Durante el día el perro azul participaba en extrañas reuniones en las que él y sus congéneres se comunicaban por telepatía. Eran debates interminables donde no parecía reinar la serenidad, ya que las bestias allí presentes llegaban a manifestar su irritación enseñando los colmillos o escarbando en el suelo con la pezuña.

«No se ponen de acuerdo entre ellos», pensaba Peggy Sue. «Este mediodía creí que el gran perro rojo se iba a lanzar sobre la vaca parda y la iba a degollar».

Abrió sus pensamientos a su «amo», quien le respondió:

—Tú crees que soy perverso, pero no tienes ni idea de todo lo que hago por la gente de tu raza. Os defiendo hasta tal punto que llego a comprometerme ante mis compañeros de lucha. La mayoría de los animales del comité son extremistas, para ellos yo soy demasiado moderado. Exigen que vayamos más lejos con las reformas… y más rápido. No siempre me resulta fácil contener sus excesos. No te lo voy a ocultar por más tiempo, algunos quieren vuestro pellejo. Os consideran criminales a los que se debe castigar con la mayor severidad. Y es que, después de todo, cómo hacer entrar en razón a una vaca que durante toda su vida ha visto cómo se llevaban a sus terneros uno tras otro al matadero… y sólo por satisfacer la glotonería insaciable de los humanos.

Aquella semana Peggy Sue consiguió permiso para ir a visitar a su familia. Encontró a su madre y a su hermana agotadas.

—Trabajo en la fábrica de tejidos —le explicó su madre—. Como no quedan tejidos sintéticos hemos tenido que improvisar un taller para el tratamiento de fibras vegetales, y no resulta nada fácil, la mayoría de nosotros no sabe nada del asunto. Pero no paramos, porque los animales exigen cada vez más ropa… Ayer, una becerra se empeñó en que Carl Bluster, el sheriff, le había faltado el respeto… y le obligó a comerse el sombrero.

—Y tú —dijo burlona Julia dirigiéndose a su hermana—, dándote la buena vida en las mansiones de los barrios elegantes, ¡te has convertido en el instrumento ciego del perro azul!

Viendo que la discusión iba a enconarse, Peggy Sue se fue antes de lo previsto. Decidió aprovechar para saber de Dudley.

La vaca Melinda seguía viviendo en la granja de antes, aunque se había deshecho del granjero. Al contrario que el perro azul, detestaba las costumbres «chic», prefería las prendas de tela vaquera. Las aves del corral se habían apoderado de la vivienda y vivían encaramadas a los aparadores y armarios, cubriéndolo todo de excrementos.

Escondida tras un arbusto, Peggy Sue espiaba a Dudley. El chico parecía agotado, enfermo. Se movía apresurado, con el torso descubierto, vestido con un peto muy ancho y cubierto con un sombrero de paja. Estaba descompuesto, con el rostro gris. Le hizo una seña para que se reuniera con ella. El chico vaciló unos instantes, echó una rápida ojeada hacia la granja y luego echó a correr agachando la espalda.

—No te lo puedes ni imaginar —gimió arrodillándose al lado de Peggy—. Esto es un calvario. Me acosa continuamente… Me da unas cornadas que me parten en dos, Tengo la sensación de estar roto por dentro.

—¿Tan mala es? —susurró Peggy—. Es verdad que tienes mal aspecto.

Extendió la mano para acariciar el rostro demacrado de su amigo. Él estaba tan preocupado que ni siquiera se dio cuenta.

Se retiró el peto y se señaló un hematoma en el costado derecho, justo bajo las costillas.

—Lo ves —dijo—. No son sólo imaginaciones. Aunque parezca mentira, las cornadas dejan huellas. Tengo cardenales por todo el cuerpo.

—Es un efecto psíquico, consigue que te sugestiones —murmuró Peggy—. Si tú te lo crees, tú cuerpo se lo cree también. Es una trampa. No debes ceder. Si te hace pensar que las cornadas son reales, terminarás con las tripas fuera aunque no te haya tocado nadie. Debes repetirte que es irreal.

—¡Qué fácil de decir! —rio Dudley con amargura—. ¡Claro, como no te cornea a ti!

Temblaba de rabia y de impotencia. Casi se mostraba cruel.

—Es como si sonaras despierto —insistió.

Pero hablaba por hablar, Dudley no la escuchaba.

—Voy a largarme —dijo jadeante—. Seth Brunch tiene razón, hay que echarse al monte, hay que esconderse en el bosque y organizar la resistencia. ¡Cuando encontremos el modo de protegernos frente a la sugestión hipnótica, volveremos con armas y acribillaremos a todos esos bichos del demonio!

