Había anochecido. Peggy Sue cruzaba la plaza del ayuntamiento cuando oyó unos mugidos subterráneos…

Se quedó quieta, alerta. No había ningún animal cerca. Los mugidos parecían al mismo tiempo sofocados y muy próximos. Su tono de lamento hacía estremecerse. Dudley acababa de llegar y Peggy le contó lo que pasaba.

—No oigo nada —refunfuñó—. Será que el viento trae hasta aquí los sonidos del campo.

—No —insistió Peggy—, escucha, ya empieza otra vez. Viene… ¡viene de debajo de nuestros pies!

—¡Es verdad! —admitió Dudley— ¡alguien ha enterrado una vaca viva!

—Una no, varias… ¡escucha! ¡Las han enterrado vivas! ¡Estoy segura de que es obra de Seth Brunch!

Dudley dudó.

—Entonces vamos a largarnos —dijo—. No quiero historias con ese tío.

—¡Ni hablar! —le soltó Peggy Sue—, no podemos dejar que los animales mueran de esta manera, es horrible.

—¡Tú deliras, guapa! —bramó Dudley—. Estamos en guerra ¿o qué te crees?

—Vete a buscar una pala —le respondió Peggy sin escucharle—. ¡No seré cómplice de algo tan vil!

—¡Mira que sois raras las chicas! —se lamentó Dudley.

No obstante, cedro al «capricho» de su colega y agarró dos palas del cuarto de herramientas del ayuntamiento.

—¡Deprisa! —murmuró Peggy Sue, que empezaba a impacientarse—, a los pobres animales debe faltarles el aire.

Los dos amigos se pusieron a cavar con brío. De pronto, el filo de la pala de Peggy topé con una superficie elástica.

«El lomo», pensó. «Espero no haberle hecho daño».

Aunque sabía que los animales no abrigaban buenas intenciones hacia los humanos, no podía decidir odiarlos, como hacía Dudley con tanta facilidad. «¡Será mi lado tierno!», se decía sin intentar justificarse.

La tierra se derrumbó y Peggy vio cómo una masa marrón, musculosa, se movía en el fondo del agujero. Se oyó un mugido lastimero.

—¡Va a tener que salir sola —dijo furioso Dudley—, no voy a levantarla en brazos para ayudarla!

Peggy Sue hizo un gesto para que su amigo retrocediese.

Una forma oscura resoplaba en la cavidad, intentando salir al exterior. Dada la oscuridad, Peggy tenía dificultad para distinguir su contorno, aunque le pareció notar algo extraño.

Aquel animal que estaba reptando por el suelo y mugía tenía una remota semejanza con un rumiante. En realidad era…

—¡Un sofá! —exclamó Dudley soltando la pala—. ¡Increíble! Es un sofá… ¡y está vivo!

Peggy Sue, petrificada por la sorpresa, no podía apartar su mirada de aquel mueble con una funda de cuero natural que intentaba desplazarse sobre cuatro patas de madera torneada.

—¡Son los sofás que ha mandado enterrar el perro azul! —exclamó el chico—. ¡Increíble! Estas porquerías han cobrado vida… ¡No me lo puedo creer!

Peggy se puso tensa, no necesitaba oír la risa de los invisibles para adivinar quién había preparado aquella broma de mal gusto.

Un segundo sofá salió del hoyo, y después un tercero. Peggy comprendió que sus eternos enemigos se estaban divirtiendo dando vida a todos los objetos forrados de cuero. Pronto empezarían a ver cómo chaquetones y zapatos salían de debajo de la tierra y empezarían a callejear… ¡o a dar patadas en el culo a los humanos!

—¡Hay que destruirlos! —gritó Dudley—. ¡Son una asquerosidad de muertos vivientes! No son muertos vivientes —intervino Peggy—, sólo sofás… pobres sofás que necesitan ayuda. Cálmate.

—¡Estás majara! —protestó el chico—, ¡voy a por un hacha para hacerlos trizas, como lo oyes!

—No seas loco —murmuró Peggy—. Es un fenómeno pasajero.

Cuatro sofás mugían mientras avanzaban a saltos por la plaza del ayuntamiento.

—¿Lo ves? —le tranquilizó Peggy—. No hacen daño. Vamos a llevarlos a un lugar apartado y zanjamos el asunto.

Pero Dudley no parecía recobrar la sangre fría.

—¡Una asquerosidad de sofás muertos vivientes, que sí! —repetía con el ceño fruncido.

