En los días que siguieron las condiciones de trabajo de Peggy Sue no mejoraron nada. Debía levantarse muy temprano, con el canto del gallo… (¡qué ahora cantaba por telepatía, lo que daba a sus receptores sensación de quedar mentalmente electrocutados!), y preparar el desayuno del perro azul, faena que consistía en volcar en la delicada porcelana la vulgar comida preparada. El chucho trepaba a una silla para comer en un plato colocado sobre la mesa grande del inmenso salón. A continuación… pedía té, que Peggy le echaba en un cuenco. Después pedía que le cepillara los dientes, que le duchara y que le perfumara. Soñaba con el estuche de afeitar del anterior propietario. Peggy Sue intuía que le hubiera encantado darse espuma en el hocico.

Cuando tuvo un momento, Peggy Sue fue a visitar a la familia del notario, hacinada en la cabaña del jardinero. Encontró cuatro criaturas temblando. La esposa del notario le explicó en un susurro que su marido había intentado rebelarse cuando el perro azul se había presentado Para Confiscar la casa en nombre del Poder Revoluciona. Una descarga de ondas mentales habían arrasado el cerebro del pobre hombre, dejándolo medio inconsciente Luego había estado a punto de la enajenación, preso de un estupor amnésico, sin poder reconocer a su mujer ni a sus hijos.

Una mañana, al despertarse, Peggy Sue se dio cuenta de que sus gafas ya no «funcionaban».

Te ocurrirá cada cierto tiempo —le había prevenido Azéna, el hada de cabellos rojos—. Será la señal de que los cristales extraterrestres —con los que están hechas tus lentes— se están muriendo. Las cosas raras que empieces a ver te avisarán de que debes cambiar de gafas.

Aquella mañana, al salir de la caseta donde le había instalado el perro azul, la muchacha se dio cuenta de que veía el interior de las cosas, como si los cristales funcionaran a modo de aparato radioscópico. De modo que veía a la mujer y a los hijos del notario como si fueran esqueletos rebuscando entre la vegetación algo que comer.

«¡No, por favor!», pensó Peggy. «¡No podía pasarme en otro momento!».

Al mirar hacia la casa se dio cuenta de que la veía transparente. Veía a través de las paredes, de los muebles, de los cuerpos… Vio el esqueleto del perro azul, que dormía en la gran cama con dosel de la habitación principal, y no le hizo ninguna gracia.

—¡Lo que me faltaba! —refunfuñó quitándose las gafas.

«El enfrentamiento en el bosque ha hecho que se agoten prematuramente», pensó. «Azéna me ha dicho muchas veces que pueden soportar un número limitado de miradas mortíferas, después se estropean».

Se acercó las gafas a la cara para examinar los cristales. Estaban plagados de grietas pequeñas. Al tocarlos, los cristales se le hicieron extrañamente elásticos… casi blandos.

—¡No, por favor! —repitió furiosa, y angustiada.

Sin las gafas tenía que andar a tientas, cosa que no le entusiasmaba precisamente.

Decidió tomárselo con paciencia; no era imposible del todo que el fenómeno desapareciera a las pocas horas.

«Antes de morirse del todo», le había explicado Azéna, «manifiestan su agonía con crisis momentáneas y muy aparatosas, a modo de señal de alarma. Cuando empiecen las anomalías, debes acudir a la óptica más próxima para mandar la señal que te he mostrado».

La señal en cuestión consistía en concentrar el pensamiento en el hada de cabellos rojos al tiempo que marcaba con el índice en el cartel con el alfabeto las letras que componían su nombre. Lo normal era que unos segundos después llegara Azéna.

«No funcionará», se dijo Peggy Sue. «Esta vez no, el sol azul impide que se propaguen las ondas por el espacio. Azéna no captará mi mensaje».

No sabía qué hacer. Temía los caprichos de los cristales extraterrestres. Aquellas «averías» en el pasado le habían jugado malas pasadas.

Una hora después recuperó la visión normal. Dejó de ver trabazones de huesos cada vez que se miraba las manos o los pies. Sintió un verdadero alivio.

(¡No es precisamente para dar saltos de alegría mirarse al espejo y ver una calavera!).

Pese a todo Peggy se mantuvo alerta. Cuando las gafas comenzaba a hacer locuras, podía pasar cualquier cosa.