—No —le suplicó Peggy—. No vayas al bosque, sería un error…

—¡Deja de lloriquear! —le soltó el chico alzando una mano—. No sabes de lo que estás hablando. No eres la más indicada para dar consejos. ¿O crees que no sé que te pegas la vida padre con el perro azul?

Sin darle tiempo a defenderse, el chico atrajo a Peggy contra sí y murmuró:

—Primero las cornadas, pero la cosa no queda ahí… Hay algo más grave.

Peggy Sue le miró atemorizada. Tenía expresión de desvarío y le temblaba la boca.

—Esa vaca… —logró balbucir Dudley—, esa Melinda… me está transformando.

Lo primero que Peggy pensó era que su amigo había perdido la cabeza. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no descubrir sus sentimientos. Pero Dudley volvía a la carga.

—Es… es duro explicarlo —farfulló—, lo noto ¿entiendes? Hay signos externos que no engañan. ¡Mira! Mira mis brazos… ¡tócalos!

Peggy Sue obedeció. De pronto retiró la mano. Los brazos de su amigo estaban cubiertos de cerdas ásperas de color pálido. No parecía vello. Lo examinó, horrorizada.

—¡Lo ves! —exclamó Dudley—. Ahora no pareces tan segura. Son cerdas de animal… tengo por todo el cuerpo. Me estoy cubriendo entero.

—¿Qué quieres decir? —dijo Peggy sin aliento.

—Quiero decir que Melinda está trapicheando en mi cerebro para que transforme mi organismo —dijo Dudley con firmeza.

—¿Tu… tu organismo? —repitió Peggy Sue.

—¡Premio! —exclamó Dudley—. ¿No lo pillas? ¡Lo que cubre mis brazos es pelo de vaca! ¡Me estoy transformando en un ternera!

En otras circunstancias Peggy se habría echado a reír, pero ¡hoy no! Sabía que su compañero decía la verdad.

—¿Pero, por qué? —se lamentó.

Dudley bajó la vista.

—Creo… creo que lo sé —murmuró—. Quiere que sustituya a sus hijos asesinados por los carniceros de Point Bluff. Me está castigando. Se le han llevado tantos terneros que ahora exige reparación. Ella… ella me va a transformar poco a poco. Aprovecha cuando duermo para ir infiltrando sus mensajes en mi mente, y así voy transformándome día a día. Empiezo a tener sueños raros… me veo pastando en el prado… estoy comiendo, con la boca llena de hierba, ¡y me gusta!

Levantó la cabeza. Su mirada revelaba una angustia atroz.

—Además, siempre me duele la cabeza —suspiró el muchacho—. Aquí… y aquí (se tocó a ambos lados de la frente, sobre las cejas). Es muy localizado… Tengo la impresión de que me empiezan a crecer los cuernos. Toca… dime si notas algo.

Peggy rozó la frente de su amigo. Ahora que lo miraba más de cerca se daba cuenta de que, efectivamente, la fisonomía de Dudley había cambiado. Nunca había tenido la frente tan… abultada.

«Es verdad», pensó con horror. «Es como si le estuviera cambiando la forma del cráneo».

Se mordió los labios para no lamentarse. Acababa de localizar con los dedos dos bultos parecidos a incipientes protuberancias óseas. Se acordó de cómo apuntaban los cuernos de los terneros cuando empezaban a crecer.

—¿Me crees ahora? —le soltó Dudley, nervioso.

—Sí —le confesó.

—Forma parte de un plan —recalcó el chico—. De un plan general que afecta a los jóvenes y a los niños. Las vacas exigen una reparación por todos los terneros que les han quitado… Quieren «adoptar» a los niños humanos como compensación, sin contar con su parecer. Quieren transformarlos. Tienen ese poder, asique no dudarán en utilizarlo. Y ya han empezado.

Se tapó la cara con las manos.

—¡No me mires! —gritó de repente—. Ya veo que te da asco. Ni siquiera yo me atrevo a mirar. Tengo miedo de lo que pueda descubrir. En unas semanas empezaré a andar a cuatro patas, y luego…

Peggy Sue fue a agarrarle las manos para consolarle, pero el contacto con las ásperas cerdas que ya cubrían la piel de su amigo le dio escalofríos. No pudo reprimir un sentimiento de repulsión.

