Las palabras de Sonia habían alertado a Peggy Sue sobre el problema de la alimentación. Después de entrar al servicio del perro azul, la joven se alimentaba principalmente de espaguetis con tomate y pizzas congeladas que había encontrado respectivamente en los armarios y el congelador de la gran casa del amo. No había pensado que en el exterior la situación pudiera ser diferente.
La hierba, las frutas y las verduras, que se habían puesto azules, tenían un sabor horrible. Los humanos no podían consumirlas. Únicamente les gustaban a los animales. ¡En esas condiciones era bastante difícil para los hombres hacerse vegetarianos! Una vez más los invisibles habían repartido a unos y otros las cartas con trampa.
Por la tarde, cuando acompañaba al perro a otra reunión política, observó con atención las calles y las tiendas. Vio que no había una sola lata de conservas en las estanterías del supermercado. ¡No había nada más que artículos de limpieza!
Hacía mucho calor. El sol azul arrojaba una luz malsana, densa, a través de la cual las cosas y las gentes parecían reverberar como si estuvieran en el fondo de un lago. Peggy Sue sudaba con el sombrero de paja de ala ancha. Los escasos humanos con que se cruzó presentaban idéntica fisionomía demacrada, idéntico aspecto enfermo. Sonia Lewine no había exagerado. El pueblo era víctima del hambre. Al no poder cambiar a una alimentación exclusivamente vegetal las gentes morían de hambre.
«Ya han tendido la trampa», pensó Peggy.
Tuvo que esperar al final de las discusiones, con el sombrero del perro prudentemente colocado sobre las rodillas. Una vez terminado el conciliábulo de las bestias, tomó el camino de la casa del notario, siguiendo la estela de su «amo», diez pasos por detrás de él. El perro vagabundo estaba molesto, se notaba por la forma de mover las mandíbulas y menear la cabeza.
—¿Algo va mal? —preguntó ella.
—Sí —reconoció él—. Las cosas se me están yendo de las manos. Soy moderado y se me considera demasiado indulgente con los humanos. Me ha desbordado la fracción dura del Partido animal. Las cosas no salen como yo esperaba. Los humanos se mueren de hambre… pero los carnívoros también. Las reservas de alimentos se acaban, patés, croquetas, todo se derrite igual que la nieve al sol. Contábamos con una rebelión para disponer de cadáveres humanos que nos hubieran suministrado buena carne. Pero no se ha producido esa rebelión, por desgracia. Seth Brunch está siempre conspirando, pero no se decide a pasar a la acción. Los perros, los zorros, los turones, los gatos, los dingos, los coyotes, los linces… todos los carnívoros del pueblo y la pradera exigen ahora que se les alimente. Se impacientan. Reclaman la creación de un tribunal que juzgue y condene a todos los criminales humanos que hayan sacado provecho del asesinato de los animales, como carniceros, dueños de restaurantes… y también sus cómplices, cocineros y camareros.
A Peggy Sue se le hizo un nudo en la garganta.
—A ese paso —le soltó—, también podéis condenar a los clientes, o sea, ¡a todo Point Bluff!
—No es ninguna broma —suspiró el perro—. Creo que es lo que tienen en la cabeza. Cuantos más condenados, más comida. Tu hermana Julia forma parte del grupo.
—Ya lo sé —gimió la chica—. ¿No puedes hacer nada para calmarles?
—¡Tienen hambre! —gruñó su interlocutor—. Y en poco tiempo yo estaré igual que ellos.
Chasqueo las mandíbulas a la caza de una mosca imaginaria y luego añadió:
—Las vacas son las más enfadadas, reclaman justicia. Preparan una venganza de mayor contundencia. Quieren… quieren obligar a los padres humanos a devorar a sus hijos.
—Me lo han contado —dijo Peggy sin comprometerse—. Creía que era un rumor sin fundamento.
—Por desgracia no —suspiró el perro azul—. Están decididas a vengarse. Y lo malo es que tienen medios. El plan puede salirles bien porque ya poseen la potencia mental necesaria para su ejecución. Si se unen todas, serán capaces de hipnotizar a los adultos para que hagan lo que ellas quieran. En realidad es bastante fácil si ya se puede entrar en el pensamiento de un individuo. Si quisiera podría hacerte creer que estos árboles son de chocolate y te pondría a devorar la corteza. Tú no te darías cuenta de que se trataba de una ilusión. Masticarías serrín, tendrías la lengua llena de astillas y, sin embargo, pedirías más.
