos elaborados con complicadas capas de vidrio, botellas de cerámica que brillaban con luz propia. Bóreas se volvió para mirar a Hephaestus, que se había inclinado sobre uno de los objetos que parecía una araña mecánica con trozos de cubierta de cable saliendo de su cuerpo oxidado.
—No toques nada —dijo Bóreas al ver que el tecnomarine alargaba la mano hacia el dispositivo.
Hephaestus se detuvo de inmediato y se volvió hacia el Capellán Interrogador.
—El Adeptus Mecanicus apreciará estos artefactos —explicó el piloto a través del comunicador del escuadrón—. Pueden servir para negociar con ellos.
—Claro, y tú no tienes ningún interés personal en ellos —bromeó Zaul, que se encontraba detrás de él.
—Ante todo y sobre todo soy un Marine Espacial, y después tecnosacerdote —contestó Hephaestus con voz contrariada.
—Estamos aquí para atender otros asuntos; comportaos con decoro —les reprendió Bóreas—. Estas reliquias pertenecen a Hebris y a su gente; no deshonréis al Capítulo y a vosotros mismos faltándoles al respeto.
—Entendido, Hermano Capellán, disculpe mi error —respondió Hephaestus poniéndose firme.
—Yo también lamento cualquier falta —añadió Zaul asintiendo hacia Bóreas.
—Muy bien.
El Capellán advirtió que el anciano observaba a los gigantes guerreros con los ojos muy abiertos y un gesto de admiración. Por supuesto, el hombre era totalmente ajeno a la conversación que estaban manteniendo los Marines Espaciales, pero Bóreas se dio cuenta de que su lenguaje corporal y sus gestos mostraban que se estaban comunicando.
—Discurso externo. Sólo estábamos admirando las reliquias de tu gente —explicó a Hebris al tiempo que se apartaba del resto del equipo.
—Encontramos otra en el bosque hace siete veranos —dijo el anciano con orgullo y señalando con una enorme sonrisa un montón de escombros sin forma en particular.
—Discurso externo. Vuestra diligencia os honra a ti y a tu pueblo —dijo Hephaestus posando su inmensa mano cubierta por un guantelete sobre el hombro de Hebris.
El viejo se encogió visiblemente con el peso y el tecnomarine levantó inmediatamente la mano y cruzó los brazos sobre su pecho.
—Agradezco vuestras amables palabras —respondió Hebris—. Pero ¡dejemos esto! Traed el banco para nuestros señores.
El jefe dio unas palmadas y cuatro guerreros musculosos corrieron hacia el fondo de la cueva para regresar con un enorme asiento tallado de un solo tronco. Sudando y gruñendo a causa del peso, lo llevaron hasta la entrada de la plataforma, fuera de la cueva, y lo dejaron en el suelo. Bóreas y los demás se sentaron. El banco crujió por el peso de todos ellos, pero aguantó sin romperse.
—Puedes comenzar —animó Bóreas a Hebris invitándole con la cabeza.
El jefe correteó hacia delante y convocó a los aldeanos, quienes se reunieron en un semicírculo bajo el santuario.
—Queridos hijos e hijas —gritó con el rostro radiante—. ¡Ésta es la noche que tanto tiempo hemos estado esperando! Nuestros valientes jóvenes participarán en las pruebas ante los ojos de los guerreros del cielo que sirven al Emperador que está más allá de la nube. Los mejores viajarán a las estrellas para luchar por la gloria y traerán un gran honor y fortuna a nuestra gente. ¡Que salgan los candidatos!
De la cueva que había a los pies del precipicio empezaron a desfilar un grupo de veinte jóvenes que acababan de entrar en la adolescencia. Estaban completamente desnudos excepto por las moradas y rojas salpicaduras de pintura de guerra que embadurnaban con marcas de manos sus pechos y sus rostros. Todos llevaban un cráneo o un largo hueso en las manos, trofeos de cacerías en las que habían participado.
Marcharon solemnemente hasta el semicírculo de aldeanos y permanecieron en línea frente a los Marines Espaciales. Entonces levantaron los trofeos sobre sus cabezas y gritaron al unísono:
—¡Grandes señores del Emperador, hoy derramaremos nuestra sangre para demostraros nuestra valía!
El que se encontraba en el extremo más alejado dio un paso adelante, se postró sobre una rodilla y a modo de reverencia depositó un cráneo de fieros colmillos del tamaño de su torso ante él. Después se puso derecho y miró a los Marines Espaciales.
—He cazado durante seis temporadas de tormenta —les informó—. Este año he matado a un dientes de cuchillo con mi lanza y os ofrezco su cabeza como tributo.
Cuando volvió a su posición, el siguiente de la fila ocupó su lugar, cruzó dos huesos tan largos como sus propios brazos y los colocó junto al cráneo del dientes de cuchillo.
—He cazado durante siete temporadas de tormenta —entonó solemnemente—. Mis compañeros cazadores hirieron a este fauces de árbol y yo acabé con él con mi cuchillo.
Uno tras otro, todos los aspirantes dieron un paso hacia delante y proclamaron cómo habían obtenido sus ofrendas, que depositaban en el suelo a los pies de la plataforma. Bóreas permanecía sentado y saludaba a cada uno de ellos, pero no decía nada.
—Y ahora les mostraremos a nuestros honrosos visitantes la fuerza de nuestra gente —dijo Hebris, y volvió a dar unas palmadas.
De un lado de la caldera, un grupo de cinco guerreros emergió cargando troncos de diferentes dimensiones y los depositaron frente a la plataforma en orden ascendente según su tamaño. Después dieron un paso atrás y los jóvenes corrieron hacia delante.
En el mismo orden que antes, los aspirantes se acercaron al primer tronco y lo agarraron por un extremo. Entonces uno de los guerreros daba un paso al frente y colocaba uno de sus pies contra el extremo contrario para que no se moviese mientras el joven intentaba levantarlo por encima de su cabeza. Mientras lo levantaban y temblaban a causa de la fuerza, la tribu les aplaudía y los chicos volvían a dejar el tronco en el suelo. Todos superaron la primera prueba sin problemas.
Entonces se repitió el proceso con el segundo tronco, y una vez más los aspirantes lo consiguieron, aunque muchos se tambalearon peligrosamente y sus piernas amenazaban con torcerse bajo el peso. En el tercer tronco, el primer joven falló y se apartó hacia un lado al sentir que sus brazos cansados le fallaban cuando lo tenía levantado a la altura del cuello y el tronco se le escapó de las manos. Nadie le vitoreó esta vez, pero cuando se apartó del resto con la cabeza agachada para consolarse en los brazos de su familia, la tribu empezó a aplaudirle, a darle golpecitos de ánimo en la espalda y a alborotarle el pelo cariñosamente.
Otros tres chicos no lograron levantar el tronco y fueron eliminados. A uno de ellos se le escurrió de las manos y no le dio tiempo a apartarse, de modo que recibió todo el golpe en una pierna y cayó tumbado. Avergonzado, se marchó cojeando del certamen, rechazando las manos de aquellos que le ofrecían su apoyo.
