La mañana de su partida la madre de Peggy y Julia la acompañaron hasta la vuelta del antiguo gimnasio abrumándola con sus consejos. La chica aguantó el chaparrón sin decir una palabra.

«Cualquiera diría que voy a entrar al servicio de la reina de Inglaterra», se dijo sonriendo con tristeza.

—Hay que mirarlo por el lado positivo —le decía Julia—. Es un buen puesto. Después de todo, es el amo de Point Bluff. Si pones de tu parte, podrás conseguir lo que quieras. Yo no lo dudaría.

—No sabes lo que dices —suspiró Peggy soltándose de su hermana mayor.

—¡Claro que sí! —protestó ella—. Ahora el perro azul es como un rey, él es quien puede otorgar cargos y recompensas. Seguro que una chica espabilada le sacaría partido, pero tú eres tan zoquete…

Y tras tanta amabilidad, se separaron.

Peggy se reunió en la plaza del ayuntamiento con las personas a las que se había requerido para el «servicio doméstico». Allí se encontró con Dudley y con otros compañeros del colegio. Daba lástima verlos. Incluso los chicos, que nunca se cortaban a la hora de alardear, estaban callados.

Todos tenían miedo.

«Cualquiera diría que nos vamos a la guerra», se dijo Peggy Sue.

Esperaron durante un buen rato hasta que los animales —sus nuevos amos— fueron a buscarles. Chicos y chicas en seguida comprendieron que querían humillarlos. Por fin se presentó el perro azul, con el sombrero ladeado, la corbata arrastrando por el Suelo y el traje arrugado. Ofrecía la lamentable imagen de un perro de circo ataviado para un número cómico. Peggy, que hasta aquel momento había controlado los nervios, sintió de pronto pánico. Buscó la mirada de Dudley, pero su amigo estaba lívido, rígido de temor, con la frente empapada de sudor. Hubiera querido ayudarle, consolarle. Pero no sabía cómo, porque también a ella la atenazaba la angustia.

—¡Vamos! —rezongó el perro azul—. No lo alarguemos más. Ya es hora de que empieces, tengo verdaderos problemas para instalarme en los sitios y para vestirme. Tengo que dormir con la cabeza erguida para que no se me caiga el sombrero, lo que me resulta muy incómodo y me produce dolores cervicales. Tú vas a poner remedio a todo eso.

Pensaba con tanta irritación que arañaba la mente de Peggy Sue.

Por fin llegaron a la hermosa casa colonial propiedad hasta hacía muy poco del notario de Point Bluff.

—La he confiscado —declaré el perro azul—. Los antiguos ocupantes viven en la cabaña del jardinero, no necesitan más. Un poco de humillación les vendrá bien.

Peggy Sue pudo comprobar que el infame chucho, como amo, se había otorgado aquella antigua casa residencial, que pretendía remodelar a su antojo.

—Lo primero será quitar la escalera —decretó—. Los escalones son muy altos, se me cansan las patas. Deberás llevarme a mis aposentos, pero no como a un fardo de ropa sucia, con deferencia.

Muy pronto Peggy descubrió que el perro azul vivía rodeado de un lujo apabullante. Recorría las inmensas estancias con un placer evidente. En poco tiempo había hecho grandes estropicios, pues le era casi imposible valerse por sí mismo.

—¡Lo primero que harás será ocuparte de mi traje! —le ordenó—. Lo limpias y lo planchas. Luego me preparas un baño perfumado y me cepillas.

—¿Todos los animales han confiscado casas de los humanos? —quiso saber Peggy.

—No —dijo su interlocutor condescendiente—. Hay algunos incorregibles que no quieren dejar el establo. Es lo que les gusta. Desde luego no es mi caso. Aunque es evidente que yo no me plegaré a las servidumbres de esta vivienda, tendrá que adaptarse ella a mí.

—¿A qué te refieres?

Es todo demasiado grande. Habrá que adaptar los muebles a mi medida, habrá que fabricar otros. No quiero tener que saltar para sentarme en una silla.

«¡Quiere vivir en una casa de muñecas!», se dijo Peggy, olvidándose de que el animal podía leerle el pensamiento.