Peggy Sue se acercó al hoyo. Objetos de distintas formas hormigueaban en el fondo. Había que tomar una decisión. No podía dejar salir a todos los sofás y asientos de Point Bluff, aquel rebaño nunca pasaría desapercibido.

No era conveniente añadir más confusión a la que ya reinaba en el ánimo de la gente.

—De acuerdo —terminó por dar la razón a su amigo—, vamos a cerrarles el paso antes de que salgan todos. Creo que detrás de los muebles querrán salir los zapatos…

Sin embargo, tuvieron que apartarse para que pasara un enorme sillón acolchado de cuero negro que había pertenecido al alcalde y que salió coceando con una fuerza inquietante.

«Habrá que desconfiar de este», se dijo. «Puede que esté forrado con piel de toro».

Dudley empezó a echar paladas con rabia mientras que los primeros pares de botas tejanas trataban de abrirse camino entre la tierra desmoronada. Peggy le ayudó como mejor pudo.

—¡Tú y tu buen corazón! —renegaba el chico—. Mira en la que nos has metido. ¿Qué vamos a hacer con este rebaño de sofás? ¡Cómo lo vea el sheriff, va a arrancarnos la piel a tiras!

—Baja la voz —le suplicó Peggy—. No podíamos dejarlos bajo tierra, daba mucha pena. No hay más que llevarlos a un prado, junto a la carretera. Después de todo, ese es su sitio.

Como si comprendieran que Peggy Sue les estaba defendiendo, sofás y sillones se habían agrupado alrededor de ella. Había que admitir que daba pena verlos, con aquellas cortas patas de madera que les obligaban a desplazarse como cangrejos.

—Están desorientados ¿no lo ves? —se lamentó Peggy Sue—. Debe ser extraño revivir en forma de sofá.

—Habría que prenderles fuego —refunfuñó Dudley—, así se acabarían sus penas.

¡Sólo se le podía ocurrir a un chico! Peggy Sue se alzó de hombros e hizo una señal al rebaño para que la siguiera. La horda de asientos fue tras mugiendo deforma lastimera.

Todavía encolerizado, Dudley se unió a ellos.

El gran sillón negro iba en último lugar, como si hubiera decidido formar bando aparte.

«Aquel es peligroso», pensó Peggy, «habrá que estar atentos».

Como si le hubiera leído el pensamiento, Dudley se le acercó y murmuró:

—No me gusta nada el sillón del alcalde, seguro que es de piel de toro.

—Al menos no tiene cuernos —dijo Peggy con alivio.

—Ya —replicó su amigo—, pero pesa tanto que como le dé por caemos encima nos aplasta.

—Vigílalo —murmuró Peggy—, pero no te acerques mucho a él, parece irascible.

Salieron del pueblo y siguieron andando a campo abierto bajo la luz de la luna. No iban deprisa; las patas de madera de los asientos hacían un ruido curioso en el silencio de la noche.

—Mira —señaló Dudley—, ese prado está vacío, es perfecto. Aunque no van a poder pastar porque no tienen boca.

En mitad del prado había una vieja cabaña. Un tractor abandonado se oxidaba junto a un abrevadero de piedra. Sillones y sofás habían dejado de lamentarse. Parecían haberse apaciguado al encontrarse de nuevo en terreno conocido.

—¡Esto es de locos! —dijo Dudley furioso—. ¿Qué vas a hacer? ¿Ordeñarles? ¿Hacer leche y queso de sofá?

—No sé —reconoció Peggy Sue—, parecen tan desgraciados…

—Vámonos —decidió el chico—, ya hemos hecho bastante el idiota por hoy.

Peggy Sue era consciente de haber cedido a un arrebato sensiblero fuera de lugar, pero en el fondo no lo lamentaba. Estaba convencida de que los pobres sofás serían más felices allí.

Volvían a la carretera cuando Dudley le indicó con un gesto que se quedara quieta.

—Parece que alguno no está conforme con que lo hayan convertido en asiento —refunfuñó—. Mira el sillón negro… nos está cerrando el paso. Ha decidido plantar cara.

Peggy sintió un escalofrío, El sillón de piel de toro escarbaba amenazante la tierra con una de sus patas de madera tallada. Algo en la postura del brazo izquierdo daba la impresión de que había bajado la cabeza y se preparaba para embestir.

«Aunque es un sillón, conserva los movimientos de un toro», —pensó Peggy—. «Es tan ancho y tan pesado que aun sin cuernos puede aplastarnos sin dificultad».