Después del cuarto, dos más habían fallado, pero de los que quedaron, todos consiguieron elevar el quinto y el sexto tronco y provocar una ovación entre sus vecinos. Mientras los quince aspirantes restantes se arrodillaban en el suelo y hacían una reverencia a los Marines Espaciales, los guerreros retiraban los troncos.
—Y ahora mostrémosles a nuestros honrosos visitantes la velocidad de nuestra gente —anunció Hebris.
El anciano volvió a dar unas palmadas.
La multitud se apartó para formar un camino de un extremo de la aldea al otro, empezando desde la plataforma de la audiencia. En el extremo más alejado se colocaron seis guerreros sujetando unos trozos de tela de un vivo color rojo y otros seis se alinearon a los pies de la plataforma. Los aspirantes se colocaron en posición para comenzar la carrera.
Todos al mismo tiempo, los guerreros dejaron caer los trapos y los chicos empezaron a correr a toda prisa. Un muchacho menudo y pelirrojo pronto se puso a la delantera. Les llevaba varios metros de ventaja a sus compañeros tras sólo una docena de zancadas. La gente aplaudía y gritaba mientras los adolescentes corrían entre ellos y se abrían paso a codazos y empujones para poder verles bien.
El primer chico llegó al otro extremo rápidamente, agarró uno de los trapos y se volvió para comenzar la carrera de vuelta. Unos pocos segundos después, los demás jóvenes llegaron también a la mitad de la prueba y aquellos con las manos más rápidas consiguieron agarrar los cinco trapos restantes. Todos corrían a toda prisa hacia los Marines Espaciales, pero algunos empezaron a cansarse y a quedarse rezagados tras los demás mientras el grupo iba distanciándose poco a poco. A tan sólo unos cincuenta metros de la meta, el joven que llevaba la delantera empezó a aminorar la velocidad rápidamente y avanzaba con paso torpe, pues le había dado un calambre en la pierna. Con los dientes apretados, continuaba renqueando mientras los demás le pasaban por delante y se agarraban los unos a los otros para llegar primero y reclamar los restantes puestos de clasificación.
Uno tropezó y al caer otro le pasó por encima provocando la risa de los espectadores. Sacudiéndose el polvo de encima, el candidato se levantó y continuó corriendo cuidando su espalda herida con uno de sus brazos. En el sprint final, un joven alto de largas extremidades tomó la delantera. Por lo visto había estado reservando sus fuerzas y en los últimos diez metros corrió a toda velocidad y agarró uno de los trapos restantes. Los demás le siguieron y hubo una desesperada rebatiña entre aquellos que todavía no habían cogido ninguna de las telas, pero finalmente surgieron los doce ganadores.
Los tres que no lo consiguieron se volvieron para marcharse, pero el muchacho pelirrojo cojeó hacia uno de ellos y le agarró del hombro. Hubo un breve intercambio de palabras mientras el chico intentaba obligar al otro aspirante a coger el trapo ya que él no podía continuar, pero el otro joven se negó y lo apartó. Los guardias de Hebris intervinieron y separaron a los dos adolescentes cuando se disponían a pelear y los mandaron entre la multitud de un coscorrón en la cabeza. Cuando las cosas se calmaron, los once competidores restantes volvieron a sus posiciones frente a Bóreas con las telas rojas atadas alrededor de la cintura. Hebris levantó los brazos y el griterío de la gente cesó.
—Y ahora les mostraremos a nuestros honrosos visitantes cómo podemos saltar en el aire como el mono látigo —exclamó, y después dio una palmada.
Esta vez, veinte guerreros surgieron de una de las cuevas con un montón de estacas delgadas y afiladas que llegaban a la altura de la cintura. Formaron una línea desde la izquierda a la derecha de Bóreas a intervalos de un paso y se agacharon sujetando las lanzas delante de ellos con la punta hacia arriba.
El primer joven trotó hacia el principio de la hilera. Después se volvió y se inclinó ante los Marines Espaciales. Tras recibir el saludo de Bóreas, corrió hacia los agachados. Dio un salto en el aire, se apoyó en la espalda del primero de ellos y volvió a saltar hacia la espalda del siguiente por encima de la punta de las lanzas. Y así fue saltando de uno a otro con agilidad, utilizando a los guerreros como apoyo para saltar sobre las afiladas estacas. En el número doce falló, se lanzó hacia uno de los lados y aterrizó fuertemente en el suelo.
Los gritos de aclamación de los aldeanos resonaban en las paredes de la caldera mientras se ponía de pie y levantaba los brazos satisfecho.
El siguiente joven tan sólo consiguió dar ocho saltos y se hizo un sangriento corte en el muslo con la punta de la lanza, ya que perdió el equilibro y cayó hacia delante. Se puso de pie sobre una sola pierna con la sangre chorreándole por la otra y agradeció la adulación de la multitud. El siguiente aspirante casi logró llegar al final, y falló en el salto número diecisiete. Los gritos de admiración de la tribu eran ensordecedores.
Y así fueron pasando todos los muchachos, consiguiendo mejores y peores resultados hasta que todos terminaron la prueba. El décimo guerrero de la fila se levantó y con el mango de las delgadas lanzas que llevaba azotó a los cuatro chicos que no habían conseguido llegar a él hasta llevarlos con la masa de aldeanos. Ya sólo quedaban siete.
Los jóvenes corrieron al interior de una de las cuevas, fuera de la vista de Bóreas, y surgieron de nuevo unos minutos después. Cada uno de ellos sujetaba un bastón que terminaba en el largo colmillo de un depredador gigante y un escudo elaborado de piel de animal tejida y tensada sobre un marco de madera.
—¡Y ahora que hemos demostrado el valor de nuestros cuerpos, demostrémosles el valor de nuestro espíritu! —gritó Hebris.
La multitud formó un semicírculo frente a los Marines Espaciales y dejó a los aspirantes un espacio de unos veinte metros de ancho.
—¡Sólo podremos verlo en combate! —continuó el anciano.
Los chicos comenzaron a golpear el escudo con el bastón y otros tambores que había alrededor de la caldera siguieron su frenético ritmo. Durante varios minutos tocaron cada vez más fuerte hasta que los chicos empezaron a sudar a causa del esfuerzo y sus extremidades empezaron a temblar. Hebris miró a Bóreas y éste asintió.
—¡Que comience la prueba! —gritó el Capellán por encima de la algarabía.
Entonces se puso de pie y levantó su puño derecho por encima de su cabeza.
Los chicos rompieron filas y formaron un círculo los unos frente a los otros con las armas y los escudos preparados. Los demás tambores aminoraron el ritmo y resonaban ahora con un suave golpe cada dos segundos mientras los jóvenes aspirantes se miraban con recelo y volvían los ojos de vez en cuando hacia los Marines Espaciales que les observaban desde lo alto. Sin pronunciar una palabra, Bóreas bajó el puño y el combate ritual dio comienzo.
Un muchacho rubio a la derecha de Bóreas se lanzó hacia delante por el espacio abierto con el arma en alto al tiempo que lanzaba un grito de guerra. «Valiente, pero demasiado precipitado», pensó Bóreas al ver cómo los demás no tardaron en rodear al joven y en reducirle. Pronto el combate se convirtió en un conjunto de duelos independientes, excepto por dos de los guerreros que iban de una pareja a otra observando cautelosamente el progreso de la lucha.
