El perro azul irrumpió en la mente de Peggy Sue cuando el día se levantaba.
—No han querido creerme —fue lo primero que pensó.
—Lo sé —dijo el visitante mental—. Se van a arrepentir. ¿Has pensado en los nombres?
Peggy Sue se apresuró a enumerar al azar nombres de hombres ilustres. El perro los repetía, como si se estuviera probando un traje frente a un espejo.
—Stuart Wisdom Carruthers… —decía—. Este me gusta. Creo que lo voy a adoptar… ¡Ah! Habrá que especificar a tus compañeros que en adelante deberán dirigirse a los animales dándoles un título, Señor o Señora… y que deberán saludarlos cuando se les crucen por la calle. Insisto en este punto porque es importante. Los animales ya han padecido bastante la falta de educación de los humanos. El saludo deberá ir acompañado de una reverencia. Si el humano lleva sombrero, deberá quitárselo. Por el contrario, no deben sonreír. Cuando los humanos sonríen enseñan los dientes, lo que para nosotros, los animales, es una manifestación de agresividad y la señal de que va a pasar al ataque de manera inminente.
—Está bien… Señor —pensó Peggy—. Pero no sé como va a aceptar la gente estos cambios.
—No te preocupes por eso —rio burlón «Stuart Wisdom Carruthers»—, después de la advertencia que pensamos infligirles, se mostraran mucho más cooperadores.
Y desapareció de la mente de Peggy Sue.
Una hora después los habitantes de Point Bluff se sujetaban la cabeza con las dos manos y gemían de dolor ante el ataque de ruido telepático. Era como sí una jauría o un rebaño hubiera tomado por guarida sus cerebros y lo estuvieran festejando.
El pueblo se llenó de lamentos. Los más afectados caían de rodillas o se golpeaban la cabeza contra las paredes. Había quien —como el sheriff Bluster— corría a cuatro patas ladrando.
—Deben comprender que una vez en su mente podemos obligarles a hacer lo que queramos —susurró el perro en la mente de Peggy Sue—. El cerebro de los humanos es como un panel de mandos. Cuando se sabe qué botón pulsar, el hombre se convierte en una marioneta.
—Y vosotros… —se atrevió a decir Peggy—, vosotros sabéis, desde luego.
—Sí —respondió el perro—. Pero no debes mostrarte tan ceremoniosa conmigo. Te aprecio, nosotros tenemos una relación privilegiada ¿no es así? Tú no eres como ellos. Tú eres nuestra embajadora. No me trates de «señor», relájate.
De modo que Peggy Sue puso todo su empeño en relajarse mientras que todo el pueblo se revolcaba por el suelo. En una esquina la señorita Wainstrop, la bibliotecaria, mugía en un tono desesperado mientras que la señora Pickins balaba como una oveja solitaria.
El terror deformaba los rasgos de las victimas, desposeídas de toda voluntad. Peggy Sue sabía lo que estaban experimentado, aquella horrible sensación de no ser dueños de si mismos, de haber perdido el control de su cuerpo y de su mente.
—Dentro de una hora —dijo el perro— irás otra vez a ver al sheriff y le harás saber nuestras reivindicaciones. Creo que ahora estará más dispuesto a escucharte.
Sesenta minutos más tarde cesaron las emisiones telepáticas, dejando a sus víctimas jadeantes, con los ojos vidriosos y cayéndoseles la baba.
Peggy Sue se sentía culpable por ser la única que no había sufrido el asalto a la mente de los animales. La gente por la calle la miraba con recelo. La mayoría sangraban por la nariz.
—No todos mis camaradas de lucha controlan el poder de la telepatía —resonó la voz del perro en la cabeza de la muchacha—. Tienen tendencia a excederse, lo que puede dejar secuelas. Es como si enchufaras un aparato eléctrico a mayor potencia de la debida, termina por quemarse. Cuando el pensamiento animal es demasiado poderoso se imprime como hierro al rojo en el cerebro humano.
Al entrar en la oficina del sheriff Peggy Sue encontró a sus ayudantes tendidos en el Suelo, quejumbrosos, aterrorizados. Carl Bluster no lograba recuperar la posición vertical y salpicaba sus frases de ladridos incongruentes que le hacían avergonzarse. La muchacha le comunicó las exigencias de los animales y se fue sin aguardar su respuesta. Sospechaba que el perro azul se habría ocupado personalmente del sheriff y le habría maltratado en particular para vengarse de las patadas que aquel hombretón solía darle en cualquier esquina.