—Cuento hasta tres y salimos corriendo… —le susurró al oído Dudley.

—No —decidió Peggy—. Es más rápido que los demás y nos cerrará el paso. Hay que…

No le dio tiempo a terminar la frase. El sillón, cuyo cuero negro brillaba con el resplandor de la luna, se lanzó hacia adelante con una rapidez inesperada. No andaba, marchaba a saltos, como una fiera acechando a su presa.

—¡La cabaña! —gritó Dudley.

Los dos amigos corrieron hasta el barracón de madera y con lo que pillaron a mano atrancaron la puerta. El sillón chocó con un ruido sordo contra el frágil edificio, haciéndolo temblar.

—Golpea a tientas —observó Dudley—. No tiene Ojos, se guía por el olfato.

Un nuevo topetazo destrozó la cabaña. Varias tablas del techo se desprendieron.

—Va a entrar —dijo Peggy—. Parece decidido a vengarse.

—Podemos salir por detrás —propuso Dudley, hay un conducto de desagüe que llega hasta la carretera. No es más que una tubería de cemento, pero podemos arrastrarnos. ¡Lo que sea antes que quedarnos aquí metidos!

—De acuerdo —dijo Peggy—. Vamos.

Mientras el brazo del sillón arremetía contra la puerta de la cabaña, los chicos escaparon por la ventana trasera y corrieron hasta la tubería de cemento semienterrada.

Dudley se puso a cuatro patas y se metió.

—¡Es más estrecha de lo que creía! —se quejó.

—¡Date prisa! —le suplicó Peggy Sue—. «Ese» nos ha visto. ¡Viene hacia nosotros!

Y así era. El sillón volvía a la carga. A la luz de la luna el cuero le brillaba de sudor.

«Suda» —observó Peggy—. «Pronto se empezará cubrir de pelo. Incluso es posible que recupere su forma original. Sólo le quedará de madera el esqueleto, como la estructura de un sofá. ¡Será un toro… con esqueleto hecho con tablas! ¡Un toro al que habrá que afilar los cuernos con sacapuntas!».

Se apresuró a seguir a Dudley. Dos segundos después el sillón embravecido intentaba arrollar la tubería.

Avanzar no era fácil. Había que reptar a oscuras, arrastrando el vientre por un reguero de agua. Durante un buen rato oyeron cómo el sillón se ensañaba contra la tubería, hasta que por fin abandonó. Cuando Peggy Sue salió al aire libre estaba cubierta de lodo.

—Iremos bordeando la cuneta —propuso Dudley—, así no podrá vemos.

Y de este modo llegaron al pueblo, volviendo con frecuencia la vista atrás para asegurarse de que el sillón embravecido no les iba a dar caza.

Cuando atravesaron la plaza del ayuntamiento Peggy Sue oyó de nuevo los mugidos de los objetos de cuero enterrados. Esta vez pasó de largo.

Durante la noche varios pares de zapatos enterrados lograron abrirse camino hasta la superficie. Al día siguiente se les podía ver renquear por las aceras del pueblo mugiendo débilmente. Los habitantes de Point Bluff, aterrorizados ante el nuevo prodigio, hacían como si no los vieran. Cada par de zapatos tenía su propio lamento según fueran de piel de cabrito, de becerro o de ante. Pero el mayor escándalo llegó con las botas del sheriff Bluster. Unas santiags. Se parapetaron junto a su oficina y cada vez que el sheriff asomaba la nariz la emprendían a botazos con él. Ofendido, Carl Bluster fue a dispararles con su revólver reglamentario, pero el alcalde le quitó el arma de las manos.

—¿Cree que no tenemos ya suficientes problemas? —le gritó mientras le empujaba dentro de la oficina. ¿Quiere que le juzguen por asesinar a un inocente par de botas?

—¿Por qué crees que las santiags la han tomado con Bluster? —le preguntó Peggy a Dudley.

—¡Sin duda quieren vengarse de haber soportado durante años el pestazo de sus pies! —dijo Dudley burlón.

Peggy Sue era consciente de que había que reaccionar… pero tenía miedo.

«No eres más que una chiquilla», murmuraba una voz en lo más profundo de su cabeza. «No eres la heroína de una novela juvenil de esas que venden a 4 dólares en los expositores de las tiendas. En el mundo real nadie escucha a los niños».

Sin embargo, tenía poder para hacer daño a los Invisibles mirándolos de determinada manera, Ellos se habían quejado muchas veces, no debía olvidarlo.

