Cuando se aseguró de que Brunch no podía moverse, Peggy Sue llenó un cazo de agua y se lo tiró a la cara. El profesor de matemáticas se quedó sin respiración y luego por fin abrió los ojos.
—¿Sabe quién soy? —le preguntó la muchacha.
—Sí… sí… —farfulló Brunch—. ¿Qué hago aquí?
Peggy le explicó en dos palabras que había querido meterla al horno. Aún dudaba si debía contarle su idea, pues temía que los animales volvieran a la carga con las ondas telepáticas. Cuando cayó un rayo no muy lejos de la casa, Peggy consideró que había suficientes interferencias en el campo magnético para impedir todo tipo de espionaje mental, por lo menos durante treinta minutos.
—Escúcheme —dijo—. No tenemos mucho tiempo. Hay que aprovechar las interferencias provocadas por la tormenta para burlar a los animales. Mi amigo Dudley me dijo un día que usted lleva el taller de aeronáutica del Colegio y que enseña a los alumnos a construir cohetes.
—Así es —admitió Seth Brunch—, pero en qué…
—¡Cállese —le cortó Peggy Sue—, por una vez déjeme hablar a mí! Sé dónde encontrar la dinamita. ¿Podría cargar un cohete con ella y lanzarlo al sol azul para hacerlo explotar?
—Sí… bueno, creo que si —dijo el profesor—. Nunca lo he hecho, pero creo que soy capaz.
Frunció las cejas.
—¿Crees que puede funcionar? —preguntó.
—No tengo ni idea —confesó la muchacha—, hay que probar.
—Puede ser que el sol azul absorba la energía liberada por la explosión y se haga más fuerte —observó Brunch—. Por otra parte, si explota, el campo magnético provocado al estallar puede calcinarnos el cerebro y dejarnos más idiotas de lo que ya estamos.
—Habrá que correr el riesgo —le interrumpió Peggy Sue—, no tenemos elección. Voy a soltarle. Déjeme un impermeable y nos vamos al colegio a fabricar el cohete.
—Pero… ¿y la dinamita?
—La recogeremos por el camino. ¿Tiene una pala?
—Si, en el garaje.
—Entonces, vamos. Hay que aprovechar la tormenta. Es nuestro mejor escudo contra las ondas mentales.
Una vez equipados, subieron al coche del profesor y atravesaron las calles desiertas de Point Bluff. Lo primero que hizo Peggy fue llevar a Seth Brunch a la casa vieja donde el falso Dudley había intentado reducirla a cenizas dejando que fuera ella quien presionara el botón del detonador del falso cohete. Con la ayuda del profesor podría hacerse con las tres cajas de dinamita enterradas en el suelo.
—¿Qué hacen aquí todos estos explosivos? —Se asombró Brunch—. Es muy peligroso.
—Sería muy largo de explicar —zanjó la muchacha—. Piense sólo en cómo va a hacer para fabricar una bomba voladora que explote al alcanzar el sol.
Cargaron las cajas en el maletero del coche y se fueron al colegio. Llovía de tal modo que la visibilidad casi era nula. Mientras Seth Brunch se las arreglaba con el volante, Peggy Sue escrutaba ambos lados de la carretera. Creyó distinguir unas siluetas merodeando. Siluetas a cuatro patas.
—¿Qué es eso? —dijo con inquietud el profesor.
—Coyotes —murmuró Peggy—, linces. Merodean en busca de presa. Tienen hambre. Ya no les preocupa interpretar el papel de gentlemen. Quieren comer, y nada más. Cuando el coche se detuvo en el patio del colegio, Peggy Sue abrió la puerta con prudencia.
—Hay que darse prisa —dijo en voz baja—. Sólo estaremos seguros dentro.
Descargaron las cajas sin quitar ojo al patio, temblando ante la idea de que pudieran entrar los carnívoros.
Justo cuando entraban al pasillo principal del edificio, Peggy Sue echó una última mirada. Contuvo un grito de terror. Un lince acababa de franquear la puerta del colegio. Lucía alrededor del cuello los jirones de una corbata de seda negra y enseñaba los colmillos.
—Deprisa —dijo Peggy sin aliento—. Están llegando. Intentaré bloquear la puerta, pero hay muchas entradas y terminarán por encontrarlas.
—El taller no está lejos —dijo el profesor, encorvado por el peso de las cajas—. Tengo la llave, podemos encerrarnos allí. Es donde se guarda el combustible, por eso es una de las pocas salas con cerradura.
Peggy se acercó a un extintor, rompió el cristal y se hizo con el hacha que estaba colgada sobre la manguera.