Su voz se apagó en el espíritu de Peggy Sue. Seguramente creía que había hablado demasiado.
—¿Te opondrás si alerto a los chicos y chicas en el colegio? —preguntó ella.
—No —dijo el perro—. Pero no servirá de nada. Por mucho que lo sepan, las ondas hipnóticas se harán con el control de su cerebro sin que puedan ofrecer la menor resistencia. No tenéis potencia mental para rechazarlas, Sois niños, os podemos hacer creer lo que queramos.
Parecía cansado y abatido. De pronto, se dio media vuelta para mirar a Peggy a los ojos.
—Voy a devolverte la libertad —dijo—. Estoy amenazado. Es posible que mis compañeros de armas intenten asesinarme. No quiero que seas víctima de su cólera. Me has servido bien y te lo agradezco. Ahora vete, vuelve a tu casa. No te he ocultado nada, ya sabes lo que se avecina, trata de librarte como mejor te parezca. En realidad tengo mucho afecto. En otra vida me hubiera gustado ser tu perro… me habrías sacado a pasear, habríamos jugado juntos, me habrías contado tus penas íntimas. Yo sería un simple perro y tú una chica como las demás. La típica imagen, una niña cariñosa y un perro fiel, siempre listo para echar a correr tras la pelota que ella tira.
Peggy fue a hacer un gesto, pero él retrocedió.
—¡Vete! —dijo mostrándole los colmillos—. Ahora cada uno debe cuidar de sí mismo.
Y, dando la espalda a la chica, se puso a correr por la interminable carretera levantando tras de sí una nube de polvo.
Primero dudó, pero luego Peggy Sue decidió volver sobre sus pasos y regresar al pueblo.
Al llegar al gimnasio le impresionó la mala cara de Julia y su madre.
—¡Ya se ve que has comido bien! —dijo su hermana en son de burla como bienvenida—. ¡Mira qué mejillas más redondas tiene!
La madre intervino para pedirles que hablasen más bajo: Parecía agotada.
—¿Que noticias traes? —pregunto inquieta.
Peggy Sue trató de explicarles en voz baja que los animales carnívoros también padecían de escasez de alimentos. Se dio cuenta de que no la creía.
—Todas las reservas están agotadas o casi —insistió—. Y el perro azul ya no se hace obedecer.
—¿Qué dices? —se impacientó Julia—. ¿Te refieres a que piensan devorarnos?
—Más o menos —reconoció Peggy.
Esa misma noche fue con Sonia Lewine a pedir al director del colegio que reuniera a los alumnos en el comedor. Habían dejado de cortar y coser los trajes hacía muchos días porque los animales ya no se presentaban a las pruebas. Cuando se reunieron los jóvenes, Peggy Sue tomó la palabra y expuso con detalle las distintas amenazas que se cernían sobre Point Bluff. Lógicamente, cuando se refirió a las metamorfosis y al canibalismo de los padres, su voz quedó ahogada por los silbidos y los abucheos. Se negaban a creerla. No le fue mucho mejor a Sonia Lewine. La llamaron imbécil y hubo quien le aconsejó que volviera a la escuela infantil _a aprender el alfabeto.
—¡Tu cerebro tiene la misma capacidad de reflexión que una tortilla mexicana! —gritó un chico con la cara llena de granos.
Seth Brunch permaneció en silencio, con el ceño fruncido. Peggy Sue tuvo el convencimiento de que no ponía en duda sus informaciones. La conferencia degeneró en un caos y el director hubo de intervenir para restablecer el orden. Algunos jóvenes se morían de risa ante la idea de que sus padres pudiesen tomarles por lechones y los devoraran. Sonia tenía lágrimas en los ojos.
—Al menos lo hemos intentado —suspiró Peggy abrazándola.
—¿Qué desvarío es este? —preguntó el sheriff, que había asistido a la intervención de ambas jóvenes—. ¿Habéis perdido la cabeza? ¿Queréis provocar el pánico?
—No he dicho más que la verdad —insistió Peggy Sue—. Dentro de poco los jóvenes de Point Bluff van a verse ante una disyuntiva horrible.
—¡Menuda tontería! —se rio Carl Bluster.