«Podría ser el momento de utilizarlo», se dijo. «¿Y si pudiera abrirme paso por el bosque… abrir un sendero… si pudiera abrir un agujero en la red para salir fuera en busca de ayuda?».

Si había alguien capaz de hacerlo, era ella, nadie más. Sin embargo, temía las consecuencias de un acto semejante; cada vez que había intentado utilizar su poder, le había costado una terrible jaqueca, quedarse ciega temporalmente y una pérdida de agudeza visual. Demasiados enfrentamientos con los Invisibles podrían dejarla ciega, y pensar en ello le helaba la sangre.

«Pero debo correr el riesgo», se repetía para darse valor.

A escondidas de su madre preparó la mochila y abandonó el campamento en dirección al bosque. Nerviosa se confesó que era incapaz de calcular cuántas miradas mortíferas podría lanzar a los Invisibles antes de caer fulminada por la jaqueca.

«Tendré que atacar duro», pensó. «He de atemorizarles de entrada para evitar que vuelvan a la carga».

Una vez bajo la sombra de los altos árboles se sintió minúscula, desarmada, aunque siguió avanzando con paso firme y los dedos bien aferrados a las asas de la mochila.

Los fantasmas se materializaron al primer recodo,

saliendo de entre los matojos de hierba como champiñones lechosos.

—¡Pero si es nuestra pequeña Peggy Sue! —reían burlones—. Todavía no ha entendido que está prohibido abandonar el pueblo… Va a haber que reprenderla más en serio.

En lugar de contestarles verbalmente, Peggy les lanzó su mirada más venenosa. Se dio la satisfacción de oír como chisporroteaba la materia opalescente de la que estaban hechos los espectros. Crepitaba dejando en el aire un olor a malvavisco quemado.

Sorprendidos, los Invisibles se escondieron.

—¡Os veo! —les gritó la muchacha—. ¡Ya podéis esconderos, que os sigo viendo!

Echó a andar deprisa, pero una criatura intentó cerrarle el paso. Peggy la miró fijamente hasta que un olor a caramelo tostado llenó el aire.

Avanzaba jadeando, pues era vital atravesar el bosque antes de que la jaqueca o la ceguera pudieran con ella. Si se quedaba ciega, rondaría por el bosque hasta acabar en un barranco.

Los ataques de los Transparentes se multiplicaban. No renunciaban, una y otra vez volvían a la carga. Algunos mostraban en el cuerpo las marcas rojizas de las quemaduras que les había dejado la mirada de Peggy Sue.

«¡Son como las marcas de plancha en una sábana!», pensó con auténtico regocijo.

A la mitad del camino sintió de pronto un intenso dolor en los ojos; la jaqueca le sobrevino como si le hubiera estallado en la cabeza un frasco de agua hirviendo.

«¡No, por favor!», suplicó. «¡Necesito más tiempo!».

Aunque sus ataques eran furibundos, los Invisibles eran más numerosos, lo sabían y aprovechaban maliciosamente esta circunstancia.

Peggy apretó los dientes. Lloraba de dolor y las lágrimas le empañaban la vista. Las siluetas se le desdibujaban. Todo el paisaje a su alrededor se cubría de neblina.

«Dentro de diez minutos no podré ver nada», se dijo. «Tengo que pasar. La carretera general está al otro lado. Levantaré los brazos y algún coche se parará…».

Intentaba darse valor, pero el dolor se volvía insoportable. Parecía que le estuvieran martilleando el cerebro, Tenía necesidad de acurrucarse en el suelo y de sujetarse la cabeza con las dos manos para que no le explotara. Sin embargo, seguía fusilando con la mirada a las formas blancuzcas que le interceptaban el camino.

El mundo cada vez se le hacía más borroso, avanzaba a tientas; a cada descarga mermaba su campo visual.

De pronto oyó una voz de hombre:

—¡Eh!, ¡niña! ¿Qué haces ahí?

El hombre pareció volverse hacia la izquierda y entonces gritó:

—¡Chicos! ¡Aquí hay alguien… rápido! Una chiquilla, ha conseguido pasar.

Acudieron corriendo. Peggy veía formas marrones moverse a su alrededor. Probablemente eran hombres de uniforme. «¡Rangers!», pensó.

Le echaron una manta sobre los hombros al tiempo que uno de ellos murmuraba:

—No debe ver casi nada, miradle los ojos, los tiene inyectados de sangre.