Bóreas les prestaba especial atención y observaba cómo se aliaban cuando los vencedores de los duelos individuales buscaban nuevos rivales.
Pronto sólo quedó una pareja y uno más; el resto de los aspirantes dejaron sus armas y se rindieron. Unos quedaron inconscientes al ser abatidos y otros permanecían sentados en el barro sangrando considerablemente, incapaces de continuar. A su alrededor, los miembros de la tribu ululaban y salmodiaban con el constante golpe de los tambores resonando por el anfiteatro.
—Rápidos, fuertes e inteligentes —comentó Thumiel a través del comunicador refiriéndose obviamente a los dos que se habían aliado.
—Sí, parece que prometen —asintió Bóreas sonriendo en el interior de su casco—. El otro es muy valiente, fíjate en cómo continúa luchando aunque ha visto cómo han vencido a todos los demás.
Ya había visto suficiente; no tenía ningún sentido dejar que la sangría continuase. Alzó la mano por encima de su cabeza y, tras un instante, el combate se detuvo.
—Discurso externo. —Bóreas se volvió hacia Hebris y dijo—: Trae a los tres a la cámara de reconocimiento.
El Capellán se dio la vuelta y volvió al interior de la cueva seguido de los demás Marines Espaciales.
Atravesó el santuario de reliquias esparcidas hasta una abertura que había al final de la cueva cubierta por una espesa cortina de hojas entretejidas. Apartó la ligera barrera y atravesó el pasillo que daba a una caverna que había al otro lado. Era una cámara pequeña, presidida por una losa de piedra situada en el centro alta hasta la cintura y cubierta del color marrón rojizo de la sangre seca. Aquello le recordó a la celda de interrogatorios de la Torre de los Ángeles.
Le resultó irónico que aquel lugar de reclutamiento, de esperanza para el futuro, se asemejase tanto a un lugar dedicado a erradicar las vergüenzas del pasado.
Aquel pensamiento le perturbó, y se preguntó por qué le habría estado viniendo últimamente tanto a la cabeza el recuerdo de su primer interrogatorio. Durante varias semanas, durante sus oraciones o en sus momentos de mayor tranquilidad, su mente le transportaba a su encuentro con Astelan. Habían pasado casi quince años, y había llevado a cabo otras dos interrogaciones desde entonces. Sin embargo, aquella primera lucha de resistencia con uno de los Caídos se le había quedado grabada.
Él lo achacaba al aislamiento de sus hermanos. Durante varios años había permanecido acuartelado en el sistema Limnos con el resto de su regimiento, y durante todo ese tiempo no había tenido contacto con ninguno de sus superiores u otros miembros del Círculo Interior. El tiempo empezaba a preocuparle, y el haber alargado sus sesiones de oraciones no le había ayudado lo más mínimo a disipar las dudas que habían ido aumentando durante los últimos meses. Apretando los puños, Bóreas tomó el control de sus pensamientos y se obligó a regresar al asunto que tenía entre manos.
Esperaron durante unos minutos hasta que la cortina se apartó y los tres prometedores jóvenes entraron con los ojos abiertos y temerosos. Cuando vieron la losa se detuvieron y lanzaron nerviosas miradas a los gigantescos Marines Espaciales que les rodeaban.
—¿Quién será el primero? —preguntó Néstor mientras se acercaba al grupo.
Los chicos se miraron entre ellos y el mayor y más alto de todos dio un paso adelante. Bóreas calculó que no tendría más que doce o trece años terranos de edad, perfecto para el propósito de los Ángeles Oscuros. Era fuerte y delgado, con una espesa mata de pelo negro que le caía sobre su profundo par de ojos. En el rostro del muchacho se dibujó una sonrisa rapaz y dio un paso hacia el apotecario.
—Me llamo Varsin; yo seré el primero —dijo el chico con orgullo.
—Túmbate sobre la losa —le indicó Néstor.
El chico saltó sobre la mesa de reconocimiento y se tumbó con las manos cruzadas sobre su pecho. Néstor se inclinó sobre él. Una serie de cuchillas y de agujas sobresalían del narthecium incorporado en su antebrazo derecho.
—Pon los brazos a los lados, Varsin —dijo al tiempo que ponía una mano sobre la frente del muchacho.
Los movimientos del apotecario eran suaves y pausados mientras sus dedos, con los que podía fácilmente partir huesos, examinaban el cuerpo del joven.
—Esto te va a causar bastante dolor —le advirtió mientras hundía el narthecium en el estómago del adolescente.
Los alaridos de Varsin retumbaron estridentemente por las paredes de la cámara conforme las cuchillas se abrían paso a través de la piel y los músculos y los zarcillos avanzaban hacia sus tripas desde la herida. Néstor colocó una de sus manos sobre el pecho del chico y le sujetó mientras se retorcía, chillaba y pataleaba furiosa y agónicamente. La sangre que borboteaba del corte caía sobre la losa y salpicaba la blanca armadura de Néstor de rojizas gotas.
Los otros dos jóvenes lanzaron un grito ahogado de horror y empezaron a retroceder hacia la cortina de la entrada, pero Thumiel les cerró el paso y colocó con cuidado cada una de sus manos sobre sus cabezas para detenerles.
—Habéis visto cosas peores cuando las cacerías han acabado mal —dijo, y los muchachos asintieron en silencio, aterrados todavía ante la sangrienta escena que estaban presenciando.
Néstor permanecía tranquilo y sujetaba a Varsin mientras éste se retorcía, y dejaba que el narthecium hiciese su trabajo. Unas sondas automáticas obtenían muestras de las paredes estomacales del joven y extraían sangre, bilis y otros fluidos, medían la tensión y el pulso, inyectaban antitóxicos y cauterizaban las heridas. El ámbar resplandor de la luz de la parte trasera del dispositivo se volvió roja y Néstor retiró su puño. Con un rápido movimiento, una serie de agujas se extendieron y cosieron la herida en cuestión de segundos. Varsin se quedó allí tumbado, empapado de sudor, con el rostro cubierto de lágrimas y el pecho agitado bajo la palma de Néstor.
—Quédate quieto un momento o se te reabrirán las heridas —advirtió Néstor al joven mientras retiraba la mano y se apartaba.
El muchacho miró a los otros que habían participado en la prueba del combate, que temblaban y seguían aterrorizados. Después se volvió hacia Bóreas y el Capellán le tranquilizó con un gesto de aprobación. Néstor jugueteaba con las lecturas del narthecium e interpretaba las muestras que había obtenido. Pasaron varios minutos hasta que se escuchó una señal y el apotecario se acercó a Bóreas.
—¿Qué has concluido? —preguntó el Capellán.
—Sus tejidos son aptos en un noventa y ocho por ciento —respondió Néstor consultando el visualizador verde de su brazo—. No se han encontrado enfermedades endémicas ni hereditarias. Tiene niveles aceptables de tolerancia a exposiciones tóxicas, constantes vitales normales y respuesta al dolor. El chico es perfecto físicamente hablando.
—Bien —dijo Bóreas mirando al muchacho, que seguía temblando—. Discurso externo. Acércate, Varsin.
Varsin dejó caer las piernas fuera de la losa y saltó al suelo. Agarrándose el estómago, caminó junto a la roca, se colocó ante Bóreas y miró nervioso hacia arriba.
