Poco antes de amanecer Seth Brunch afirmó:
—Esto no quedará aquí, prepárense para lo peor. Cada día tendrán un nuevo capricho. ¿No comprenden que hay que matarlos antes de que sea demasiado tarde?
Por toda la sala retumbaron los gritos de terror. Nadie quería ser cómplice de las intrigas subversivas del profesor de matemáticas. ¿Se daba cuenta de lo que estaba diciendo? A fin de cuentas, el perro azul quizá estuviera leyéndoles la mente en aquel momento}.
El sombrero estaba listo. Muy pequeño, confeccionado en una bonita tela escocesa, tenía algo de extraño con aquellos dos agujeros a ambos lados para meter las orejas.
Cuando el perro azul se presentó, todo el mundo contuvo la respiración. ¿Lo encontraría a su gusto o acabaría hecho jirones a mordiscos?
Felizmente la cosa fue bien; el animal se contempló en el espejo, haciendo posturas, inclinando la cabeza a derecha e izquierda.
—Mis camaradas están entusiasmados con el traje —afirmó—. Todos quieren uno igual.
Y salió después de soltar aquellas maliciosas palabras. Sólo quedaba acatar.
Acababa de irse cuando se presentó una vaca, luego otra… y quieras que no el taller de costura tuvo que volver al trabajo.
Peggy Sue sentía cómo el pensamiento de los animales dañaba su mente cada vez que lanzaban un sondeo por la sala.
«Nos detestan», pudo comprobar. «Están llenas de odio hacia los humanos. A la primera inconveniencia no dudarán en hacernos daño».
Lo que no tardó en producirse. Dudley, vacilante por el cansancio, hizo un falso movimiento. El rollo de tela que llevaba al hombro se le cayó y fue a dar contra el lomo de una vaca que se estaba probando. Al instante el chico se dobló en dos, agarrándose el vientre con las manos. Un segundo después cayó al suelo gimiendo. Peggy corrió hacia él.
—Me ha dado una cornada… balbuceó. Me ha dado una cornada en el vientre. Mira… ¡Ay! Debo estar sangrando…
—No te ha tocado —le susurró Peggy—. Cálmate. No es más que una ilusión. Actúan sobre nuestro sistema nervioso para hacer que sintamos dolores en el cuerpo, donde ellos quieren.
Peggy le retiró las manos y le subió la camiseta… El abdomen del muchacho estaba intacto.
—Pero si he sentido cómo me hincaba el cuerno… «se lamentaba Dudley».
—Es lo que quiere que creas —murmuró Peggy—. ¡Reacciona! O también tu cuerpo se lo creerá y empezará a sangrar… y te morirás de una herida imaginaria.
No sabía cómo hacer para que su amigo recobrara la conciencia. La cólera de la vaca rondaba por el aire, zumbando como una enorme avispa. A Peggy se le ocurrió que el mejor matador se sentiría indefenso frente a un toro telépata. Puso todo su empeño en poner la mente en blanco para no convertirse en el blanco de aquel vengativo rumiante, sobre cuyo lomo la señorita Longfellow intentaba coser un chaleco de lana sintética.
El animal estaba receloso, olisqueaba cada pieza de tela para asegurarse de que no llevaba fibra de origen animal.
Para la señorita Longfellow y la señora Barlow aquello era una tortura. (¿Qué hacer con las ubres? ¿Había que cubrirlas con bolsillos abotonados o debían quedar a la vista?). Las vacas, a diferencia del perro azul, no dominaban el lenguaje humano. Se expresaban mediante bruscos arranques emocionales que fulminaban el cerebro de la gente que se encontraba cerca. Cuando una sugerencia les disgustaba, contestaban con un ataque de náusea que ya había obligado a la señorita Longfellow a salir corriendo al lavabo en dos ocasiones para vomitar bilis.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó Peggy Sue a Dudley.
—Sí —refunfuñó su amigo incorporándose—. Estoy bien, déjame en paz.
Le daba vergüenza haber montado el número por una herida imaginaria. Los chicos eran así, creían que estaban obligados a interpretar el papel de gigantes.
