Aquella noche infernal cundió el pánico entre los chicos. Aterrorizados por la siniestra «barbacoa» de la plaza del ayuntamiento, los jóvenes no tenían ninguna confianza en sus padres. Habían dejado de burlarse de Peggy Sue y, muy al contrario, la suplicaban que les diera algún consejo.
—Mi padre y mi madre me han perseguido toda la noche con un cuchillo de cocina en la mano —decía atropelladamente Mike—. ¡Si no llego a encerrarme en el granero, a esta hora estaría muerto y cortado en chuletas!
—¡Igual que yo! —se lamentaban diez chicos más—. ¡Madre mía! Eran como diablos con los ojos desorbitados, relamiéndose de gusto…
—Lo peor… —sollozaba Elisa Morton— es que por la mañana no se acordaban de nada. Se les había borrado todo.
Temblaban ante la sola idea de vivir otra noche tan horrible.
—Una cosa es segura —concluyó Peggy Sue—, a los animales les cuesta mantener durante mucho tiempo el poder de sus emisiones hipnóticas. Los deja agotados. Lo más seguro es que les deje una fuerte jaqueca, si no habrían vuelto a la carga esta mañana, y no lo han hecho.
—¿Crees que necesitan cargar baterías? —pregunto Sonia.
—Sí —dijo Peggy—. Ahora mismo están rendidos, aunque no durará mucho.
Tuvo que subirse a un pupitre para improvisar un discurso y explicar a sus compañeros que no todos los animales querían vengarse.
—Las ondas hipnóticas proceden de un grupo de vacas extremistas —gritó.
—Y las demás… —le soltó Mike agitando los brazos—. Las que transforman a los niños en terneros… ¿es que van a protegernos?
—Es probable —aventuró Peggy Sue.
No hizo falta decir más para que los chicos salieran en desbandada del colegio. Corrían atropellándose, pasando por encima del consejero de educación. Peggy y Sonia tardaron un segundo en comprender que iban disparados hacia las granjas vecinas para ponerse bajo la protección del primer rumiante que los quisiera adoptar.
Peggy Sue enganchó a Mike por la manga, pero el chico se soltó con un movimiento seco para aferrarse a la bici.
—No sabes lo que haces —intentó avisarle—. No has visto lo que le ha pasado a Dudley.
—Se ha transformado de verdad en un ternero —insistió Sonia con voz ahogada.
—¡Más vale ser un ternero que estar muerto! —le soltó Mike, y se puso a pedalear con furia hacia la salida del pueblo.
—Se les ha ido la sesera —murmuró Sonia Lewine—. Es de locos… todas esas niñatas que hace un mes hubieran preferido que las partiera un rayo antes que venir a clase con un jersey viejo, ahora están dispuestas a convertirse en becerras. ¡Qué demasiado! ¡Yo alucino!
—Tienen miedo —suspiró Peggy Sue—. Yo me siento igual. No quiero volver al campamento. Cada vez que pienso en mi hermana… ayer por la noche, era de los más desenfrenados. «Después de lo que les he hecho a las vacas», se dijo, «van a ir a por mi. Tendré que estar alerta».
—No podemos estar al descubierto —se lamentó Sonia—, es demasiado peligroso. Intentaré buscar un escondite en el granero de mis padres. Hay un armario; si pongo un pestillo por dentro, puedo encerrarme allí. La puerta es sólida. Si no sabes dónde ir, me buscas por ahí, es bastante ancho para las dos.
Sonia se escabulló. Quería aprovechar la ausencia de ondas telepáticas para prepararse el escondite. Peggy no intentó retenerla. Una vez sola se sintió aún más desamparada. En el colegio desierto los ruidos se amplificaban, asique el menor crujido le hacía sobresaltarse. Si alguien la perseguía allí estaría indefensa, pues casi ninguna puerta cerraba con llave.
Decidió a pesar de todo volver al campamento. Por el camino vio a grupos de chicos y chicas, de granja en granja, mendigando una adopción que los salvara. Los chicos no dudaban en quitarse la camiseta y exhibir sus músculos para mostrar que, bien enseñados, podían ser buenos terneros. A Peggy le parecían patéticos, no tenían idea de lo que les esperaba. No habían visto a Dudley rumiando en el jergón, con la mirada velada de embrutecimiento.
Algunas vacas, atraídas por toda aquella algarabía, se habían dignado salir de los establos para examinar a los candidatos a bestias. Rumiaban, plácidas, viéndolos gesticular.
Peggy Sue llegó por fin al campamento. Para su sorpresa descubrió que algunos hombres iban armado con chuzos y horcas y patrullaban entre las caravanas. Al acercarse se dio cuenta de que eran sus vecinos.