En el momento en que entraba en el dormitorio del viejo gimnasio apareció ante ella Seth Brunch. Estaba lívido, las venas hinchadas le palpitaran en las sienes.
—Ahora me doy cuenta —soltó—. ¡Estás con ellos! ¡Te has unido al enemigo! Tendría que haberlo sospechado… Después de todo no eres más que una extraña en Point Bluff, te es fácil traicionarnos.
—No tengo elección —replicó Peggy Sue—. De momento no reclaman nada importante. Un nombre, que se les salude por la calle, ser llamados «señor»… Son pequeñeces que no hacen daño a nadie. Si la cosa no va a más, podremos decir que hemos tenido suerte.
—¡Niñata tonta! —exclamó el profesor de matemáticas—. ¡No sabes lo que dices! Luego exigirán el derecho a votar. ¡Será el fin del mundo!
Peggy se alzó de hombros y dio media vuelta. Encontró a su madre y a su hermana en el dormitorio. Si la madre no había padecido emisión telepática alguna, a Julia en cambio la habían castigado con una buena dosis de maullidos. Se había quedado temblando, con el irritante tic de lamerse la mano derecha para luego pasársela por la oreja.
El alcalde convocó de nuevo al consejo municipal. Había que tornar la resolución de aceptar las reivindicaciones de los animales. Se abrió una nueva sección en el registro civil para consignar en él los patronímicos elegidos por los nuevos ciudadanos de Point Bluff.
Los animales, que hasta entonces se retiraban de las calles cuando salían los hombres al caer la noche, volvieron a salir. El primero en presentarse fue el perro azul; le seguían tres vacas y una retahíla de gatos. Avanzaban con la cabeza alta, sin mirar a nadie, con un porte regio que les daba aspecto de animales disecados movidos por algún mecanismo.
—¡Dios mío! —gimoteó la señora Pickins señalando a uno de los mininos—, miren, es Mitsy, mi gato. Se fue hace una semana… y hace como si no me reconociera.
—¡Cállese! —le suplicó Peggy Sue—, le va a oír.
Pero la anciana, irritada, se abrió un hueco entre la multitud y agitó las manos reclamando la atención del bicho, un gato común grisáceo con un collar de cascabel.
—¡Mitsy! ¡Mitsy! —gritaba—. ¿Dónde estabas? ¡Vuelve a casa, en seguida! ¡Menudo tunante!
Peggy Sue apretó las mandíbulas. Como todas las personas mayores de Point Bluff, la señora Pickins tenía mucha dificultad para adaptarse a las insólitas normas que ahora regían la ciudad.
—¡No lo llame por su nombre de gato! —murmuró la adolescente intentando evitar la catástrofe.
Pero la señora Pickins se empeñaba en gritar: «¡Mitsy! ¡Mitsy!».
De repente retrocedió, llevándose las manos a la frente, con la cara crispada por el dolor. El minino había vuelto la vista hacia ella y la miraba con una intensidad inquietante.
—Per… perdóneme… Su Excelencia —farfulló la anciana—. Tomo nota de vuestra nueva identidad… ahora os llamáis John Patrick Stainway-Hopkins… En el futuro me acordaré… sí… sí…
La anciana se tambaleaba y Peggy Sue comprendió que el gato le había bombardeado con una emisión telepática particularmente agresiva.
Pasó la mano bajo el brazo de la señora Pickins para que se sostuviera.
—Ya no es el Mitsy que usted conoció —le dijo al oído—. Ha cambiado. No se le ocurra darle órdenes. Ya no. O se lo hará pagar caro.
—John Patrick Stainway-Hopkins… —dijo atropelladamente la anciana—, es demasiado largo, no me acordaré jamás. Voy a tener que apuntarlo en un papel.
De repente se puso rígida.
—¿Qué voy a hacer si viene a casa? —se lamentó—. ¿Querrá comer en el mismo plato?
—No creo —dijo Peggy Sue, prudente—. En su lugar, yo le serviría la comida en la mesa donde usted tenga por costumbre desayunar. Y en su mejor vajilla. No me burlo de usted. Intento evitarle nuevos disgustos.
Y sacándose el pañuelo del bolsillo, se lo tendió a la señora Pickins murmurando:
—Límpiese, está sangrando por la nariz.
