PRIMERA PARTE
LA HISTORIA DE ASTELAN
Astelan se encontraba en la pista de atraque con el silbido de los motores de la lanzadera extinguiéndose a sus espaldas. Las enormes y elaboradas puertas que tenía ante él estaban compuestas de metal negro forjado y presentaban el diseño de una espada alada idéntica a ambos lados.
En la inmensa y tenebrosa estancia que había tras ellas podía distinguir a diez gigantes figuras envueltas en blancas y pesadas túnicas. Permanecían en las sombras, entre los parpadeantes círculos de luz generados por las llamas de las largas velas que recorrían las paredes de la cámara. Cada una de las figuras sujetaba un mandoble hacia arriba frente a su pecho y su rostro. El filo de las armas destellaba con la temblorosa luz. El rojizo resplandor bailaba sobre los miles de cráneos que adornaban las paredes y el techo del enorme sepulcro y se reflejaba en las cuencas vacías y en las pulidas sonrisas descarnadas. Muchos de ellos eran humanos, pero la mayoría no. Una mezcla de rasgos sutiles y alargados, alienígenas de grandes y feroces mandíbulas, monstruosidades sin ojos, deformadas criaturas con cuernos y muchos otros aterradores semblantes inhumanos miraban con desprecio a los Ángeles Oscuros congregados.
Un solitario toque de campana llamó la atención de los guardias reunidos. Las grandes puertas frente a Astelan se abrieron hacia dentro. Un nuevo doble de campana ahogó el silbido del sistema hidráulico y el chirrido de las viejas bisagras. Astelan dio unos pasos hacia delante. A pesar de vestir su pesada servoarmadura negra, seguía siendo unos pocos centímetros más alto que aquellos Marines Espaciales. No tenía puesto el casco y, por debajo de una poblada ceja, sus oscuros ojos observaban con calma a los guerreros. La luz de las velas se reflejaba en su cabeza afeitada. Se volvió hacia el Marine Espacial que le había acompañado en la lanzadera, a quien llamaban Hermano Capellán Bóreas. Él también vestía una túnica blanca y pesada, pero a diferencia de la guardia de honor, Bóreas conservaba puesta su armadura. Su rostro se ocultaba bajo un casco de oro deslustrado con la forma de la calavera de la muerte. Sus inertes lentes le observaban sin emoción.
—No esperaba a una guardia de honor —dijo Astelan refiriéndose a los Ángeles Oscuros que permanecían inmóviles a su alrededor.
—Y hacías bien. Están aquí para honrarme a mí, no a ti —respondió Bóreas tranquilamente con la voz algo distorsionada por el proyector vocal de su armadura.
Después levantó la voz y se dirigió al resto de los ocupantes de la estancia:
—¡Formad escolta!
Cinco de los Marines Espaciales se volvieron y se situaron frente a Astelan, mientras que el resto se colocó tras la pareja recién llegada. Bóreas dio otra orden y los guerreros empezaron a marchar despacio hacia delante. Astelan sintió que Bóreas le empujaba por detrás, obligándole a seguir a los demás. Cuando salieron de la cámara y entraron en un pequeño pero ancho pasillo de paredes revestidas con losas con nombres grabados, a Astelan le pareció reconocer aquel lugar.
—Acabamos de pasar el Portal de la Conmemoración, ¿verdad? —preguntó a Bóreas, que no respondió—. Estoy convencido. Todo me resulta muy familiar. La cámara de la entrada solía estar adornada con los estandartes de las familias de Caliban cuyos Señores habían perecido en combate.
—Hubo un tiempo en que fue así, pero ya no —admitió Bóreas.
—Pero ¿cómo es posible? Desde la lanzadera esto no parecía Caliban, parecía una especie de estación espacial —dijo Astelan—. Y el Portal de la Conmemoración se utilizaba para llegar hasta los sepulcros de las catacumbas que estaban bajo la ciudadela. Era un lugar para los muertos.
—Así es —respondió el Hermano Capellán.
Consternado y confuso, Astelan continuó avanzando en silencio mientras los Ángeles Oscuros le guiaban hacia las entrañas de aquel perturbador lugar. El camino estaba iluminado por unas antorchas que ardían sin humo colocadas en unos apliques a intervalos regulares a lo largo de las paredes. Otros pasillos salían a la izquierda y a la derecha, y Astelan recordó que estaban atravesando las tumbas de los antiguos gobernantes de Caliban. A pesar de todo, seguía sin relacionar lo que había visto antes de llegar con sus recuerdos. Se encontraba en una fortaleza blindada suspendida en el espacio. Había visto con sus propios ojos la gran cantidad de torres y de otros emplazamientos que se habían construido sobre lo que él había tomado por un gigantesco asteroide.