Peggy notó cómo se la llevaban. Adivinó la silueta de una ambulancia, aunque también había más camiones. Seguramente vehículos militares. «La guardia nacional», se dijo. «Han debido acordonar Point Bluff».

—¿Cómo te encuentras?, no dejaba de repetir la voz de hombre que primero había oído. Soy el capitán Blackwell. Anthony Blackwell. No tienes nada que temer, estás segura con nosotros. ¿Puedes contarnos lo que pasa al otro lado del bosque? Hace días que intentamos atravesarlo sin éxito. Todas las comunicaciones con Point Bluff están cortadas. Vienes de allí ¿no es eso? ¿Cómo has logrado pasar?

—¡Dejadla en paz! —intervino una voz de mujer. ¿No veis que está en shock? No ve. Parece una intoxicación. Lo más probable es que se haya producido allí un desastre ecológico.

—¡Está bien, sargento! —gruñó Blackwell— ¡no soy un monstruo!

Peggy se dio un masaje en las sienes para poder pensar, tenía que cuidar lo que iba a decir no fueran a tomarla por una loca. Aquella gente, por bien intencionada que fuese, esperaba una respuesta racional. No podía de ninguna manera mencionar a los invisibles.

—Algo… una cosa apareció en el cielo —murmuró—. Una… una bola de luz azulada…

—Una bola de luz —repitió Blackwell—. ¿Puedes describirla?

Peggy Sue intentó ser todo lo más precisa dentro de su vaguedad. Como era una niña, no se atrevían a abrumarla con preguntas, pero notaba que los Rangers empezaban a ponerse nerviosos.

«No me creen», se dijo. «Piensan que deliro».

Les oyó alejarse para deliberar.

—Y bien —dijo Blackwell— ¿cuál es su diagnóstico, sargento?

Shock por intoxicación —dijo la voz de mujer—. Está claro que ha inhalado alguna sustancia tóxica que le provoca alucinaciones.

—¿Eso explicaría por qué todos los hombres que hemos mandado al bosque no han vuelto? —preguntó el capitán.

—Sí —dijo su interlocutora—. Yo creo que han perdido la cabeza. Si lo intentamos de nuevo, habrá que enviarlos con escafandra. ¿Y los helicópteros? ¿Seguimos sin novedades?

—Nada —refunfuñó Blackwell—. Han sobrevolado seis veces la zona, pero no logran ver lo que pasa a ras de suelo. Una especie de nube densa envuelve el pueblo. Arriba se observa un resplandor azulado, como si un incendio estuviera asolando el pueblo. Siguieron hablando, aunque se habían ido demasiado lejos para que Peggy Sue pudiera escuchar la conversación. Ella siguió interpretando su papel de niñita desvalida.

«Lo importante», se dijo, «es haber conseguido alertarles».

Estaba orgullosa de su victoria sobre los Invisibles. Ahora esperaba que los soldados fueran lo bastante astutos como para no sucumbir a las innumerables trampas de los fantasmas.

No dejaban de prodigarle palabras de consuelo. Oía el tacatacata de los helicópteros sobrevolando el bosque.

—¿Te duelen los ojos? —preguntó un enfermero—. ¿Ves mi mano? ¿Cuántos dedos ves?

Peggy Sue contrajo los párpados, todo vacilaba a su alrededor.

—Nos la llevamos al hospital del condado —decidió la voz de mujer—. Hay que examinarle a fondo la retina antes de darle nada. Es posible que la haya contaminado una sustancia neurotóxica.

—Deja que te guiemos hasta la ambulancia —dijo el enfermero—, no te inquietes. Dentro de poco recobrarás la vista.

Intentaba tranquilizarla y Peggy se lo agradeció. Le pasó una mano por el hombro y la condujo con suavidad hasta un vehiculo con una cruz roja en un lado.

Peggy Sue fue tanteando hasta sentarse al lado del conductor. El dolor de cabeza se le iba pasando, pero seguía viendo mal. Hubiera querido decirles a los soldados que fueran prudentes.

«No tienen la menor idea de a qué se van a enfrentar», pensó.

La ambulancia arrancó. El motor ronroneaba, el asiento era blando… Peggy Sue se preguntó por qué no le hablaba el conductor.

—¿Qué me van a hacer? —le preguntó—. ¿Voy a quedarme mucho tiempo allí?

No hubo respuesta.

Con inquietud, Peggy extendió la mano para tocar el brazo del conductor… pero el asiento estaba vacío.