Estaba preparando el desayuno al perro azul cuando la tetera comenzó a aumentar encima de la mesa… Parecía increíble, pero aquel recipiente de porcelana había duplicado su volumen. Ya tenía el tamaño de una sopera y pronto sería como una calabaza. Peggy Sue retrocedió. De seguir así iba a ocupar todo el espacio de la cocina. Se estaba hinchando como un globo monstruoso.

«¡Pues qué bien!», pensó, «otro efecto de las gafas… los cristales extraterrestres están aumentando todo lo que yo miro como si fueran un microscopio. La única diferencia es que en este caso el tamaño del objeto ¡Aumenta realmente!».

Estaba tan desconcertada que cometió el error de mirarse la mano derecha. De pronto comenzó a crecer hasta hacerse mucho mayor que la izquierda.

—¡No! —gritó Peggy, pero era demasiado tarde.

Como pudo, acertó a quitarse las gafas y se las guardó en el bolsillo. «Si no miro por ellas», pensó, «probablemente resulten inofensivas».

Temblorosa, se acercó las manos a los ojos y las comparó. ¡Era horrible! ¡La derecha era dos veces mayor que la izquierda! En cuanto a la tetera, presidía la mesa como una fabulosa calabaza de Halloween.

«¡Nunca me atreveré a salir así!», pensó la muchacha con un nudo en la garganta. «Todo el mundo saldrá gritando en cuanto saque la mano del bolsillo».

—¿Qué ocurre aquí? —gruñó la voz del perro azul—. Estoy esperando el desayuno desde hace una hora y…

El estupor le dejó sin habla. Acababa de ver la colosal tetera y la mano enorme de Peggy Sue.

Las preguntas telepáticas no se hicieron esperar, así que Peggy tuvo que explicar la razón de aquel lío.

—¿Son los dioses del bosque quienes te han dado el poder mágico? —preguntó el animal.

—Pues claro que no —se impacientó Peggy Sue, que no quería entrar en detalles—. Son mis gafas, cuando están gastadas se ponen a hacer tonterías. Normalmente no dura mucho, pero…

—¿Quieres decir —le interrumpió el perro azul, que puedes aumentar el tamaño de todo lo que miras?

—Sí, eso es —admitió Peggy con cierta reticencia, pero…

—Entonces… —siguió el animal—, si me miras ¿me haré más grande? ¿Podrías hacer de mi un …gigante?

«¡Lo que faltaba!», pensó Peggy Sue. «¡Ahora sólo queda que se dé cuenta, seria el colmo!».

—No soy idiota —rio burlón el perro, que había leído en su mente—. Es un instrumento fabuloso. Si me convierto en un gigante, reinaré sin problemas sobre los demás animales. Ya nunca tendría el temor de que me devoraran los linces o los coyotes.

Se entusiasmó. Daba saltos de alegría. De pronto se puso a correr en círculo ladrando como un cachorro.

—Cálmate —intervino Peggy Sue—, no es tan sencillo. Cuando mis gafas empiezan a desvariar, nadie sabe lo que puede ocurrir.

Intentaba ganar tiempo. La perspectiva de un perro azul gigante le daba escalofríos. Lo imaginaba colosal, con la cabeza por encima del campanario del pueblo.

—El efecto es transitorio —insistió—. Desaparecería al cabo de unas horas. Entonces volverías a hacerte pequeño y tus enemigos no tendrían problemas para atraparte.

—No es grave —insistió el chucho—. No tendrías más que mirarme para inyectarme una nueva dosis de gigantismo.

—No te lo puedo asegurar —objetó Peggy—. Es imposible prever los caprichos de las gafas cuando empiezan a degradarse. El proceso podría invertirse. Podría hacer minúsculo todo lo que mirase.

—Vale la pena correr el riesgo —insistió el perro azul. Necesito hacerme más grande para imponerme a los adversarios. Si las vacas y los caballos ven que puedo atraparlos con la boca y devorarlos en tres bocados, se mostrarán menos insolentes.

Estaba firmemente decidido. Por un momento Peggy pensó en tirar las gafas al Suelo y pisotearlas, pero habría sido inútil. Los cristales extraterrestres resistían sin problemas ese tipo de agresión.

—Vas a convertirme en un gigante —ordenó el perro—. Ponte las gafas y hazme para empezar del tamaño de una vaca. Luego saldremos al jardín y me harás como un elefante.