—Háblame de ti —pidió el Capellán.
—Soy el quinto hijo de Hebris, el jefe, que fue el segundo hijo de Geblin, que le arrebató la capa de espinas a Darsko en combate —respondió el chico sacando pecho—. El hermano mayor de mi padre fue elegido para ser guerrero del Emperador de las Estrellas.
—Parece que tienes una sangre fuerte, vienes de buena familia —dijo Bóreas—. ¿Cómo probarías tu lealtad al Emperador que está más allá de la nube?
—No le entiendo, señor —admitió Varsin.
—¿Matarías a tu padre si yo te lo ordenase? —quiso saber Bóreas.
—¿Matar a mi padre? —vaciló el muchacho—. Lo haría si me lo ordenase, pero eso me entristecería.
—¿Y por qué te entristecería? —preguntó Bóreas inclinándose para mirar a Varsin a los ojos.
El rostro del chico se reflejaba en las rojas lentes de su casco.
—Me entristecería que mi padre hubiese deshonrado a nuestra gente ofendiendo al Emperador que está más allá de la nube y a sus guerreros de las estrellas —respondió el joven inmediatamente—. No puedo imaginar ninguna otra razón por la que me mandaseis matar a mi padre. Ha servido bien a su gente.
—¿Y acaso eres tú, un simple chico, quien deba juzgar eso? —inquirió Bóreas observando a Varsin con la calavera de su casco.
—No, señor, cumpliría su orden y le daría muerte porque usted es mejor juez que yo —contestó Varsin sacudiendo ligeramente la cabeza.
—Bien —dijo Bóreas poniéndose derecho—. Sal y dile a tu padre que esta noche partirás con nosotros.
—¿De verdad?
Los ojos del muchacho se iluminaron con orgullo y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro. Se apresuró hacia la puerta y tuvo que detenerse estremecido de dolor.
—¡Te he dicho que cuidado con las heridas! —le reprendió Néstor.
—Lo siento, mi señor —dijo Varsin con una mueca de dolor antes de atravesar más despacio la cortina.
Bóreas se volvió hacia los otros dos aspirantes e hizo un gesto hacia la losa. Los jóvenes intercambiaron miradas preocupadas y entonces uno de ellos dio un dudoso paso hacia delante.
—Yo… yo soy… —el chico temblaba y observaba la sangre fresca sobre la mesa de reconocimiento—. ¡No! ¡No puedo hacerlo!
El adolescente cayó de rodillas llorando y se tapó la cara con las manos. Bóreas se acercó y se agachó a su lado, y los servos de su armadura silbaron fuertemente al hacerlo. El chico le miró, las lágrimas le caían por las mejillas, y sacudió la cabeza.
—Lo siento —gimoteó—. Os he deshonrado y he avergonzado a mi familia, pero no puedo hacerlo.
—¿Cómo te llamas? —la voz metálica de Bóreas resonó con aspereza por la cámara.
—Sanis, mi señor —respondió el muchacho.
—Hay que ser muy valiente para conocer los propios límites, Sanis —dijo Bóreas—. Pero un Marine Espacial del Emperador no debe tener límites, ¿lo comprendes?
—Sí —contestó Sanis.
—Entonces sigúeme —le dijo al joven.
Se dirigió hacia el otro extremo de la cámara, introdujo la mano en una grieta oculta en la piedra y activó un interruptor escondido. Una parte de la pared se retiró hasta perderse de vista y dejó un espacio oscuro poco más alto que el Capellán. Bóreas indicó a Sanis que entrase, y el chico desapareció entre las sombras seguido del Marine Espacial. El Capellán le instó a que siguiera unos pasos y transmitió un mensaje codificado a través del comunicador de su armadura. Una tenue luz roja se encendió sobre sus cabezas.
Estaban en una cámara que se extendía hasta la oscuridad. El suelo estaba cubierto de viejos huesos, algunos incluso llegaban a la altura de las rodillas en algunas zonas. Los cráneos sin ojos brillaban con el rojizo resplandor y observaban al aspirante.
—Si regresas con tu familia habiendo fallado la prueba, les deshonrarás —explicó Bóreas al chico, que asintió para darle la razón—. Perderían su posición social. Lo más seguro es que acabasen muriendo de hambre en menos de una estación. Tu gente te golpeará, te acosará y te despreciará.
—Es verdad —respondió Sanis suavemente—. Haré la prueba. Siento haber sido un cobarde.
—Es demasiado tarde para cambiar de parecer; no puedes negarte y después acceder —dijo Bóreas—. Tu vida, por poco más que dure, estará llena de sufrimiento y de dolor, y si regresas condenarás a tu familia. Aunque hayas fallado esta última prueba, fuiste elegido para llegar hasta aquí, y por eso mereces todo mi reconocimiento. Voy a ahorraros a ti y a tu familia la desdicha que tu negativa pudiese ocasionaros.
Bóreas estiró el brazo y su guantelete agarró al chico del cuello. A pesar de que éste abrió la boca para hablar, el Capellán giró su muñeca y partió sin dificultad la columna de Sanis. Con delicadeza, Bóreas recogió el cuerpo sin vida del chico, lo llevó hasta uno de los montones de huesos y reverentemente lo depositó sobre ellos. Después dio un paso atrás e hizo una reverencia con la cabeza.
—Que tu alma esté libre de corrupción y que regrese para servir al Emperador en una nueva vida —entonó arrodillándose y posando una mano sobre el pecho del muchacho—. Diremos la verdad a tu gente, que perdiste la vida durante la prueba y que te enfrentaste a la muerte con valentía. No sufrirán tu vergüenza.
Después dio media vuelta y, al salir de la cámara secreta, envió otra señal para apagar la luz. Una vez fuera, presionó de nuevo el oculto interruptor y la pared volvió a su lugar sin dejar pistas de la existencia del espacio oculto.
El Capellán Interrogador se volvió hacia el joven que quedaba y señaló la losa. El aspirante no había visto nada de lo que había sucedido en la otra cámara, y sus ojos mostraban más confianza que antes.
—¿Quieres someterte al juicio de los Ángeles Oscuros? —preguntó.
El adolescente sonrió y asintió.
Varsin observaba maravillado por la reforzada ventana de la Thunderhawk la figura, cada vez más próxima, de la nave de los Ángeles Oscuros que orbitaba alrededor de Limnos V. De líneas elegantes y de proa afilada, dominada por sus inmensos motores, la Cuchilla de Caliban parecía un depredador espacial. Y no era del todo falso; siendo una de las más rápidas del sector, la veloz nave de ataque rápido se creó para llevar a cabo extensas patrullas por decenas de sistemas solares, tanto explorados como desconocidos, y para responder con celeridad ante cualquier situación al tiempo que transportaba arsenal suficiente como para destruir cualquier cosa que tuviese un tamaño similar.
Aunque se la consideraba pequeña para ser una nave con capacidad de salto disforme, medía casi medio kilómetro de largo y, en teoría, podía transportar a media compañía de Marines Espaciales, aunque su principal misión era ser los ojos y los oídos del Capítulo, y la función de transportar y de luchar recaía sobre los cruceros de asalto y las inmensas barcazas de batalla.