—Es allí… —dudó Seth Brunch—, si no me he dejado la llave en casa.
Rebuscó en los bolsillos hasta dar por fin con la llave justo en el momento en que Brunch giraba la llave en la cerradura, Peggy Sue oyó el ruido de unas garras al otro lado del pasillo.
—Se acercan —gimió—. Meta las cajas, deprisa. Van a llegar en un momento.
Empujaron las cajas de dinamita sin miramientos, entraron precipitadamente y cerraron la puerta tras sí. Al girar la llave a Seth Brunch le temblaban las manos.
Un instante después ya les llegaba el hedor de los linces a través de la puerta.
Peggy Sue fue a cerciorarse de que las ventanas tenían rejas.
—Al menos por este lado estamos protegidos —suspiro.
—Nos están acosando —dijo Brunch.
—Claro —murmuró la muchacha—. Tienen hambre… además intuyen que estamos preparando algo contra ellos. Intentarán entrar a toda costa para devorarnos. Tendrá que trabajar mientras nos protege la tormenta. Cuando deje de tronar, los animales volverán a controlar su mente y le forzarán a que haga estallar la dinamita.
—¿Tú… tú crees?
—Estoy segura. Póngase a trabajar ya. Disponemos de poco tiempo. Deberíamos estar preparados para lanzar el misil al sol azul cuando cese la tormenta.
El profesor asintió con la cabeza, se quitó el impermeable empapado y extendió sobre la larga mesa de trabajo los elementos necesarios para el montaje. El cohete del que Dudley le había hablado estaba allí, sobre una rampa de lanzamiento. Seth Brunch se puso a desmontar el fuselaje para introducir las cargas explosivas.
Peggy Sue, que en aquel terreno no podía serle de ninguna utilidad, se parapetó junto a la ventana hacha en mano.
Los linces seguían arremetiendo contra la puerta metálica del taller; el ruido de las garras era para destrozar los nervios.
Los rayos rasgaron el cielo tenebroso. Peggy rezaba para que la tempestad durara lo más posible.
Entre trueno y trueno le pareció oír rugidos que venían del pueblo.
«Los animales se han declarado la guerra», pensó, «adiós a la noble alianza del principio. Los depredadores piden carne fresca».
Los coyotes, según su costumbre, debían marchar en manada en busca de presas fáciles, gatos, perros pequeños… Los linces, también llamados «leones de las montañas», estarían atacando a las vacas y las cabras.
Un rugido rabioso la arrancó de sus pensamientos. Precisamente un lince acababa de saltar hasta la reja de la ventana. Con garras y dientes intentaba arrancar los barrotes de hierro. Ponía tanta furia que ni siquiera notaba las heridas que se hacía en su terrible empeño.
Peggy Sue retrocedió. ¿Qué pasaría cuando cediera la reja? Se volvió hacia el profesor de matemáticas, concentrado en el ensamblaje de las piezas.
—¿Está listo?, preguntó con ansiedad.
—Si —resopló Seth Brunch—. Bueno… creo yo. ¡No tengo por costumbre fabricar bombas volantes! He puesto un sistema de acción retardada para que la cuenta atrás comience después de pulsar el detonador. Creo que el cohete tardará unos diez segundos en alcanzar el sol azul. La explosión tendrá lugar un momento antes de que el artefacto toque la superficie solar. La onda expansiva debería ser suficiente para destruir ese astro en miniatura.
—Así es como se apagan los incendios en los pozos de petróleo ¿no? —preguntó Peggy Sue.
—Sí —asintió Brunch—. La onda expansiva de una explosión a veces es más peligrosa que la explosión en sí, ya que esta puede controlarse. Espero que el efecto de nuestra bomba logre apagar ese sol como si fuera una vulgar vela y lo convierta en carbonilla.
—Me parece bien —suspiró Peggy Sue—, pero dese prisa. Todavía nos falta subir el cohete hasta la azotea. No sé si se ha dado cuenta, pero hay montones de animales merodeando por los pasillos. Tendremos que abrimos paso entre ellos.
Brunch se quedó lívido. Había perdido su habitual seguridad y la tensión nerviosa le hacía parecer mayor.
El rugido de una bestia degollada llenó la noche. Peggy se estremeció. Se preguntó qué sería del perro azul. ¿Lo habrían devorado los linces? La idea le produjo tristeza. A pesar de los ataques de maldad de aquel animalejo, siempre había sentido por él un cierto cariño.