—¡No —protestó Peggy—, es peligroso! Puedes explotar como un globo. Nunca lo he hecho. ¡Mírame la mano! Tengo la sensación de que me va a estallar y no tiene el tamaño que tú quieres.

—¡Ya está bien! —ordenó el animal—. Vas a hacer lo que te digo, y se acabó.

Sus pensamientos se hacían imperiosos. Quemaban la mente de Peggy como un trozo de hierro al rojo vivo. Sentía que no controlaba el cuerpo. Su mano bajó hasta el bolsillo —contra su voluntad— y asió las gafas…

—Cometes un error —le dijo al perro azul—. No se puede jugar con esto.

Pero el animal no le prestaba ninguna atención. Los dedos de Peggy se cerraron sobre la montura de acero, salieron del bolsillo y le pusieron las gafas. Ella cerró los ojos instintivamente.

«Mientras mantenga bajados los párpados no ocurrirá nada», pensó. «Las lentes quedarán inertes. Necesitan mi mirada para funcionar».

—¡Abre los ojos! —ordenó el animal—. Deja de resistirte. ¡Mirame! ¡Es una orden!

Peggy pegó un salto y salió de la cocina hacia el pasillo. Corría intentando mantener los ojos cerrados, lo que no era nada cómodo. Más de una vez se tropezó con el marco de las puertas. El perro corría tras ella.

«Va a obligarme a parar y a levantar los párpados», se repetía, «no podré resistirlo».

Los pensamientos del animal se le imponían en la mente, intentando hacerse con el control de su cuerpo. Buscaba el modo de ordenar a sus piernas que dejaran de correr, de hacerle dar media vuelta.

Al cruzar el umbral del comedor se tropezó con una alfombra y cayó de bruces sobre la tarima. Instintivamente abrió los ojos y extendió las manos para amortiguar la caída. En el suelo su mirada fue a posarse sobre un ratón que corría a lo largo del rodapié. El minúsculo animal daba grititos aterrorizado.

No era más que un pobre ratón gris del tamaño de un pulgar, pero apenas le hubo rozado la mirada de Peggy Sue, comenzó a aumentar desmesuradamente. En una fracción de segundo se hizo más grande que un gato… que un perro…

Pasmada, Peggy no lograba quitar la vista de aquel increíble fenómeno… así que el ratón no paraba de crecer. Ahora era del tamaño de una vaca y arañaba amenazador la tarima.

—¡Para! —gritó mentalmente el perro azul—. ¡Para de mirarlo!

Peggy se quitó las gafas y las tiró lejos. ¡Se acabó! ¡El mal estaba hecho! El ratón gris vacilaba en el centro del gran salón. Tenía la altura de un caballo y raspaba las paredes con los pelos.

Ahora que era gigante no parecía tan gracioso, sobre todo por los dientes, horriblemente largos.

Olisqueaba los muebles examinándolo todo con sus ojos negros, grandes como bolas de la bolera. De pronto reparó en el perro azul, que parecía minúsculo a su lado. Y, abriendo la boca, estiró el cuello para intentar cazarlo.

El chucho se salvó gracias a Peggy, quien le sujetó in extremis por la piel del cogote y salió pitando hacia la cocina.

—¡Cierra las puertas! —aulló el perro—. Cierra las puertas… ¡viene a por nosotros!

Peggy obedeció a tientas, pues no veía gran cosa. El olor del enorme ratón llenaba la casa. Se oía el roce de sus pelos en los tabiques como si fuera una brocha gigante.

—Lo ves —dijo jadeando Peggy Sue después de atrancar la puerta de la cocina con el frigorífico—. Ya te había dicho que terminaría en una catástrofe.

—No puedo comunicarme con él —gruñó el perro—. Es idiota, jamás ha tomado el sol. Forma parte del grupo de animales nocturnos que se ocultan por el día. Su cerebro es impenetrable… demasiado primitivo para ser sensible a la telepatía. Creo que ha decidido comemos. Tiene hambre…

«¡Malditas gafas!», pensó Peggy Sue acurrucándose en una silla. No sabía si las dos puertas que le había dado tiempo a cerrar resistirían las arremetidas del roedor. Unos golpes sordos hacían vibrar las paredes. El ratón se estaba poniendo nervioso.

—Tú decías que era un fenómeno pasajero —dijo el perro azul—. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que vuelva a ser minúsculo?