¡La ambulancia seguía en marcha, pero no había nadie al volante!

¡No podía ser!

—¿Dónde está? —gritó Peggy Sue.

Estaba volviéndose loca. La ambulancia tomó una curva como si no necesitara a nadie para saber a dónde se dirigía. Peggy intentó abrir la puerta, pero el tirador se le hizo extrañamente blando entre los dedos. El ruido del motor se transformó en cancioncilla… y todo el vehiculo se hizo blando como un globo cuando se deshincha.

—Bueno —rio burlona la voz del capitán Blackwell—, ¿qué te parece esta broma?

El tono del Ranger había cambiado… ahora hablaba como… ¡Cómo un Invisible!

Al instante la ambulancia empezó a descomponerse. Según perdía la forma, iba transformándose en un bulto de goma cuyo color se desvanecía.

—Hacemos progresos continuamente —explicó «Blackwell»—. ¿Has visto cómo dominamos la pigmentación y la resistencia de los materiales? Ya somos capaces de simular la realidad. Te la hemos dado ¿a que si? ¡Te has creído en serio que eran soldados que venían a ayudarte!

Peggy Sue reprimió un gemido de desesperación.

¡Los Transparentes se habían aprovechado de su miopía para engañarla!

—¡Y los ruidos! —dijo triunfal Blackwell—. ¿Has oído qué ruidos? Una buena imitación ¿no? ¡El helicóptero parecía más real que los de verdad!

Peggy cayó al suelo. Había sido una estúpida. Había cometido el error de olvidar que los Invisibles tenían el poder de deformar el cuerpo a su antojo y de modificar su textura. Podían imitar el metal, el cuero, los tejidos…

—Jamás has salido del bosque —concluyó Blackwell—. Ahora vamos a ver cómo te las arreglas para encontrar el camino a Point Bluff, y ya te puedes caer a un precipicio, que no vamos a hacer nada por sacarte.

Rio burlón otra vez antes de soltar:

—No te deseo buena suerte… y eso que la vas a necesitar. Un instante después Peggy se había quedado sola.

Desde luego, suponía que los Invisibles habrían tomado la precaución de dejarla en lo más profundo del bosque. No tenían poder para poner fin a su vida… pero podían prepararlo todo para que sufriera un accidente, nada se lo impedía.

Se preguntó qué seria mejor, si echarse en un rincón mientras recuperaba la vista o intentar avanzar a ciegas… Las dos opciones tenían ventajas e inconvenientes.

Si se acurrucaba bajo un árbol temía ser presa de los depredadores nocturnos; pensaba en coyotes, linces. Decidió ponerse en marcha con los brazos extendidos, tanteando los troncos de los árboles con la punta de los dedos.

¡Qué bien lo estarán pasando los Invisibles!, pensó, «pero todavía no han ganado la partida».

Afortunadamente su vista mejoró al cabo de dos horas y ella dejó de percibir el mundo como un amasijo nublado. Además, sus eternos enemigos la habían dejado no muy lejos de Point Bluff, ya que se podían distinguir sus edificios entre los troncos de los árboles. La suerte le había acompañado y no había rodado de cabeza a un barranco, aunque había faltado un pelo.

—¡Está bien —gritó al salir del bosque—, habéis ganado la primera partida, pero yo no he dicho mi última palabra!

Una vez en casa no le habló a nadie de su desgraciada aventura. Ni siquiera a Dudley.

Tres días más tarde el perro azul se puso en contacto con Peggy Sue para citarla a mediodía ante el ayuntamiento.

El sol azul pegaba fuerte. La muchacha se cubrió la cabeza con un sombrero de paja antes de abandonar el gimnasio. El pueblo estaba desierto, bañado por la luz añil; era siniestro. El perro se había sentado majestuosamente a la entrada del ayuntamiento.

Peggy se apresuró a saludarle llamándole por su nuevo nombre. El animal movió la cola, descubriendo su ingenua alegría al ser considerado un humano.

—Vamos a abordar la fase dos —anunció—. Ya te lo he explicado, nuestro objetivo es reconquistar la dignidad perdida, escarnecida por los de tu especie. En los últimos días hemos sufrido cambios radicales. Al volvemos inteligentes, mis hermanos y yo hemos tomado conciencia de nuestra desnudez. Nunca hasta hoy nos había preocupado. Ahora la situación se nos hace dura. Ahora mismo, por ejemplo, me da vergüenza estar delante de ti sin nada que me cubra el cuerpo. Esto no puede continuar. Me asombra haber podido vivir así tantos años.