También temía que los carnívoros la hubieran emprendido con los humanos. Pensaba sobre todo en la gente del campamento, en su madre y su hermana, encerradas en la vieja caravana abollada.
Una idea terrible le vino a la mente. ¿Y si los Invisibles decidiesen ayudar a los animales hambrientos… abriéndoles las puertas de las casas, por ejemplo?
Eran capaces de algo así, sobre todos si sus acciones contribuían a aumentar el caos general.
Miró el reloj. Pronto iba a amanecer.
—¿Ha terminado? —preguntó al profesor de matemáticas.
—Sí, creo que ya está —dudó Brunch—. Espero no haber cometido ningún error, si no el cohete explotará al despegar y volaremos en pedazos.
—No tenemos elección —zanjó Peggy—. Está pasando la tormenta. Los rayos cada vez caen más espaciados. A este paso en seguida dejarán de interferir las emisiones telepáticas.
—De acuerdo —dijo Brunch—. Ahora tenemos que salir de aquí y llegar hasta el ascensor que lleva a la azotea. Voy a poner el cohete y la rampa en esta carretilla, tendrás que empujar. Yo voy por el soplete para mantener a los animales a distancia. Dándole potencia a la llama puede que logremos asustarlos.
—Sí —dijo Peggy Sue—, pero no se acerque demasiado al cohete o saltará por los aires antes de llegar al ascensor.
Se miraron. Los dos estaban muy pálidos, con la cara sudorosa por la angustia.
Brunch improvisó una especie de arnés para colgarse la bombona a la espalda y sacó un mechero del bolsillo. Lo acercó a la espita del soplete y salió una llama azulada que empezó a crepitar.
—Lo que pasa si le damos más llama —explicó— es que la bombona no durará mucho. Una vez fuera hay que darse prisa.
—De acuerdo —resopló Peggy, empuñando con firmeza la carretilla con el cohete y la rampa de lanzamiento.
—Cuento hasta tres y abro… —dijo el profesor de matemáticas.
En cuanto abrió la puerta aumentó la llama y apuntó hacia fuera. Un rugido furioso se oyó en el pasillo. Dos linces, con los colmillos fuera, daban zarpazos al aire. La llama les hizo recular.
—Deprisa —gritó Seth Brunch con voz de pánico—. El ascensor está al final del pasillo.
Peggy Sue corrió empujando la carretilla con todas sus fuerzas. Notaba fogonazos de pensamientos extraños en su mente. ¡Los animales debían estar recuperando su poder mental! Intentarían servirse de él para neutralizar a los humanos… para impedir que huyeran.
Peggy se puso a cantar la tabla del 9 a la inversa y en inglés, con la esperanza de que aquel esfuerzo mantuviera ocupado su cerebro y le hiciera impermeable a cualquier maliciosa intrusión.
Detrás de ella, Brunch lanzaba ráfagas de soplete para mantener a distancia a los animales.
No podía ser, pero le parecía oír una voz malvada que intentaba alcanzar la mente del profesor de matemáticas y le decía: «Quema a la chica… es mala. Venga, quémala. Dirige la llama hacía ella».
Echó un vistazo atrás y vio que Seth Brunch vacilaba, dudando. Le dio una patada en la espinilla.
—¡Resista! —gritó—. ¡Nos quieren hipnotizar! ¡Resista!
Pero en el mismo instante en que pronunciaba estas palabras oyó en su cabeza una voz que murmuraba: «La carretilla pesa mucho… no eres más que una niña, no tienes fuerzas para empujarla… Está clavada al suelo como una roca. Estás cansada, párate».
Los dos linces se habían detenido, con los ojos fijos en los humanos, haciendo acopio de su poder mental para sugestionarles por hipnosis.
Peggy Sue se golpeó en la nariz hasta sangrar. Vio las estrellas, pero el dolor era un excelente remedio contra las intrusiones telepáticas. Cuando por fin llegó al ascensor, se dio cuenta de que Seth Brunch, con la mirada extraviada, le apuntaba con el improvisado lanzallamas.
«¡Ya está!», pensó mientras un escalofrío le recorría el cuerpo. «Los animales se han apoderado de su mente, me va a quemar viva».
Con horror se fijó en que el dedo índice del profesor de matemáticas tocaba la ruedecilla de ajuste de la espita para abrir la llama.