Giraron a la izquierda y a la derecha en una ocasión. Serpenteaban por aquel laberinto de túneles, rodeados de lápidas que proclamaban los nombres de los Ángeles Oscuros que habían muerto en heroico combate. Parecía que las tumbas se extendían eternamente en todas direcciones. Bajo sus pies, el polvo era espeso. Había permanecido imperturbable durante muchos años, tal vez décadas, o incluso siglos. Unos pequeños huecos en las paredes albergaban reliquias del pasado: hombreras ornamentadas, la empuñadura y media hoja de una espada de energía rota, cráneos con nombres grabados, un guantelete deslustrado, osarios protegidos por un cristal que exponían los huesos de aquellos que habían caído en combate con una placa debajo que explicaba quiénes habían sido en vida. Sobre su rostro, Astelan sentía corrientes y frescas brisas que emanaban de cámaras laterales y, en ocasiones, percibía un suspiro distante, o el sonido metálico de una cadena, que acentuaban el aire macabro de la cripta y ayudaban poco a serenar su mente inquieta.
Al girar a la derecha en un cruce determinado, un movimiento periférico captó la atención de Astelan y éste se volvió hacia la izquierda. Entre las sombras distinguió a un ser diminuto, no más alto que su cintura, casi oculto en la oscuridad. Era poco más que una pequeña túnica, pero desde las profundidades de la capucha negra, Astelan advirtió el brillo de una luz fría y azul en sus ojos mientras la extraña criatura le observaba. Tan de repente como lo había visto, el vigilante en la oscuridad volvió a confundirse entre las sombras y desapareció.
A causa de la confusión que se había apoderado de él conforme avanzaban hacia las entrañas del sepulcro, Astelan no se había dado cuenta de que se habían detenido. Los otros Ángeles Oscuros se dieron la vuelta y salieron por donde habían entrado, dejándoles a Bóreas y a él en una cámara circular de unos veinticinco metros de diámetro cuya circunferencia estaba cubierta de puertas de hierro macizo. Todas estaban cerradas excepto una, y Bóreas le indicó a Astelan que avanzase hacia ella.
Astelan vaciló por un instante y después se dirigió hacia la estancia. En cuanto entró se detuvo, atónito al descubrir lo que había en su interior.
Era una habitación pequeña, de apenas cinco metros cuadrados y un brasero la iluminaba desde una de las esquinas al otro lado. Una inmensa losa dominaba el centro de la estancia, perforada por unos aros de hierro de los que colgaban pesadas cadenas. A uno de los lados, una fila de estanterías estaba llena de varios utensilios de metal que, amenazadores, captaban la luz de las brasas de carbón. Había otros dos Marines Espaciales con túnicas esperándoles allí, con el rostro y las manos ocultos bajo sus pesadas capuchas y los tachonados guanteletes de metal. Uno de ellos dio un paso adelante y Astelan vislumbró fugazmente el color blanco hueso que se escondía bajo su capucha.
La puerta se cerró de un golpe a sus espaldas. Astelan se volvió y vio que Bóreas también había entrado. El Capellán se quitó el casco con forma de calavera y lo sujetó bajo su brazo. Sus penetrantes ojos miraban a Astelan con la misma frialdad que lo habían hecho los inertes rasgos de la calavera de la armadura. Como Astelan, tenía la cabeza afeitada y marcada con leves cicatrices. En la mejilla izquierda tenía tatuada una espada alada, el símbolo del Capítulo de los Ángeles Oscuros, y unos tachones de servicio agujereaban su frente.
—Se te acusa de traicionar al Emperador y a Lión El’Jonson, y yo, como Capellán Interrogador del Capítulo de los Ángeles Oscuros, he venido a administrar tu salvación —entonó Bóreas.
Astelan se echó a reír con aspereza ante el tono exageradamente solemne del hombre y sus carcajadas resonaron por las desnudas paredes de piedra.
—¿Que tú serás mi salvador? —rugió Astelan—. ¿Y qué derecho tienes tú a juzgarme?
—Arrepiéntete de tus pecados del pasado, admite que erraste en tus actos Lutheritas y tu salvación será rápida —dijo Bóreas haciendo caso omiso de aquel desaire.
—¿Y si me niego? —preguntó Astelan.
—En tal caso tu salvación será larga y ardua —respondió el Capellán al tiempo que señalaba con la mirada las afiladas hojas, las tenazas y los hierros de marcar que descansaban sobre las estanterías.