Se escuchaba al «hablar» con un evidente placer. Dominar la palabra parecía embriagarle. Peggy Sue apretó los dientes preguntándose que nueva locura iba a imponerle.

—Queremos ropa —declaró su interlocutor relamiéndose el hocico con codicia.

—¿Cómo? —masculló mentalmente la muchacha.

—Has oído bien —repitió el perro—. Vestidos, trajes… y sombreros, sí, sobre todo sombreros.

En los ojos del perro brillaba un destello de locura. Peggy recordó con qué obstinación le había visto hojear las antiguas revistas de moda en la sala de juegos del gimnasio.

—Siempre he soñado con llevar traje y chaleco —confesó el animal—. A menudo me he preguntado cómo logran los hombres mantener el sombrero sobre la cabeza.

En ese momento parecía haberse olvidado de la presencia de Peggy.

«Es él quién les ha impuesto esta locura a los demás animales», pensó la muchacha, aunque en seguida se dio cuenta de su error. El perro le había leído el pensamiento. Disgustado, gruñó.

—¡Vaya! —aulló—. Vas a tener que perder esa mala costumbre de criticar todo lo que digo… o te morderé el cerebro con tal fuerza que te quedarás como Sonia Lewine, un bonito vegetal que tendrá que aprender a leer en la escuela infantil.

Peggy bajó la cabeza. Para ocultar sus pensamientos se puso a recitar la tabla del 9. Al revés.

—Además, te equivocas —afirmó el animal—. Todos mis hermanos de cuatro patas comparten mis deseos. Queremos trajes a medida, cómodos y elegantes. No queremos ropa de trabajo de lona basta, queremos tres-piezas, trajes con chaleco… y corbata.

Peggy sintió vértigo.

—¿Qué quieres exactamente? —suspiró—. ¿Convertir todo Point Bluff en una sastrería?

—Exactamente —confirmó el perro—. Quiero veros trabajando desde esta tarde. Habrá que hacer patrones, cortar, coser y habrá que probarse. No os toméis esta misión a la ligera, os pesará. Y no se os olviden los sombreros. Es importante.

—De acuerdo —dijo la muchacha intentando ocultar su estupor—. Yo se lo transmitiré.

—No es suficiente —insistió el animal—. Tendrás que convencerles. Si no, pagarás por ellos. ¿Sabes que puedo morderte telepáticamente determinados nervios y dejarte paralizada?

—De acuerdo —suspiró Peggy Sue—, tú mandas. Qué puedo añadir. A fuerza de hacerte el perverso vas a terminar pareciéndote a los hombres.

El perro gruñó y una oleada de dolor recorrió de arriba abajo a la muchacha.

—No me gusta tu insolencia —le recriminó—. En cualquier momento puedo elegir otra interlocutora… Ahora, lárgate. Y transmite mis órdenes, pasaré esta noche a ver cómo os ha ido.

El alcalde decidió suspender las clases y transformar el colegio en un taller de confección. La alegría de los alumnos duró lo que el alcalde tardó en comunicarles que también ellos tenían que contribuir y hacer su parte de trabajo.

Point Bluff contaba con dos sastras y una modista. Se decidió que serian ellas las encargadas de dirigir la cadena de producción y de dar un curso acelerado de formación al resto de los ciudadanos. Como profesionales de la costura, ellas tomarían medidas y harían los patrones para el corte de los tejidos. Cuando el alcalde se lo comunicó, estuvieron a punto de desmayarse.

Una de ellas, la señorita Longfellow, protestó:

—¡Lo que nos pide es una verdadera locura! ¡Nunca he cortado un traje a una… vaca o… o a un perro! No tengo ni idea de cómo hay que hacer.

—¡Pues mira el asunto de los sombreros! —abundó la señora Marlow, la modista—. ¡Cómo quiere que sujetemos un sombrero en la cabeza de un perro! Qué hacemos con las orejas… cada raza las tiene de una manera.

—¡Pronto querrán gafas! —gritó la señora Pickins—. Y pipa… tabaco…

Seth Brunch se adelantó, parecía descompuesto.

—Exactamente —dijo—. Quieren todo lo que nosotros tenemos. Nos han declarado la guerra y quieren destruirnos… ¿De verdad vamos a consentirlo?

—Cálmese, Brunch —intervino el alcalde con aplomo—. Acuérdese de lo que pasó cuando intentamos enviarles al ejército.