Peggy hizo un esfuerzo para calmar los nervios y no ponerse a llorar.
Salieron todos de la sala entre atropellos y carcajadas.
«Les da tanto miedo —se dijo Peggy que no quieren ver la realidad».
Las dos amigas se quedaron solas. Desde que se habían desencadenado estos acontecimientos, la mayoría de las aulas habían quedado desiertas. Los jóvenes vagaban por los campos en busca de comida. De todas maneras, no se adentraban en el bosque ya que muchos de los que habían cometido la imprudencia de no respetar esa frontera no habían vuelto jamás.
Peggy Sue y Sonia decidieron volver a visitar a Dudley. Al verlas pasar, tres chicos se pusieron a gruñirles como si fueran cerdos.
—Imbéciles —suspiró Sonia—. Queremos salvarles la vida y ellos se meten con nosotras.
Salieron del edificio y tomaron por el camino de la granja donde estaba prisionero su amigo. Había luna llena. Enorme, llenaba todo el cielo. Las dos chicas avanzaban en medio de la noche, precedidas por el eco de sus pasos. No se atrevían a hablar de lo que se les venías encima. En un momento determinado se detuvieron a observar el bosque que rodeaba Point Bluff como una muralla de rumores. Al otro lado estaba la libertad, el mundo normal…
Llegaron por fin a la granja sumida en la oscuridad, igual que el resto de los edificios habitados por los animales, que no tenían ninguna necesidad de encender lámparas.
—¿Entramos? —preguntó Sonia.
Peggy Sue asintió con la cabeza, le daba miedo lo que pudieran descubrir. Les sobresaltó el grito de una lechuza. Un mapache se movió e intentó infiltrarse mentalmente en sus cabezas, pero carecía de la potencia telepática necesaria para ello y renunció en seguida a la incursión.
Sonia empujó la puerta de la granja y se quedó inmóvil para dar tiempo a que sus ojos se acostumbrasen a las sombras.
—Hay… alguien —verificó en voz baja.
Peggy se arrodilló. Era Dudley, acurrucado entre montones de paja. Sólo llevaba un viejo pantalón hecho jirones. Estaba dormido. Tenía el pecho cubierto de vello crespo, rubio. El cuello se había ensanchado hasta adquirir proporciones de toro. La nariz chata, llena de mocos, tenía ahora aspecto de hocico. Y tenía cuernos…
Le apuntaban a ambos lados de la frente.
—¡Qué horror! —dijo Sonia—. Con lo guapo que era… parece… un ternero.
—Es en lo que se está transformando —balbuceó Peggy.
La emoción hizo que sus palabras fuesen casi incomprensibles.
—¡Con… lo guapo que era! —repetía en voz baja Sonia Lewine—. Mira… mira en lo que se ha convertido. ¡Qué desastre!
Le dominaban a medias la rabia y la pena. Esa vez había hablado demasiado fuerte y Dudley se movió y dio un gruñido. Tenía una respiración fuerte y gestos que ya no tenían nada de humanos. De pronto Peggy comprobó horrorizada que los dedos del chico se habían soldado para formar una especie de pezuña.
—Vámonos —dijo tomando del brazo a Sonia.
En ese momento Dudley abrió los ojos y las miró.
—Somos… nosotras —se apresuré a decir ella.
El joven no reaccionó. Igual que un animal al que despiertan mientras duerme, trató de analizar la situación sin entender lo que pasaba.
—No nos reconoce —dijo Sonia en voz baja—. ¡Es asombroso! ¡No sabe ni quién es!
Dudley dio un bufido y, después de husmear en la paja donde descansaba, se puso a comer unas briznas.
—Ven —dijo Peggy tirando de Sonia—. Aquí no hacemos nada. Melinda, la vaca que le ha adoptado, ha logrado borrar sus recuerdos de humano.
Echaron a correr como locas. El viento de la noche les secaba las lágrimas.
Todo estaba manga por hombro en el gimnasio y en el pueblo. Los ayudantes del sheriff habían dejado de montar guardia. Las puertas, antes con cadenas, ahora estaban sin cerrar. La gente comenzó a volver a sus casas aprovechando la falta de vigilancia. Entre ellos Julia y su madre. Habían decidido volver al campamento y refugiarse en el interior de su vieja caravana.