Dudley soportaba mal aquella atmósfera de desvarío. La cornada telepática fue de algún modo la gota que desbordó el vaso. La noche siguiente le comunicó a Peggy que pensaba escaparse con Mike. La muchacha intentó disuadirle.
—Nuestros padres se han rendido —se quejó el chico—. Tienen demasiado canguelo para rebelarse, pero no hay por qué ser como ellos. Me voy con Mike. Huiremos por el bosque. Luego iremos a avisar al sheriff del pueblo vecino. Él alertará al ejército y todo volverá a su cauce.
—No lo hagas —murmuró Peggy—. No te dejarán salir. No te lo puedo explicar, pero en el bosque hay algo muy peligroso que vigila. Te cerrarán el paso… y te matarán. No quiero que te hagan daño.
—¡Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados! —dijo Dudley dando patadas al Suelo—. Hay que reaccionar, Seth Brunch tiene razón. Hay que matar a los animales. Es el único medio de salir de aquí. ¿Por qué no intentamos envenenarlos? Sé dónde encontrar matarratas, el verano pasado trabajé en la ferretería. Se puede formar un comando… Mike e iremos a las granjas y pondremos veneno en los comederos.
Ya lo estaba viviendo. Como todos los chicos, soñaba con ser un héroe.
—Los animales no son los responsables —intentó hacerle comprender Peggy—. Una fuerza que nos supera los está manipulando. Una fuerza muy poderosa. Debemos ir contra ella, pero todavía no sé cómo. Aunque no pierdo la esperanza.
—Piensas demasiado —refunfuñó Dudley, malhumorado—. Hay que actuar.
—No si es para hacer algo que provoque una represalia general —replicó la muchacha.
—En la ferretería también hay dinamita —contestó Dudley—. La usan para arrancar los tocones de los árboles.
A base de charla Peggy logró disuadir a su amigo de que emprendiera una empresa tan arriesgada, aunque le veía al límite de su paciencia, nervioso por pasar a la acción.
Cuando Dudley se marchó, Peggy fue a los lavabos del gimnasio para darse una ducha. Se estaba enjabonando cuando, justo bajo el chorro de la ducha, apareció un Invisible. Su cara lechosa había atravesado a medias los baldosines y se había quedado ahí, como una máscara translúcida colgada en la pared. Peggy se sorprendió tanto que dio un salto hacia atrás, se escurrió en las baldosas mojadas y cayó de espaldas. Su primera intención fue saltar a por su toalla para cubrirse.
El rostro cristalino rio burlón. Parecía hecho de agua helada.
—¿Has visto? —dijo—. Ahora ya es inminente.
—¿De qué hablas? —refunfuñó Peggy, molesta por haberse dejado sorprender.
—De la matanza, por supuesto —se burló el Transparente. Van a matarse entre ellos, no hay la menor duda.
—Eso es lo que os divierte —le reprochó Peggy Sue—. Poner a la gente al limite.
—Si —admitió la criatura—. Confieso que me hace gracia. Puedo imaginar lo que va a pasar. Seth Brunch va a intentar algo… organizar un comando. Una noche tratará de liquidar a los animales. El efecto sorpresa le permitirá lograrlo, al menos en parte, pero los animales después se defenderán y harán estallar el cerebro de los humanos a base de emisiones mentales. Será una bonita carnicería. Inmediatamente después, nosotros haremos desaparecer el sol azul y restableceremos las comunicaciones. Cuando llegue la policía, encontrará un montón de cadáveres de animales y centenares de hombres muertos de derrame cerebral. Los supervivientes se habrán vuelto locos y se obstinarán en contar historias de bestias telépatas… ¿Quién les va a creer? Una vez desaparecido el sol, el saber acumulado se borrará inmediatamente del cerebro de los animales. Y no quedará más que un misterio asombroso —¡otro más!— sobre el que los periodistas escribirán artículos a cada cual más idiota.
—Estás muy seguro de ti —soltó la muchacha—. Puede que no lo sepas, pero yo aún no he dicho mi última palabra.
La sonrisa del Invisible se ensanchó.
—Tú no puedes cambiar las cosas —dijo la criatura—. Creo que serás la primera a quien el perro azul haga estallar el cerebro.