—¿Tanto se ha olvidado la gloria de los Ángeles Oscuros que os habéis visto reducidos a bárbaros torturadores? —escupió Astelan—. Los Ángeles Oscuros son guerreros, magníficos guerreros en combate. Y sin embargo, os escondéis aquí entre las sombras, volviéndoos contra vosotros mismos.
—¿No te arrepientes de tus actos? —volvió a preguntar Bóreas con tono y semblante severos.
—No he hecho nada malo —respondió Astelan—. Me niego a responder por este cargo, y me niego a reconocer tu derecho a acusarme.
—Muy bien. Entonces tendremos que librarte de la carga de tu alma —anunció Bóreas indicando de nuevo sus instrumentos de tortura—. Si no te arrepientes por voluntad propia para merecer una muerte rápida, tendremos que exorcizar el pecado de tu alma con dolor y sufrimiento. Tú eliges.
—Ninguno de vosotros podría aligerar el peso que he cargado sobre mis hombros —declaró Astelan—. Y ninguno de vosotros logrará ponerme un dedo encima sin luchar.
—Ésa ha sido la última equivocación que has cometido.
Bóreas sonrió forzadamente y señaló a uno de los otros Ángeles Oscuros.
—El Hermano Bibliotecario Samiel te lo demostrará.
El Marine Espacial se despojó de su capucha y reveló su oscuro y curtido rostro. Sobre su ojo derecho tenía tatuada una espada alada. El pomo tenía la forma de un ojo abierto. Tenía también el pelo rapado al cero y repleto de cicatrices y de marcas. En los ojos de Samiel había movimiento. Entonces Astelan advirtió que se trataba de minúsculas chispas de poder psíquico.
Astelan dio un paso hacia Bóreas con los puños levantados listo para atacar.
—¡Arcanatum energis! —gritó Samiel.
De los dedos del psíquico salieron unos rayos azules que acertaron en el pecho de Astelan y éste salió despedido por toda la habitación hasta golpear la pared. La vieja piedra se agrietó con el golpe y Astelan hizo una mueca de dolor. Pequeñas chispas azules danzaban por su armadura durante unos cuantos latidos más mientras se ponía de pie.
—¿Y tú me llamas traidor? ¿Tú que has incluido a un brujo entre tus propios hombres? —gruñó Astelan entre dientes mientras miraba con odio a Bóreas.
—¡Quieto! —gritó Samiel.
La voz del Bibliotecario atravesó la mente de Astelan golpeando todos sus sentidos del mismo modo en que el rayo psíquico había impactado contra su cuerpo. Sólo un instante después sintió que la fuerza de sus extremidades le abandonaba y se desplomó en el interior de su armadura. Los servomotores silbaban por mantenerle en pie.
—¡Duerme! —ordenó Samiel, y esta vez la resistencia de Astelan fue más fuerte y consiguió combatir el impulso de cerrar los ojos durante varios segundos. Su mirada se cruzó con la del Bibliotecario, y en ese momento, toda la fuerza de la mente del psíquico se desató. Astelan sintió que sus propios pensamientos se retorcían como un remolino; parecía que todo daba vueltas y un rugido inundaba sus oídos. Intentó desesperadamente liberarse de la intensa mirada de Samiel, pero no podía moverse. Su atención estaba bloqueada y sentía que su voluntad le abandonaba, succionada por el fuego que ardía en los ojos del psíquico.
—Duerme… —repitió Samiel.
Y Astelan perdió el conocimiento.
* * *
Cuando despertó, a Astelan no le sorprendió verse encadenado a la losa de interrogatorio. Al observar los gruesos eslabones de hierro que sujetaban sus piernas y sus brazos, supo que ni siquiera su fuerza aumentada podría ayudarle a romper aquellas cadenas. Le habían despojado de su armadura y yacía desnudo sobre la mesa de piedra. Su piel se estiraba sobre sus desarrollados músculos, marcados con decenas de cicatrices resultantes de las intervenciones a las que se había sometido durante su transformación en Marine Espacial. Entre su pecho y su abdomen había una segunda piel de tono negro apagado salpicada de accesorios de acero para conectar los cables, lo que le permitía interactuar con su servoarmadura cuando se armaba para la batalla. Ahora los conectores de metal y los circuitos permanecían inactivos, y sentía frío en las zonas del cuerpo en las que atravesaban su carne.