Los animales acudieron en procesión al ayuntamiento; un funcionario esperaba para atenderlos en el vestíbulo. El famoso registro civil se hallaba sobre una mesa, delante del empleado, que miraba con una evidente inquietud cómo se acercaba aquel heterogéneo tropel. Perros, vacas, terneros, cerdos y gatos fueron desfilando, cada Cual comunicando telepáticamente al funcionario el nombre que había elegido. Algunos animales no sabían controlar su poder telepático, así que Peggy Sue veía dar un respingo al pobre hombre cada vez que el siguiente animal establecía contacto con él. Muy pronto el sudor le cubría la frente y la nariz comenzó a sangrarle, manchando el registro.
Una vez registrados los nuevos ciudadanos de Point Bluff se retiraron a la plaza mayor para deliberar. Lo hicieron por telepatía, limitándose a mover las orejas, como si con ello favorecieran la propagación de las ondas mentales.
—¡Qué humillación! —se lamentaba el alcalde, mientras se enjugaba la cara con el pañuelo—. Jamás, ni en mis peores pesadillas hubiera podido imaginar tal vergüenza.
Todos los presentes asintieron. Varios granjeros habían tenido que inclinarse ante sus propios cerdos. Una formalidad que les ponía enfermos.
Peggy Sue se había alejado de los adultos. Hacía un rato que observaba el conciliábulo de los animales. Aquella reunión no presagiaba nada bueno.
—¿Qué hacen ahí? —murmuró Dudley tras ella—. ¿Por qué no se van al campo, al bosque… o dónde sea?
—Van a instalarse en el pueblo —respondió Peggy Sue— y tendrás que acostumbrarte a verles todos los días… y a mostrarles respeto.
—¡Respeto a un cerdo! —le cortó su amigo.
—Si tanto te molesta —murmuró Peggy—, acuérdate de que si le da la gana puede hacerte estallar el cerebro.
Dudley tragó saliva y no dijo nada.
—Hay que ganar tiempo y tratar de ser más astuto que ellos —añadió Peggy agarrando al chico por el brazo.
A lo lejos, en la plaza, el perro azul salió del círculo formado por los animales y avanzó hacia la explanada frente al ayuntamiento. Iba a trotecitos, con aquellas patas cortas y arqueadas, y llevaba la cabeza erguida. Peggy Sue se puso rígida, a la espera del ineludible contacto telepático.
Y como intuía, la voz gangosa del perro retumbó en su cabeza.
—Hemos tomado una decisión —decía—. Mis camaradas y yo queremos inaugurar nuestra llegada a la comunidad de Point Bluff con un acto simbólico. Ordenamos que los restos de nuestros hermanos asesinados sean sepultados con los honores debidos.
—¿Qué restos? —preguntó Peggy Sue inquieta—. ¿De qué hablas?
—Hablo de la carne congelada amontonada en las cámaras del supermercado —respondió el perro azul con amargura—. Del pescado empanado, del redondo de pavo, de las salchichas, de las lonchas de tocino que llenan los estantes… y que para nosotros son tristes cadáveres de nuestros hermanos masacrados. Para vosotros las tiendas son sólo templos de glotonería, para nosotros son cementerios en los que penan las almas de miles de víctimas de cuatro patas. Eso debe terminar. No podemos hacernos cómplices de los actos de canibalismo cotidiano. En adelante, los humanos de Point Bluff no podrán comer carne. Se alimentarán con verduras y legumbres. Así lo hemos decidido. Y no nos detendremos ante nada por hacer cumplir la ley.
—De acuerdo —dijo Peggy—. No te alteres, yo se lo transmitiré.
Y volviéndose hacia el alcalde, el sheriff y Seth Brunch expuso la petición de los animales. Creyó que aquellos tres hombres iban a estallar de rabia.
—¿Estás… estás bromeando? —acertó a preguntar el alcalde.
—En absoluto —suspiró Peggy Sue. Insisto, os suplico que no les llevéis la contraria. No bromea. Si le desafía, pagaremos todos las consecuencias.
—Esté bien —se rindió el alcalde—. ¿Qué quiere?
—Que la población de Point Bluff utilice picos y palas para cavar un agujero en la plaza principal donde pueda enterrarse el contenido de todos las cámaras frigoríficas del pueblo. Habrá que vaciarlas todas, los frigoríficos de las casas también. La ley alcanza también a las conservas.
—¿Y los huevos? —se lamentó la señora Pickins.
Peggy Sue fue a preguntarle al perro azul. Tener huevos estaba permitido, así como la mantequilla, la nata y el queso. A partir del día siguiente, cualquier otra materia animal se consideraría ilegal y se tomaría como ocultación de un cadáver.