—Ni idea —suspiró la muchacha levantando su desproporcionada mano derecha.

Prestó atención; las embestidas habían parado. Un ruido continuado como de raspadura las había reemplazado.

—¿Qué es eso? —preguntó Peggy.

Está royendo la puerta —suspiró el perro azul—. Los ratones están muy bien dotados para esas cosas ¿no lo sabías? Y con los dientes que tiene, no le llevará mucho tiempo.

Se acercaron uno al otro, con la vista fija en la puerta de la cocina. Un ruido de lima llenaba el pasillo.

—Me has salvado la vida —murmuró el perro—. No tenías por qué hacerlo. No lo olvidaré.

Peggy Sue no dijo nada, estaba muera de miedo. El olor a serrín flotaba en el aire. Podía imaginarse los dientes del ratón transformando la madera de la puerta en virutas, Sonó un chasquido.

—El primer obstáculo ha cedido —anunció lúgubremente el perro azul.

La tarima crujió bajo el peso del ratón, que ahora se acercaba a la cocina. Sus incisivos se clavaron en la hoja de la puerta, que resistió el empuje.

«Va a roerla…» pensó Peggy. «Nos queda un cuarto de hora todo lo más».

Se acercó a la ventana, pero tenía barrotes. Obsesionado por los posibles robos, el notario había colocado en todas las ventanas de la planta baja verjas fijas.

«Pues estamos arreglados» se dijo, «como entre aquí no podremos defendemos».

Examinó la cocina, en vano; funcionaba con electricidad. «Si fuera de gas», pensó, «hubiéramos podido improvisar una especie de lanzallamas con una tubería».

No, decididamente no había nada que hacer, aunque pareciera imposible, estaban atrapados.

—Estoy tratando de comunicarme con él —suspiró el perro azul—, pero tiene una mente más dura que una piedra. Mis pensamientos rebotan en la superficie. Tiene hambre, es todo lo que le preocupa.

Y no pudo decir más porque en medio de la puerta se hizo un agujero. El ratón metió los dientes por el orificio y comenzó a hacerlo más grande.

Peggy Sue y el perro retrocedieron al fondo de la cocina hasta pegar la espalda a la pared. El roedor roía la puerta a una velocidad increíble. Sus incisivos trabajaban con la eficacia de un hacha de leñador. De pronto la puerta cedió y el hocico del animal asomó en la cocina. Su nariz rosa husmeaba, intentando identificar el olor de sus temblorosas presas ovilladas en un rincón.

—¡No! —gritó Peggy levantando los brazos para protegerse la cara.

Entonces se dio cuenta de que la mano derecha había recuperado su apariencia normal.

«¡Le tiene que pasar lo mismo al ratón!», pensó esperanzada. «Necesitamos cinco minutos más». «¡Cinco minutos más!».

El roedor intentaba forzar el agujero, agrietando las paredes. Por lo estrecho del orificio tardaría un rato en entrar. Sus dientes mordían el vacío, sus bigotes azotaban el aire tirando los platos alineados en el vasar.

Por fin, cuando iba a comerse a Peggy Sue con aquella inmensa boca, el animal dejó de hincharse… y en tres segundos recuperó sus proporciones originales y rodó, minúsculo, por las baldosas de la cocina, donde fue a parar aturdido.

De inmediato, el perro azul le saltó encima… y se lo comió.

—Uno menos —murmuró Peggy cuando recobró la calma.

—Tenías razón —rezongó el perro—. Más vale no utilizar esas gafas diabólicas, son incontrolables. Si les diera por empequeñecerme en mitad de una batalla, mis enemigos me comerían en un visto y no visto.

Decidieron de común acuerdo enterrar los cristales extraterrestres en el jardín. Después Peggy Sue pidió al perro azul que la llevara al pueblo.

—Tengo que encontrar una óptica —explicó—. No puedo estar así. Necesito que me muestres el camino.

—De acuerdo, yo te guiaré —dijo el chucho—. Siempre he soñado con ser un perro lazarillo.

Se pusieron en camino. Peggy Sue no se hacía ilusiones de que consiguiera ponerse en contacto con Azéna, el hada de cabellos rojos; no obstante, esperaba encontrar entre los restos de la óptica un par de gafas corrientes que le permitieran ver lo que le rodeaba más o menos con normalidad. No pedía más hasta que la situación mejorara.