—Eso es —asintió el perro azul—. Quiero que todo esté a mí altura… ¡y que te resulte pequeño a ti! Tú tendrás que servirme de rodillas, porque me resulta odioso sentirme dominado por alguien más alto que yo. Todos los humanos que crucen el umbral de esta casa tendrán que arrodillarse y presentarse ante mí en esa postura. Así que más vale que empieces ahora mismo para que te vayas acostumbrando. Al principio resulta doloroso, pero al cabo de varios meses ni lo notas.

Continuaron visitando la casa. El perro había desenterrado los huesos del jardín y los había escondido en las soperas de porcelana, que ahora presidían los aparadores. Algunas de ellas ya estaban rotas.

A Peggy tuvo que ponerse de inmediato a la tarea, De rodillas limpió el traje y la corbata, lavó y secó a su nuevo amo y luego lo instaló en un sillón envuelto en un albornoz diez tallas mayor que él.

—Quiero aprender a fumar puros —declaró el animal—. Siempre he visto hacerlo a las gentes importantes de Point Bluff. Y como no tengo manos, tendrás que ayudarme. Tendrás que permanecer a mi lado y dármelo cada vez que quiera una calada.

Pasó el resto del día con el perro delirando de aquella manera, enumerando las decisiones que había decidido tomar. Peggy Sue no prestaba ninguna atención a sus palabras. Empezaban a dolerle las rodillas y ya se había clavado tres astillas.

Pensó en Dudley y se preguntó cómo le irían las cosas a él. El perro le leyó el pensamiento.

—¡No me escuchas! —gritó—. Tu amorcito está al servicio de Melinda, una vaca Holstein desabrida. Lo ha pedido para descargar la tensión en él. Ella detesta a los humanos y tu Dudley fue desconsiderado cuando fue a probarse. No dudes de que lo va a pasar mal. Todos los animales no son como yo, criaturas cultivadas. Hay muchos que rechazan los refinamientos de la sociedad humana. Los cerdos, por ejemplo, se han instalado en el gran hotel, pero han exigido que les llenen las bañeras con el barro y el estiércol de sus antiguos «alojamientos». Y hacen que se les sirvan cubos enteros de desperdicios en la vajilla de porcelana decorada. ¡No cambiarán nunca!

Y se enroscó riendo burlón.

Sin darse cuenta Peggy Sue cometió el error de ponerse de pie, a lo que el perro le contestó con una emisión telepática que le hizo doblarse por la mitad.

—¡Lo ves! —exclamó en tono triunfante—, estos muebles no son funcionales, hacen falta otros más pequeños. Será mejor para ti, las chicas están acostumbradas a jugar a las muñecas, por eso son mejores sirvientas.

Quería provocarla, pero Peggy Sue no cayó en la trampa y como pudo disimuló sus sentimientos cantando mentalmente.

Tuvo que preparar la comida con botes de comida para animales amontonadas por centenares en los armarios. Suponía que el perro azul había ordenado a los antiguos ocupantes de la casa que las llevaran hasta allí. Todas eran de pescado. Peggy pensó que aquella mínima sutileza debía servirle al perro para mantener su conciencia tranquila.

—¿Y qué vas a comer cuando se acaben las conservas? —le preguntó—. Mandaste retirar todas las reservas de carne del supermercado. Las vacas o los caballos seguirán comiendo hierba, ¿pero, y tú? Y los gatos, los zorros, los linces del bosque… ¿qué van a hacer?

El perro azul la miró de un modo que no le gustó. Notó cómo arañaba su mente una onda de maldad.

—Cuando no queden botes de conserva —dijo el animal—, comeremos carne humana… así seremos fieles a nuestro principio de dejar de devorarnos entre nosotros. El animal no debe causar daño al animal, es la primera regla que he establecido y velaré por que sea respetada.

—¿Comeréis carne humana? —preguntó completamente atónita Peggy Sue.

—¿Por qué no? —gruñó el perro azul—. ¡Durante miles de años los hombres se han alimentado con la carne de los animales!

—¿Vais a matarnos? —logró decir Peggy.

—No es necesario —soltó el perro—. Creo que en poco tiempo habrá suficientes muertos para alimentar a los animales carnívoros de Point Bluff.

—¿Qué quieres decir?