El ambiente era lúgubre. Al llegar al campamento todo el mundo se puso a comprobar el agua, el aceite, la gasolina, como si se pudiera salir a la carretera y marcharse de Point Bluff. Tras todas estas comprobaciones, los conductores se pusieron a dar vueltas alrededor de los vehículos sin dejar de mirar torvamente en dirección al bosque. Porque ese era el problema… ¿Quién se atrevería a ser el primero?
—Hay que organizar una caravana —propuso un hombre gordo con camisa de leñador—. ¡Si marchamos todos juntos, no nos pasará nada!
La idea no había convencido a nadie. Así que esperaron bajo el irritante zumbido de las emisoras de radio, empeñadas en captar la cacofonía de los diferentes sonidos telepáticos de los animales dedicados a conversar mentalmente.
Todo el mundo tenía hambre. Los más jóvenes, incapaces de resistir, se empeñaban en comer frutos azules y caían enfermos.
La madre de Peggy registró los armarios de la vieja caravana y sacó de la «reserva de emergencia» algunas conservas de judías con tomate sobre las que sus hijas se lanzaron con auténtica gula.
—Esto no nos durará mucho —suspiró la madre—. Si al menos pudiésemos ir al bosque, estoy segura de que allí encontraríamos frutos y plantas comestibles. Los árboles son frondosos, quizá hayan interceptado los rayos del sol azul. Lo que queda a ras de suelo no está contaminado… sí, deberíamos buscar allí.
—Mañana iré —decidió Peggy Sue sin dirigirse a nadie en concreto.
—¡Mírala! —se burló Julia—. Después de haberse escondido en casa del perro azul, ¡ahora quiere jugar a las heroicidades!
Al día siguiente, al amanecer, Peggy salió de puntillas de la caravana y se encaminó al bosque. No sabía cómo reaccionarían los Invisibles a su intrusión y se preparaba para lo peor. Rebuscó entre los matorrales por si había frutos silvestres. Recogió moras y otras bayas comestibles. Los árboles daban sombra, provocando la ilusión de que la noche seguía prisionera de la maleza mientras se hacía de día en el resto. Peggy estaba ocupada en recoger diente de león cuando una emisión mental atravesó su espíritu. Fue un golpe rápido, pero no tanto como para pasar inadvertido, de manera que la joven se enteró de que los animales telépatas estaban allí, emboscados entre el follaje. Hizo como si no se hubiera dado cuenta de nada. Pero no pasó mucho tiempo hasta que se topó con tres o cuatro vacas escondidas detrás de los árboles.
En la penumbra del bosque, la presencia de estas silenciosas rumiantes, emboscadas en medio de los matorrales, adquiría una dimensión inquietante. ¿Qué hacían allí, tan lejos del establo?
«Un comando —se dijo Peggy—. Un comando de vacas mudas».
Resultaba divertido… y terrible. La joven se lo pensó mejor y emprendió la retirada. Ningún pensamiento ajeno exploró su cerebro, las bestias no la habían tomado como objetivo, miraban a otra persona. Pero ¿a quién?
La chica llegó a la caravana de la familia. Julia Se lanzó sobre las moras embadurnándose los labios. Hubo que decirle que parase antes de que acabara con toda la cesta.
Peggy Sue estuvo muy atenta durante todo el día.
Por la tarde una súbita agitación se apoderó del campamento de caravanas. Se oían gritos y carreras entre los vehículos. Se llamaban unos a otros y corrían de acá para allá. La madre abrió la puerta abollada y asomó la cabeza.
¡Señora Fairway! —le gritó un vecino en camiseta con un bate de béisbol—. Johnny Blackwell acaba de encontrar un cerdo entre las caravanas… un lechón. ¡Si lo atrapamos haremos una estupenda barbacoa! Venga rápido con sus hijas, hay que acorralarlo entre todos.
Peggy Sue aguzó el oído ante la palabra lechón. Le dio miedo pensar en lo que estaba a punto de ocurrir.
«No es un cerdo», se dijo, «es un niño… Por eso están escondidas las vacas en el bosque ¡nos están bombardeando con ondas hipnóticas!».
Para entonces Julia ya estaba revolviendo armarios en busca de un arma, un garrote.
—¡Hay que ir! —chilló con voz estridente—. Si nos quedamos de brazos cruzados no tendremos derecho a comer nada.
Armada de un viejo fusil de aire comprimido con una flecha oxidada salió disparada tras los aullidos de aquella jauría.