—Es por si vuelven los cerdos —le dijo en voz baja Bockton—. ¡Esta vez no se escaparán! ¡Puedes creerme!
Al irse para la caravana, el hombre la retuvo para decirle:
—Si te enteras de que alguna gente guarda comida en casa es mejor que me lo digas. Si no, será peor… Tiene que colaborar todo el mundo. Es la regla. No habrá comida para los que no participen en la cacería.
La miraba fijamente, con un asomo de locura en los ojos. Sintió miedo y se apresuró a entrar a la caravana. Julia y su madre estaban dentro, parecían hurañas. Jugaban a las cartas para pasar el tiempo… y olvidarse del hambre.
Peggy Sue también empezaba a sentir calambres en el estómago.
—¿Has visto? —le soltó su hermana—. Han puesto vigilantes. Tienen permiso para mirar dentro de las caravanas y de las tiendas en cualquier momento. Por eso no se pueden correr los visillos ni apagar la luz. Como crean que nos quedamos a oscuras para comer a escondidas, forzarán la puerta.
«¡Os estáis volviendo majaras!», estuvo a punto de gritar Peggy Sue.
Se ovilló en el viejo sofá y fingió abstraerse en la lectura de una novela. En realidad permanecía al acecho, preparándose para lo peor. Se preguntaba si las vacas habrían recuperado el suficiente poder mental como para lanzar un segundo ataque de hipnosis al caer el día.
—Hijas mías —se lamentó la madre—, no tengo gran cosa que daros. He encontrado tres paquetes de panchitos salados en el fondo de un bolso de playa. Están caducados, pero es todo lo que hay.
Julia y Peggy Sue se lanzaron sobre aquella cena irrisoria, con sabor a aceite rancio, que no hizo sino avivar su apetito.
Un silencio denso se hizo en la caravana. Al poco rato Peggy tuvo la desagradable impresión de sentir la insistente mirada de Julia sobre sus hombros y sus brazos desnudos. Había en aquella mirada algo que no le gustaba, una… glotonería fuera de lugar. Era como si Julia estuviera contemplando un plato suculento, como si le llegara su imaginario aroma.
—¿Y si… y si jugamos unas cartas? —propuso Peggy Sue.
Su madre y su hermana no respondieron. Ahora la miraban las dos con una atención extasiada. Julia extendió los brazos sobre la mesa y dio un pellizco a Peggy en el brazo.
—¡Ay! —gimió—. ¿Estás loca?
Pero sabía muy bien lo que le estaba pasando a su hermana. Lo sabía de sobra. Acababan de comenzar las emisiones de ondas hipnóticas. Los animales estaban enviando imágenes ficticias a la mente de los adultos… imágenes que, en pocos minutos, les harían ver a sus hijos y sus hijas como cerdos.
Le sudaba la frente de pánico. Julia se relamió y murmuró:
—Huele bien.
—Sí —insistió la madre—. Está… está bien cebado… y muy tierno.
Peggy Sue empujó la silla y midió con la vista la distancia que le separaba de la puerta. No obstante, si la hipnosis estaba sometiendo la mente de todos los adultos, tampoco estaría segura fuera de la caravana.
—Se va a escapar —dijo la madre entre dientes, mientras hurgaba en el cajón de la cocina. No lo dejes escapar o lo atraparán ellos.
Tenía una expresión horrible en el rostro.
«¡Parece una ogresa!», pensó Peggy Sue intentando no perder la sangre fría.
—¡Esperad! —gritó—. ¡Sabes muy bien quién soy! ¡Miradme! ¡Soy yo, Peggy, Peggy Sue!
—¡Cómo chilla! —gruñó Julia—. Hay que hacerlo callar antes de que le oigan los demás. No vamos a compartirlo, será para nosotras. Sólo para nosotras.
—Sí —dijo la madre—. ¡Ya verás qué contenta se pone Peggy cuando encuentre un par de chuletas en el plato!
—¡Pero que soy yo, Peggy! —gritó la muchacha—. ¡Despertad! ¡No os dejéis hipnotizar!
Ambas mujeres saltaron sobre ella intentando inmovilizarla. Peggy tuvo que resistirse con todas sus fuerzas para soltarse. Tanta persecución armaba un jaleo espantoso. Se volcó la mesa, una estantería se desplomó. La madre iba con el cuchillo en alto…
De pronto se quedaron quietas y parpadearon, como si acabaran de comprender lo que les estaba ocurriendo.
—¿Qué… qué ha pasado con el cerdo? —tartamudeó Julia.
«¡Es la tormenta!», se dijo Peggy Sue. «¡La descarga eléctrica ha interceptado las ondas hipnóticas!».
Aprovechó para librarse de ellas. En el tiempo que durara la tormenta los relámpagos interceptarían las emisiones telepáticas de los animales, así que los adultos sólo tendrían espejismos a fogonazos.
