Peggy Sue permaneció vigilante durante horas, espiando los ruidos procedentes del pueblo. Los calambres en el estómago vacío le impedían conciliar el sueño. Arrebujada en lo más profundo de aquel oscuro garaje no se sentía segura. Había dejado de oír sobre su cabeza los pasos de Seth Brunch. Supuso que el profesor de matemáticas se había tomado las pastillas y se había ido a acostar. Decidió subir a la planta baja para secarse el pelo, ya que no conseguía entrar en calor en aquel húmedo garaje.

De puntillas subió la escalera y entreabrió la puerta del sótano. Como se imaginaba, en aquella casa sólo había unos cuantos muebles prácticos. Todo el espacio estaba ocupado por libros científicos, planos, una mesa de dibujo… Un rápido vistazo le bastó para darse cuenta de que el pasatiempo preferido de Seth Brunch era inventar cohetes y dibujar los planos en sus más mínimos detalles. En el comedor destacaba un ajedrez. En las estanterías de la pared atesoraba todo lo publicado por los campeones de ajedrez en los últimos cincuenta años.

Peggy Sue buscó en el cuarto de baño hasta dar con una toalla de felpa. Lo más seguro es que no hubiera secador.

Después de peinarse anduvo dando vueltas por la cocina. Abrió el frigorífico a ver si había algo, pero estaba vació. Terminó encontrando en el fondo de un cajón una tisana y, por engañar el hambre, puso agua a hervir. En el colegio había aprendido que durante la guerra civil que enfrentó al Norte y al Sur la hambruna había sido tal que la gente hervía los zapatos por hacerse la ilusión de comer sopa con tocino.

Se iba a llevar la taza a los labios cuando le sobresaltó un ruido sordo en el piso de arriba. Obedeciendo al instinto, corrió a esconderse en el salón detrás del sofá.

Seth Brunch apareció en pijama, con aire de desvarió. Aunque iba con los ojos abiertos, Peggy se dio cuenta de que andaba dormido, como un sonámbulo. Avanzaba en zig-zag y ni dándose contra las paredes se despertaba.

Peggy se pegó a la pared para dejarle paso libre. Brunch entró en la cocina y empezó a trastear en el horno, hasta que por fin lo encendió…

Murmuraba palabras ininteligibles y se movía a ciegas, sin llegar a mirar nunca lo que hacía.

Cuando abrió un armario y sacó el salero y un paquete de margarina Peggy Sue empezó a sentirse cada vez más inquieta.

«Va a cocinar algo», pensó. «Pero ¿el qué?».

Tuvo ganas de zarandearle. La mirada perdida del profesor de matemáticas le daba miedo.

—Pollito… —le oyó murmurar—. ¿Dónde te escondes, pollito?

Sacó un cuchillo de descuartizar y lo blandió en el aire. El horno sonaba.

«¡Soy yo!», cayó en la cuenta Peggy Sue, «me busca a mí. Se ha calmado la tormenta y los animales están aprovechando para controlar su cerebro a pesar de los somníferos… Le hacen moverse como una marioneta».

Seth Brunch daba grandes cuchilladas en el vacío, como segando hierba. Peggy Sue levantó una silla y se cubrió con ella para mantenerle a distancia. ¡Ya había tenido bastante, empezaba a estar hasta las narices!

La hoja del cuchillo le silbó ante la cara, pero acabó arañando la madera de la silla, lo que evitó que le hiciera un corte justo en la barbilla.

—Pollito… —volvía a murmurar el profesor de mates.

¡Aquello no podía continuar! Peggy soltó la silla y agarró una sartén por el mango y… le dio un sartenazo en la cabeza. Brunch se desplomó como un fardo.

Luego puso patas arriba los armarios en busca de un ovillo de bramante. Cuando lo encontró, ató al profesor de matemáticas al radiador de la cocina.

De pronto se le ocurrió una idea. Una idea fantástica. Entusiasmada se fue al salón y se puso a mirar los planos extendidos sobre la mesa de dibujo.

«¡Ya está!», se dijo. «Eso es exactamente lo que hay que hacer. ¡Sin darse ni cuenta, los Invisibles me han dado la solución para destruir el sol azul!».