El profesor de matemáticas cedió sin ocultar un ápice su irritación.

—Como usted diga, señor alcalde —gritó—. ¡Pero sepa usted que no todo el mundo tiene aquí mentalidad de derrotado! Vamos a organizamos para la lucha, en la sombra, sin usted, ya que ha elegido colaborar.

A Peggy Sue nadie le invitó a entrar en la discusión. La habían enviado a la sala de corte con los demás alumnos. Su trabajo consistía en extender la tela sobre la mesa y dibujar los patrones que les entregaba la señora Longfellow. Como no tenían ni idea de costura, a Dudley, Mike y los chicos les pusieron a acarrear los rollos de tela. La atmósfera era febril; las planchadoras se mordían las uñas, las costureras esperaban tras las máquinas.

La señorita Fellow iba y venía con una cinta métrica alrededor del cuello al acecho de su primer «cliente».

—Nunca en mi vida he estado tan nerviosa —le confesó a su colega, la señora Barlow—. Es como si la reina de Inglaterra estuviera a punto de entrar en mi taller para hacerme un encargo. Me tiemblan las manos.

Un instante después cesaron las charlas. Un tenso silencio reinó en el colegio. Ya nadie se atrevía a hablar. Las planchas chisporroteaban sobre las mesas soltando nubecillas de vapor. Todos esperaban…

Pero nadie llegaba.

Debían de ser las tres de la madrugada cuando el perro azul se presentó en la puerta del colegio.

El animal fue correteando hasta la mitad dela sala y trepó a la tarima instalada para la ocasión. Movía la cola de gusto, y Peggy comprendió que se había retrasado a propósito.

En seguida la «voz» del animal retumbó en su cabeza, deformada por un eco lejano, como difundida a través de un altavoz.

«¡Se está dirigiendo a todo el mundo!», pensó. «Es una comunicación general».

—Detecto muchos pensamientos negativos en esta sala —gruñó el perro—. Hay insolentes que podrían haberme enfadado de no encontrarme en tan buena disposición de ánimo. Me siento desbordante de bondad ante la idea de probarme el primer traje. Lo natural es que os castigue, a todos… pero levantaré el castigo si me queda bien la ropa. Os animo, pues, a que no os durmáis y os pongáis a trabajar en vez de mirarme con los ojos como platos.

Aquella declaración provocó un pánico general. Todo el mundo se apresuró a tomar medidas al animal. La señorita Longfellow tuvo que ponerse de rodillas para manejar la cinta métrica. El perro azul la observaba burlón, disfrutando de su momento de gloria: aquella mujer que antaño le había apartado de su camino de un paraguazo cuando él mendigaba una caricia, hoy doblaba el espinazo ante él.

—¡Rápido! ¡Rápido! —decía jadeante la sastra—, apunten las medidas en el patrón.

La señora Barlow estaba lívida.

Así que hubo que ponerse a trabajar con la mayor rapidez, a cortar, hilvanar, coser… sin dejar de mirar el reloj por el rabillo del ojo.

En la primera prueba el perro azul se quejó de un pliegue que le molestaba «bajo la axila derecha». Hubo que retocarlo. Cuando le volvieron a vestir, el animal se puso a dar saltitos ante el espejo que Peggy Sue había hecho poner a tal fin y en lo que nadie, salvo ella, había pensado.

Había un problema con la corbata. Le arrastraba por el suelo. Algo que al perro realmente le disgustaba. Hubiera preferido que le cayera sobre la camisa, como a los humanos.

Al verle retorcerse ante el espejo, Peggy ya no sabía si le producía más pena que espanto. Vestido como un ciudadano con aquella morfología el animal estaba grotesco y patético a un tiempo. Daban ganas de reír… y también de llorar.

El perro dudó. El traje le complacía, pero el problema de la corbata le obsesionaba. La señorita Longfellow, en un tono de lo más neutro, le propuso coserla a la camisa a lo largo del vientre. Pero esta artimaña disgusto al animal.

—Tendré que aprender a desplazarme sobre las patas traseras —dijo—. Por otra parte, seguro que es esta la razón de que la raza humana dejara de andar a cuatro patas, para llevar la corbata como es debido. Supongo que habrá que pasar por eso si quiero convertirme en un gentleman.

Finalmente, después de mucho vacilar, el perro decidió que estaba satisfecho. Se fue anunciando que volvería al amanecer para probarse el sombrero.

Cuando hubo cruzado la puerta, la señorita Longfellow estalló en sollozos.