Observó la estancia y vio que estaba solo. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que regresaran sus torturadores. Aunque no tenía la menor importancia. Sabía perfectamente que podría bloquear cualquier clase de dolor que quisieran infligirle. El dolor era una debilidad y, como Marine Espacial de los Ángeles Oscuros, él no tenía debilidades. Se recordó a sí mismo, mientras esperaba tumbado, que había resultado herido muchas veces en combate y había continuado luchando. Incluso ahora, encadenado en la prisión de aquellos que habían rechazado el legado que les había dejado, continuaría con aquella lucha.
Otros ya le habían advertido que los Ángeles Oscuros ya no eran como habían sido siempre, que ahora les gobernaba la sospecha y el secretismo, pero se había negado a creerles. Si hubiese sabido lo que pretendían, jamás se habría entregado a ellos en Tharsis. Se había pasado las últimas semanas en un estado de constante confusión. Primero, los Ángeles Oscuros habían atacado el mundo que había gobernado y le habían obligado a defenderse. Después, tras un derramamiento de sangre considerable y en contra de lo que le aconsejaban sus subordinados, Astelan cejó en su desafío y permitió que sus atacantes entrasen en su búnker.
Los primeros Marines Espaciales que vio parecían muy desconfiados y muy confundidos. Pronto les llamaron a retirarse y el Capellán Bóreas llegó, flanqueado por Marines Espaciales con pesadas y blancas armaduras de exterminador. La forma tan poco convencional de su atuendo y los bárbaros adornos de huesos y plumas no hicieron más que aumentar la confusión de Astelan, al igual que el término que Bóreas había empleado para describirlos: el Ala de Muerte. En su ignorancia, no se resistió cuando le esposaron las manos con gruesas cadenas de titanio de manera que ni siquiera con su armadura pudiese romper los eslabones. Una cañonera de los mismos colores que el Ala de Muerte aterrizó directamente fuera de su centro de mando y mientras subía a bordo no vio a ningún otro Marine Espacial.
Desde entonces había permanecido totalmente aislado. Para trasladarle de la cañonera a una celda de la nave de los Ángeles Oscuros le taparon la cabeza con un saco negro y le amordazaron con una gruesa cuerda. Su único contacto había sido Bóreas, que se presentó y le llevaba comida y agua. Astelan no sabía exactamente cuánto tiempo había durado el viaje, al menos varias semanas. Entonces Bóreas regresó con la mordaza y el saco, y la lanzadera le trajo a la oculta plataforma de aterrizaje.
Ahora iba a ser torturado por aquellos que le habían aprisionado por equivocación. Sabía que, por ignorancia, le consideraban un traidor, y fieles a sus supersticiones creían que así salvarían su alma. Era una parodia de todo lo que le era preciado, de todo lo que los Ángeles Oscuros representaban en su día para la galaxia. Y conforme aumentaba su rabia, Astelan decidió demostrarles lo mucho que se equivocaban, demostrarles lo mucho que habían caído en desgracia a los ojos del Emperador.
Mientras esperaba, Astelan decidió entrar en trance y relajar su mente. Tal y como le habían formado para hacerlo, se separó de su cuerpo físico y permitió que el nodo catalepsiano implantado en la base de su cerebro controlase sus funciones mentales. En un estado de sueño parcial, permanecía consciente de lo que sucedía a su alrededor y alerta ante cualquier amenaza pero, al mismo tiempo, su cerebro descansaba y redirigía las señales neuronales desde las áreas dormidas hasta las que seguían despiertas.
En su estado de ensoñación, sus percepciones cambiaban de centro, de modo que la estancia pasaba de estar iluminada y llena de color durante unos minutos a volverse oscura y gris cuando su consciencia pasaba a otro lóbulo del cerebro. El sonido iba y venía, los recuerdos inundaban su mente y después desaparecían, y un momento sentía que flotaba en el aire para acto seguido notar la aplastante presión atmosférica que le rodeaba. Y durante todo ese tiempo, el ojo interior de su mente vigilaba la puerta, aguardando el regreso de sus carceleros.
Astelan era consciente de que había pasado bastante tiempo, tal vez varias horas, y volvió a su estado de plena consciencia. Su sentido del oído aumentado percibió el sonido de unos pasos que se acercaban desde fuera de la habitación. Fue esto lo que alertó a su subconsciente y le forzó a salir de su estado hipnótico. Tras escucharse el ruido metálico de unas llaves, el cerrojo se abrió con un fuerte y sordo sonido y la puerta se abrió. Seguido de Samiel, el Capellán Bóreas entró y cerró la puerta a sus espaldas. Se había despojado de su armadura y ahora tan sólo vestía una sencilla y blanca túnica. La parte delantera abierta del atuendo revelaba el torso increíblemente musculoso del Marine Espacial.