Un tercio de la longitud de la nave estaba ocupado por sus potentes motores de plasma y los reactores para dirigirlos. El resto de la estructura estaba prácticamente cubierta de emplazamientos de artillería, áreas de exploración y zonas de lanzamiento. En la parte delantera, la proa blindada estaba salpicada por los oscuros agujeros de los lanzatorpedos. Conforme se aproximaban, las estrellas parecían resplandecer y hubo un breve destello de luz azul y morada cuando atravesaron los escudos de vacío de la nave.
El otro aspirante, Beyus, estaba atado en uno de los asientos de la cañonera y muy sedado. Cuando entraron en órbita sobre Limnos V, la impresión le superó y empezó a gimotear, a llorar y a rascarse los ojos incrédulo.
No era algo extraño que un aspirante de un mundo salvaje sufriese un impacto cultural tan catastrófico, y Néstor le tranquilizó con un narcolépsico. Si el joven no recuperaba pronto el sentido, no sería reclutado y sería entregado a los tecnosacerdotes, quienes le borrarían la mente y le convertirían en un servidor para que siguiese siendo de alguna utilidad para el Capítulo.
La Thunderhawk penetró en la sombra de la nave y se aproximó a la plataforma de aterrizaje. Cuando fuera oscureció, Varsin se volvió con los ojos abiertos cargados de emoción. El interior de la Thunderhawk era una mezcla de capilla y centro de mando. Sus arqueadas hornacinas estaban repletas de pantallas parpadeantes y de visualizadores rúnicos digitales, y un estandarte bordado de ornamentos cubría el techo.
Los Marines Espaciales se habían quitado los cascos y los generadores dorsales estaban recargándose con los motores de la cañonera mientras su armadura funcionaba con su propia fuente de alimentación interna. Excepto Hephaestus, que estaba en el puente de mando pilotando, los demás estaban sentados y rezando con la cabeza inclinada y cada uno murmuraba en silencio sus propias oraciones al Emperador y a su primarca, Lión El’Jonson. Consciente del sobrio ambiente, el chico guardó para sí su emoción y se sentó en el extremo final de la cañonera, lejos de la intimidante presencia de los Marines Espaciales.
Pronto la luz entró a través de las escotillas conforme la Thunderhawk atracaba, acompañada de los golpes metálicos de las herramientas de sujeción que abrazaban el casco y conducían la nave con cuidado al interior de la Cuchilla de Caliban. Tras despertar de su ensueño, los Marines Espaciales se pusieron de pie y se acercaron hacia la batería de su armadura. Con el silbido de los sistemas hidráulicos y el sonido metálico de los mecanismos de seguridad, unos brazos automáticos implantaron el generador dorsal en su armadura de nuevo. Se agacharon a la altura del banco, recogieron sus cascos y los colocaron uniformemente debajo de su brazo izquierdo. La rampa de asalto descendió hasta la cubierta y los Marines Espaciales empezaron a desfilar lentamente hasta la plataforma de aterrizaje. Los tecnosacerdotes y los semimecánicos servidores iban de un lado a otro inspeccionando la Thunderhawk, dando gracias al Dios Máquina por hacer que regresase sana y salva y rociándola con aceites sagrados de pesados incensarios.
Los Marines Espaciales pasaron a través de la multitud que se concentraba. Néstor llevaba a Beyus bajo su brazo libre, y Varsin se esforzaba por llevar el paso de sus gigantescos acompañantes.
—¿Es que no todos los guerreros de las estrellas son como vosotros? —preguntó.
El chico miraba a todas partes, absorbiendo cada detalle de aquel entorno extraño, con una mezcla de sorpresa y de temor. Señaló a los sirvientes del Capítulo, que andaban ocupados por la cubierta de vuelo. Eran humanos normales que realizaban centenares de funciones rutinarias del Capítulo para sus señores, los Marines Espaciales.
—Hay muy pocos como nosotros —respondió Néstor mientras un grupo de funcionarios ataviados con túnicas corrían hacia él.
El apotecario les pasó al comatoso Beyus y éstos se lo llevaron.
—Se dice que el Imperio del Emperador posee más mundos que Marines Espaciales. Tú sólo has superado la primera prueba; todavía tendrás que pasar muchas más. Algunos no sobreviven, pero los que fracasan y viven para contarlo acaban sirviendo al Capítulo de otras maneras, como estos siervos.
—¿Más pruebas? —se interesó Varsin—. ¿Cuándo tendrán lugar? ¿Cuánto tendré que esperar para poder luchar por el Emperador como un Marine Espacial?
—¡Qué impaciente! —rio Zaul—. Si es que llegas a convertirte en un Marine Espacial, antes tendrás que pasar años de entrenamiento y de cirugía. Yo mismo tenía doce veranos de edad cuando me escogieron, pero no recibí mi primer caparazón hasta los dieciocho.
—¿Qué es eso? ¿Vuestra armadura? —preguntó el muchacho.
—Sí y no —respondió Néstor—. Durante los próximos años aprenderás sobre las estrellas y los mundos más allá de la nube para que entiendas realmente en lo que te vas a convertir. Mis hermanos del apotecarión transformarán tu cuerpo y harán que aumente como el nuestro. Recibirás nuevos pulmones para respirar veneno y un segundo corazón para que tu sangre siga fluyendo en el fragor de la batalla a pesar de haber sufrido graves heridas. Te implantaremos la valiosa semilla genética del León, y su grandeza fluirá por tus venas y se calará en tus huesos. No sentirás más dolor, tendrás la fuerza de diez hombres, verás en la oscuridad con tanta claridad como si fuera de día y oirás la respiración de un asesino por encima del trueno de una tormenta. Entonces recibirás el caparazón negro que fundirá tu cuerpo con tu armadura para que puedas llevarla como si de una segunda piel se tratase.
El chico se quedó estupefacto, incapaz de concebir siquiera la genoterapia y el proceso de implantación a los que se iba a someter. Para él, los poderes del Emperador que está al otro lado de la nube eran pura magia, algo que no podía juzgar ni comprender.
—Pero no sólo se modelará tu cuerpo para convertirte en un arma viviente del Emperador —añadió Bóreas—. También debe entrenarse tu mente. Aprenderás los Catecismos del Odio, las oraciones de batalla del Capítulo, los himnos del León. Tendrás que aprender a usar los nuevos órganos que crecerán en tu interior y a controlar la ira que sentirás al enfrentarte a un alienígena, un traidor o un hereje. Al tiempo que crecen tus músculos se debe fortalecer también tu mente para que, como nosotros, nunca vuelvas a sentir miedo, ni duda, ni compasión, ni piedad, ya que se trata de debilidades que el terrible enemigo podría utilizar en tu contra.
Mientras pronunciaba estas palabras, al Capellán le sonaban falsas en su propio corazón. El legado de las palabras de Astelan todavía le atormentaba. Bóreas sabía que era culpable de todas aquellas cosas que enseñaba a los demás a suprimir. Tenía miedo de sí mismo y de su propio poder, dudaba de su propia lealtad y de sus razones para estar ahí, sentía compasión y piedad por aquellos a quienes su Capítulo había jurado destruir durante diez mil años. Como una herida abierta, sus traidores pensamientos se enconaban en su mente.