—¡No podemos dejarles hacer eso! —gritó Peggy Sue—. Hay que impedirlo.
—¡Basta de sensiblerías! —gruñó la madre—. Nos estamos muriendo todos de hambre y no es más que un cerdo.
—¡Que no! —gimió la joven—. ¡Que no es eso!
Se zafó de su madre, salió de un salto y estuvo a punto de ser pisoteada por los ocupantes del campamento que corrían armados de martillos, picos y hachas.
—¡Quietos! —gritó—. ¡No es lo que creéis!
Nadie la escuchó. Tenían los ojos desencajados y la guía les hacía babear. No pensaban más que en la barbacoa, en la carne de cerdo, en las costillas, en…
—¡Allí! ¡Allí! —gritó alguien—. Quiere meterse en la caravana de la señora Jenkins. ¡Acorraladle, deprisa! Maxwell, prepara el cuchillo para degollarle.
—¡Mirad como chilla! —se burló Sandra Wizcek—. Sabe que le ha llegado la hora.
Peggy Sue les miraba aterrada. Estaban irreconocibles. El hambre había hecho de ellos unos ogros de mirada enloquecida. Se abrió pasó a codazos entre el tropel de gente. Estaban exaltados y señalaban con el dedo a un chiquillo que intentaba trepar a lo alto de las caravanas para escapar de las manos que querían capturarle.
«Es Tony», observó Peggy Sue, «el chico de la familia Wizcek. Su madre no lo reconoce, es la más furiosa de todos. Si lo atrapa, le abrirá la cabeza con el garrote».
—¡Es Tony! —gritó—. ¡Deteneos! ¡Estáis locos!
No le hicieron caso. Un hombre mayor le dio un codazo en el estómago para ponerse en primera fila. Peggy se quedó sin respiración y retrocedió. Como era pequeño, el chaval había logrado ponerse fuera del alcance de las manos de los enloquecidos adultos. Pero un joven muy flaco al que apodaban «la Anguila» trepaba hacia donde estaba él, con un cuchillo entre los dientes.
—¡Mátalo! —gritó la señora Wizcek en el colmo de la excitación.
Peggy Sue comprendió que no le quedaba mucho tiempo para reaccionar. Tuvo una iluminación. Dio la espalda a la gente y enfiló en dirección al bosque. De camino tomó un palo en llamas de la hoguera que los chavales del campamento habían prendido para asar al animal. Enarbolando la antorcha se lanzó por entre los matorrales y agitó la tea ante los mismos morros de las vacas escondidas en la penumbra. Las rumiantes retrocedieron, asustadas por las llamas. El miedo les hizo perder el control de sus emisiones hipnóticas. Al instante se oyeron gritos de decepción en el campamento.
Peggy Sue aprovechó para perseguir a las bestias por entre la maleza, quemándoles la piel sin vacilaciones. Confiaba en que el dolor de las quemaduras les impediría volver a las andadas. Los animales desaparecieron rápidamente entre los árboles y ella se vio sola, con la antorcha carbonizada en la mano.
Cuando regresó, la gente del campamento discutía acaloradamente y se acusaban unos a otros de haber dejado escapar al cerdo.
—La culpa es del pequeño Tony —gruñó un hombre—. Ha debido asustarle.
—No entiendo ni jota —se quejó otro—. Tan pronto veía al cerdo como al chaval en su lugar.
—¡Menudos cazadores de pacotilla! —vociferó furibunda la señora Wizcek—. Si hubierais sido más rápidos, habríamos hecho una barbacoa y a estas horas estaríamos dándonos un banquete.
Julia, igual que los demás, estaba de mal humor. Agitaba su fusil oxidado.
—¡Qué rabia! —repetía—. Y haberlo tenido ahí, al alcance de la mano… ¡La culpa también es tuya, porque nos impediste acercarnos! Nos has hecho perder tiempo.
La madre intervino para hacerle callar antes de que la cólera de la gente se volviera contra Peggy Sue.
Ella buscó a Tony con la mirada. El niño se había escondido debajo de una mesa del campamento. Estaba aterrorizado y había cerrado los ojos para no ver a los adultos que se arremolinaban a su alrededor.
«Le he salvado la vida», pensó la joven, «pero no es más que un aplazamiento, las vacas extremistas volverán. Quieren venganza y llegarán hasta el final».