Bóreas se volvió y colgó las llaves en un gancho que había junto a la puerta.
—Espero que hayas empleado este tiempo de solitaria paz para recapacitar —dijo Bóreas, situado a la derecha de Astelan.
Astelan observaba cómo Samiel daba la vuelta a la estancia hasta colocarse a su otro lado.
—Vuestras amenazas no significan nada para mí; estoy convencido de que hasta vosotros lo entenderéis —respondió Astelan al tiempo que volvía la cabeza para mirar a Bóreas de frente.
—Si no te retractas de tus terribles acciones, debemos proceder según ordenan las antiguas tradiciones de mi oficio. —Entonó Bóreas y después comenzó el ritual de interrogatorio—: ¿Cómo te llamas?
—Soy el Comandante de Capítulo Merir Astelan —respondió con un tono de indignación en su voz—. Vuestro trato hacia mí no ha tenido en consideración en absoluto mi estimado rango.
—¿Y a quién sirves? —preguntó Bóreas.
—Serví a la Legión de los Ángeles Oscuros de los Marines Espaciales del Emperador —respondió Astelan bajando la vista al suelo.
—¿Serviste? ¿Y a quién sirves ahora? —inquirió el Capellán mientras daba un paso hacia delante.
—Me traicionaron mis propios Señores —reveló Astelan tras un momento de dolorosos recuerdos evitando todavía la mirada de Bóreas—. Me dieron la espalda, pero me he esforzado por continuar la gran misión para la que me creó el Emperador.
—¿Y qué gran misión es ésa? —Bóreas se inclinó sobre él frunciendo el ceño mientras le observaba.
—Que la humanidad gobierne la galaxia sin miedo a amenazas externas o internas —respondió Astelan con rabia mirando de frente al Capellán Interrogador—. Luchar con orgullo en el frente de batalla contra los alienígenas y los ignorantes.
—¿Y cómo es que luchaste contra los Marines Espaciales de los Ángeles Oscuros en el planeta Tharsis? —quiso saber Bóreas.
—Una vez más los Ángeles Oscuros me traicionaron, y de nuevo tuve que luchar para defenderme y para proteger lo que ibais a destruir inconscientemente.
Astelan levantó la cabeza para mirar directamente a los ojos del Capellán Interrogador, y Bóreas percibió el odio en su mirada.
—¡Esclavizaste a un mundo entero para satisfacer tus propios caprichos y tus necesidades egoístas! —escupió Bóreas inclinándose sobre él y agarrando con una mano la garganta de Astelan.
Los músculos del cuello del prisionero se tensaron al intentar defenderse ele la presión de los poderosos dedos del Ángel Oscuro.
—¡Tú eres quien ha traicionado todo lo que juraste respetar y defender! ¡Reconócelo!
Astelan calló mientras ambos se miraban con aversión. Durante varios minutos permanecieron fundidos en la mutua repugnancia que se profesaban, hasta que finalmente Bóreas aflojó la mano y se apartó.
—Cuéntame cómo acabaste en Tharsis —exigió el Capellán cruzándose de brazos como si no hubiese intentado hace tan sólo un instante arrancarle la vida al hombre encadenado que tenía delante.
Astelan tomó aliento unas cuantas veces para estabilizarse.
—Antes decidme una cosa —reclamó Astelan mirando primero a Bóreas y después a Samiel—. Decidme dónde estoy y por qué este lugar me resulta tan familiar y a la vez tan diferente. Después tal vez considere escuchar vuestras acusaciones.
—¿Todavía no se ha dado cuenta? —dijo Samiel mirando con sorpresa a Astelan.
El Capellán frunció el ceño brevemente antes de mirar a su prisionero.
—Estás en la Torre de los Ángeles, renegado —informó Bóreas.
—Eso es imposible —replicó Astelan.
Intentó sentarse, pero sus fuertes cadenas sólo le permitieron levantar un poco la cabeza.
—Cuando nos acercábamos no he visto que fuera Caliban. Esto no puede ser nuestra fortaleza. ¿Por qué me engañáis?
—No lo hacemos —respondió Samiel en voz baja—. Esta fortaleza es todo lo que queda de nuestro mundo natal Caliban.
—¡Mientes! —exclamó Astelan intentando sentarse de nuevo con los músculos hinchados mientras luchaba contra las cadenas—. ¡No es más que una trampa!
—Sabes que es la verdad —dijo Bóreas obligando a Astelan a tumbarse de nuevo poniéndole la mano en el pecho.