—No te preocupes —suspiró Dudley, que había notado el rechazo de su amiga—. Pero ¿entiendes por qué me quiero ir? No voy a esperar a_ convertirme en un ternero. Prefiero unirme al grupo de Seth Brunch, aunque me cueste la vida, aunque en el bosque haya algo aún más peligroso que los animales de Point Bluff.

—Lo comprendo —murmuró Peggy—. Yo… yo no sé qué decirte… me gustaría ayudarte…

—No se puede hacer nada —bramó Dudley—, a parte de liquidar a estas malditas bestias antes de que sea demasiado tarde. Y lo voy a intentar. Sólo te pido que no digas nada. Ahora vete, antes que Melinda note mi ausencia.

Peggy Sue se incorporó.

«Puede que sea la última vez que nos veamos», pensó con el corazón atenazado por un horrible presentimiento.

Dudley dio media vuelta.

—¡Vete! —repitió en un tono ya desabrido—. No quiero que sientas lástima.

La muchacha se fue conteniendo las lágrimas.

Mientras andaba le sobrevino un horrible pensamiento. ¿Y si le pasara a ella lo mismo que a Dudley? Por unos momentos fue incapaz de avanzar. El miedo la dejó clavada al suelo, en mitad de la carretera. Veía una y otra vez los bultos en la frente de su amigo, el pelo áspero recubriéndole los brazos…

Era consciente de que el perro azul era absolutamente capaz de hacerle una jugarreta semejante. Al fin y al cabo, desde que dormía en la caseta había soñado varias veces que corría a cuatro patas por el jardín desenterrando huesos. En principio no le había dado importancia. Pero a la luz de las revelaciones de Dudley aquellas fantasmagorías nocturnas tomaban una dimensión angustiosa.

Inmediatamente se examinó la piel de los brazos por si encontraba alguna vellosidad sospechosa. Se tocó la nariz para asegurarse de que no le estaba cambiando. No encontró nada inquietante, pero se juró permanecer alerta. El poder mental de los animales era superior a lo que cabría imaginar, su capacidad de sugestión ya había logrado someter el cerebro y el organismo de los humanos, hasta el punto de hacerles creer cualquier cosa, incluso que estaban convirtiéndose en mutantes.

Se dirigía a la casa del notario cuando oyó que alguien silbaba desde los matojos que bordeaban la carretera, como queriendo llamar su atención. Se volvió a mirar y reparó en una silueta acuclillada entre los setos.

—Soy yo —susurró una voz femenina—. Sonia… Sonia Lewine.

Peggy Sue se aseguró de que nadie la observaba y se deslizó entre los matorrales.

—Hace tres días que intento hablar contigo —protestó Sonia—, pero el maldito perro azul no te quita ojo, así que he tenido que plantarme aquí a esperar.

—Pero —tartamudeó Peggy—, creía que tú…

—¿Qué me había vuelto boba? —bromeó Sonia—. Pues si, me volví boba. He estado mucho tiempo como envuelta en niebla, es verdad, pero ya me he despejado. Y tal como iban las Cosas decidí seguir pareciendo una idiota, por prudencia, así nadie se fija en mí.

Peggy Sue se abalanzó al cuello de su amiga y la abrazó.

—¡Qué contenta estoy! —murmuró—. Creí que nunca volverías a ser como antes.

—Estaba completamente ida —dijo Sonia entre sollozos—. ¡A quien se le ocurre! Casi me achicharro el cerebro con ese sol asqueroso.

Intentaron dominarse y se secaron las lágrimas.

—Sabes —murmuró Sonia—, las cosas van peor de lo que os podéis imaginar. Cuando se me fundieron los plomos, por casualidad mi cerebro conectó con la frecuencia de los animales. No sé por qué, pero me pasa que puedo captar parte de sus emisiones telepáticas y que puedo comprenderlas. Bueno, no todas, claro…

—¿Puedes escucharles? —exclamó Peggy—. ¿Sin que ellos se den cuenta? ¡Es fantástico! Nadie es capaz de hacerlo.

—No te entusiasmes —dijo Sonia Lewine—. ¡No es alta fidelidad! Capto algunos fragmentos de pensamiento… algunas imágenes. Los animales se comunican mucho por imágenes. Proyectan en la mente de sus compañeros mini películas, como las secuencias para anunciar un estreno en el cine. En general son crípticas… incomprensibles, pero algunas se pueden descifrar. Y he visto unas cuantas. Las suficientes para sentir escalofríos. Creo comprender lo que preparan.

Peggy Sue no tardó en poner a Sonia al corriente de lo que le pasaba al pobre Dudley.