—¡Lárgate! —le gritó Peggy Sue.
El rostro translúcido se hundió en los baldosines y desapareció.
Días después, un mediodía muy caluroso, Dudley se deslizó en el dormitorio cuando todo el mundo dormía en las camas de campaña, agotados por aquel ambiente de pegajoso calor bajo el tejado asfaltado del gimnasio. Se inclinó sobre Peggy Sue y le tocó el hombro. La muchacha, que estaba quedándose dormida, se sobresaltó.
—¡Chiss! —le dijo su amigo tapándole la boca—. No digas nada, soy yo.
Peggy obedeció y ambos salieron procurando no despertar a los adultos. Ya en la puerta que daba a la calle principal Dudley dio unas gruesas gafas de sol a Peggy.
—Ten —le dijo—, póntelas. El sol es tan fuerte que su luz cambia el color de los ojos a quienes se pasean a la luz del día. Si vuelves con los ojos añil, el sheriff sabrá que has salido a escondidas.
Peggy Sue se puso las gafas de sol sobre las suyas de miope. No era cómodo, no veía nada, pero Dudley la llevaba de la mano y aquel contacto la puso nerviosa. Era la primera vez que el muchacho se permitía un gesto así. Se le aceleraron los latidos del corazón. Dudley le gustaba.
Una vez fuera, la luz hería. Los reflejos de los objetos metálicos parecían haces de fuego. Dudley sacó otras gafas de sol y se las puso.
—Mete las manos en los bolsillos —murmuró su amigo—, si no las tendrás azules antes de que lleguemos al final de la calle.
Avanzaban junto a las fachadas de la ciudad muerta. Las contraventanas estaban cerradas, las persianas completamente bajadas.
—¿Dónde me llevas? —le preguntó Peggy.
—Te lo dije el otro día, he decidido pasar a la acción —le explicó Dudley (con la emoción se comía las sílabas). No podía más. He… he preparado algo. Pero no quería hacerlo sin ti. Después de todo, eres mi amiga.
—Tienes razón —asintió la muchacha con el corazón desbocado—. Es verdad que no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Me siento como tú, llena de rabia porque no encuentro la solución.
—Yo tengo la solución —murmuró misteriosamente Dudley—. Ya verás.
Jadeaba. Peggy podía darse cuenta de que estaba inquieto y emocionado a un tiempo.
Llegaron al patio de una casa abandonada. Alguien había preparado un curioso dispositivo. Peggy observó que se trataba de un cohete sobre una rampa de lanzamiento. Un cohete de un metro cincuenta de altura que hubiera podido tomarse por uno de verdad.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Lo he encontrado en el colegio —explicó Dudley—. Seth Brunch nos enseñó a fabricarlos en el taller de aeronáutica… Se estaba preparando para lanzarlo el 4 de Julio.
—¿Funciona?
—¡Claro! Como uno de verdad, lo que pasa es que no alcanza mucha altura.
Peggy Sue se fijó en un cable del suelo que unía el misil a un motor de encendido.
Dudley se arrodilló y le agarró de la mano.
—¿Te acuerdas? —le dijo acercándole los labios al oído—, te dije que había trabajado en la tienda el verano pasado…
—Si ¿y…?
—Y que he encontrado la dinamita en el almacén y he llenado el cohete con ella. Lo he transformado en una bomba volante. Vamos a dar de lleno en el sol azul y haremos que explote.
Peggy sintió un cosquilleo de emoción en las palmas de las manos.
—¡Es una idea magnífica! —dijo—. ¿Por qué no se te ha ocurrido antes?
—¡Sabía que te iba a gustar! —dijo Dudley exultante—, otra chica se habría ido dando gritos, pero tú eres diferente… sí, diferente. Es verdad que al principio da miedo, pero en seguida entiendes que es parte de tu… encanto.
Peggy se puso roja. Siempre había soñado con que un chico tan majo como Dudley le dijera esas cosas. Desde hacía algún tiempo empezaba a pensar que nunca le iba a pasar.
—Lo tengo todo calculado —le explicó Dudley—. La trayectoria, el ángulo, todo. Brunch nos ha enseñado a hacerlo. En cuanto aprietes este botón, el cohete enfilará hacia el sol azul y lo hará explotar como a un vulgar globo.