Su mirada atravesó los ojos de Astelan mientras pronunciaba sus siguientes palabras:
—Esto es todo lo que queda de nuestro mundo natal Caliban, el mundo que destruísteis con vuestra traición.
Durante varios minutos nadie dijo una palabra mientras Astelan absorbía esta información. Entonces empezó a sentir que el frío que despedía la losa sobre la que yacía le penetraba en la carne. Astelan jadeaba fuertemente y veía cómo su aliento se transformaba en una leve niebla en el aire. Su pecho ascendía y descendía muy deprisa. Durante todos los años que llevaba buscando información sobre sus primeros maestros, jamás había oído hablar de que semejante catástrofe hubiese tenido lugar. Tal vez fuese un truco para debilitar su determinación. Pero pronto desechó la idea, teniendo en cuenta las pruebas de las que había sido testigo desde que llegaron allí.
Se encontraba en las catacumbas bajo lo que en su momento había sido la gloriosa fortaleza del Capítulo de los Ángeles Oscuros y que por alguna razón había sido arrancada del planeta y vagaba por el espacio. Fue este pensamiento el que le instó a hablar.
—¿Por eso me atacasteis sin ser provocados en Tharsis? —preguntó—. ¿Pretendíais vengar injustamente vuestra pérdida destruyendo mi nuevo hogar?
—¿Tu nuevo hogar? —repitió Bóreas con desdén—. Era un mundo plagado de soldados y de esclavos que te habían jurado lealtad. ¿Cómo puedes no ser consciente de tu herejía?
—¿Ahora resulta que es herejía gobernar un mundo en nombre del Emperador? ¿Está mal que vuelva a dirigir un ejército como lo hice antaño? —replicó Astelan mirando primero a Bóreas e inmediatamente a Samiel.
—Nos crearon para servir a la humanidad, no para gobernarla —bramó el Capellán inclinándose de nuevo y limpiando una gota de sudor de la frente de Astelan con el pulgar.
—¿Acaso niegas que gobernamos en Caliban? —rio el prisionero—. Olvidas que un millón de siervos desfallecían en las tierras de nuestro mundo natal para vestirnos y alimentarnos, lo mismo que en las forjas y en los talleres de maquinaria para armarnos, y en nuestras naves, y en nuestras fábricas…
—¡Los mundos no deben ser esclavos de un único Marine Espacial! —rugió Bóreas.
—Todos somos esclavos de un modo u otro; algunos servimos al Emperador de manera voluntaria y a otros se les debe obligar a hacerlo —le respondió Astelan.
—¿Y a qué grupo perteneces tú? —preguntó Samiel de repente dando un paso hacia delante—. ¿No fuisteis tú y los tuyos los que os negasteis a servir y los que decidisteis usurpar el papel del León y traicionar a los Ángeles Oscuros?
—¡Eso jamás! —gritó Astelan tirando de sus ataduras—. ¡Fue el resto de la humanidad la que nos traicionó a nosotros! Vi cómo luchabais en Tharsis y me quedé consternado. Tenía unos ejércitos magníficos, dignos de ser dirigidos por el mismísimo Emperador, y estaban bien entrenados, pero contra el poder de los Ángeles Oscuros con los que yo solía luchar, la batalla habría terminado en unos instantes. Pero ahora os han quitado los colmillos y os han esparcido por las estrellas. Esto es lo que he oído durante los últimos doscientos años.
—Te equivocas —objetó Bóreas paseándose de un lado a otro con la vista fija en Astelan como un depredador—. Las Legiones se dividieron para que nadie pudiese volver a ejercer esa clase de poder.
—Una decisión tomada por hombres de poca voluntad, celosos de nosotros y que temían lo que éramos —respondió Astelan moviendo la cabeza para seguir a Bóreas con la mirada—. Yo dirigía a un millar de Marines Espaciales; sólo era uno de los muchos Señores del Capítulo de los Ángeles Oscuros, y miles de mundos sucumbieron a nuestra ira. Yo habría tomado Tharsis en un solo día; sin embargo, vosotros tuvisteis que invertir diez veces ese tiempo.
—El poder que ejerciste te ha corrompido, igual que corrompió a muchos otros —dijo Bóreas antes de darse la vuelta—. Ésa es la tentación que debía eliminarse.
—¿Corrupto? ¿Y tú me llamas a mí corrupto?
Ahora Astelan gritaba, y su voz resonaba por la pequeña celda.