Esa misma tarde Peggy Sue hubo de hacer frente a otra situación semejante. Localizaron un segundo «cerdo» en el campamento. La madre y Julia estaban a punto de acostarse cuando un golpe apremiante hizo temblar la puerta metálica de la caravana. Jim Bockton, un mecánico en paro, asomó la cabeza por la abertura para gritar.
—¿No os habéis enterado de la última? Los Sánchez, esos mexicanos que viven en un viejo carromato asqueroso en la otra punta… ¡esconden tres cerdos en su casa! ¿Os dais cuenta? ¡Mientras todo el mundo se muere de hambre, esos canallas acaparan el alimento de toda una comunidad!
—¿Es posible? —dijo la madre asombrada—. Si son muy amables y tienen tres hijos preciosos.
—Pues —soltó Bockton— esconden tres cerdos en su casa. ¿Venís con nosotros? Vamos a ir en comité a confiscar esa suculenta comida con patas. El viejo Kurt está encendiendo la barbacoa.
Peggy Sue se levantó. Tres niños… tres lechones… ¡Las vacas habían vuelto a lanzar sus emisiones telepáticas!
Esta vez no perdió el tiempo de cháchara con la gente, se fue derecha al bosque.
—Mamá —suplicó Julia—. Hay que ir, si no, no tendremos…
Tienes razón —concedió la señora Fairway—. No estamos en situación de hacernos de rogar.
—Yo llevo el fusil —decidió Julia— y dos flechas de repuesto, por si acaso.
Salieron pisándole los talones a Bockton. Peggy se alejó de la caravana y corrió hacia la barbacoa. Igual que había hecho pocas horas antes, tomó una rama en llamas y se dirigió a la maleza mientras que los del campamento rodeaban el carromato de los Sánchez.
Las vacas estaban allí, aunque esta vez esperaban la reacción de Peggy Sue y la joven recibió una cornada telepática que le hizo aullar de dolor. Se desplomó con la sensación de que los intestinos se le escapaban por el vientre abierto.
«¡No es más que una ilusión!», se obligó a pensar, con el sudor cayéndole por la cara. «Reacciona, no te dejes amedrentar. No es real. No te han tocado».
Pero el dolor le había cortado la respiración. Hizo acopio de fuerzas, agarró la antorcha y se dirigió tambaleante hacia las vacas. Esta vez fue menos conciliadora y les quemó los hocicos. Las rumiantes retrocedieron en desbandada. La confusión desbarató su estrategia mental y el fenómeno de hipnosis colectiva que se había apoderado de la gente del campamento se esfumó de golpe y porrazo.
Los niños de los Sánchez se salvaron.
«Pero yo no puedo estar en todas partes», pensó Peggy llevándose la mano al vientre. «¿Quién sabe si, en este mismo instante, en Point Bluff, no hay unos padres a punto de asar en el espetón a sus propios hijos?».
De pronto, como para confirmar sus temores, apareció sin aliento Sonia Lewine.
—Las cosas están muy mal en el pueblo —jadeó la joven mientras dejaba caer la bicicleta—. ¡La gente se ha vuelto loca y cree ver cerdos por todas partes! ¡Corren por las calles con las horcas en la mano! Ya han matado al pequeño Mickey Baldwin… el niño de diez años que repartía los periódicos del domingo ¿sabes? Están asándolo en la plaza del ayuntamiento… ¡el sheriff ya ha comido un trozo!
Tuvo que apartarse para vomitar al pie de un árbol. Peggy Sue la sostuvo y le limpió la boca con un pañuelo.
—Ven —dijo—, ven a dormir conmigo en la caravana. No quiero que andes por ahí sola esta noche.
Peggy Sue y Sonia se refugiaron en la parte de atrás del vehículo, lo más lejos posible de la madre y Julia, desesperadas por la desaparición de los tres cerditos que vivían en la cabaña de los Sánchez.
—No entiendo cómo se han podido escapar —se quejó Julia—. Pero todavía se me hace la boca agua… ¡Ooh! Tres cerditos tan bonitos, tan sonrosados, tan gordos…
—Cállate —ordenó la madre—. Eso no te hace bien.
—¿Qué va a pasar? —gimió Sonia acurrucándose junto a su amiga—. Si no encontramos rápidamente una solución, pronto nos tocará a nosotras.