Tenía en las manos el detonador.
—El honor es tuyo —dijo inclinándose—. Yo hago la cuenta atrás y tú aprietas…
Se había puesto muy cerca de Peggy Sue. A la muchacha le daba vueltas la cabeza.
«Me va a besar», —pensó mientras se apoderaba de ella una mezcla de felicidad y pánico—. «Me va a… besar».
El chico se inclinó hacia ella y su boca se posó en la de Peggy. Tenía un sabor dulce. Intentó que no se diera cuenta de que temblaba. No quería parecer torpe. Durante tres segundos no supo dónde se encontraba, luego Dudley se enderezó y, para ocultar su apuro, le puso el detonador en las manos.
—Toma —le dijo—, vamos allá. Después de esto seremos héroes, juntos para siempre. Nunca nos separaremos. ¡Una cosa así es más sagrada que el matrimonio!
Peggy estuvo a punto de tirar el detonador. Le molestaban las gafas de sol y se las quitó.
—10… 9… 8… —iba contando Dudley.
Apenas le escuchaba. Le hubiera gustado seguir abrazándole un poco más. ¡Pero se trataba de un momento extraordinario!, ¡iban a salvar Point Bluff los dos!
Llena de una exaltación que no le dejaba respirar, buscó la mirada del chico. Pero él hizo una mueca.
—7… 6… seguía contando.
Peggy Sue hubiera preferido que apretaran los dos a un tiempo el botón rojo. Estuvo a punto de decírselo, pero volvió a hacer muecas, como si se encontrara mal.
—5… 4… —murmuraba con dificultad.
Había un curioso olor en el aire. Un olor a malvavisco quemado. Peggy se apresuró a dejar el detonador en el suelo. Acababa de entenderlo… acababa de entenderlo todo.
Con el revés de la mano le quitó las gafas de sol.
—No eres Dudley —le soltó a la cara—. Tu olor te ha traicionado. En cuanto te he mirado has empezado a chamuscarte ¿verdad?
Corrió hacia el cohete y le dio la vuelta. El fuselaje sonaba a hueco, estaba vació, sin motor ni carga explosiva. No era más que un señuelo. Un simple tubo de chapa con alerones.
Entonces agarró el cable y tiró de él. Estaba oculto en el suelo, justo bajo el falso misil. Peggy Sue se arrodilló y escarbó la tierra. No le costó mucho dar con los cartuchos de dinamita. Estaban enterrados superficialmente en el mismo lugar dónde ella se había arrodillado un momento antes.
—¿Era lo que pretendías —le gritó—, que me explotara al detonarlo?
El rostro de Dudley perdió el color. El pelo, los ojos, se le volvieron de un blanco lechoso. Hasta sus ropas tenían la consistencia del yogurt.
—Eres un Invisible —murmuró Peggy intentando dominar el llanto, que le hacía temblar la voz.
—¡Exacto! —rio burlona la criatura—. No podemos matarte, es verdad, porque algo que está por encima de nuestro poder te protege… ¡pero nada nos impide preparar tu suicidio!
—¡Por eso querías que apretara yo sola el botón!
—¡Evidentemente!
—Las gafas de sol, eran para debilitar el poder mi mirada. El… el beso era para que no pensara.
—Bien pensado, ¿a que si?
El espectro se estaba descomponiendo. Ya no se tomaba la molestia de aparentar ser Dudley.
—¡Ha faltado un pelín! —dijo encorajinado mientras se hundía en el suelo—. ¿Por qué has tenido que quitarte las malditas gafas?
—¡Díselo a los demás! —le dijo Peggy Sue. No es tan fácil matarme como os imagináis.
—Cualquier día lo lograremos —soltó el fantasma antes de desaparecer del todo—. Es una cuestión de tiempo.
—¡Tarde o temprano encontraré el modo de venceros! —gritó la muchacha—. ¡No vendáis la piel del oso antes de cazarlo, estoy menos desarmada de lo que creéis!