—¡Sois vosotros los que os habéis corrompido! Ocultos en esta oscura celda, moviéndoos entre las sombras, temerosos de vuestro propio poder. Recuerdo esto como un lugar de celebración y de victoria. Cientos de estandartes ondeaban desde las torres y los grandes festivales iluminaban estas estancias con miles de fuegos mientras celebrábamos nuestras glorias. Recuerdo a los Ángeles Oscuros atravesando la galaxia como si fuesen la mismísima espada del Emperador. Fuimos los primeros y los más grandes, ¡no lo olvidéis nunca! Jamás conocimos la derrota mientras seguíamos al Emperador, e incluso cuando nos destinaron a Caliban y El’Jonson se convirtió en nuestro líder, seguimos siendo los amos de la batalla. Deberíamos resucitar aquella época de gloria. Existimos para la guerra, y forjé un ejército para continuar la Gran Cruzada.
—La Gran Cruzada terminó hace diez mil años, cuando tú y otros como tú os volvisteis contra el Emperador e intentasteis destruir todo lo que había construido —respondió Samiel.
Bóreas seguía de espaldas, meditando en silencio.
—¡No acepto vuestra acusación! —replicó Astelan.
Una vez más, la celda quedó en silencio durante un tiempo hasta que Bóreas se volvió y se inclinó sobre la roca con los brazos cruzados sobre su abultado pecho y los bíceps tensando la tela de su túnica.
—Si no eres un traidor, entonces explica por qué ordenaste a tu ejército que se resistiese en Tharsis —preguntó con calma el Capellán Interrogador.
—No me dejasteis otra opción —respondió Astelan amargamente—. Mis naves y mis puestos de avanzada me informaron de la presencia de una nave procedente del espacio disforme y les envié a investigar. Vuestra nave de combate abrió fuego sin responder a sus llamadas y destruyó una de mis naves. Es normal que el resto de la patrulla atacase si fueron agredidos sin motivo. ¡No tuvisteis clemencia y asesinasteis a casi un millar de mis hombres!
—Pero cuando los hermanos de batalla aterrizaron y viste que se trataba de los Ángeles Oscuros seguiste sin rendirte y tampoco ordenaste a tu ejército que nos diese vía libre —continuó Bóreas.
—¡Ordené que resistieran a toda costa! —escupió Astelan.
—¡Fue tu sentimiento de culpabilidad el que les dio la orden! —rugió Bóreas—. ¡El miedo a enfrentarte a la justicia por tus terribles acciones!
—Lo hice para conservar lo que había creado —respondió Astelan, y su voz se convirtió en un susurro—. Los descarriados ya habían vuelto sus armas contra nuestro magnífico trabajo una vez. No iba a permitir que volviese a suceder.
—¿Vuestro magnífico trabajo? —repitió Bóreas con sorna—. ¿Un mundo que trabajaba para tu orgullo? ¿Diez millones de almas encadenadas para alimentar tu ambición? Trabajadores esclavizados, soldados reclutados, todos adláteres prisioneros de tu codicia.
—Tengo presente que el reino del Emperador abarca más de un millón de mundos —explicó Astelan mientras visualizaba las inmensas ciudades fábrica de Tharsis—. La cantidad de humanos es innumerable, hay billones y billones de ellos por todos los sistemas solares, en puertos espaciales y en naves. Apilados unos sobre otros en las ciudades colmena, desperdigados bajo las rocas de los mundos de minas, prisioneros en reformatorios flotantes… Sigo pensando que todos somos esclavos de la voluntad del Emperador.
—Del Emperador tal vez, pero tuyos no —contestó Bóreas—. Fuiste creado para servir, no para mandar. Eres un guerrero, no un gobernador. Tu deber es obedecer y luchar, y nada más.
—Soy un instrumento de la voluntad del Emperador, su arma y su símbolo —respondió Astelan mirando de nuevo a su interrogador—. ¿Es que no ves lo hipócritas que son tus palabras? Me acusas de resistirme. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando las cañoneras arrasaron los campos que alimentaban a mi gente, cuando vuestros cañones destruyeron sus granjas y ciudades, cuando vuestros hermanos de batalla les asesinaron como si fuesen ganado en el matadero?
—Tú nos obligaste a hacerlo con tus acciones —dijo Bóreas señalando a Astelan con un dedo acusador—. Fue tu propia arrogancia la que trajo la miseria y la destrucción sobre los siervos del Emperador. Fuiste tú quien les envió contra nosotros. Fuiste tú quien les condenó a muerte. Sacrificaste sus vidas para proteger la tuya. Eres un traidor. Has destruido todo lo que has encontrado a tu paso. Tus pecados te han condenado a causar muerte y sangre a tu paso.