—No hay duda de que sois grandiosos. ¡Qué afortunados somos de tener unos señores tan magnánimos! —exclamó Varsin.
Los Marines Espaciales intercambiaron silenciosas miradas, pues todos conocían el sufrimiento y la tortura mental que habían tenido que soportar para convertirse en superhumanos. Ninguno de ellos recordaba realmente de dónde venía, ni a su familia y sus amigos. Eran Marines Espaciales del Capítulo de los Ángeles Oscuros, y eso era todo. Sólo vivían para servir al Emperador, honrar a sus hermanos de batalla y proteger a la humanidad. A pesar de ser los máximos defensores de la humanidad, jamás volverían a saber lo que se siente al ser humano.
—Ya basta de preguntas —gruñó Bóreas, disgustado ante su dolorosa introspección, y Varsin dio un respingo y por poco no cayó al suelo.
El Capellán miró a los demás, pero en sus rostros no había muestras de que hubiesen sentido que algo no iba bien.
—Ya habrá tiempo para preguntas cuando la Torre de los Ángeles llegue a Limnos.
La Cuchilla de Caliban tardó varios días en regresar a Limnos IV. A diferencia del quinto mundo salvaje, Limnos IV mantuvo un barniz de civilización durante la Era de Conflictos, y cuando los Ángeles Oscuros reclamaron el mundo durante la Gran Cruzada, los humanos que habitaban el planeta les recibieron con los brazos abiertos. En muchos sentidos, Limnos era perfecto para el propósito de los Ángeles Oscuros. Los primitivos guerreros del quinto planeta les proporcionaban excelentes soldados. Eran hombres fuertes y naturales que sólo podían encontrarse en aquellas tierras de muerte o en las salvajes profundidades de un mundo colmena. Pero el cuarto y semiculturizado planeta les proporcionaba un puesto de avanzada, un refugio en el que podían residir sin interferir en el desarrollo de las tribus de Limnos V.
En aquel momento, la cañonera Thunderhawk descendía hacia la capital, Puerto Kadillus. Cuando la nave atravesaba la atmósfera superior, Hephaestus pidió a Bóreas que se reuniese con él en el puente de mando.
A través del parabrisas blindado, el Capellán vio los inmensos océanos de aquel mundo y las miles de islas volcánicas desperdigadas que se extendían por el planeta en cadenas de miles de kilómetros. Casi todas seguían activas e inhabitables. La isla más grande, Kadillus, destacaba entre las que tenía a su alrededor. Tenía varios kilómetros de altura y la formaban cinco enormes volcanes. Llevaban mucho tiempo inactivos, y la misma actividad geotérmica que había creado semejante planeta ahora abastecía a sus habitantes de la mayor parte de su energía. Desde la nave, Bóreas veía la ventilación térmica de las centrales eléctricas suspendida como una densa niebla sobre la isla que oscurecía el suelo bajo la cima de los volcanes.
—El sargento Damas ha redirigido desde nuestra fortaleza una señal de emergencia del coronel Brade —comunicó Hephaestus al Capellán Interrogador.
Brade había sido el comandante de las fuerzas de la Guardia Imperial estacionadas en Limnos durante los últimos años, desde que tuvo lugar una invasión de orkos que casi se hizo con el dominio del planeta. Algunos todavía resistían en las zonas inexploradas y, a pesar de las constantes operaciones de limpieza e incendio para destruir las posibles esporas de los pieles verdes, Limnos jamás se libraría de la amenaza de sus atroces ataques.
—Comunicación a través de Thunderhawk —ordenó Bóreas al transmisor de su armadura para que su voz se distribuyese por el sistema de largo alcance de la nave—. Aquí el Capellán Interrogador Bóreas; ¿en qué podemos ayudarle, Coronel?
—Lord Bóreas, los orkos están desarrollando un importante ataque en Vartoth —anunció Brade con la voz entrecortada a causa del transmisor.
Vartoth era una de las viejas minas principales. Ahora estaba abandonada, excepto por una maraña de edificios y algunos túneles subterráneos. Bóreas comprendió inmediatamente que si los orkos conseguían establecerse allí, haría falta un ataque a gran escala para expulsarles.
—Por favor, sea más específico, Coronel —pidió Bóreas sacudiendo la cabeza ligeramente en un gesto de inconsciente desaprobación.
—Calculamos que unos quinientos orkos ya han penetrado los muros del perímetro del complejo y se han ocultado en los edificios mineros —explicó Brade—. Ya tengo a los pelotones de infantería en la zona de guerra y a tres pelotones Puño Blindado en camino, pero los pieles verdes estarán bien atrincherados para cuando lleguen. De alguna manera, los orkos parecen ir muy bien armados. Necesitamos vuestra ayuda.
Bóreas calculó rápidamente que los hombres de Brade estaban en desventaja numérica y, a pesar de los transportes blindados y los tanques de apoyo ligero de los pelotones Puño Blindado, no sería fácil establecer un punto de apoyo desde el que lanzar un ataque coordinado sobre la mina principal.
—Por supuesto, coronel Brade —respondió Bóreas.
El Capellán miró a Hephaestus, que había estado escuchando a través de la central. El tecnomarine manipuló los mandos de una de las pantallas y elaboró un esquema táctico.
—Estaremos allí en diez minutos, Coronel —comunicó Hephaestus al comandante de la Guardia Imperial tras comprobar el mapa digital.
—Preparaos para avanzar en cuanto lleguemos —advirtió Bóreas.
—Me encuentro a un kilómetro al sur de la mina principal; espero vuestra llegada —dijo Brade—. Entonces hablaremos de cómo podéis ayudarnos mejor.
—No me ha entendido, Coronel —respondió el Capellán—. Realizaremos un ataque inmediato. Por favor, prepare a sus tropas para aprovechar cualquier ventaja.
—Ah… Yo… —tartamudeó Brade—. Por supuesto, empezaremos a avanzar de inmediato y estaremos listos para proporcionaros tropas adicionales cuando lleguéis.
—Gracias, coronel Brade. —Bóreas cortó la comunicación y se dirigió a Hephaestus—: Programa al espíritu-máquina para que nos lleve hasta allí. Abre el arsenal y distribuye los retrorreactores.
—De acuerdo —asintió el tecnomarine.
Las enormes manos del piloto se movieron a gran velocidad por los mandos de la cañonera antes de levantarse y dirigirse a la sección blindada en el extremo final de la Thunderhawk. Controlada por su propia mente artificial, la nave empezó a descender a través de las nubes en dirección a Vartoth.
Los jóvenes aspirantes se habían acurrucado en una esquina y observaban cómo los Marines Espaciales se preparaban para la batalla ayudándose entre ellos a ponerse los retrorreactores y ajustándose los arneses. Los retrorreactores abultaban todavía más que un generador dorsal normal, y la mayor parte la formaban dos anchos motores diseñados para permitir a su portador desplazarse por el aire a gran velocidad. Los Marines Espaciales se ajustaron el casco y extrajeron varios bólters del estante de las armas mientras Bóreas abría su pequeño relicario y sacaba la espada de energía.