Corrió hasta el ascensor y apretó el botón de llamada. Estaba en la planta baja, así que de inmediato se abrieron las puertas. Intentaba meter la carretilla cuando Brunch le lanzó una llamarada. Instintivamente Peggy Sue levantó los brazos protegiéndose la cara. Por suerte los animales ignoraban que el techo del corredor estaba equipado con detectores de incendios. Hasta ese momento Brunch había lanzado llamaradas cortas que no podía detectar el sistema de seguridad. Esta vez, sin embargo, la llamarada había sido muy aparatosa. Los detectores cumplieron con su función y bajaron los aspersores. El agua que caía del techo apagó la llama una fracción de segundo antes de alcanzar a Peggy Sue.
Una vez la carretilla dentro del ascensor, la muchacha agarró al aturdido profesor por la manga y tiró de él. Creía que no se iban a cerrar nunca las puertas. Los depredadores habían llegado demasiado tarde, se quedaron dando zarpazos a la puerta metálica mientras el ascensor subía a la azotea. Peggy dio un par de bofetadas a Seth Brunch mientras pensaba: «¡Toma, te quedas con ellas, de parte de Sonia y de los demás! ¡Hace tiempo que tenía ganas!».
—¡Vuelva en sí! —le gritó—. Haga un esfuerzo de voluntad y permanezca consciente unos pocos minutos más. ¡Tiene que lanzar el maldito cohete!
—Sí… si… perdóname —farfulló el profe—. Me he dejado sorprender.
El ascensor se detuvo. Se abrieron las puertas y Peggy comprobó que se había hecho de día. El sol azul se estaba levantando.
—¡Mire! —gritó—. Allí está su objetivo. Déle con la bomba de lleno, termine con él antes de que los animales vuelvan a la carga.
Brunch se espabiló. Se quitó el «lanzallamas» y montó la rampa. De rodillas en la azotea hizo los últimos ajustes. Peggy se acercó a la barandilla y miró hacia abajo. Los animales llegaban al colegio a cientos.
«Saben lo que vamos a hacer», pensó, «quieren concentrar su poder mental para impedírnoslo».
—¡Dese prisa! —gimió volviéndose hacia Brunch—. Dentro de nada ya no seremos dueños de nuestra voluntad. Los animales se están reagrupando para lanzar un ataque telepático sin precedentes. No podremos resistirlo. Van a convencernos de que saltemos al vacío. Ahora o nunca.
—De acuerdo —dijo jadeante Brunch—. Pero no te garantizo nada. Puede que este artilugio explote al prender la mecha.
—¡De todas maneras estamos perdidos! —zanjó Peggy—. ¡Así que apriete el botón, rápido!
Podía sentir cómo las ondas mentales cruzaban sinuosas su mente como minúsculas serpientes invisibles. Reptaban por su cabeza, inyectándole de veneno los pensamientos. «¡Salva la barandilla y salta!», decían. «¡Verás qué divertido es volar! ¡No tienes más que batir las alas y serás un pájaro! ¡Salta! ¡Salta, deprisa!».
El mandato era tan imperioso que no tenía fuerzas para resistirse. Como entre brumas, vio a Brunch abandonar el mando del detonador y mirar hacia el vacío.
—¡No! —gritó.
La ira le hizo reaccionar. Soltándose de la barandilla, se tiró al suelo y dio un puñetazo al botón rojo del detonador.
De la tobera salió una lengua de fuego y el cohete despegó girando sobre si mismo como la broca de una taladradora eléctrica. Su vacilante trayectoria dibujó una nuble blanca en el cielo, y por un momento Peggy pensó que iba a pasar junto al sol sin tocarlo.
Seth Brunch, enajenado, estaba a punto de saltar la barandilla.
La explosión les sorprendió a ambos. La onda expansiva lanzó a Peggy contra el suelo cuando intentaba tirar del profesor hacia atrás para evitar que se estrellara treinta metros más abajo.
El cielo crujió… y de inmediato se extinguió el sol azul.
La luz añil que bañaba Point Bluff desde que empezaran los extraños sucesos desapareció y el minúsculo astro que instaurara el reinado de la locura en aquel pueblo se convirtió en un pedazo de carbón grisáceo que comenzaba a fragmentarse. De cualquier modo, no era tan grande como Peggy Sue lo había imaginado. Sin su irradiación, no tenía nada de amenazador. Luego el viento comenzó a desmoronarlo, espolvoreando sobre el campo una lluvia de cenizas irreal.
La muchacha se incorporó. Abajo los animales se batían en retirada, desconcertados, como preguntándose qué hacían allí, tan lejos de sus habituales dominios.
Se apartó de la barandilla y se inclinó sobre el profesor de matemáticas. Había perdido el conocimiento, aunque parecía no correr ningún peligro. Decidió dejarlo allí e ir a ver que había sido de su madre y de Julia.