Al darse cuenta de que hablaba sola, arrancó el cable del detonador. El Transparente había dicho la verdad, había faltado un pelo. De haber apretado el botón rojo, la dinamita sobre la que había estado arrodillada habría explotado sin que ella se hubiera dado cuenta… la hubiera reducido a polvo. Había rozado el desastre.
Tuvo que apoyarse en la pared porque le temblaban las piernas. Más que miedo, sentía dolor por el falso beso de Dudley.
«Si los Invisibles intentan hacerme desaparecer», pensó mientras dejaba la casa abandonada, «es lo único positivo de esta aventura».
Hasta el último trozo de tela se usó para vestir a los animales de Point Bluff. Una vez cumplida esta tarea, los «nuevos ciudadanos» se dieron cuenta de que no era nada fácil vivir ataviados de aquel modo. Esa fue la razón por la que el perro azul se plantó en plena reunión del consejo municipal, con el sombrero ladeado el traje arrugado.
—Nos faltan las manos —soltó sin preámbulos—. Los botones y las cremalleras son un auténtico problema.
No somos monos. Si no queremos ser el hazmerreír de los humanos, hemos de ir correctamente vestidos y para ello necesitamos mayordomos.
—¿Cómo? —dijo el alcalde con asombro.
—¿Tengo que aumentar la fuerza de mis ondas mentales para que se me comprenda mejor? —susurró el perro.
—¡N… no! —farfullaron los consejeros municipales sentados en torno a la mesa.
—Necesitamos criados —repitió el perro azul—. Mayordomos que nos vistan y cuiden de nuestro ropero. Mayordomos con manos, con dedos… es lo que nos falta. Creo que si el hombre ha sido creado de este modo es para servir al animal… y no a la inversa. El hecho de que los animales carezcan de manos, en mi opinión, prueba que no están hechas para trabajar; al contrario que la raza humana. Así que ya es hora de restablecer el orden de las cosas como la naturaleza lo ha previsto.
—¿Y quiénes van a ser los mayordomos? —preguntó con timidez el alcalde.
—Mis hermanos elegirán a quienes ellos quieran —respondió el perro azul—. En cuanto a mí, quiero a Peggy Sue Fairway. Que alguien le dé un costurero y una plancha y que se reúna conmigo. A partir de este momento es mi criada.
Siguieron otros nombramientos. Dudley se convirtió en el criado de la vaca que le había dado una cornada mental la primera noche de las pruebas. Recibió la noticia con inquietud, aunque intentó disimularlo.
Peggy Sue se sentía incómoda ahora ante la presencia de su amigo, ya que no podía impedir pensar en el beso que el doble de Dudley le había dado.
—¿Tienes miedo? —quiso saber Peggy. (Lo dijo mientras metía en la mochila las herramientas de su nuevo puesto de trabajo: la plancha y el costurero, además de Un peine, un cepillo y quitamanchas y pinzas para la ropa).
—No lo sé —refunfuño el chico evitando su mirada—. Creo que esa vaca asquerosa va a por mí y quiere mi pellejo. Esto es absurdo. ¿Qué se supone que debo hacer allí, en un… establo?
—Cuidar su ropero —murmuró Peggy—. Plancharle la ropa, vestirla, repasar los botones.
—¿Y volverá a darme cornadas si no está satisfecha?
—Puede ser.
El muchacho se puso nervioso. Parecía a punto de hacer una locura. Peggy Sue temió que intentara huir a través del bosque.
—¡Es… es absolutamente humillante! —bramó—. Sobre todo para un chico.
—¡Ah, claro! —dijo Peggy Sue con sarcasmo—. ¿Crees que a mí me encanta tener que cuidar de los pingos de un horrible chucho que ha perdido el coco y le puede dar por estallarme el cerebro en cualquier momento? ¿Crees de verdad que las chicas nacen con la plancha en una mano y una aguja en la otra?
Casi se enzarzan en una discusión. Lo que pasaba es que ambos tenían miedo.
«Puede que sea la última vez que le veo», se dijo Peggy. «Puede que la vaca le someta a tales torturas mentales que termine muerto a cornadas como un matador en el ruedo».
Hubiera deseado que Dudley la abrazara y le diera un beso (como la otra vez), ella no se atrevía a dar el primer paso. Pero se separaron con un apretón de manos.