Peggy Sue pronto se dio cuenta de que nadie, excepto ella, recordaba los acontecimientos de las últimas semanas. El magnetismo de la deflagración había borrado las memorias. Absolutamente.

«Sólo yo conozco la verdad», comprobó con cierta amargura. «Sin duda porque estoy sola en la lucha contra los Invisibles. Nadie sabrá jamás que he salvado Point Bluff, pero puede que sea mejor así. De todas maneras, se negarían a creerme».

La epidemia de amnesia se explicó como la consecuencia de un shock traumático… o tóxico; los expertos no se ponían de acuerdo. Se analizaron las cenizas, pero resultaron de materia desconocida. Se barajó entonces la hipótesis de que un meteorito hubiera irrumpido en el espacio aéreo de Point Bluff, alterando los campos magnéticos y el ecosistema y originando perturbaciones… incomprensibles.

En una pradera encontraron un montón de sofás cubiertos de pelo y con cuernos en el brazo izquierdo.

—Parecen vacas pastando —refunfuñó el agente especial que había descubierto aquel curioso espectáculo—. No sé a qué chalado se le habrá ocurrido divertirse fabricando estas «obras de arte», pero me ponen la carne de gallina.

Su perplejidad aumentó al descubrir dos sillones con ubres que daban leche (excelente, por otra parte, como probaron los análisis).

El informe no satisfizo a nadie, así que se le dio carpetazo. Lo que no quitaba para que los investigadores insistieran en que habían encontrado cosas muy extrañas. Muchos animales se habían devorado entre sí. Algunos humanos —principalmente niños— también habían sido devorados. No alcanzaban a comprender lo que realmente había pasado. El hambre parecía haber vuelto locos de remate a los carnívoros del bosque, hasta el punto de hacerles salir de sus madrigueras y tomar por asalto el pueblo. Cuando uno de los agentes especiales se atrevió a pronunciar la palabra «canibalismo», se decidió que era el momento de poner punto final a las investigaciones.

A Peggy se le encogió el corazón cuando al darse cuenta de que ni Sonia Lewine ni Dudley sabían quién era ella. El chico había recuperado la apariencia humana al extinguirse el sol azul. En cuanto a Seth Brunch, había olvidado por completo la terrible aventura con los linces hambrientos y el lanzamiento del cohete. Todos miraban a Peggy como a una chica «nueva», una chica de fuera recién llegada. Había en ellos una extraña lasitud que los hacía taciturnos.

«Se parecen a los enfermos convalecientes en las clínicas», pensó la muchacha. «Da miedo hablarles por temor a fatigarles».

Intentó reanudar la relación con Sonia, pero ella se mostraba distante.

Era triste ver a toda aquella gente con quien había compartido tantas aventuras comportarse como desconocidos.

—Ya es hora de irnos —decidió la madre una mañana—. Este pueblo me pone los pelos de punta. No recuerdo nada de lo que nos ha pasado aquí, pero por la noche tengo pesadillas espantosas.

—Y yo también —confesó Julia—. Creo que deberíamos largarnos en seguida.

—De todas formas, he conseguido hablar por teléfono con vuestro padre —dijo—. Ha terminado la obra y nos espera en Magarethville, a cinco kilómetros de aquí.

Peggy Sue no tenía nada que objetar. Pensándolo bien, hubo de reconocer que no tenía ganas de quedarse en aquel pueblo. Algo le decía que los habitantes de Point Bluff iban a pasar mucho tiempo con pesadillas y noches en blanco.

La familia Fairway se puso en camino en cuanto las autoridades levantaron el cordón sanitario. Al frenar para tomar la curva que salía a la carretera principal, Peggy Sue reparó en una pequeña figura a cuatro patas que cojeaba por un prado. Era el perro azul… que ya no era azul, iba cubierto de barro y de mordeduras y andaba con las orejas gachas.

El corazón de Peggy se aceleró. Sin pensárselo abrió la puerta. Su mirada se cruzó con la del animal. Un instante después aquel chucho callejero estaba sobre sus rodillas.

La madre volvió la cabeza, con el ceño fruncido.

—¿Qué estás haciendo? —le apremió—. No te pienses que voy a…

Pero no dijo mucho más, las palabras se le quedaron en la garganta. Acababa de encontrarse con la mirada del perro. De pronto su cólera se desvaneció misteriosamente.

Incluso Julia, tan crítica de costumbre con su hermana, se abstuvo de hacer cualquier comentario. Peggy se preguntó qué les estaría pasando.

—No temáis —se aventuró a decir—, yo me ocupo de él.

Ni la madre ni Julia pusieron objeciones, ambas parecían haber olvidado la presencia del perro.

Peggy Sue se fijó en aquel pobre animal acurrucado sobre sus rodillas. Sin su hermoso color añil, volvía a tener el aspecto de un vulgar perro vagabundo. Llevaba colgando alrededor del cuello un trozo de tela negra, todo cuanto le quedaba de la corbata que antaño había llevado con tanto orgullo. Tiritaba de frío, con la lengua fuera. Peggy le rascó las orejas.

—Así que te has librado —suspiró—. Me alegro mucho.

Entonces, en lo más profundo de su cabeza creyó que el perro decía:

—Yo también me alegro mucho.

Saint-Malo, 15 de febrero de 2001