—Va por donde me imaginaba —dijo su amiga meneando la cabeza—. En dos palabras, ahora mismo hay dos bandos, los moderados y los extremistas. Los moderados quieren que se les compense por los daños sufridos. Las vacas con terneros sacrificados quieren quitarles los hijos a los humanos… para transformarlos en animales. Es lo que le pasa a Dudley. Lo llaman «adopción punitiva».

A Peggy se le pusieron los pelos de punta.

—¿De verdad pueden llevar la transformación hasta el final? —preguntó, con un nudo en la garganta.

—No, no creo —respondió Sonia—. Aunque Melinda puede llegar a borrar los recuerdos humanos de Dudley. Los reemplazará por los suyos y el pobre Dudley tendrá gustos y costumbres de herbívoro. Se pondrá a brincar a cuatro patas, papeará hierba… mugirá y dará cornadas a los humanos que intenten acercársele. Su cuerpo se metamorfoseará, aunque no del todo. Será más que nada mental.

—¿Y Dudley no se acordará de nada? —dijo con tristeza Peggy—. ¿Ni de ti ni de… mí?

—Ni siquiera de sus padres —asintió Sonia—. Creerá que es un becerro y actuará como tal. Y les sucederá lo mismo a todos los niños que los animales decidan adoptar… o más bien «convertir».

—Has hablado de dos partidos enfrentados —le recordó Peggy—, ¿cuál es el segundo?

—El segundo quiere la guerra total —suspiró Sonia—. Agrupa a los extremistas que piden la revancha y exigen justicia. Sus miembros consideran que el hombre debe pagar por sus crímenes alimenticios. Nos reprochan haber sacrificado a millones de animales en los mataderos. Dicen que después los hemos despiezado y hemos diseminado sus restos en las vitrinas de las cámaras frigoríficas de los supermercados. No dejan de repetir que sus hijos, sus hermanos, sus hermanas, han terminado en nuestros platos o entre el pan de las hamburguesas. Consideran que debemos pagar por estos crímenes.

—¿Pero, cómo? —preguntó Peggy Sue.

—Obligándonos a devorarnos entre nosotros mismos, está claro —afirmo Sonia—. Nuestro castigo será a la medida de nuestros crímenes.

—Quieres decir… —farfulló Peggy—. ¿Quieres decir que pueden actuar sobre nuestra mente para obligarnos a comportarnos como caníbales?

—Exactamente —confirmó Sonia—. Sólo tendrán que aplicar el consabido método de la sugestión, del que han venido abusando, y se harán con el poder. Será fácil. ¿Quieres que te diga cómo lo harán? Primero privarán de la palabra a los niños y a los jóvenes, obligándoles a gruñir como lechones… después actuarán sobre la mente de los adultos para convencerles de que todos los chiquillos son de verdad puercos. Es un truco que controlan. Para ellos es muy sencillo. No tendrán más que convencer a los padres de que ven a cerdos en lugar de a sus hijos.

—Pero ¿qué esperan actuando así?

—¡No seas tonta, Peggy! Nos acecha el hambre ¿no te das cuenta? Las reservas de los supermercados se acabarán muy pronto. La mayoría de los estantes están vacíos.

Hace tiempo que vivimos encerrados en un círculo vicioso. No llegan envíos del exterior. Esto no puede seguir así. Desde que te fuiste con el perro azul las cosas se han deteriorado; el sheriff ha tenido que tomar medidas de racionamiento. La gente no puede comprar lo que quiere, ni puede hacer acopio de provisiones. Hay que apretarse el cinturón. No exagero. Empieza a haber escasez y pronto nos pegaremos por una simple lata de conserva.

—Ya… ya entiendo —farfulló Peggy Sue.

—Cuando comer se convierta en una obsesión —continuó Sonia—, los adultos sólo tendrán una cosa en la cabeza, hacer brochetas de ese lechón que ha aparecido y que se empeña en vivir en la habitación de su chiquillo. Y el lechón será justamente…

—Su hijo —concluyó Peggy.

—Exacto —dijo Sonia Lewine—. Esa es la venganza de los animales. Obligar a los humanos a comerse a sus propios hijos como antes se han comido a los terneras, los corderos o las ovejas.

—Hay que avisar a los chicos —añadió Sonia—, habrá que convocarles en el colegio, de inmediato.

—No sé si nos van a creer —observó Peggy Sue—, de mi desconfían… y de ti creen que estás zumbada.

—Lo sé —suspiró Sonia—. Hay que intentarlo.