—Mi ejército luchó valientemente hasta el final, tal y como les había enseñado —replicó Astelan cerrando los ojos.
En su mente veía a sus tropas desfilando por la capital, miles de soldados fila tras fila, con los estandartes en alto, con el sonido militar de los tambores acompañado por las pisadas de las botas. Recordaba su última batalla en el búnker de mando, cómo se lanzaban contra el enemigo y los derribaban con sus propios cuerpos. Nadie había hablado de rendirse, ninguno de ellos había eludido su deber.
—Fue su amor por el Emperador lo que les llevó a tomar medidas tan desesperadas. Era su miedo a lo que representáis lo que les dio la fuerza para continuar, para frustrar vuestros parasitarios planes.
—¿Cómo te atreves a llamarnos parásitos, tú que vivías rodeado de lujos mientras la gente de tu mundo se moría de hambre y tus soldados luchaban por unas sobras? —dijo Bóreas desaprobando con la cabeza—. Eres una abominación, una terrible parodia de los Marines Espaciales. Donde tú ves fuerza, yo veo crueldad. Lo que tú consideras grandeza, no es más que el peor de los despotismos. Tus herejías son incomprensibles. Limítate a admitir tus pecados, libra a tu alma de esa carga y serás libre.
—¿Y a esto lo llamas libertad? —Astelan rio con amargura al tiempo que señalaba con la cabeza los instrumentos de tortura que descansaban sobre las estanterías—. ¿A esto lo llamas las obras del Emperador? Los Ángeles Oscuros fue la primera y la más digna Legión. Trazamos un sendero de luz por las estrellas en nombre del Emperador, y ahora os rodeáis de sombras y de engaños. Vuestros poderosos guerreros arrasan un planeta por un solo hombre, mientras que vuestros sistemas solares caen en manos de los alienígenas y de los impuros.
—¿Cómo te atreves a acusarnos? —exclamó Bóreas—. Juro por el León y por el Emperador que admitirás tus crímenes y te arrepentirás de tus pecados. Nos dirás todo lo que has hecho, cada una de tus malas acciones, cada terrible acto que hayas cometido.
—¡No os diré una palabra! —insistió Astelan.
—Mientes —dijo Samiel mirando a Astelan a los ojos—. Tienes miedo. Tienes secretos encerrados en tu mente, cosas que intentarías ocultarnos.
—¡Atrás, brujo! —rugió Astelan con las cadenas apretándose contra su carne mientras intentaba atacar al psíquico—. No quiero que contamines mi alma con tu magia.
—Tu alma ya está contaminada —dijo Bóreas empujando la cabeza de Astelan de nuevo contra la roca cubierta de sudor y manteniéndola ahí—. Sólo tienes una oportunidad de salvarla, y yo te la ofrezco. Arrepiéntete de tus actos Lutheritas, suplica el perdón del León y del Emperador. Tu vida ya está perdida, pero tu alma todavía puede salvarse. Confiesa tu maldad y obtendrás la salvación sin sufrimiento, sin dolor. Pero si te resistes me veré obligado a salvarte de ti mismo.
—Hazme lo peor que sepas hacer, torturador —le invitó Astelan lentamente.
El preso cerró los ojos y se volvió hacia Bóreas.
—Capellán Interrogador, en realidad. Y no necesito tu miedo, sólo tu sumisión —dijo Bóreas girándose y acercándose a las estanterías.
Cogió un hierro de marcar. Su extremo presentaba la forma del Águila Imperial de dos cabezas. Se aproximó despacio al brasero y mantuvo el hierro entre las llamas girándolo de vez en cuando para que se calentase bien por todos los lados. Después lo levantó y sopló ligeramente el extremo. El brillo apagado se encendió y unas volutas de humo se disiparon en el aire. El Interrogador sujetó el hierro sobre el brazo derecho de Astelan. El encadenado sentía el calor en su piel.
—¿Es que los Marines Espaciales se han vuelto tan débiles con los milenios que ahora temen al fuego y una simple quemadura les causa dolor? —dijo Astelan con desdén.
—Empezaremos con poco dolor —aclaró Bóreas—. Pero incluso tú, físicamente perfecto aunque de espíritu corrupto, empezarás a sentir el tacto de la llama y la caricia de la cuchilla a los cien días, o a los mil días. El tiempo es lo de menos. El proceso de la purificación del alma debe ser lento. Es un largo y arduo camino, y tú y yo lo recorreremos juntos.
Astelan apretó los dientes al sentir que el hierro incandescente se apretaba contra su hombro e inundaba sus orificios nasales del hedor de su propia carne carbonizada.