Comprobó el botón de activación y la larga espada se vio envuelta en un resplandeciente halo azul de energía capaz de atravesar el plastiacero y de rebanar huesos. Satisfecho al ver que funcionaba, envainó la espada y sacó su rosarius, el símbolo de su posición. La elaborada insignia presentaba la forma de un cuadrado engarzado con un brillante rubí que actuaba como proyector del generador compacto de campo de fuerza que contenía en su interior. Después sacó la llave con forma de calavera alada del relicario y la introdujo en el rosarius, que cobró vida con un leve zumbido.
—Nos acercamos a la zona de lanzamiento —anunció Hephaestus desde el puente de mando.
Bóreas asintió.
—Comprobad los cierres y preparaos para desembarcar —ordenó el Capellán Interrogador al escuadrón.
Todos formaron una única fila en el centro de la cañonera y se dirigieron hacia la rampa de asalto delantera. Bóreas se acercó a Varsin y a Sanis, que permanecían perplejos sentados en silencio cerca del puente de mando. Entre aquellos guerreros parecían aún más pequeños de lo que eran.
—Apretaos bien los cinturones, preferiríamos que no os pasase nada hasta que os llevemos a la fortaleza —les dijo al tiempo que señalaba los arneses de seguridad que colgaban desde el interior del casco de la nave—. La Thunderhawk os llevará a un lugar seguro cuando nos hayamos marchado. No intentéis moveros de aquí ni siquiera cuando hayáis aterrizado. Podrían llamar a la cañonera en cualquier instante y sería una desgracia que no estuvieseis asegurados en ese momento.
Ambos aspirantes asintieron dócilmente. Habían aprendido la disciplina de los Ángeles Oscuros en la Cuchilla de Caliban y sabían que tenían que obedecer cualquier orden a rajatabla.
—Descendiendo rampa —anunció Hephaestus al tiempo que activaba el sistema hidráulico de la cañonera tras comprobar que los chicos estaban bien seguros con los arneses abrochados.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó Varsin estridentemente—. ¿No podemos acompañaros cuando aterricéis?
—¿Aterrizar? —rio Zaul—. Eso nos llevaría demasiado tiempo. No nos acompañaréis a ninguna parte. Quedaros en la Thunderhawk y no os pasará nada.
El rugido de los motores se volvió ensordecedor cuando la rampa se abrió y reveló el tono azul grisáceo del cielo de Limnos. El viento azotó el interior de la cañonera y los chicos se agarraron fuertemente a los arneses mientras éste les revolvía el pelo y les golpeaba la cara. El suelo se veía centenares de metros abajo y Bóreas se volvió hacia el resto desde el principio de la fila.
—¿Habéis comprobado las armas? —preguntó.
Los Marines Espaciales asintieron al unísono. Entonces Bóreas corrió y se lanzó por la rampa.
—¡Por el Emperador! ¡Gloria al León!
El Capellán Interrogador se impulsó desde el extremo de la rampa de asalto hacia el cielo; los demás le siguieron inmediatamente. Sobre ellos, la Thunderhawk se alejó a gran velocidad de la zona de conflicto. Su semiconsciente espíritu-máquina la guiaba hacia una zona de aterrizaje segura donde esperar a que Hephaestus volviese a reclamarla.
Una ráfaga de fuego del retrorreactor ralentizó el descenso de Bóreas durante un par de segundos y su mente analizó la escena que tenía a sus pies a la velocidad del rayo. El complejo de Vartoth estaba constituido por un grupo de cinco edificios concentrados alrededor de la mina principal en sí. Había una brecha en un muro perimetral al norte, y los escombros estaban esparcidos por la pista de rococemento que había al otro lado.
Los estallidos y el fuego láser centelleaban en la penumbra del crepúsculo mientras los orkos que se encontraban ya en el interior del edificio intercambiaban disparos con los guardias imperiales que intentaban atravesar la puerta y el agujero del muro desesperadamente. Pero los humanos lo tenían difícil; apenas había lugares donde refugiarse una vez que hubiesen atravesado la pared, y el suelo estaba salpicado de muertos y de heridos.
En el interior del complejo, los edificios eran en su mayoría rectángulos de ferrocemento gris de tres y cuatro plantas marcados por la erosión y agrietados por muchas partes por el hundimiento del suelo a causa de la gran explotación que había tenido lugar a sus pies. Había orkos en todas las ventanas desprovistas de cristal y disparaban salvajemente a la Guardia Imperial, rociando el patio de balas y de cartuchos usados. La principal concentración de tiros parecía proceder de la torre de diez pisos que había a la izquierda de Bóreas.
—¡Néstor! ¡Zaul! ¡Acompañadme a la izquierda! —ordenó—. ¡Hephaestus! ¡Thumiel! ¡Vosotros id al edificio de bombeo, a la derecha!
El suelo se acercaba a gran velocidad y los Marines Espaciales encendieron sus retrorreactores justo antes de aterrizar. Incluso a pesar de haber utilizado los retrocohetes, el aterrizaje fue muy pesado y sus botas resquebrajaron el suelo de rococemento con el impacto.
Bóreas desenvainó la espada de energía y la activó al tiempo que desenfundaba el bólter con la mano izquierda. Habían aterrizado en pleno tiroteo y las balas y el fuego láser silbaban sobre sus cabezas. Entonces se separaron y se dirigieron a sus respectivos objetivos a gran velocidad.
Una bala silbó cerca de la hombrera izquierda de Bóreas y el Capellán se volvió ligeramente y abrió fuego contra el rostro acolmillado del orko que le había atacado. Lanzó tres proyectiles de un solo disparo, y la pared del edificio estalló y se convirtió en polvo y metralla cuando sus puntas explosivas detonaron un momento después del impacto.
El orko salió volando con fragmentos de ferrocemento en el rostro y el arma se escurrió de sus dedos sin vida.
Zaul y Néstor le cubrieron, y Bóreas corrió hacia la puerta de la torre. Mientras avanzaba, las balas le golpeaban en la armadura sin causarle ningún daño, y su bólter respondía constantemente con disparos.
Toda la parte delantera de la torre estaba agujereada por el fuego del bólter y varios de los brutales alienígenas colgaban muertos de las ventanas. De repente, un misil atravesó el patio echando humo desde uno de los otros edificios y una tremenda explosión hizo temblar el suelo de los alrededores. Zaul saltó por los aires con la detonación y aterrizó fuertemente en el suelo. Néstor se volvió y lanzó una granada por el espacio abierto a través de una de las ventanas. El edificio ocupado se vio envuelto en una nube de fuego y humo y de la abertura empezaron a surgir salpicaduras de sangre oscura y trozos de carne verde.
Zaul se levantó y disparó con una mano hacia las ventanas de la torre. Su hombrera derecha se había hecho añicos. Los mecanismos, rotos y retorcidos, chisporroteaban y zumbaban y la sangre brotaba de la herida del antebrazo del Marine Espacial. Néstor le echó un vistazo a la lesión, pero Zaul le hizo un gesto para que lo dejara.
—Ya me curarás después, apotecario —insistió el hermano de batalla mientras agarraba el bólter con las dos manos y empezaba a avanzar de nuevo.
—Un rasguño como ése no requiere mi atención —respondió Néstor con una sonora carcajada.