—¿Esconder un filete en la nevera se considerará un crimen? —masculló el sheriff.
—Sí —le confirmó Peggy Sue—. Y comérselo será delito de canibalismo.
—De acuerdo —admitió el alcalde—. Se hará según su decisión. Sheriff, pase la consigna… Que la gente vaya al servicio municipal de limpieza y traigan pico y pala. Vamos a terminar cuanto antes con esta broma.
Y allá que se pusieron los habitantes de Point Bluff a excavar el suelo frente al ayuntamiento para abrir una fosa lo bastante profunda. Todo el mundo se puso manos a la obra, también Peggy Sue.
—¡Yo alucino! —cuchicheó Dudley—. Seguro que estoy dormido, me voy a despertar, será la hora de ir al colegio y todo será como antes. No es más que un sueño idiota. Esto no puede pasar. Algo así es imposible.
—Tranquilo —le dijo la muchacha—. No pierdas la cabeza, no es el momento. Claro que es real. Lo más prudente es hacer que colaboramos mientras pensamos en cómo darles la réplica.
Una vez abierta la fosa se hizo una cadena para vaciar los frigoríficos y las cámaras. No dejaron nada, ni en las tiendas ni en los fast-foods. Conservas, filetes y pollos empaquetados pronto fueron a parar al hoyo. El perro azul, auxiliado por tres zorros, vigilaba la operación. Exigió que se abrieran las latas de conserva antes de enterrarlas para que nadie pudiera recuperarlas.
—Diles que no traten de engañarnos —le había susurrado a Peggy—. En seguida sabremos por el olfato dónde se esconde alimento. Que no se olviden de que podemos oler un trozo de carne a tres metros bajo el asfalto.
La muchacha sabía que no bromeaba y que los animales no tendrían piedad con los infractores. Se lo dijo al sheriff y él la apartó sin miramientos.
Los habitantes de Point Bluff obedecían a regañadientes, poco entusiasmados ante la idea de hacerse vegetarianos.
—Mis hermanos creen que no es suficiente —le transmitió a Peggy Sue—. Señalan que siempre lleváis encima restos de pobres animales asesinados. Zapatos, botas, chaquetones o cinturones están hechos de cuero. En vuestras casas tenéis un sinfín de cadáveres de animales en forma de sillones, sofás, todos de cuero… También me dicen que vuestras prendas de lana, jerseys y trajes proceden de la vergonzosa explotación de mis compañeras las ovejas. Su representante exige que se entierren también estos trofeos. En adelante sólo se tolerarán las prendas de fibra vegetal o sintética. Ningún humano podrá pasearse luciendo nada de fibra animal. Que se saque todo de los armarios, vamos a proceder a una inspección general, nuestro olfato nos guiará en la composición de la ropa.
Se vaciaron armarios, cómodas, roperos y baúles y se amontonó toda la ropa en las aceras, delante de cada casa.
Este registro dejó a la gente sin nada que ponerse, pues su guardarropa estaba constituido en su mayor parte por fibras animales, es decir, lana. Se confiscó todo el calzado salvo las sandalias de plástico y las botas de goma, lo que dejó a casi toda la población descalza. Los adolescentes llevaban zapatillas deportivas de tela y goma, así que se libraron.
El resto de la jornada lo dedicaron a enterrar los sofás y sillones de auténtico cuero. Verde de rabia, el sheriff tuvo que quitarse el chaquetón y echarlo a la fosa.
Sin sus botas de vaquero tenía un aspecto ridículo. Más teniendo en cuenta que tenía los calcetines con agujeros… y que despedían un olor repugnante.
Finalmente, el perro azul anunció que todo estaba en orden y se podía tapar el hoyo.
—Vamos a empezar de nuevo partiendo de costumbres sanas —le dijo a Peggy Sue—. Hubiera sido un buen momento para que los hombres hubieran entrado en razón. Habían terminado por creerse los amos del mundo, lo que no es verdad. Nosotros, los animales, existimos, y tenemos nuestros derechos. En adelante vamos a hacerlos valer. Mientras buscamos otra solución, nos alimentaremos de croquetas.
Había en el tono de su «voz» una satisfacción que le hacía antipático. A pesar de que Peggy Sue compartía algunas de sus opiniones, consideraba que estaba yendo demasiado lejos.
Y con la fosa tapada la gente se retiró y los animales se fueron como habían llegado. Nadie tenía la menor idea de lo que iba a pasar después, pero se temía lo peor.