—Lo sabes muy bien. Los adultos de tu raza son estúpidos. Van a intentar rebelarse para recuperar el poden Ahora mismo Seth Brunch está confabulando en su garaje_ Nosotros le dejarnos intentarlo porque no puede hacernos nada. Cuando él y los suyos nos ataquen; los mataremos a fuerza de ondas mentales. Les estallará el cerebro y morirán.

—Y entonces os los comeréis —concluyó Peggy Sue, estremeciéndose.

—¿Tenemos otra opción? —dijo el perro—. Hay que sobrevivir.

Y ahí lo dejaron, aunque la angustia ya no abandonó a la muchacha. Hubiera querido prevenir al profesor de matemáticas del peligro que corría, pero no se hacía ilusiones; dijera lo que dijera no la escucharía.

Para calmar los nervios se puso a descoser y a planchar la corbata del perro azul. Aquella prenda seguía obsesionando al animal.

—No puedo seguir llevándola cosida a la camisa —había decretado a mediodía—, no es serio. Para que caiga como es debido tengo que aprender a andar sobre las patas traseras… si los perros de circo lo hacen, por qué yo no; tendrás que ayudarme, pero si se lo cuentas a alguien te mato.

Aquella noche, mientras guardaba la ropa en el armario, Peggy sorprendió al perro azul en pleno ajetreo. Delante del gran espejo de la habitación daba saltitos, se arqueaba, hacía poses, intentando desesperadamente mantenerse en equilibrio sobre las patas traseras. Había algo de angustioso en sus gestos, hasta el punto de que, pese a temerle, a Peggy Sue se le escaparon las lágrimas. Se retiró. De haberla sorprendido mirando el perro la habría castigado.

Por fin llegó la noche. La muchacha estaba agotada y le dolían las rodillas. Viendo que bostezaba, el perro le preguntó si quería irse a dormir. Ella asintió.

—Ven —le ordenó—, te mostraré tus aposentos.

A Peggy Sue no le gustó nada el tono festivo del perro, podía detectar en ella el anuncio de una broma de mal gusto.

Su nuevo «amo» bajó rodando las escaleras y salió a la escalinata columnada de la mansión. Desde allí saltó al jardín y se perdió entre los macizos de flores. Se detuvo ante una forma oscura y volvió la cabeza mirando e frente a Peggy Sue.

—Aquí es —anunció—. Era la caseta del perro de la familia. Vivía aquí antes de recuperar su dignidad.

Peggy Sue no pudo disimular su sorpresa. Era apenas un nicho. Un nicho donde tendría que entrar a cuatro patas si quería protegerse del relente de la noche.

—Creo que es bueno que intercambiemos nuestros papeles —dijo burlón el perro azul—. Es una experiencia enriquecedora que te fortalecerá el carácter y te hará reflexionar sobre el viejo proverbio «no hagas a los demás, etc». Como no soy malo, no te pediré que vigiles… ni que ladres.

Se alejó saltando. Sin embargo, antes de cruzar el umbral de la mansión, se permitió lanzar un último dardo:

—¡No olvides mi desayuno! —grito—. Hace mucho que sueño con que me lo sirvan en la cama.

Peggy Sue se encontró sola delante de aquel agujero. Estuvo a punto de irse al gimnasio y dejar plantado al perro azul con sus aires de grandeza, pero se lo impidió la prudencia.

«Está esperando que lo haga para castigarme», se dijo. «Es una trampa, una provocación».

Decidió no entrar en su juego y aceptarle el desafío. Se arrodilló y entró a la caseta donde antes dormía un gran dogo alemán. Frunció la nariz. Apestaba… a perro. Era como estar en la jaula de una fiera del zoo.

«Me voy a acostumbrar», se dijo. «Dentro de diez minutos ya no sentiré el olor, es lo que ocurre siempre».

Se tumbó en la paja, con las rodillas contra el pecho. La posición se le hacía insoportable, pero no tenía modo de cambiarla.

«Deja de quejarte», pensó. «Al menos el perro azul no te ha hecho daño. Seguro que el pobre Dudley no puede decirlo mismo».

Esperaba de todo corazón que aquella vaca desabrida no le hubiera herido.

Estaba tan cansada que se durmió.