La puerta de la torre era de madera robusta, pero eso no suponía ningún problema para Bóreas y su servoarmadura. De una sola patada la partió en dos, arrancó las bisagras y derribó la puerta hacia el interior. La espada de energía del Capellán Interrogador resplandecía mientras la blandía a diestro y siniestro cortando cabezas y extremidades sin dificultad. Los orkos le acosaban y aporreaban su armadura con las culatas de sus pistolas robadas, pero fueron repelidos cuando el rosarius del Capellán cobró vida y les cegó con su blanco fulgor.
Bóreas le reventó la cabeza a otro orko de un tiro a quemarropa con el bólter mientras que, tras él, Zaul y Néstor se abrían paso a través de los alienígenas de piel verde con los puños, partiéndoles los huesos y arrancándoles la carne con sus fuertes manos sobrehumanas. Los orkos no eran ningunos enclenques. Sus músculos, duros como rocas, eran perfectamente capaces de herir brutalmente a un hombre normal, y con sus colmillos y sus garras podían arrancar la carne del hueso. Pero eran como niños comparados con los poderosos Ángeles Oscuros y sus armaduras.
Los Marines Espaciales no tardaron en despejar la planta baja y pasaban sobre los cuerpos apilados de los alienígenas muertos para disparar a los que quedaban aún con vida. Zaul despejó la escalera con unos cuantos disparos certeros y por el momento la posición que mantenían quedó asegurada.
Los otros dos Marines Espaciales miraron a Bóreas y el Capellán le hizo un gesto de aprobación con la cabeza a Zaul. Insertando un nuevo cargador en su bólter, el hermano de batalla empezó a ascender las escaleras. Casi al instante le llovió una ráfaga de disparos que causó profundas brechas en su armadura e hizo saltar motas de pintura que formaron un remolino a su alrededor. Postrado sobre una de sus rodillas, devolvió los disparos y los cadáveres de dos orkos bajaron rodando desde el descansillo hasta los pies de Bóreas. Uno agitó la cabeza aturdido instantes antes de que la brillante punta de la espada del Capellán se hundiese en su cráneo.
Cubiertos por Zaul, Bóreas y Néstor subieron corriendo y empezaron a disparar antes de llegar al final de la escalera. Los orkos retrocedieron ante el ataque y se retiraron a dos habitáculos a ambos lados del descansillo. Bóreas se detuvo y extrajo una granada de fragmentación de su cinturón. Néstor hizo lo mismo y ambos las lanzaron al interior de las puertas simultáneamente.
Al tiempo que las granadas estallaron, los Marines Espaciales corrieron por el descansillo a través del humo y la metralla disparando los bólters como flores de fuego en la polvorienta neblina. Los orkos se tambaleaban y tosían. El ataque les había cogido por sorpresa. Bóreas perforó de un tiro el cráneo de uno de ellos y atravesó el muslo de otro. Recuperados del sobresalto, los pieles verdes se abalanzaron sobre el capellán y le golpearon con sus armas intentando atravesar su armadura con cuchillos. En un momento dado tenía cuatro encima que intentaban derribarle.
El primero recibió un disparo de bólter en el estómago y salió despedido. El segundo se apartó agarrándose la cara tras recibir un cabezazo del Capellán entre los ojos. De una patada en el pecho se quitó al tercero de encima, y el cuarto recibió un golpe de espada que le arrancó la mandíbula de cuajo y le lanzó al otro extremo de la estancia. Había otros ocho orkos más en la habitación pero, cuando se disponían a atacar, Zaul apareció junto a Bóreas y les lanzó una granada. Dos murieron despedazados al instante con el estallido; los otros se lanzaron al suelo. Con bólter y pistola, los dos Marines Espaciales acabaron con los supervivientes.
Planta por planta fueron derramando la sangre de los orkos. La armadura de Bóreas presentaba grietas y abolladuras por decenas de sitios cuando terminaron de despejar el último piso. Por debajo, la espesa sangre de los cortes que había recibido en los brazos y las piernas se había coagulado. Tras unos cuantos minutos sangrientos, en aquella torre no quedaba ni un solo orko con vida.
Bóreas se asomó por una de las ventanas para ver que, en el patio, la Guardia Imperial disparaba hacia las ventanas de los edificios restantes ahora que el mortal tiroteo había terminado.
—Informe del avance —solicitó Bóreas a los otros dos Marines Espaciales que se habían dirigido al edificio de la derecha al aterrizar.
—El edificio de bombeo está despejado. La Guardia Imperial ha asegurado la mina principal. Apenas queda resistencia —le informó Thumiel.
—Bien, retiraos al patio y reagrupaos —ordenó Bóreas a su escuadra.
El polvo y el humo inundaban el aire en el interior del complejo pero, a través de sus autosentidos, Bóreas veía claramente cómo el coronel Brade dirigía la operación de exterminio desde la entrada.
El comandante Imperial alzó la vista cuando las gigantes figuras surgieron de entre las tinieblas con expresión de cautela.
Las armaduras de los Marines Espaciales estaban picadas y cubiertas de arañazos. La pintura había saltado y tenían abolladuras y hendiduras por todas partes. Una de las lentes de Bóreas se había rajado al recibir el tiro a quemarropa de un cañón automático, y el Coronel veía que las sondas mecánicas del casco se le estaban clavando en la carne de alrededor del ojo. Apartó la vista y le ofreció la mano a Bóreas.
—Muchas gracias por su ayuda, lord Bóreas —dijo Brade.
La mano del Capellán Interrogador hizo que la del Coronel pareciese más pequeña de lo que era al estrechársela.
—Le agradezco su gratitud, pero la muerte de los enemigos del Emperador ya es suficiente recompensa —respondió Bóreas mientras retiraba su mano y se volvía al escuchar el sonido de los motores de la Thunderhawk.
Se giró y miró al tecnomarine que guiaba la nave hacia sus tripulantes.
—Confío en que usted y sus hombres podrán manejar la situación actual —dijo Bóreas dirigiéndose de nuevo a Brade.
—Sí, apenas quedan orkos ya. Sólo tenemos que incinerar sus cuerpos para evitar que liberen más esporas —asintió el Coronel—. Sin embargo, estos ataques se están volviendo cada vez más frecuentes y más organizados. ¿Puedo preguntarle de nuevo cuándo nos enviará su estimado Capítulo más hermanos de batalla para ayudarnos en nuestras campañas?
—Cuando la Torre de los Ángeles regrese, notificaremos al Maestre Azrael cuál es la situación aquí y tomará una decisión —respondió Bóreas firmemente.
Aunque siempre lo hacía con respeto y de manera bienintencionada, las constantes solicitudes de Brade para que se estacionasen más Ángeles Oscuros en Limnos estaban empezando a acabar con su paciencia. Ya le había explicado en numerosas ocasiones que la misión de los Marines Espaciales no era guarnecer mundos en masa, y que de no ser por el valioso reclutamiento de Limnos V, la Guardia Imperial habría tenido que defender el planeta por cuenta propia sin la ayuda de Bóreas y de sus hombres.
—Entiendo. Contactaré con el Departamento Munitorum para solicitar más soldados —contestó el Coronel apartando la mirada con decepción.
—Bien, entonces hasta la vista.
Bóreas se volvió e indicó a los otros que le acompañasen conforme el rugido de los motores de la Thunderhawk ahogaba el crepitar de las llamas y de los disparos aislados.