Peggy corrió hacia la puerta y saltó fuera. Los vigilantes la miraron con la misma expresión atónita que su madre y su hermana. Corrió hacia el maizal, al otro lado de la carretera. Llovía a cántaros; en unos instantes tendría la ropa pegada al cuerpo. Chapoteó en la tierra encharcada.
Lo que temía no tardó en producirse. La voz de Bockton retumbó a sus espaldas:
—¡Allí! —vociferaba—. ¡Un cerdo! ¡Corre hacía el maizal! ¡Todos a por él! ¡Vamos!
Era de prever. El efecto electromagnético del rayo había pasado y los animales comenzaban a emitir las ondas otra vez.
Peggy echó una rápida mirada atrás y se estremeció de espanto. Todos los adultos del campamento iban tras ella azuzándola con todo tipo de armas improvisadas. Julia y su madre iban en cabeza… gritando:
—¡Es nuestro! ¡Lo hemos visto primero!
Peggy Sue se perdió entre la seca vegetación del maizal, cuyos altos tallos la ocultaban a la mirada de sus perseguidores. Corría lo más deprisa que podía, fustigada por las hojas. Más de una vez se cayó en el barro.
Entonces dio comienzo una larga persecución. Cuando un relámpago atravesaba el cielo, los cazadores salían de su hipnosis durante algunos minutos y se volvían preguntándose qué hacían allí; aquellos breves descansos permitían a Peggy tomar la delantera.
De este modo llegó a la linde del pueblo. Tiritaba de miedo y de frío, la ropa le chorreaba y se le pegaba al cuerpo como si fuera arpillera. Le dolía un costado y le costaba correr. Dudaba si volver al pueblo. Si la tormenta cesaba y le pillaba en mitad de la calle principal, todo el mundo se le echaría encima para matarla.
Miró atrás. La gente del campamento avanzaba a través del maizal. Tenían tanto hambre que ni aquel diluvio lograba aminorar su marcha.
No podía quedarse allí. «La casa de Sonia está al otro extremo del pueblo», se dijo. «Para llegar tendré que atravesar todo Point Bluff. Sería un suicidio».
De repente se alzó ante ella una gran silueta cubierta con un impermeable negro. Peggy gritó aterrorizada.
—Soy yo —dijo Seth Brunch—, sé lo que pasa. Escóndete en mi garaje…
—¿Era una trampa? ¿La estaría tomando él también por un cerdo?
—«¿Y si intenta llevarme aparte para comerme sin compartirme con los demás?», se preguntó Peggy.
—¡Muévete, idiota! —bramó el profesor de matemáticas, siempre tan amable—. Tus perseguidores se acercan. ¡Vamos, sólo hay cincuenta metros!
La muchacha decidió seguirle. De cualquier modo, estaba agotada y no sabía dónde ir. Siguió los pasos del profesor hasta una casa. Entraron a todo correr en el garaje y Seth Brunch fue derecho a pulsar el mando de la puerta automática.
Peggy se secó el agua que le caía por la cara y lo miró con desconfianza.
—¿A usted no le afectan las ondas hipnóticas? —le preguntó—. ¿Usted no ve a los niños como si fueran lechones?
—Sí, por supuesto —dijo en tono seco Brunch, pero soy más inteligente que todos esos campuzos y me sé dominar. Yo no me dejo engañar por burdos espejismos, es una cuestión de voluntad… y de fuerza mental.
«Siempre tan pretencioso», pensó la muchacha.
Había adelgazado y parecía aún más lúgubre que antes de desencadenarse estos sucesos.
—Tú te vas a quedar aquí hasta que los animales dejen de emitir —ordenó—. Yo me voy al piso de arriba a tomarme un somnífero para no estar consciente en el caso de que los animales nos localicen e intenten hipnotizarme. De esta manera, si concentran sus ondas en mi cerebro, encontrarán la puerta cerrada, yo estaré durmiendo a pierna suelta.
Revolvió en una caja y encontró algunas ropas; se las tiró a la chica.
—Cambiate —dijo—, vas a pillar una pulmonía.
Peggy lo miró salir, no demasiado convencida.
Después de ponerse la ropa seca se acurrucó en la oscuridad, detrás de la puerta del garaje, a escuchar los ruidos de la carretera. Oyó pasar a sus perseguidores y reconoció la voz de Julia gritando:
—¿Pero dónde se ha metido el maldito cerdo?
—Tenemos que encontrarlo —gimió la madre—. Me voy a desmayar si no como algo…
—¡Vamos al pueblo! —propuso Bockton—, siempre hay cerdos rondando por el colegio, a ver si hay suerte y enganchamos uno.